Inferno

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Capítulo 55

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Dice la leyenda que al entrar en el Baptisterio de San Juan es físicamente imposible no levantar la mirada. A pesar de haber visitado muchas veces el lugar, Langdon volvió a sentir esa mística atracción y dejó que su vista se alzara al techo.

Sobre su cabeza, la superficie de la octogonal bóveda del baptisterio se extendía más de veinte metros de un lado al otro. Brillaba y relucía como si estuviera hecha de brasas ardientes. Su bruñida superficie dorada reflejaba la luz ambiental de forma desigual mediante más de un millón de azulejos smalti; pequeñas piezas de mosaico de silicio cristalino tallado a mano y organizadas en seis círculos concéntricos que representaban distintas escenas de la Biblia.

La luz natural añadía dramatismo a la lustrosa sección superior de la sala; perforaba la oscuridad del espacio a través de un óculo central —muy parecido al del Panteón de Roma— y mediante una serie de ventanas pequeñas y muy profundas entraban haces de luz tan definidos y delimitados que casi parecían vigas estructurales situadas en ángulos cambiantes.

Al entrar en la sala junto a Sienna, Langdon admiró una vez más el legendario mosaico. En él se representaban los distintos niveles del cielo y el infierno de un modo muy parecido al de la Divina Comedia.

«Dante Alighieri vio esto de niño —pensó Langdon—. Esto sí es inspiración divina».

Se fijó entonces en el elemento central del mosaico: cerniéndose justo encima del altar principal había un Jesucristo de ocho metros de altura juzgando a los salvados y los condenados.

A su derecha, los honrados recibían la recompensa de la vida eterna.

A la izquierda, sin embargo, los pecadores sufrían lapidaciones, ardían en estacas y eran devorados por todo tipo de criaturas.

Supervisando las torturas había un colosal Satán retratado como una infernal bestia devoradora de humanos. A Langdon siempre le sobresaltaba ver esa imagen, la misma que setecientos años atrás había contemplado desde las alturas al joven Dante, al que aterrorizó y, posteriormente, inspiró el vívido retrato del ser que moraba en el último círculo del infierno.

El aterrador mosaico que tenían sobre sus cabezas mostraba a un diablo cornudo engullendo a un ser humano por la cabeza. Las piernas de la víctima colgaban de la boca de Satán de un modo muy parecido al de las piernas agitándose en el aire de los pecadores del Malebolge de Dante.

«Lo’mperador del doloroso regno», pensó Langdon, recordando el texto de Dante. El césar del imperio doloroso.

De las orejas de Lucifer salían dos enormes serpientes que también estaban devorando a unos pecadores. La impresión que daba era que Satán tenía tres cabezas, tal y como lo describía Dante en el canto final de su Inferno. Langdon hurgó en su memoria y recordó fragmentos de la imaginería de Inferno.

«Tenía tres caras en la testa. De seis ojos sus lágrimas brotando, con su sangrienta baba se mezclaban. Con cada boca estaba triturando a un pecador».

Langdon sabía que el hecho de que Satán tuviera tres cabezas estaba cargado de simbolismo: le colocaba en perfecto equilibrio con la gloria triple de la Santísima Trinidad.

Mientras contemplaba la horrenda imagen, intentó imaginarse el efecto que pudo tener el mosaico en el joven Dante, que había atendido servicios en esa iglesia durante años, y había rezado bajo la atenta mirada de Satán. Esta mañana, sin embargo, Langdon tuvo la desagradable sensación de que el diablo lo estaba observando directamente a él.

Bajó la mirada hacia la galería del segundo piso —la única zona desde la que las mujeres podían ver los bautismos—, y luego a la tumba suspendida del antipapa Juan XXIII, cuyo cuerpo yacía en sepultura en lo alto de la pared como si fuera un cavernícola o el sujeto de un truco de levitación.

Finalmente, su vista se posó en el ornamentado suelo, que según muchos contenía referencias a la astronomía medieval. Recorrió entonces con la mirada los intrincados dibujos en blanco y negro hasta que llegó al centro de la cámara.

«Ahí está», pensó. Ese era el lugar exacto en el que Dante Alighieri había sido bautizado en la segunda mitad del siglo XIII.

—«Retornaré… a la fuente de mi bautismo» —declaró Langdon. Su voz resonó por el espacio vacío—. Aquí está.

Sienna se quedó mirando, desconcertada, el lugar que señalaba Langdon.

—Pero… aquí no hay nada.

—Ya no —respondió Langdon.

Lo único que quedaba era un octágono rojizo-café de pavimento. Esta zona de ocho lados era inusualmente sencilla e interrumpía de manera muy evidente el patrón del suelo circundante, más elaborado. Parecía más bien un gran agujero tapado y, en efecto, eso mismo era.

Langdon explicó de manera rápida que la fuente bautismal original era una piscina octogonal localizada en el centro de la cámara. Mientras que las fuentes modernas solían ser pilas elevadas, las antiguas eran más fieles al significado literal de la palabra fuente («manantial»). En ese caso, se trataba de una profunda piscina de agua en la que los fieles se podían sumergir completamente. Langdon se preguntó cómo debía sonar esta cámara de piedra mientras los niños asustados gritaban de miedo al ser bañados en la gran piscina de agua helada que antaño había en el suelo.

—Los bautismos aquí eran fríos y aterradores —explicó Langdon—. Incluso peligrosos. Auténticos ritos de iniciación. Se dice que una vez Dante se arrojó a la piscina para salvar a un niño que se estaba ahogando. En cualquier caso, la fuente original fue cubierta en algún momento del siglo XVI.

Sienna comenzó a mirar a su alrededor con evidente preocupación.

—Pero si la fuente bautismal de Dante ya no está…, ¡¿dónde escondió Ignazio la máscara?!

Langdon comprendió su alarma. En esa enorme cámara no faltaban los escondites: detrás de alguna columna, estatua o tumba, dentro de un nicho, en el altar…, o incluso en los pisos superiores.

Langdon, sin embargo, se volvió hacia la puerta por la que acababan de entrar.

—Deberíamos comenzar por ahí —dijo, señalando una zona cercana a la pared que había justo a la derecha de las puertas del paraíso.

Sobre una plataforma elevada, detrás de una puerta decorativa, había un alto pedestal hexagonal de mármol tallado que parecía un pequeño altar o una mesa de servicio. El exterior estaba tan tallado que parecía un camafeo de nácar. Sobre la base de mármol había una cubierta de madera pulida de aproximadamente un metro de diámetro.

Sienna fue detrás de Langdon, aunque no estaba del todo convencida. Sin embargo, en cuanto subió los escalones y cruzó la puerta protectora, vio mejor la plataforma y no pudo evitar soltar un grito ahogado al darse cuenta de qué era.

Langdon sonrió. «Exacto, no es un altar ni una mesa». La cubierta de madera pulida era en realidad la tapa de una estructura hueca.

—¿Una fuente bautismal? —preguntó ella.

Langdon asintió.

—Si a Dante lo bautizaran hoy, lo harían en esta pila de aquí. —Y, sin más dilación, respiró hondo y colocó las manos sobre la cubierta de madera. Cuando se preparaba para retirarla, sintió un cosquilleo de anticipación.

La agarró con fuerza por el borde y, cuidadosamente, la levantó y la dejó en el suelo junto a la fuente. Luego miró el interior del oscuro espacio de medio metro de diámetro.

La siniestra visión lo hizo tragar saliva.

Desde las sombras, el rostro muerto de Dante Alighieri le devolvía la mirada.

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