Iris

Iris


Capítulo 26

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Joe maldecía en voz alta mientras regresaba a la cabaña abandonada. Fustigó a su caballo en los hombros para arrancarle hasta la última pizca de velocidad que quedaba en el cuerpo del cansado animal. ¿Dónde demonios estaba Carlos? ¿Por qué no lo había esperado en la casa? Le había dicho a Iris que no iría al rancho aquella noche, pero en realidad esperaba que Monty llevara el oro ese mismo día. Había contado con que Carlos estuviera allí esperándolo. En aquel momento, mientras regresaba a la cabaña al galope, pensó en el cambio de actitud de Carlos. Pero no podía creer que él se pusiera en su contra, no mientras supiera que Joe podía obligarlo a regresar a Nuevo México y acusarlo de haber asesinado a un hombre.

¿Pero dónde estaba? Carlos no sabía donde se encontraba la cabaña. Quizás hubiese ido con los Randolph a buscar el oro. De ser así, debería haberle dejado una nota. Después se le ocurrió que si Carlos había ido a buscar el oro, no había nada que le impidiera huir con todo. Él estaba dispuesto a estafar a Carlos. ¿Por qué éste no habría de hacer lo mismo?

Maldiciendo de nuevo, Joe giró hacia el camino que conducía a la cabaña. Había avanzado menos de cincuenta metros cuando vio que la puerta del cobertizo estaba abierta. Iris había escapado. Joe se apeó de un salto de su caballo, pero ya sabía qué encontraría allí dentro. La cabaña estaba vacía. Saliendo rápidamente de allí, Joe volvió a montar su bestia. Ella no podía haber ido muy lejos a pie en medio de la noche. La encontraría y volvería a traerla. Luego decidiría qué hacer respecto a Carlos, ese apestoso bastardo.

Monty oyó el gruñido del oso desde muy lejos. El animal parecía enfurecido. Eso fue lo que hizo que él empezara a hilar ideas. Un oso podría estar haciendo infinidad de cosas, incluso podría estar acechando a su presa, pero no gruñiría de aquella manera a menos que se sintiera amenazado. Escuchó atentamente. No oyó a ningún otro oso, sólo había uno. Nada más podría hacer que un animal de esos bramara así. Sólo el hombre.

Monty miró el camino. Aún seguía las huellas de Carlos, pero debía de haber alguien no muy lejos de allí. Por la manera en que el oso gruñía, esa persona podría estar necesitando ayuda.

Monty se quedó escuchando un rato, pero no oyó ningún otro sonido. Aquello que había estado molestando al oso ya había desaparecido. Siguió su camino, pero cuando estuvo cerca de la parte de la colina de donde pensaba que había salido aquel sonido, su curiosidad aumentó. Tal vez Carlos hubiese cogido otro camino un poco más adelante y ya estuviera de regreso. Si Monty se desviaba en aquel punto, podría alcanzarlo con más rapidez.

Quizás el oso se hubiese enfurecido por alguna otra cosa y Carlos aún estuviera más adelante, en el camino de abajo. Monty decidió investigar el sendero más alto. Siempre quedaba la posibilidad de regresar al primero. Avanzó a todo galope hasta que encontró un lugar que no parecía demasiado empinado y que su caballo podría subir sin mayor dificultad. Pesadilla resopló en señal de protesta, pero subió al camino con toda facilidad. Cuando Monty llegó al lugar donde se encontraban las borrosas huellas del animal, todo estaba en calma.

Monty sacó el rifle de la funda y siguió avanzando por aquel camino con los ojos alertas, escrutando la noche en busca de algún peligro oculto.

Poco después encontró los restos de un venado. El oso no estaba por ninguna parte. Al parecer, había decidido que aquel cadáver no merecía arriesgarse a tener otro encuentro con los humanos. Monty miró en torno suyo para asegurarse de que el animal no se encontrara escondido en un matorral, pero además del pino Contorta que se encontraba más adelante, no había ninguna otra planta que pudiera ocultar a un oso adulto.

Pesadilla estaba inquieto, pero no empezó a resoplar ni a dar saltos como lo hacía cuando había un oso cerca. Monty se apeó, pero un examen más cercano del sendero sólo le reveló las huellas del oso. Carlos no había cogido por aquel camino.

Monty volvió a subirse a su silla de montar e hizo que Pesadilla diera media vuelta.

—¡Monty!

Aquel grito hizo que se quedara clavado en el lugar en que se encontraba. ¡Iris!

—¡Monty!

Él miró a su alrededor buscando el escondrijo de Iris, pero no veía nada. La voz parecía salir del cielo, pero tenía que estar imaginando cosas. No había nada angelical en aquel apremiante grito de socorro. Quizás Madison tuviese razón. Tal vez él estuviese demasiado cansado y necesitara dormir toda la noche.

—¡Estoy aquí arriba en el árbol!

—¿En cuál árbol? —preguntó Monty, mirando en torno suyo, seguro de que se estaba volviendo loco.

—El que tiene muchas ramas.

Todos parecían estar llenos de ramas para Monty, pero Iris no estaba en ninguno de ellos.

—¡Aquí! —gritó.

Monty se abrió camino hacia aquella voz, mirando todo el tiempo las copas de los árboles. Una rama cayó al suelo delante de él. Al mirar hacia arriba creyó ver un pedazo de tela de color azul oscuro. Se acercó al árbol.

—¿Dónde estás? —gritó él.

—Aquí arriba.

Monty estiró el cuello hasta que pudo ver la copa del árbol. Entonces la vio, aferrada al tronco del pino Oregón a unos quince metros del suelo.

—¿Cómo demonios has subido hasta ahí?

—Por el oso.

—¿Dónde está tu caballo?

—Joe se lo llevó. He venido caminando.

Monty concluyó que Iris no servía para ser la esposa de un ranchero. Su afición a caminar entre los longhorns y a encontrar osos pardos justo en el momento en que se encontraban cenando, harían que le salieran canas en menos de un año.

Estaba ansioso de que se bajara de aquel árbol y poder ahuyentar sus miedos a punta de besos.

—Ya puedes bajarte. El oso se ha marchado.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes?

—Tengo miedo de soltarme.

La reacción instintiva de Monty fue querer ordenarle a Iris que bajara de inmediato. Cualquier persona que pudiera trepar a un árbol también podía bajar de él. Pero en el momento en que abrió la boca para gritar esta orden, pensó que seguramente Iris se había subido a aquel árbol cuando la perseguía el oso. Probablemente el miedo había hecho que no se diera cuenta de lo que estaba haciendo hasta que se encontró a quince metros del suelo. Posiblemente no sabía cómo bajarse de allí porque no tenía ni idea de cómo había logrado subir. Ahora estaba muerta de miedo.

Monty nunca había trepado un árbol a semejante altura. Supuso que él también sentiría miedo. Pero, a menos que subiera a buscarla, parecía que Iris envejecería aferrada al tronco de aquel árbol.

—¿Cómo has subido? —preguntó Monty—. Ese árbol no tiene ninguna rama en la parte inferior.

—Trepé al más pequeño y luego pasé a éste.

Monty silbó admirado. Hubiera querido que Zac estuviera allí. A él le gustaba trepar a los árboles. Monty no se sentía muy a gusto en nada que fuera más alto que un caballo.

Monty subió las ramas más bajas del pino Contorta. Éste no le pareció muy resistente. Una cosa era que Iris, que apenas pesaba poco más de 46 kilos, subiera aquel árbol. Otra muy diferente que él intentara hacerlo con sus 100 kilos de huesos y músculos. Cuando finalmente alcanzó la rama más baja del pino Oregón, el pánico también empezó a apoderarse de él.

Monty logró pasar al árbol más alto. Miró hacia arriba. Iris parecía estar tan lejos de él como cuando estaba en el suelo.

—¿No puedes bajar un poco?

—No.

Monty podía entenderla. Cuanto más subía más nervioso se sentía. Pero Iris estaba encima de él. Tenía que bajarla de allí.

Iris miraba a Monty subir con gran dificultad hacia ella, y su corazón rebosaba de amor por aquel hombre que, sin vacilar ni un instante, trepaba a un árbol para rescatarla. Podía adivinar que no le gustaba en lo más mínimo. No hacia más que mirar al suelo y luego alzaba la vista hacia ella como si no pudiera creer que ambos estuvieran tan lejos de donde él se encontraba. Sin embargo, seguía subiendo sin perder el valor ni un segundo.

Ella se preguntó si alguna vez podría retribuirle lo que había hecho por ella. Parecía que no hacía más que causar problemas. Esto era todo lo que había hecho desde el día en que se enamoró de él a los catorce años hasta aquel instante. Eso era todo lo que hacía en aquel momento, sentada en ese árbol como una tonta, y tan atemorizada que no podía moverse. No obstante, él había trepado el pino Contorta sin vacilar, pese a que ella dudaba de que pudiera sostenerlo.

Monty no merecía tener a una cobarde por esposa. Quizás ella fuese una mujer tonta e inútil —aunque tenía la intención de cambiar—, pero no quería ser una cobarde. Si había trepado aquel árbol sola, y el lugar en que se encontraba era una prueba más que suficiente de ello, también podría bajar. Tal vez Monty pudiera pensar que era un acto heroico rescatarla en aquella ocasión. Pero él no era de los que disfrutaban sacando de apuros a nadie. Algún día podría decidir abandonarla a su suerte.

Iris necesitó un acto de fe para soltarse y permitir que su pie se deslizara hasta la rama de abajo. En su vida había requerido tanto valor como el que le hacía falta en aquel momento para dejar el pie suspendido en el aire hasta finalmente encontrar la rama donde debía posarse. Lanzando un suspiro de alivio, Iris empezó a descender. La corteza le raspaba la mejilla, el olor de la resina le invadía la nariz, pero siguió descendiendo.

—Quédate donde estás —gritó Monty—. Yo iré a buscarte.

—Estoy bajando —le respondió Iris. No dejó de moverse ni un instante. Si lo hacía, dudaba de que pudiera empezar de nuevo.

Se encontraron a unos diez metros del suelo.

—¡Ay! —profirió Monty cuando Iris le pisó los dedos. Pero ella no se detuvo. Prácticamente se dejó caer hasta sentir que sus brazos la rodeaban. Fue el abrazo más incómodo de toda su vida, cada uno se aferraba a una rama y el tronco se interponía entre ellos, pero Iris dudaba de que algún otro beso llegara a ser más importante para ella que aquel.

—Si George pudiera verme ahora, juraría que he perdido la razón —dijo Monty.

Iris se rió. El alivio, la alegría y la descontrolada felicidad se mezclaban en aquel sonido.

—Los dos la hemos perdido. No puede haber dos personas más incompatibles en todo el mundo.

—Y que además intenten besarse en un árbol.

Monty la estrechó con un brazo y la besó una vez más.

—Ahora bajemos de aquí. Quiero hacer esto bien.

* * *

Carlos y Joe se vieron al mismo tiempo. Carlos espoleó su caballo para ir a su encuentro, Joe hizo que el suyo se detuviera.

—¿A dónde has llevado a Iris?

—¿Qué has hecho con el oro?

—No hay ningún oro. Madison me dijo que sólo se trata de un rumor con el que han estado tratando de acabar desde hace muchos años. Ahora dime qué has hecho con Iris. Si no la llevo de regreso antes del amanecer, es posible que tú no salgas vivo de esto.

—¿Cómo puedo saber que no has hecho un trato con ellos? ¿Cómo sé que no tienes el oro?

—Si tuviera el oro, ¿crees que perdería el tiempo cabalgando por el bosque de noche?

—Claro que lo harías. Si los Randolph te hubieran dado ese oro, te matarían si no les devuelves a Iris.

—No tengo ningún oro, y tampoco he hecho trato alguno. Ahora dime dónde está Iris.

—No.

Carlos le lanzó una mirada severa a su amigo.

—Te dije que lo compartiría todo contigo.

—Ya no confío en ti. Te has vuelto un imbécil. Te asustaste, y ahora no tienes las agallas para tratar de conseguir el premio mayor. Estás dispuesto a conformarte con un rancho insignificante que te mantendrá trabajando el resto de tu vida.

—No me he vuelto un gallina, Joe. Es sólo que no quiero ser un fugitivo toda mi vida. No creerás que alguien, y mucho menos los Randolph, te van a dar cien mil dólares y luego se olvidarán de todo, ¿verdad? Te perseguirán, Joe. Si Hen Randolph te sigue la pista, en menos de un mes serás hombre muerto.

—Correré ese riesgo.

—No sería un riesgo. Sería una condena a muerte. Vamos, Joe, dime adónde has llevado a Iris. Sabes que no olvidaré lo que hiciste por mí.

—Ya es demasiado tarde. Esos Randolph no me dejarán entregar a Iris y seguir viviendo aquí como si todos fuéramos los mejores amigos.

—Es posible que tengas que alejarte un tiempo, pero podrás regresar. Supongo que ellos se marcharán en cuanto el rancho empiece a funcionar.

—No entiendes, Carlos. No quiero tener que perseguir vacas el resto de mi existencia, ni para ti ni para mí, y menos cuando puedo conseguir suficiente dinero para llevar una vida muy cómoda. No importa que no haya ningún oro. Esos Randolph tienen suficiente dinero para pagar todo lo que les pida.

—No permitiré que hagas tal cosa, Joe. Iris es mi hermana.

Carlos avanzó con su caballo. No sabía qué iba a hacer exactamente, pero esperaba que Joe se diera por vencido ante una demostración de fuerza. No tenía ningún sentido seguir con aquello. La única alternativa que le quedaba a Joe era entregar a Iris y esperar que los Randolph no le guardaran rencor por mucho tiempo.

Carlos no podía creer que Joe sacara la pistola. No podía creer que estuviera apuntándole con ella. Tampoco cuando sintió aquel punzante dolor en el pecho y percibió que se caía de su silla de montar. La última cosa que recordaba era haber caído de bruces en una espinosa alfombra de tamuja de pino mientras Joe se llevaba su caballo y se marchaba al galope.

Entonces lo creyó.

* * *

Monty acababa de tocar el suelo cuando un disparo rompió el silencio de la noche. Cogió las riendas de Pesadilla para impedir que el asustadizo animal saliera corriendo. Sería terrible que Iris y él se quedaran sin una montura.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Iris mientras se tiraba del árbol a los brazos de Monty.

—Un disparo —dijo Monty, dejándola en el suelo.

—Quiero decir, ¿quién lo habrá hecho?

—No lo sé, puede que Carlos o a lo mejor Joe. Carlos no estaba en el rancho cuando fui allí. Y Joe debió de dejarte para ir a hacer algo.

—¿Crees que se habrán encontrado?

—No lo sé, pero será mejor que lo averigüemos.

Monty cogió a Iris de las caderas y la subió a la silla de montar. Ella no sabía cómo podía hacerlo con tan poco esfuerzo. A Iris le dolían los brazos y los hombros de aferrarse con tanta fuerza al árbol, la áspera corteza le había despellejado las manos. En cambio, él actuaba como si no hubiera hecho nada.

Monty se subió de un salto a la montura detrás de ella.

—Agárrate fuerte. Bajar esta cuesta va a ser muy duro.

Sin embargo, resultó ser mucho más fácil de lo que ella esperaba. Al poco tiempo encontraron el lugar en el que Carlos había caído.

—¿Está muerto? —preguntó Iris.

Monty se bajó de un salto y puso sus manos en el cuello de Carlos.

—Aún está vivo.

—Tenemos que llevarlo a un médico —dijo Iris—. Todo esto es culpa mía. No estaría herido si no hubiera tratado de ayudarme. ¿Se pondrá bien?

—No puedo decirlo hasta saber cuán gravemente herido se encuentra. —Monty le dio la vuelta—. Le han disparado en el pecho. ¿Ves su caballo? Tenemos que llevarlo al rancho tan pronto como sea posible.

Iris miró a su alrededor.

—Habrá huido.

—O Reardon se lo llevó —dijo Monty—. Bájate. Tendrás que ayudarme a subirlo a la montura.

Fue necesaria la fuerza de ambos, y aun así casi no logran alzarlo.

—Ahora súbete detrás de él —dijo Monty—. Vas a tener que sostenerlo en la silla mientras yo llevo a Pesadilla.

Iris hizo lo que Monty le dijo, pero temía que todo aquello fuera inútil. Carlos estaba inconsciente. Ella hacía un gran esfuerzo por impedir que se cayera de la montura. Podía sentir la sangre caliente y viscosa que había traspasado la camisa de Carlos. Ignorando la sensación de náusea en la boca de su estómago, hizo presión en la herida para intentar detener la sangre.

—Ésta va a ser una caminata demasiado larga —dijo Monty—. Ojalá encontrara su caballo.

Poco después hallaron un animal en el camino.

—Ése es el caballo de Carlos —gritó Iris—. Sus riendas se enredaron en ese arbusto.

Monty avanzó hacia el caballo, pero mientras lo hacía sintió que algo extraño estaba sucediendo. A los veinte metros supo de qué se trataba. Las riendas del caballo no se habían enredado en el arbusto. Alguien lo había atado a él. Reardon debía estar observándolos en aquel mismo instante.

—Reardon está escondido en algún lugar cerca de aquí —dijo Monty entre dientes—. Probablemente nos está apuntando con un rifle en este instante. No te muevas a menos que yo te lo ordene.

—¿Cómo lo sabes?

—Las riendas no están enredadas en el arbusto. Alguien las ha atado.

Monty siguió avanzando. No sabía lo que Joe tenía en mente, pero necesitaba ese caballo.

—¿Dónde está el oro, Randolph?

La voz salía de algún lugar del bosque que se encontraba encima de ellos, pero Monty no intentó buscarla. Siguió caminando hacia el caballo.

—No hay ningún oro —dijo Monty—. Nunca lo ha habido.

—Mientes —gritó Joe mientras Monty extendía la mano para coger las riendas del caballo—. Yo lo vi.

—Viste unas monedas que sumaban unos cuantos cientos de dólares, no los cien mil dólares que quieres.

—No toques ese caballo —dijo Joe, pero ya era demasiado tarde. Monty había desatado las riendas—. No te irás de aquí hasta que me hayas dado el oro.

—No te serviría de nada que te lo diera —dijo Monty—. Tendría que matarte después. No tendría más remedio. No puedo permitir que nadie me robe nada, ya sea oro, mujeres o ganado. Si un solo hombre lograra hacerlo, otros lo intentarían también.

—Es posible que lo intentes, pero tal vez no lo logres. —Joe no parecía tan seguro de sí mismo como hacía un minuto.

Monty se dispuso a montarse en el caballo.

—Será mejor que te olvides de todo este asunto, Reardon. Si Carlos se salva, es posible que te perdonemos. —Monty se acomodó en la silla de montar.

—¡Detente o disparo! —Joe salió de su escondrijo detrás del tronco del árbol que se encontraba a unos treinta metros arriba de la pendiente—. No irás a ninguna parte. Ahora bájate del caballo o te haré bajar a tiros.

Nadie sabrá jamás qué sucedió después. Un espeluznante bramido rompió el silencio de la noche, y el oso pardo salió de un matorral que estaba unos metros más arriba de Joe. Presa del terror, éste se volvió y disparó al oso. Logró hacer un segundo disparo antes de que aquella enorme bestia lo alcanzara.

Iris ocultó su rostro en la espalda de Carlos. Monty llevó los caballos a cierta distancia de allí.

—Espérame aquí —dijo cuando el bosque volvió a estar en silencio. Sólo tardó unos pocos minutos. Al regresar, traía los caballos de Iris y de Joe.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Iris.

—Logró matar al oso, pero éste también lo mató a él.

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