Inferno

Inferno


Capítulo 99

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Langdon caminaba con lentitud. Se sentía extrañamente incorpóreo, como si se encontrara en una pesadilla demasiado real. «¿Qué puede ser más peligroso que una plaga?».

Sienna no había dicho nada más desde que había bajado del bote. Se había limitado a indicarle que la siguiera por un tranquilo sendero de grava para alejarse del mar y de la multitud.

Aunque había dejado de llorar, Langdon podía percibir el torrente de emociones que la embargaban. A lo lejos se oían sirenas, pero Sienna parecía absorta en sus pensamientos. Caminaba con la mirada puesta en el suelo, aparentemente hipnotizada por el rítmico crujido de la grava bajo sus pies.

Entraron en un pequeño parque y la joven le condujo a una densa arboleda en la que se refugiaron del mundo sentándose en un banco con vistas al mar. En la orilla de enfrente, la antigua Torre de Gálata relucía sobre las tranquilas residencias que salpicaban la ladera de la colina. El mundo parecía pacífico desde aquí. Algo muy distinto de lo que debía de estarse viviendo en la cisterna, imaginó Langdon. Sinskey y la unidad AVI ya se habrían dado cuenta de que habían llegado demasiado tarde para detener la plaga.

A su lado, Sienna miraba el mar.

—No tengo mucho tiempo, Robert —dijo—. Las autoridades no tardarán en encontrarme. Pero antes de que lo hagan, necesito que oigas la verdad. Toda.

Langdon asintió en silencio.

La joven se secó los ojos y cambió de posición para mirarle de frente.

—Bertrand Zobrist… —comenzó a decir—. Fue mi primer amor. Y se convirtió en mi mentor.

—Ya me lo han dicho, Sienna —dijo Langdon.

Ella lo miró desconcertada, pero siguió hablando como si temiera perder el impulso.

—Le conocí a una edad impresionable, y me cautivaron tanto sus ideas como su intelecto. Bertrand creía, como yo, que nuestra especie se encuentra al borde del colapso y que se encamina a un final terrible con más rapidez de la que nadie se atreve a aceptar.

Langdon no contestó.

—Me pasé toda la infancia —dijo Sienna— queriendo salvar el mundo. Y lo único que me decían era: «No puedes hacerlo, así que no sacrifiques tu felicidad intentándolo». —Se quedó un momento callada. Parecía estar conteniendo las lágrimas—. Y entonces conocí a Bertrand, un hombre hermoso y brillante que no solo me dijo que salvar el mundo era posible, sino que hacerlo era un imperativo moral. Más adelante, me presentó a todo un círculo de individuos con la misma mentalidad. Gente de capacidades e intelectos asombrosos; gente que realmente podía cambiar el futuro. Por primera vez en la vida no me sentí sola, Robert.

El dolor en sus palabras era palpable.

—He vivido algunas cosas terribles —prosiguió Sienna con voz cada vez más quebrada—. Cosas que me ha costado superar —apartó la mirada y se pasó la palma por el cuero cabelludo. Luego se recompuso y volvió a mirarle—. Y quizá por eso lo único que me impulsa a seguir adelante es la creencia de que somos capaces de mejorar y de tomar medidas para evitar un futuro catastrófico.

—¿Y Bertrand también lo creía? —preguntó Langdon.

—Sí. Tenía una fe ilimitada en la humanidad. Era un transhumanista que creía que vivimos en el umbral de una brillante edad «posthumana»; una era de auténtica transformación. Tenía la mente de un futurista y unos ojos que veían las cosas de un modo que pocos podían siquiera imaginar. Comprendía el increíble poder de la tecnología y opinaba que, en varias generaciones, nuestra especie sería por completo distinta. Habríamos mejorado genéticamente y seríamos más sanos, más listos, más fuertes e incluso más compasivos —se detuvo un momento—. Solo había un problema. No creía que nuestra especie fuera a vivir el tiempo suficiente para darse cuenta de esa posibilidad.

—Debido a la superpoblación —dijo Langdon.

Ella asintió.

—La catástrofe malthusiana. Bertrand solía decirme que se sentía como san Jorge intentando matar un monstruo ctónico.

Langdon no entendió a qué se refería.

—¿La Medusa?

—Metafóricamente, sí. La Medusa y todas las deidades ctónicas viven bajo tierra porque están asociadas con la Madre Tierra. Aunque de manera alegórica, los monstruos ctónicos son siempre símbolos de…

—Fertilidad —dijo Langdon, sorprendido de que el paralelismo no se le hubiera ocurrido antes. «Fecundidad. Población».

—Sí, fertilidad —respondió Sienna—. Bertrand utilizaba el término «monstruo ctónico» para referirse a la apocalíptica amenaza de nuestra propia fecundidad. Describía la sobreproducción de descendientes como un monstruo acechando en el horizonte. Un monstruo que había que contener enseguida, antes de que nos consumiera a todos.

«Nuestra propia virilidad nos acecha —cayó en la cuenta Langdon—. El monstruo ctónico».

—¿Y Bertrand Zobrist cómo pretendía combatir a este monstruo?

—Por favor, comprende —dijo ella a la defensiva— que no se trata de problemas de fácil solución. El triaje es siempre un proceso complicado. El hombre que le corta una pierna a un niño de tres años es un horrible criminal, hasta que se trata de un doctor que lo salva de la gangrena. A veces, la única opción es el menor de dos males. Creo que Bertrand tenía un objetivo noble, pero sus métodos… —Apartó la mirada, parecía estar a punto de romper a llorar.

—Sienna —susurró Langdon—, necesito comprender todo esto. Necesito que me expliques lo que ha hecho Bertrand. ¿Qué ha propagado?

Sienna volvió a mirarle. Sus suaves ojos marrones irradiaban un oscuro miedo.

—Un virus —susurró—. Un tipo de virus muy especial.

Langdon contuvo la respiración.

—Cuéntame.

—Bertrand creó algo conocido como vector viral. Es un virus diseñado para instalar información genética en la célula que ataca —Sienna se detuvo un momento para dejar que el profesor procesara la idea—. En vez de matar la célula huésped, el vector viral le inserta una determinada información genética y modifica su genoma.

A Langdon le costaba entender lo que quería decir. «¿Este virus cambia nuestro ADN?».

—La naturaleza insidiosa de este virus —prosiguió Sienna— es que ninguno de nosotros sabe si está infectado. Nadie enferma. No provoca ningún síntoma externo de que nos está cambiando genéticamente.

Por un momento, Langdon pudo notar cómo la sangre corría por sus venas.

—¿Y qué cambios hace?

Sienna cerró un momento los ojos.

—Robert —susurró—, en cuanto este virus fue liberado en la laguna de la cisterna, comenzó una reacción en cadena. Todas las personas que se encontraban dentro y respiraron el aire se infectaron y se convirtieron en huéspedes del virus; cómplices que, sin saberlo, transfirieron el virus a otros, iniciando una proliferación exponencial de la enfermedad que, a estas alturas, ya habrá asolado el planeta como si fuera un incendio forestal. Ahora el virus ya ha penetrado en toda la población mundial. Tú, yo… todo el mundo.

Langdon se levantó y comenzó a dar vueltas frenéticamente de un lado a otro.

—¿Y qué nos hace? —preguntó de nuevo.

Sienna se quedó callada un largo momento.

—El virus tiene la capacidad de volver estéril al cuerpo humano —se removió incómoda en el banco—. Bertrand creó una plaga que causa infertilidad.

Sus palabras fueron un golpe para Langdon. «¿Un virus que nos vuelve infértiles?». Langdon conocía la existencia de virus que podían causar esterilidad, pero un patógeno transmisible por el aire y altamente contagioso que pudiera hacerlo mediante alteración genética parecía algo de otro mundo, como salido de una distopía futurista de Orwell.

—Bertrand solía teorizar acerca de un virus así —dijo Sienna—, pero nunca imaginé que intentara crearlo de verdad. Y mucho menos que tuviera éxito. Cuando recibí su carta y descubrí lo que había hecho, me quedé conmocionada. Le busqué desesperadamente para suplicarle que destruyera su creación. Pero llegué demasiado tarde.

—Un momento —la interrumpió Langdon, capaz al fin de hablar—. Si el virus vuelve a todo el mundo infértil, no habrá nuevas generaciones y la raza humana comenzará a extinguirse… desde hoy mismo.

—Correcto —respondió ella con apenas un hilo de voz—. Pero el objetivo de Bertrand no era la extinción. Más bien al contrario. Por eso creó un virus que se activa de forma aleatoria. Aunque Inferno ya es endémico en el ADN de todos los seres humanos y lo transmitiremos a todas las generaciones futuras, solo se «activará» en un cierto porcentaje de personas. En otras palabras, todo el mundo es portador del virus, pero solo causará esterilidad en una parte de la población seleccionada al azar.

—¿Qué parte? —Langdon se oyó preguntar a sí mismo, sin creer siquiera que estuviera haciendo esa pregunta.

—Bueno, como sabes, Bertrand estaba obsesionado con la Peste Negra, la plaga que arrasó indiscriminadamente un tercio de la población europea. La naturaleza, creía él, sabía cómo purgarse a sí misma. Cuando se puso a hacer cálculos sobre la infertilidad, se emocionó al descubrir que esa mortalidad de uno de cada tres parecía ser la proporción exacta para cribar la población humana y reducirla a una cantidad aceptable.

«Eso es monstruoso», pensó Langdon.

—La Peste Negra purgó la población y allanó el camino para el Renacimiento —dijo ella—. Bertrand creó Inferno como una especie de catalizador para la renovación global. Una Peste Negra transhumanista. La diferencia es que, en vez de perecer, aquellos en quienes se manifieste la enfermedad simplemente no tendrán hijos. Si el virus de Bertrand ha arraigado, un tercio de la población es ahora estéril. Y así será ya siempre. Su efecto será similar al de un gen recesivo, que se transmite a toda la descendencia, pero solo ejerce su influencia en un pequeño porcentaje de la misma.

Sienna prosiguió. Le habían comenzado a temblar las manos.

—En la carta que me escribió, Bertrand se mostraba muy orgulloso. Decía que consideraba Inferno una solución muy elegante y humana al problema. —En los ojos de Sienna volvieron a aparecer lágrimas, que se secó—. Ciertamente, comparado con la virulencia de la Peste Negra he de admitir que en su enfoque hay cierta compasión. No habrá hospitales saturados con enfermos y moribundos, ni cadáveres descomponiéndose en las calles, ni supervivientes llorando la muerte de sus seres queridos. Simplemente, los seres humanos dejaremos de tener tantos hijos. Nuestro planeta experimentará una constante reducción del índice de natalidad hasta que la curva de la población se invierta y la cantidad total comience a decrecer. —Hizo una pausa—. El resultado será mucho más potente que el de la peste. Esta solo redujo la cantidad de forma temporal, provocando una breve caída en el gráfico de la expansión humana. Con Inferno, Bertrand ha creado una solución a largo plazo, permanente. Una solución transhumanista. Era un ingeniero de la línea germinal. Se dedicaba a solucionar los problemas de raíz.

—Es terrorismo genético… —susurró Langdon—. Cambia lo que somos y hemos sido siempre al nivel más fundamental.

—Bertrand no lo veía así. Él soñaba con enmendar el defecto fundamental de la evolución humana: el hecho de que nuestra especie es demasiado prolífica. Somos un organismo que, a pesar de poseer un intelecto sin igual, no puede controlar su cantidad. No importan los esfuerzos educativos de nuestros gobiernos en materia de contracepción. Seguimos teniendo bebés lo queramos o no. ¿Sabías que el CDC acaba de anunciar que casi la mitad de los embarazos en todo Estados Unidos son no deseados? En los países subdesarrollados ese porcentaje llega al setenta por ciento.

Langdon había visto esas estadísticas y, sin embargo, solo entonces comenzaba a entender sus implicaciones. Como especie, el ser humano se comportaba como los conejos que fueron introducidos en determinadas islas del Pacífico, que se reprodujeron sin control hasta que diezmaron su ecosistema y finalmente se extinguieron.

«Bertrand Zobrist ha rediseñado nuestra especie para salvarnos, transformándonos en una población menos fértil».

Langdon respiró hondo y se quedó mirando el Bósforo. Se sentía tan a la deriva como los botes que veía a lo lejos. Las sirenas procedentes de los muelles se oían cada vez más fuerte, y tuvo la sensación de que el tiempo se agotaba.

—Lo más aterrador de todo —dijo Sienna— no es que Inferno cause esterilidad, sino que tenga la capacidad de hacerlo. Un vector viral transmisible por el aire es un importante salto cualitativo. Se adelanta muchos años a su tiempo. Bertrand nos ha sacado de la edad media de la ingeniería genética y nos ha transportado directamente al futuro. Ha desentrañado el proceso evolutivo y le ha proporcionado a la humanidad la capacidad de redefinir la especie. Pandora ha abierto la caja y ya no hay modo de volver a cerrarla. Bertrand ha creado las claves para modificar la raza humana. Que Dios se apiade de nosotros si esas claves caen en las manos equivocadas. Esta tecnología no debería haber sido creada. En cuanto leí la carta en la que Bertrand me explicaba que había conseguido su objetivo, la quemé. Y luego me prometí encontrar su virus y destruir todo rastro de él.

—No lo entiendo —declaró Langdon con voz enojada—. Si querías destruir el virus ¿por qué no cooperaste con la doctora Sinskey y la OMS? Deberías haber llamado al CDC o a alguien.

—¡No lo dirás en serio! ¡Las agencias gubernamentales deberían ser las últimas entidades en el mundo con acceso a esta tecnología! Piensa en ello, Robert. A lo largo de la historia de la humanidad, todo descubrimiento científico innovador ha sido convertido en un arma, del simple fuego a la energía nuclear, y casi siempre en las manos de algún poderoso gobierno. ¿De dónde te crees que provienen nuestras armas biológicas? Tienen su origen en investigaciones hechas en lugares como la OMS y el CDC. La tecnología de Bertrand (un virus pandémico utilizado como vector genético) es el arma más poderosa jamás creada. Allana el camino a horrores que no podemos ni imaginar, como armas biológicas dirigidas a sectores específicos. Imagina un patógeno que atacara solo a aquellas personas cuyo código genético contuviera ciertos rasgos. ¡Permitiría una limpieza étnica total a nivel genético!

—Entiendo tus preocupaciones, Sienna, de verdad, pero esta tecnología también se puede utilizar para el bien, ¿no? ¿No es este descubrimiento un regalo caído del cielo para la medicina genética? Permitiría una nueva forma de suministrar vacunas a nivel global, ¿no?

—Quizá, pero he aprendido a esperar lo peor de la gente que ostenta el poder.

En la distancia, Langdon oyó el zumbido de un helicóptero. Echó un vistazo al Bazar de las Especias a través de los árboles y vio las luces en movimiento de un aparato que sobrevolaba la colina en dirección a los muelles.

Sienna se puso tensa.

—Tengo que irme —dijo, poniéndose de pie y mirando hacia el oeste, en dirección al puente Atatürk—. Creo que puedo cruzar el puente a pie y de ahí…

—No te vas a ir, Sienna —dijo él con firmeza.

—Robert, he regresado porque creía que te debía una explicación. Ahora ya la tienes.

—No, Sienna —insistió él—. Has regresado porque te has pasado toda la vida huyendo y finalmente te has dado cuenta de que ya no puedes hacerlo más.

La joven pareció hacerse pequeña.

—¿Qué otra opción tengo? —preguntó mientras miraba los helicópteros buscándola en el mar—. En cuanto me encuentren me meterán en prisión.

—No has hecho nada malo. No has sido tú quien ha creado este virus, ni tampoco quien lo ha liberado.

—Cierto, pero he hecho todo lo posible para evitar que la Organización Mundial de la Salud lo encontrara. Si no termino en una prisión turca, acabaré siendo juzgada por algún tipo de tribunal internacional acusada de terrorismo biológico.

El zumbido del helicóptero era cada vez más fuerte. Langdon se volvió hacia los muelles. El aparato permanecía suspendido sobre el mar. Sus hélices agitaban fuertemente las aguas mientras inspeccionaban los botes, iluminándolos con potentes focos.

Sienna parecía estar a punto de salir corriendo.

—Por favor, escucha —dijo Langdon, suavizando su tono de voz—. Sé que has pasado por muchas cosas y que estás asustada, pero tienes que considerar la situación en su conjunto. Fue Bertrand quien creó este virus. Tú has intentado detenerlo.

—Pero he fracasado.

—Sí y ahora que el virus se ha propagado, las comunidades científica y médica necesitarán comprender su comportamiento. Tú eres la única persona que sabe algo al respecto. Puede que haya algún modo de neutralizarlo o de hacerse inmune a él —Langdon la atravesaba con la mirada—. Sienna, el mundo necesita saber lo que tú sabes. No puedes desaparecer.

El delgado cuerpo de Sienna temblaba como si las compuertas del pesar y la incerteza estuvieran a punto de abrirse de golpe.

—Robert, no sé qué hacer. Ni siquiera sé quien soy. Mírame. —Se llevó una mano a la calva—. Me he convertido en un monstruo. ¿Cómo puedo…?

Langdon dio un paso adelante y la rodeó con los brazos. Podía sentir el temblor de su frágil cuerpo contra el pecho.

—Sienna, sé que quieres huir, pero no te lo voy a permitir. Tarde o temprano tienes que confiar en alguien —le susurró al oído.

—No puedo. —Estaba sollozando—. No sé si sabré cómo hacerlo.

Langdon la abrazó con fuerza.

—Empieza poco a poco. Con un pequeño paso. Confía en mí.

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