Inferno

Inferno


Capítulo 9

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En las entrañas de la embarcación de lujo, el facilitador Laurence Knowlton permanecía sentado en su cubículo de cristal y contemplaba con incredulidad la pantalla de su computador después de haber visto el video que su cliente les había dejado.

«¿Se supone que debo enviar esto a los medios de comunicación mañana temprano?».

En los diez años que llevaba trabajando para el Consorcio, Knowlton había realizado todo tipo de extrañas tareas que —era consciente de ello— se encontraban en algún lugar entre lo deshonesto y lo ilegal. Actuar en un terreno moralmente ambiguo era algo habitual en el Consorcio, una organización cuya única directriz ética consistía en hacer todo lo que fuera necesario para mantener la promesa hecha a un cliente.

«Llegamos hasta el final. Sin hacer preguntas. Cueste lo que cueste».

La perspectiva de hacer público ese video, sin embargo, le inquietaba mucho. En el pasado, por extraña que fuera la tarea que le tocara realizar, siempre había comprendido su lógica, los motivos que había detrás, el resultado deseado.

Ese video, en cambio, resultaba desconcertante.

En él había algo distinto.

Muy distinto.

Knowlton decidió verlo otra vez con la esperanza de que un segundo vistazo pudiera arrojar más luz al respecto. Subió el volumen y se preparó para revisitar los nueve minutos de grabación.

Como antes, el video comenzaba con el suave sonido del chapoteo del agua en el interior de la espeluznante caverna bañada por una luz roja. De nuevo, la imagen se sumergía bajo la superficie del agua hasta llegar al suelo lodoso de la caverna. Y, de nuevo, Knowlton leyó el texto de la placa sumergida:

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,

EL MUNDO CAMBIÓ PARA SIEMPRE.

Que la brillante placa estuviera firmada por el cliente del Consorcio resultaba inquietante. Que la fecha fuera mañana no hacía sino preocupar cada vez más a Knowlton. Era lo que aparecía a continuación, sin embargo, lo que le ponía nervioso de verdad.

La imagen se desplazaba entonces hacia la izquierda y enfocaba un desconcertante objeto que permanecía suspendido junto a la placa.

Ahí, sujeta al suelo mediante un corto filamento, había una ondulante esfera de plástico muy fino. Meciéndose con delicadeza, como una enorme burbuja de jabón, ese objeto transparente flotaba como un globo submarino lleno, no de helio, sino de una especie de líquido gelatinoso amarillo pardusco. El diámetro de esa amorfa bolsa distendida parecía de unos treinta centímetros. Dentro de sus paredes transparentes, la turbia nube de líquido parecía arremolinarse lentamente, como el ojo de una tormenta gestándose en silencio.

«Dios mío», pensó Knowlton, y sintió un sudor frío. La bolsa suspendida parecía incluso más siniestra la segunda vez.

Poco a poco, la imagen se fundía a negro.

Y luego aparecía otra nueva: la húmeda pared de la caverna, con el reflejo de las ondulaciones del lago iluminado. En la pared, aparecía una sombra…, la sombra de un hombre de pie en la cueva.

Su cabeza, sin embargo, era deforme.

En vez de nariz, el hombre tenía un largo pico… como si fuera medio pájaro.

Al hablar, su voz sonaba apagada y lo hacía con una elocuencia fantasmagórica y una cadencia medida como si fuera el narrador de una especie de coro clásico.

Knowlton permanecía inmóvil, sin apenas respirar, atento a las palabras de la sombra picuda.

Yo soy la Sombra.

Si estás viendo esto, es que mi alma ha encontrado al fin la paz.

Empujado a la clandestinidad, me veo obligado a dirigirme al mundo desde las entrañas de la Tierra, confinado a esta lúgubre caverna cuyas aguas teñidas de rojo conforman la laguna que no refleja las estrellas.

Pero este es mi paraíso, el útero perfecto para mi frágil hijo.

Inferno.

Pronto sabrán qué he dejado tras de mí.

Y, sin embargo, incluso aquí percibo los pasos de las almas ignorantes que me persiguen, dispuestas a hacer lo que haga falta para frustrar mi empresa.

«Perdónalos», podrán decir, «pues no saben lo que hacen». Pero llega un momento en la historia en el que la ignorancia ya no es un defecto disculpable; llega un momento en el que solo la sabiduría tiene el poder de la absolución.

Con pureza de conciencia les entrego el regalo de la Esperanza, de la salvación, del mañana.

Y, sin embargo, todavía hay quienes me persiguen como si fuera un perro, alimentados por la arrogante creencia de que estoy loco. ¡Como la hermosa mujer del cabello plateado que se atreve a llamarme monstruo! Igual que los clérigos ciegos que conspiraron para que se ajusticiara a Copérnico, me desprecia como a un demonio, temerosa de que haya atisbado la Verdad.

Pero yo no soy un profeta.

Yo soy la salvación para ustedes.

Yo soy la Sombra.

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