Iris

Iris


Capítulo 15

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Iris asintió con la cabeza distraídamente. Había cosas más importantes en qué pensar que preocuparse por unos vaqueros que estaban tan cansados que podrían caerse de sus monturas. No estaba enamorada de Monty. No podía estarlo. Además, él no esperaba precisamente que ella fuera corriendo a refugiarse en sus brazos. Por el contrario, había hecho todo lo posible por evitarla.

Pero en aquel momento Iris no podía descifrar los sentimientos de Monty. Los suyos propios la habían cogido completamente desprevenida.

Estaba enamorada de Monty. Lo había estado desde el momento en que lo vio en aquella fiesta. Era ésa la razón por la que había cruzado el salón para invitarlo a bailar. Eso no había tenido nada que ver con su enamoramiento de niña. Era la reacción de una mujer al ver a un hombre que le parecía tan atractivo que había olvidado las enseñanzas de toda una vida. Quizás ésa fuese la razón por la que su cuerpo se sentía tan extraño cuando él estaba cerca. ¿Acaso todas las mujeres se sentían así cuando se encontraban junto a los hombres que les interesaban?

¡Dios santo!, pensó Iris, aquello no podía ser verdad. No era posible que ella quisiera enamorarse de Monty. Tal vez él reuniese todas las cualidades que ella buscaba en un hombre, pero también condensaba todos los defectos que ella más detestaba. Ninguna mujer en su sano juicio querría enamorarse de un hombre que representaba su peor pesadilla.

Y ella era una mujer en su sano juicio. Lo había planeado todo cuidadosamente. Estaba allí porque no tenía otra alternativa. Había escogido a Monty porque era la persona más adecuada para llevarla a Wyoming. Lo había seguido a todos lados porque creía que podría desaparecer detrás de cualquier colina si no lo hacía.

Era verdad que le había permitido besarla y que le habían gustado sus besos, pero eso no significaba nada. Otros hombres la habían besado y también le había gustado que lo hicieran, pero eso no quería decir que estuviera enamorada de ellos. Aun así, no le quedaba más remedio que reconocer que Monty tenía una manera de besarla que la hacía olvidar todos los demás besos.

No permitiría que eso afectara a sus planes. Era una mujer pragmática y sensata. Sabía lo que quería, y también cómo conseguirlo. Dejaría que Monty la llevara a Wyoming. Le dejaría incluso ayudarla a montar su rancho, y a administrarlo si eso quería. Pero regresaría a San Louis en cuanto lograra recuperarse. Tenía algunas cuentas pendientes allí.

¿Y después?

Probablemente se casaría. Quería tener una familia. Le aterraba la idea de quedarse sola. Planeaba rodearse de gente que nunca la abandonara. Tendría una familia.

Hacía mucho tiempo que había decidido qué clase de esposo quería exactamente. Repasó mentalmente la conocida lista de cualidades que debía reunir un hombre, sólo para descubrir que ésta ya no le satisfacía. El dinero aún era importante, así como la posición social y poder tener una mansión llena de criados. Y no hacía falta decir que su esposo tendría que adorarla de manera incondicional.

Pero quería mucho más que eso. Su esposo tendría que ser alguien de quien ella estuviera completamente segura que la protegería. La pobreza no era el único peligro que había en el mundo, y quería un hombre que pudiera mantener todos los riesgos a raya. Quería un marido a quien pudiese respetar, con quien pudiese hablar, que tuviera respuestas para sus preguntas. Aunque la adorara, debía saber muy bien lo que quería.

Debía ser un hombre fascinante. Tal vez incluso un poco rudo. Nunca más quería tener que arrear ganado, si bien debía reconocer que San Louis le parecería bastante soso después de esto.

Tendría que ser alguien muy seguro. Incluso algo agresivo. No permitiría que él la dominara, pero se aburriría pronto si siempre supiera a qué atenerse. Si un hombre esperaba que le dieran permiso para coger lo que quería, entregarse a él perdía la mitad de su encanto. Después de todo, si ella no merecía que la persiguieran de manera decidida, si el deseo que ella inspiraba no hacía que un hombre se saliese un poco de los límites, entonces debía de ser que no la amaba lo suficiente.

«¡Dios misericordioso! Acabas de describir a Monty. ¡Quieres casarte con Monty!».

Si Iris no hubiera estado sentada, se habría desplomado. No podía estar enamorada de Monty. Tenía que estar desvariando a causa del cansancio que sentía tras pasar dieciocho horas sobre una silla de montar y a la preocupación de perder su hato. Quizás el calor, el polvo, el ruido y los olores desagradables la hubiesen vuelto temporalmente loca.

Debía de ser eso. No era la de siempre. Estaba demasiado cansada para saber cuáles eran sus sentimientos.

No sentiría lo mismo una vez que llegara a Wyoming. Probablemente no sentiría lo mismo al día siguiente.

Tenía que descansar un poco. La mañana siguiente, o cuando finalmente llegaran al río y ella pudiera dejar de preocuparse de que todo su hato muriera de sed, trataría de entender por qué se le había ocurrido algo tan disparatado como que quería casarse con Monty Randolph.

A la hora del desayuno había un continuo torrente de hombres demacrados —con los ojos hundidos en sus cuencas y arrastrando los pies— que caminaban tambaleándose para ir a buscar un poco de comida y de café antes de regresar tropezando a sus labores.

Iris se sentía casi tan mal como ellos. Estaba tan exhausta que ya había rebasado el límite del cansancio. No sentía nada en absoluto. Había estado casi toda la noche dando vueltas alrededor de la fogata, luchando contra sus sentimientos por Monty, sin poder llegar a una conclusión aceptable o comprensible.

Incapaz de pensar siquiera en comida, Iris se montó en su caballo y salió del campamento sólo para ser recibida con la noticia de que el hato se negaba a dejar el sitio donde había pasado la noche.

—Quieren regresar al último lugar en el que recuerdan haber encontrado agua —dijo Carlos—, pero está demasiado lejos. No lograrán llegar allí.

Demasiado agotada para combatir el pánico, Iris empezó a buscar desesperadamente a Monty.

—Él no puede hacer nada al respecto —gritó Carlos—. Vas a perder todo el maldito hato.

Iris no se detuvo a responderle. Tenía que encontrar a Monty. Él sabría qué hacer. Los caballos y los hombres ya estaban extenuados de intentar controlar las vacas, decididas a regresar al único riachuelo con agua que recordaban.

Iris llegó a la parte delantera del hato y vio a una docena de hombres dejando descansar sus caballos mientras esperaban, pero no vio a Monty por ningún lado.

—¿Qué está pasando? —le preguntó a Salino.

—No quieren seguir a Relámpago.

Iris miró a los abatidos animales dar vueltas confundidos alrededor de varios cientos de hectáreas, mugiendo de dolor y sed.

—Monty teme que se queden ciegos.

—¿Qué se queden ciegos? —repitió Iris—. ¿Por qué?

—De sed. Sé que no tiene sentido, pero si eso llega a suceder, nada les impedirá regresar al único río con agua que recuerdan.

Iris sintió que empezaba a perder la batalla contra el pánico.

Salino alzó la vista para mirar hacia el horizonte.

—Va a llover, pero no lo hará a tiempo.

Iris no le preguntó cómo podía predecir que iba a llover al mirar un cielo completamente despejado. Pero si el agua no iba a caer a tiempo, no tenía ninguna importancia si estaba en lo cierto o se había equivocado.

—¿Dónde está Monty? —preguntó.

Salino se volvió hacia el campamento y señaló.

—Allí.

Cuando Iris se volvió, vio a Monty ir hacia ellos con los dos carromatos para terneros traqueteando detrás de él.

—Enlazad a los becerros —gritó Monty mientras descendía de un salto de su montura. Enseguida se puso en la tarea de bajar a los terneros de los carromatos, alzándolos uno a uno. Cada vez que dejaba uno en el suelo, un vaquero se acercaba, arrojaba un lazo a la cabeza del asustado animal y lo llevaba en dirección al río Canadian.

—Pensé que habías dicho que esos terneros no podían seguir el ritmo al hato —dijo Iris completamente confundida.

—Hasta un becerro recién nacido puede caminar más rápido que un hato que no se mueve en absoluto —dijo Monty, mientras bajaba otro ternero—. Sus madres no quieren seguir a Relámpago, pero tal vez sigan a sus propios terneros, especialmente si empiezan a berrear. Y lo mismo hará cualquier longhorns que pueda oírlos.

Iris recordó la noche en que más de una docena de vacas corrieron a ayudar a la madre del ternero con el que tropezó, y se estremeció.

—Ésta podría ser la única manera de llevarlos a donde se encuentra el agua.

Hen empezó a bajar los becerros del segundo carromato. A los pocos minutos tenían una docena de terneros atados a las cuerdas, y dirigiéndose hacia el norte sin dejar de berrear. Pero el barullo de más de tres mil vacas adultas mugiendo su angustia ahogó su llanto.

El hato no se movió.

Monty y Hen siguieron bajando becerros de los carromatos, hasta que hubo más de dos docenas en el suelo. Había más terneros que hombres, de modo que tuvieron que atar los sobrantes a la parte trasera de los dos carros. Cuando éstos empezaron a moverse, los becerros se pusieron a berrear.

El hato permaneció en su lugar.

—Separaos —ordenó Monty—. Cruzad el hato con los carromatos.

Nadie se movió.

—¿Por qué no hacen lo que él les ordena? —le preguntó Iris al hombre que conducía uno de los carros.

—Es demasiado peligroso —le explicó—. Si esos longhorns se enfurecen, y están a punto de hacerlo, cualquier hombre que se encuentre en medio del hato quedaría completamente indefenso.

Iris se volvió hacia el hato. Las vacas seguían sin moverse.

—Es demasiado tarde —dijo el carretero—. Ya empezaron a dar la vuelta.

Iris dirigió la mirada hacia el lugar en el que un par de vacas cruzaron el cordón de vaqueros y emprendieron camino hacia el sur.

—Morirán todas.

Iris se quedó mirando las vacas sin poder hacer nada. Parecía imposible que todo su futuro pudiera ser destruido por algo tan absurdo como dos vacas caminando en la dirección equivocada. Sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo, Iris espoleó a su caballo. No sabía qué iba a hacer, pero no podía permitir que aquellos animales hicieran que todo el hato diera la vuelta. Cualquier persona podría lograr que dos vacas se detuvieran.

Haciendo exactamente lo que tantas veces había visto hacer a los hombres, Iris arreó a los dos animales para que regresaran al hato. Pero su alegría fue fugaz. Más vacas empezaron a dar la vuelta.

Mientras Iris se dirigía hacia ellas para obligarlas a regresar, vio que Monty desataba un ternero de uno de los carromatos y lo llevaba al centro del hato. Iris olvidó lo que estaba haciendo, y soltó las riendas a su poni para que hiciera lo que sabía hacer. Miraba a Monty con el alma en vilo mientras éste llevaba al becerro, que protestaba a voz en cuello, a lo más profundo de aquella masa de ganado que seguía arremolinándose.

Cuanto más se adentraba, más peligraba su seguridad.

Iris se quedó paralizada. Aquellas eran sus vacas. Monty estaba arriesgando su vida para salvarlas. De repente, se sintió agobiada por la atrocidad que había hecho al obligarlo a asumir la carga de su hato. Él no había querido hacerlo. Había intentado detenerla de todas las formas posibles, pero ella no quiso escucharlo. Era como si en aquel momento ella lo estuviera obligando a abrirse paso a través de una masa de vacas semisalvajes enloquecidas por la sed.

Si algo llegara a pasarle, sería culpa suya.

Tras dar un grito sordo, Iris se olvidó de las vacas que intentaban dirigirse hacia el sur. Se olvidó del peligro.

Se olvidó de todo, excepto de Monty.

Dirigiéndose a todo galope al carromato más cercano, Iris se inclinó y desató a uno de los terneros. Luego lo llevó hacia el centro del hato.

Hacia Monty.

La rodeaban animales altos y delgados, de músculos y huesos fuertes. Sus enormes cuernos, que alcanzaban una longitud de casi dos metros, la aterrorizaban. Éstos terminaban en puntas afiladas que podían destripar a un caballo, o matarla de una cornada, si alguno de ellos llegara a volverse bruscamente.

Decidida, Iris centró toda su atención en Monty. Si iba a morir, prefería que fuera de manera repentina. Además, al verla llegar, Monty se detuvo. La estaba esperando.

De pronto, desde más de doce puntos diferentes, los vaqueros empezaron a llevar los terneros al centro del hato. Pero Iris sólo era vagamente consciente de que Monty y ella ya no se encontraban solos. Él había dado la vuelta para ir a su encuentro, llevando su becerro hacia el norte.

Un movimiento detrás de Monty hizo que Iris dejara de mirarlo fijamente. Una vaca lo estaba siguiendo. Luego tres vacas más empezaron a hacer lo mismo. Iris sintió renacer sus esperanzas. Miró hacia atrás. Varias vacas la seguían, con la cabeza gacha y mugiendo sin tregua, pero la seguían. Mirando a su alrededor, notó pequeños focos de movimiento formándose en torno a los terneros. Como ondas que se expanden sin cesar, esos focos empezaron a hacerse cada vez más grandes hasta que todos confluyeron en un mismo punto.

El hato se estaba moviendo. Se dirigía hacia donde se encontraba el agua.

Iris no sabía de dónde sacaba su cuerpo tanta energía, pero ya no se sentía cansada. La idea de Monty, y su valentía para hacer lo que ningún otro hombre se había atrevido a hacer, habían salvado su hato. Ella había ayudado, pues había tenido el valor de seguirlo.

Iris ignoraba qué le había pasado, cómo había logrado encontrar el coraje para hacer lo que aquellos hombres curtidos no habían osado. No era una mujer valiente. Tampoco era una insensata. Simplemente, no era así, y lo que había hecho era contrario a todo lo que su madre le había enseñado acerca de la supervivencia.

«Si se trata de algo peligroso, siempre habrá algún tonto dispuesto a hacerlo por ti».

Luego, como si hubiera estado allí todo el tiempo esperando que ella lo descubriera, Iris supo qué hacer, y por qué.

Siguió a Monty porque lo amaba. No hubiera podido hacer otra cosa.

La lluvia los alcanzó por la tarde. El cielo estaba de un azul radiante, cuando de repente, media hora después, el aguacero empezó a golpear el suelo con la fuerza del granizo. El ganado no tuvo que esperar hasta llegar al río Canadian. Las vacas calmaron la sed en los charcos poco profundos que se formaron en los cientos de pequeñas depresiones que había en toda la pradera. Incluso después de que los terneros fueron llevados de nuevo a la seguridad de los carromatos, el hato siguió dirigiéndose hacia el norte a un ritmo constante, deteniéndose sólo para beber agua de los charcos.

—En este momento no beberían hasta saciarse, ni aunque estuvieran sumergidas en agua —le explicó Monty a Iris—. Seguirán tomando sólo unos tragos hasta que sus cuerpos se hayan recuperado.

Iris y Monty cabalgaban uno al lado del otro. La lluvia les empapaba la ropa y les daba de lleno en la cara, pues habían olvidado sus impermeables. Él confiaba en que los hombres estuvieran demasiado ocupados en sus faenas para mirar a Iris. Ella siguió cabalgando sin percatarse de que sus empapadas ropas se le habían pegado al cuerpo, dejando muy poco a la imaginación.

Su blusa moldeaba sus hombros y la curva de sus senos. A Monty se le aceleró el pulso cuando se dio cuenta de que podía ver la forma y el color de sus pezones. La falda se le adhería a las caderas y a los muslos dejando ver sus formas con igual nitidez, pero el grosor de la tela impedía que se tornara transparente.

Monty desató el impermeable que tenía detrás de su silla de montar.

—Deja que te ayude a ponerte esto —dijo él, deteniendo su caballo.

—¿Para qué? Ya estoy empapada.

—Lo sé, pero no quiero que todos los demás se den cuenta.

Iris miró sus ropas, se ruborizó y sonrió mientras Monty le cubría los hombros con el impermeable. Éste le produjo una sensación agradable. No se había percatado de que la lluvia era así de fría.

—Incluso una mujer como yo espera que un hombre no piense sólo en su cuerpo.

—Yo no pienso sólo en tu cuerpo, pero es algo difícil cuando cabalgo a tu lado calado hasta los huesos.

Monty supuso que nunca entendería a las mujeres. Si les decías que eran guapas, ellas insistían en que querían que las amasen por lo que eran, no por su aspecto físico. Pero si olvidabas hablar de sus ojos, sus labios, su pelo o su vestido nuevo, te metías en un lío. Eso no tenía sentido.

Los ojos eran más verdes cuando un rostro bonito los enmarcaba. Un vestido lucía mejor en un cuerpo bien proporcionado. Todo era mucho más hermoso si una mujer era amable, inteligente y digna de confianza.

Iris estaba demostrando que era mucho más mujer de lo que él había esperado. El hecho de que hubiera decidido llevar aquel ternero al centro del hato lo había obligado a mirarla de una manera completamente diferente. Aún podía sentir la conmoción y el temor que estuvieron a punto de paralizarle la mente cuando la vio. Cien pensamientos diferentes le estallaron en el cerebro simultáneamente: que era una criatura despampanante y no sabía cómo se había mantenido alejado de ella durante tanto tiempo, que estaba loca al arriesgar su vida por unas cuantas vacas, que nunca había visto a una mujer más noble, más resuelta, más intrépida, que parecía estar muerta de miedo, que los dos podrían resultar aplastados por más de mil pezuñas hasta que no quedara ni rastro de ellos, que no había nada de la parásita de Helena en aquella espléndida mujer, que Iris lo había seguido donde nadie más había osado, ni siquiera su hermano gemelo, que no podía haber una mujer más atractiva en el mundo.

Ella no dejaba de sorprenderle. Era posible que tropezara, pero lograba levantarse en cada ocasión. Cometía errores, pero no los repetía. Estaba convirtiéndose en una mujer a la qua admiraba.

Ella le interesaba mucho más de lo que habría imaginado. Y eso era peligroso. Aquella situación le superaba. Tendría que pedirle que se fuera antes de que él perdiera el escaso control que le quedaba, pero ya era demasiado tarde. Lo más probable era que ella se marchase, pero no sería él quien se lo pidiese.

No podía hacerlo.

Monty decidió seguir arreando el hato hasta el río Canadian, aunque eso significara viajar de noche. Aún estaba lloviendo cuando llegaron.

—Tenemos que hacerlos cruzar —dijo—. Si sigue lloviendo de esta manera, el río puede crecer tanto que mañana sea mucho más difícil atravesarlo.

Los hombres, exhaustos, refunfuñaron. Frank y su cuadrilla protestaron con más fuerza que todos los demás cuando tuvieron que dejar la seca comodidad de la tienda que habían montado en una colina. Pero Monty hizo que cruzaran el río y llevaran el ganado a tierras altas antes de permitir que fueran a descansar.

—Nos quedaremos aquí un par de días para dejar que el ganado se recupere —anunció Monty aquella noche.

Cuando los hombres volvieron a sus trabajos, los ojos de Monty escrutaron el grupo hasta que encontró a Iris un poco alejada de los demás. Parecía estar mirando el horizonte. Había dejado de llover momentáneamente y un viento frío llegaba desde el norte. Monty sacó una manta del carromato de provisiones. Iris sólo se movió cuando él le cubrió los hombros.

—Esto te protegerá del viento.

—No tengo frío —dijo ella.

—Deberías tenerlo.

—Nada es como debería ser.

Monty nunca había visto a Iris en un estado de ánimo parecido. Sintió como si sólo una parte de ella fuera consciente de su presencia. Una mínima parte. El resto se encontraba muy lejos de allí.

Todo el día había querido hablar con ella. Había sido difícil contenerse hasta que pudiera encontrar un momento en el que estuvieran solos.

Pero ahora que se presentaba ese momento, no sabía qué decirle. Aquella no era la Iris que él conocía, la insolente pelirroja dispuesta a tener siempre la última palabra. Parecía estar alterada, confundida y triste.

Debería estar eufórica. Además de que el hato había logrado llegar en buena forma, ella era en parte responsable de que todo hubiera salido bien. Aún se necesitaba mucho tiempo para que pudiera dirigir un rancho sola, pero tenía el valor, la inteligencia y la capacidad para hacerlo. Sólo le faltaba la experiencia.

—Fue muy valiente lo que hiciste hoy. —Ella respondió sin volverse hacia él—. Estaba muerta de miedo.

Monty sonrió.

—Supongo que lo estabas. Pero lo hiciste, y eso es lo que importa.

—¿Tu también estabas asustado?

—No. Yo…

Ella se volvió para mirarlo con la intensidad de una persona que ha contenido sus emociones durante mucho tiempo.

—Dime la verdad. ¿Estabas asustado?

—No. Sabía que estaba corriendo un riesgo. Siempre se corre un riesgo cuando se trabaja con longhorns. Nacen locos y empeoran con el tiempo, pero sabía que podría salir si se presentaba algún problema.

La expresión de Iris no se relajó.

—Yo no lo sabía. Creí que iba a morir, pero de todos modos entré.

—¿Por qué?

—No preguntes tonterías.

—No lo estoy haciendo. No sé por qué lo hiciste.

—¿Cómo podría no haberlo hecho? —dijo Iris—. Fui yo quien decidió hacer este viaje, quien te convenció de que mantuviéramos nuestros hatos juntos, quien prácticamente te obligó a hacerte responsable de mí. ¿Cómo podía quedarme con los brazos cruzados viendo cómo te pisoteaban esos animales?

Monty se rió quedamente.

—Si hubiese quedado atrapado, los chicos habrían empezado a disparar.

—Pero yo no lo sabía —dijo Iris alzando la voz—. Me aterrorizaba la idea de que esas bestias pudieran matarte. Podía verlas atropellándote, pisoteando tu…

Se estremeció, y fue incapaz de continuar.

Monty comprendió que estaba muy alterada. La cogió de los hombros y la hizo volverse hasta quedar frente a él.

—Y aun así me seguiste.

—No podía hacer otra cosa —su voz no era más que un susurro.

Monty la acercó a él hasta que su rígido cuerpo tocó el suyo. Le echó los brazos al cuello y la acercó aún más. Con un movimiento convulsivo, Iris abrazó a Monty y lo estrechó con toda la fuerza que pudo.

—Nunca he tenido tanto miedo en mi vida —dijo. Toda la tensión que se había apoderado de ella desde aquella mañana, todas las dudas que la atormentaban y también la subyugaban, se desvanecieron para liberar una sensación de alivio tan abrumadora que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No podía apartar la mirada de ti. Todo el tiempo me cruzaban por la cabeza pensamientos disparatados. Algo me decía una y otra vez: «Monty no permitirá que te hagan daño» —se rio de modo vacilante—. ¡Qué tontería! Tú corrías mucho más peligro que yo.

Monty experimentó una sensación muy extraña. No se parecía en absoluto a nada de lo que él conocía. Se sintió más raro que nunca en su vida. Sus brazos estrecharon a Iris con fuerza, y la entrepierna se le puso rígida. Al menos reconocía esa sensación. Era agradable sentir la suavidad de su cuerpo contra el suyo. Era agradable que ella buscara consuelo en él. Era aún más grato saber que podía darlo.

—Creo que has conocido una parte del secreto del valor.

—¿Cuál es? —preguntó ella. El pecho de Monty amortiguaba su voz.

—Tienes que estar loco. Al menos un poquito.

Ella se rio.

—¿Y cuál es el resto del secreto?

—Una parte es creer que lo que estás viviendo no puede estar pasando en realidad. Otra es creer que el peligro puede afectar a otra persona, nunca a ti. Otra, tener la certeza de que si te llegara a afectar, alguna persona aparecería para rescatarte antes que fuera demasiado tarde. Otra, estar muerto de miedo y jurar que si llegas a salir de la situación en que te encuentras, nunca volverás a hacer algo tan estúpido.

Iris rió entre dientes.

—Eso no parece muy valiente.

—Hay otra parte.

—¿Cuál es?

—La ciega estupidez que no te permite darte cuenta de que estás en peligro de muerte. O saber que lo estás y no importarte. George dice que yo soy así.

Iris apartó la cabeza del pecho de Monty y la alzó para mirarlo a los ojos con una sonrisa.

—Gracias. Ya me siento mejor.

Ella quiso soltarse, pero él no se lo permitió.

—¿Por qué lo hiciste en realidad?

Iris bajó la mirada.

—Ya te lo dije.

—No te creo.

Iris alzó la vista, sonriendo de nuevo.

—Nunca me crees. Debes de pensar que soy una mentirosa redomada.

—No. Yo nunca…

—Y cuestionas todos mis motivos. No, llegas aún más lejos. Estás seguro de que cuando digo una cosa, estoy pensando otra completamente diferente. No puedes negarlo, Monty, no si hay una pizca de sinceridad en ti.

A Monty le horrorizó darse cuenta de que todo lo que ella decía era verdad. Pero no sentía que fuera así. ¿Qué pasaría si ella lo hubiera camelado y hubiera coqueteado con él sólo con el fin de lograr que hiciera algo contra su voluntad? No le guardaría rencor por ello. Era una mujer. Ellas hacían esa clase de cosas. Helena había sido una experta en la materia.

Pero no creía que ella fuese una mentirosa. De verás que no lo creía.

—No sé lo que he dicho (George dice que nunca lo sé, que simplemente hablo sin prestarme nunca atención a mí mismo), pero no fue eso lo que quise decir —dijo Monty—. Y si fue así —añadió, llevado por su sinceridad básica para confesar todos sus pecados—, no me he dado cuenta.

—¿Por qué? Soy la misma persona que era cuando me pediste que regresara a casa.

—A lo mejor, pero no eres la persona que yo creía que eras.

—¿Y quién creías que era?

—Pensé que eras igual a tu madre.

Monty sintió a Iris ponerse tensa entre sus brazos y soltarse.

—No estoy de humor para quedarme aquí escuchándote insultar a mi madre. Gracias por lo que hiciste hoy. Siempre supe que eras el único hombre que podría llevarme a Wyoming. Ahora me voy a acostar. Nunca me había sentido tan cansada.

Monty también estaba cansado, pero no tenía sueño. Había muchas cosas que Iris no le había revelado. Había cosas que él tampoco le había dicho.

* * *

Monty ya se había marchado cuando Iris se despertó al día siguiente. Aliviada, tomo un rápido desayuno, y luego se dirigió a su carromato de provisiones para hablar con Frank y con Carlos. Después fue a dar un pequeño paseo a caballo.

El paseo no solucionó nada. Regresó al campamento de los Randolph tan enamorada de Monty como lo estaba la noche anterior, e igual de confundida en cuanto a lo que haría al respecto.

Se dejó caer de su silla de montar y alzó la vista, esperando que Zac corriera a coger su caballo, lo desensillara y lo llevara al corral. Pero Zac no se movió.

—¿No vas a llevarte mi caballo? —le preguntó, un poco sorprendida de su actitud.

—No.

—Ayer lo hiciste.

—Ayer montaste uno de nuestros caballos. Ése pertenece a tu caballada —dijo, señalando el lugar donde un segundo corral de cuerdas guardaba las bestias del Doble D—. Si yo lo cogiera, alguien podría pensar que estoy tratando de robarlo.

—¿Y si lo llevaras allí por mí?

—Tendría que correr de ida y de regreso —objetó Zac—. Si no estoy aquí cuando lleguen los vaqueros, Monty me cortará la cabeza.

—Si no estás aquí, ellos mismos pueden llevar sus caballos al corral —dijo Tyler desde el lugar en el que estaba preparando la cena—. Supongo que deben de saber cómo hacerlo.

—¡Claro! ¡Como no es a ti al que Monty le romperá la crisma…! —dijo Zac.

—Tampoco te la romperá a ti. Corres mucho más rápido que él.

Zac sonrió.

—Sí, pero Monty es experto en aparecer de repente, cuando menos lo esperas.

—Le diré que lo hiciste por mí —dijo Iris tratando de camelarlo.

Zac la miró de pies a cabeza, como si estuviera tratando de decidir si ella era tan importante para su hermano como para que mereciera la pena tomarse tantas molestias.

—Da la impresión de que no crees que yo tenga mucha influencia sobre él —dijo Iris, a quien le hacía gracia y, a la vez, le desconcertaba el hecho de que Zac la evaluara como si ella fuera una mercancía que se podía comprar y cuyo precio era posible regatear.

—Con Monty nunca se sabe. No le gustan mucho las chicas.

—A lo mejor no ha encontrado una que le guste lo suficiente.

—No, a él le gustan todas por uno o dos días, pero luego se harta de ellas. Dice que prefiere las vacas. Si te cansas de una vaca, puedes venderla o comértela. Si te cansas de una mujer, prácticamente tienes que marcharte del país.

—Guarda el caballo de la dama —le ordenó Tyler.

—Tú no eres mi jefe —dijo Zac, mirando a Tyler nerviosamente—. George dijo que sólo tengo que obedecer a Monty, a Hen y a Salino.

—Si no te llevas el caballo ahora mismo, voy a cortar la cuerda del corral y a encender un fuego bajo ese alazán de cola de escoba.

—Si lo haces, yo tendría que perseguir caballos durante los próximos dos días —dijo Zac, horrorizado ante la traición de Tyler.

—Es mucho más fácil llevar el caballo de la dama al corral.

Zac fulminó a Iris con la mirada. Lanzó un terrón al suelo y profirió unas cuantas maldiciones, que Iris estaba segura que no había aprendido de George. Luego le arrebató las riendas a Iris, se montó al caballo de un salto y espoleó al cansado animal para que marchara al galope.

—El chico habla demasiado —dijo Tyler, dándole a Iris una taza de café caliente—. No hago más que decirle a George que debería pegarle con regularidad.

—¿Y George no lo hace? —preguntó Iris, absorta ante aquella pequeña visión de la familia Randolph.

—Zac no es ningún tonto. Hace todo lo que George le ordena como si disfrutara haciéndolo. Es al resto de nosotros a quienes nos apetece matarlo. Le gusta especialmente provocar a Monty. Uno de estos días él le va romper la crisma.

Iris no podía creer que Tyler realmente estuviera hablando en serio. Pero la verdad era que ella nunca había tenido una familia. No sabía si era posible querer a un hermano y, al mismo tiempo, desear romperle la crisma.

Pero le agradaban estas pequeñas y, hasta el momento, poco frecuentes señales de que la familia Randolph empezaba a aceptarla. Tenía que reconocer que se sentía más a gusto con la cuadrilla del Círculo Siete que con sus propios hombres.

Frank estaba cada vez más distante. Carlos parecía una persona muy seria. No pasaba un día sin que instara a Iris a separar su hato y alejarse de Monty.

Iris fue a sentarse tranquilamente a la escasa sombra de un roble pequeño y retorcido. Examinó una vez más sus opciones sin que surgiera nada nuevo. Mientras desconfiara de Frank, no podía contar más que con los Randolph. La tensión que se sentía en su cuadrilla era tan intensa que casi podía verse, pero sabía que Frank no intentaría hacer nada mientras Monty y Hen estuvieran a cargo de su hato.

Mientras permaneciera junto a Monty, estaría a salvo.

¿Quién la protegería si él llegara a marcharse?

Carlos intentaría hacerlo, pero él estaba solo. Joe Reardon era su amigo, pero Iris no creía que Joe corriera ningún riesgo a menos que pudiera ver que podía sacar algún provecho de la situación. No tenía motivo alguno para desconfiar de él, tampoco para tomarle antipatía, pero lo cierto era que no confiaba en él y que le tenía aversión. Estaba acostumbrada a que los hombres se quedaran mirándola, pero nunca se habituaría a que Joe la mirara. Eso era algo completamente diferente.

No había en su mirada nada de la rendida admiración que había llegado a esperar de los vaqueros jóvenes, tampoco la apreciación madura que le demostraban los hombres adultos. Había en él un cierto cinismo que dejaba entrever que reconocía y estimaba el valor de su belleza, pero al mismo tiempo parecía valorarla muy poco, creer que era un objeto que podía usar y luego desechar cuando perdiera su atractivo.

A Iris nunca la habían tratado como un objeto, y esa sensación era bastante desagradable. Era peor que la tosquedad de Monty.

Zac llegó corriendo desde el otro lado del carromato de provisiones, jadeando hasta tal punto que casi no podía hablar.

—¡Se va a… armar la… de Dios es… Cristo! —logró decir—. ¡Monty… acaba de… despedir… a toda tu cuadrilla!

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