Inferno

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Capítulo 31

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La doctora Elizabeth Sinskey sintió una nueva oleada de náuseas y mareo. Estaba tumbada en el asiento trasero de la furgoneta aparcada enfrente del Palazzo Pitti. El soldado que había a su lado la observaba con creciente preocupación.

Un momento antes alguien había dicho por su radio algo sobre una galería de trajes, despertando a Elizabeth que soñaba con el siniestro monstruo de los ojos verdes.

En el sueño volvía a encontrarse en la oscura habitación del Consejo de Relaciones Exteriores, en Nueva York, escuchando los desvaríos del misterioso desconocido que la había convocado. El hombre no dejaba de dar vueltas de un lado a otro de la habitación, y su alta silueta se recortaba contra la espantosa imagen de multitudes desnudas y moribundas inspiradas por el Inferno de Dante.

—Alguien tiene que tomar cartas en este asunto —concluyó la figura— o este será nuestro futuro. Las matemáticas lo garantizan. La humanidad se encuentra ahora en un purgatorio de procastinación, indecisión y avaricia personal, pero los círculos del infierno nos aguardan justo bajo nuestros pies, a la espera de consumirnos a todos.

Elizabeth todavía estaba asimilando las monstruosas ideas que ese hombre le acababa de exponer. En un momento dado, no pudo más y se puso de pie.

—Lo que está sugiriendo es…

—Es nuestra única opción —le interrumpió el hombre.

—En realidad —dijo ella—, iba a decir ¡un crimen!

El hombre se encogió de hombros.

—El camino al paraíso pasa a través del infierno. Dante nos lo enseñó.

—¡Está loco!

—¿Loco? —repitió él, aparentemente dolido—. ¿Yo? No lo creo. Locura es que la OMS contemple el abismo y niegue su existencia. Locura es que un avestruz meta la cabeza bajo la arena mientras una jauría de hienas la rodean.

Antes de que Elizabeth pudiera defender su organización, el hombre cambió de imagen de la pantalla.

—Y hablando de hienas —dijo, señalando la nueva diapositiva—. He aquí la jauría que rodea actualmente a la humanidad y que se está acercando con gran rapidez.

A Elizabeth le sorprendió la imagen que tenía delante. Era un gráfico que había publicado la OMS el año anterior sobre los problemas medioambientales que, según la organización, en el futuro tendrían un mayor impacto en la salud global.

Entre otros, la lista incluía:

La demanda de agua potable, el aumento de la temperatura global de la Tierra, la disminución de la capa de ozono, el descenso de los recursos de los océanos, la extinción de especies, la concentración de CO2, la deforestación y el aumento del nivel de los mares.

Todos estos indicadores negativos habían ido en aumento durante el último siglo. En ese momento, sin embargo, se estaban acelerando a un ritmo aterrador.

Elizabeth siempre tenía la misma reacción al ver el gráfico: una oleada de desesperanza. Era una científica que creía en la utilidad de las estadísticas, y la escalofriante imagen que dibujaban esas líneas no pertenecía a un futuro lejano.

Muchas veces, Elizabeth Sinskey había lamentado la imposibilidad de quedarse embarazada. Y, sin embargo, cuando veía este gráfico se sentía casi aliviada de no haber traído a un hijo al mundo.

«¿Este es el futuro que le estaría ofreciendo?».

—Durante los últimos cincuenta años —declaró el hombre alto—, nuestros pecados en contra de la Madre Naturaleza han ido creciendo de manera exponencial. —Hizo una pausa—. Temo por el alma de la humanidad. Cuando la Organización Mundial de la Salud publicó este gráfico, políticos, dirigentes en la sombra y líderes ecologistas del mundo celebraron cumbres de emergencia para intentar evaluar cuál de los problemas era más severo y qué podían hacer para solucionarlo. ¿El resultado? En privado, se llevaron las manos a la cabeza y lloraron. En público, nos aseguraron que estaban trabajando en diversas soluciones, pero que los problemas eran complejos.

—¡Es que estos problemas son realmente complejos!

—¡Y una mierda! —dijo con violencia el hombre—. ¡Usted sabe que este gráfico dibuja la más simple de las relaciones, una función basada en una única variable! Todas las líneas aumentan en proporción a un único valor…, sobre el cual nadie se atreve a discutir: ¡La población mundial!

—En realidad, creo que es un poco más…

—¿Un poco más complicado? ¡No es cierto! No hay nada más simple. ¡Si queremos más agua potable por persona, necesitamos menos gente en la Tierra! ¡Si queremos reducir las emisiones de los vehículos, necesitamos menos conductores! ¡Si queremos que los océanos se vuelvan a llenar de peces, necesitamos que menos gente coma pescado!

Se la quedó mirando y su tono de voz se volvió aún más enérgico.

—¡Abra los ojos! Estamos al borde del fin de la humanidad, y nuestros líderes mundiales se limitan a encargar estudios sobre energía solar, reciclaje y automóviles híbridos. ¿Cómo puede ser que usted, una cualificada científica, no se dé cuenta? La disminución de la capa de ozono, la falta de agua y la polución no son la enfermedad… sino los síntomas. La verdadera enfermedad es la superpoblación. Y a no ser que abordemos el problema de frente, no estamos haciendo más que aplicar un parche curita en un tumor cancerígeno de rápido crecimiento.

—¿Considera la raza humana un cáncer? —preguntó Elizabeth.

—El cáncer no es más que una célula sana que comienza a reproducirse sin control. Comprendo que mis ideas le puedan parecer desagradables, pero le aseguro que, cuando llegue, la alternativa lo será mucho más. Si no hacemos algo drástico…

—¡¿Drástico?! —soltó ella—. «Drástico» no es la palabra que está buscando. ¡Yo diría demencial!

—Doctora Sinskey —dijo el hombre en un tono de voz que pasó a ser de repente sereno—. La he convocado aquí porque esperaba que usted, una voz sabia de la Organización Mundial de la Salud, estaría dispuesta a trabajar conmigo en una posible solución.

Elizabeth se lo quedó mirando con incredulidad.

—¿Cree que la Organización Mundial de la Salud colaborará con usted para llevar a cabo una idea como esta?

—Pues sí —dijo él—. Su organización está constituida por médicos y cuando un doctor tiene un paciente con gangrena no vacila en cortarle la pierna para salvarle la vida. A veces el único camino es el mal menor.

—Esto es muy distinto.

—No. Es idéntico. La única diferencia es la escala.

Elizabeth ya había oído suficiente.

—Tengo que tomar un avión.

El hombre alto dio un amenazante paso en su dirección, impidiéndole la salida.

—Le advierto que puedo llevar a cabo esta idea con o sin su cooperación.

—Y yo le advierto —replicó ella, tomando su teléfono celular— que considero esto una amenaza terrorista y la trataré como tal.

El hombre se rio.

—¿Va a denunciarme por hablar en términos hipotéticos? Siento decirle que tendrá que esperar para hacer su llamada. Esta habitación está protegida electrónicamente, su teléfono no tiene cobertura.

«No la necesito, maldito lunático». Elizabeth alzó el teléfono y antes de que el hombre se diera cuenta de qué estaba pasando, hizo una fotografía de su cara. El flash se reflejó en sus ojos verdes y, por un momento, creyó reconocer su rostro.

—Quienquiera que sea usted —dijo ella—, ha cometido un error al hacerme venir a aquí. Para cuando llegue al aeropuerto ya sabré quién es y estará considerado como potencial bioterrorista en las listas de la OMS, el CDC y el ECDC[1]. Lo vigilaremos día y noche. Si intenta comprar materiales, lo sabremos. Si construye un laboratorio, nos enteraremos. No podrá esconderse en ningún lugar.

El hombre permaneció en tenso silencio durante un largo rato, como si fuera a abalanzarse sobre ella para tomarle el teléfono. Finalmente se relajó y se hizo a un lado mientras en su rostro se dibujaba una siniestra sonrisa.

—Entonces parece que ha comenzado nuestro baile.

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