Inferno

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Capítulo 59

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«De nada sirve hacer ver que no estoy aquí».

Langdon le indicó por señas a Sienna que permaneciera escondida con la máscara mortuoria de Dante, que volvieron a meter en la bolsa de plástico transparente.

Luego, se puso poco a poco de pie. Cual sacerdote en el altar del baptisterio, Langdon contempló a su escasa congregación. El desconocido tenía el cabello castaño claro, llevaba anteojos de diseño y sufría un terrible sarpullido en el rostro y el cuello. Se rascaba nerviosamente y sus ojos hinchados parecían echar fuego.

—¡¿Puedes decirme qué estás haciendo, Robert?! —preguntó enojado al tiempo que pasaba por encima del cordón de seguridad y se acercaba a Langdon. Su acento era el de un norteamericano.

—Por supuesto —respondió él con educación—. Pero, antes, dígame quién es usted.

El hombre se detuvo de golpe.

—¡¿Qué has dicho?!

Langdon percibió algo familiar en los ojos del hombre y quizá también en su voz. «Lo he visto en algún lugar». Langdon volvió a repetir su pregunta.

—Por favor, dígame quién es usted y de dónde lo conozco.

El hombre levantó ambos brazos sin dar crédito a lo que oía.

—¿Jonathan Ferris? ¿Organización Mundial de la Salud? ¡¿El tipo que vino a buscarte a Harvard?!

Langdon intentó procesar lo que estaba oyendo.

—¿Por qué no nos has llamado? —preguntó el hombre, sin dejar de rascarse el cuello y las mejillas, enrojecidas y llenas de pústulas—. ¡¿Y quién diablos es la mujer con la que te he visto entrar aquí?! ¿Es que ahora trabajas para ella?

Sienna se puso de pie junto a Langdon y enseguida se hizo cargo de la situación.

—¿Doctor Ferris? Yo también soy médico. Trabajo aquí en Florencia. Al profesor Langdon le dispararon anoche en la cabeza. Sufre amnesia retrógrada, y no sabe quién es usted o qué le ha pasado estos últimos dos días. Estoy aquí porque lo estoy ayudando.

Mientras las palabras de Sienna todavía resonaban en el baptisterio vacío, el hombre ladeó la cabeza, desconcertado, como si no hubiera entendido del todo lo que acababan de decirle. Cuando lo hubo asimilado, retrocedió un paso y se apoyó en uno de los postes del cordón de seguridad.

—Oh… Dios mío —tartamudeó—. Eso lo explica todo.

Langdon advirtió que la expresión del desconocido se suavizaba.

—Robert —susurró el hombre—, creíamos que habías… —Negó con la cabeza, como si todavía estuviera intentando encajar todas las piezas—. Creíamos que habías cambiado de bando, que quizá te habían sobornado, o amenazado. ¡No sabíamos qué te había ocurrido!

—Soy la única persona con la que ha hablado —dijo Sienna—. Lo único que sabe es que se ha despertado en mi hospital y que unas personas lo querían matar. También ha estado sufriendo terribles alucinaciones: cadáveres, víctimas de plagas, y una mujer con el cabello plateado y un amuleto con una serpiente que le decía…

—¡Elizabeth! —exclamó el hombre de repente—. ¡Es la doctora Elizabeth Sinskey! ¡Robert, esa es la persona que te reclutó para que nos ayudaras!

—Pues si se trata de ella —dijo Sienna—, espero que sepa que tiene problemas. La hemos visto en la parte trasera de una furgoneta llena de soldados, y parecía drogada o algo así.

El hombre asintió lentamente con los ojos cerrados. Tenía los párpados hinchados y rojos.

—¿Qué le sucede en la cara? —preguntó Sienna.

El hombre abrió los ojos.

—¿Cómo dice?

—Su piel. Parece que ha contraído usted algo. ¿Está enfermo?

El hombre parecía desconcertado y, si bien la brusquedad de la pregunta de Sienna rozaba la mala educación, Langdon se había estado preguntando lo mismo. Teniendo en cuenta la cantidad de referencias a plagas con las que se había encontrado ese día, la visión de una piel roja y con pústulas resultaba ciertamente intranquilizadora.

—Estoy bien —dijo el hombre—. Es el maldito jabón del hotel. Soy alérgico a la soja, ingrediente principal de la mayoría de estos jabones perfumados que utilizan en Italia. Fui un idiota por no comprobarlo.

Sienna exhaló un suspiro de alivio y relajó los hombros.

—Suerte que no se lo ha comido. La dermatitis de contacto no es nada en comparación a un shock anafiláctico.

Ambos rieron incómodamente.

—Dígame —dijo Sienna—, ¿el nombre de Bertrand Zobrist le dice algo?

El hombre se quedó de piedra. Parecía que acabara de encontrarse cara a cara con el diablo de tres cabezas.

—Creemos que acabamos de encontrar un mensaje suyo —prosiguió Sienna—. Señala un lugar de Venecia. ¿Tiene eso algún sentido para usted?

La mirada del hombre se había vuelto frenética.

—¡Dios mío! ¡Desde luego que sí! ¡¿Qué lugar señala?!

Ella se disponía a explicarle al hombre todo lo del poema en espiral que acababan de descubrir en la máscara, pero, instintivamente, Langdon la tomó de la mano, interrumpiéndola. El hombre parecía ser un aliado, pero después de los acontecimientos de ese día, algo le decía que no debía confiar en nadie. Además, la corbata del hombre le resultaba familiar, y tenía la sensación de que podía tratarse de la misma persona que había visto antes rezando en la pequeña iglesia de Dante. «¿Nos ha estado siguiendo?».

—¿Cómo nos ha encontrado? —preguntó.

El hombre todavía parecía estar asimilando el hecho de que Langdon sufriera amnesia.

—Robert, anoche me llamaste para decirme que habías quedado con un director de museo llamado Ignazio Busoni. Luego desapareciste. Y no volviste a llamar. Cuando me enteré de que habían encontrado muerto a Busoni, temí lo peor. Llevo toda la mañana buscándote. He visto que había actividad policial en el Palazzo Vecchio, y mientras trataba de averiguar qué había pasado, por casualidad te he visto salir de una pequeña puerta con… —Se volvió hacia Sienna con expresión interrogativa.

—Sienna Brooks —dijo ella.

—Encantado… Te he visto salir con la doctora Brooks. Y los he seguido para ver qué hacías.

—Te he visto rezando en la iglesia de Cerchi, ¿no?

—Estaba intentando averiguar qué te traías entre manos, pero no tenía ningún sentido. Y, de repente, te has marchado de allí como un hombre con una misión, así que he ido detrás de ti. Cuando he visto que te metías en el baptisterio, he decidido que había llegado el momento de encararte y he sobornado al guía para que me dejara entrar.

—Una decisión atrevida —advirtió Langdon—, si creías que los había traicionado.

El hombre negó con la cabeza.

—Algo me decía que tú nunca harías algo así. ¿El profesor Robert Langdon? Sabía que tenía que haber otra explicación. Ahora bien, ¿amnesia? Increíble. Nunca lo habría imaginado.

Volvió a rascarse nerviosamente.

—Escucha. El guía solo me ha dado cinco minutos. Tenemos que salir de aquí, ahora. Si yo te he encontrado, la gente que intenta matarte también lo hará. Hay muchas cosas que todavía no sabes. Debemos ir a Venecia. Ahora mismo. Lo difícil será salir de Florencia sin que nos vean. La gente que tiene a la doctora Sinskey, los que te persiguen, tienen ojos en todas partes. —Se volvió hacia la puerta.

Langdon permaneció inmóvil. Primero quería obtener algunas respuestas.

—¿Quiénes son los soldados de negro? ¿Por qué quieren matarme?

—Es una larga historia —dijo el hombre—. Te la explicaré de camino.

Langdon frunció el ceño. Esa respuesta no lo convencía. Se volvió hacia Sienna y la llevó aparte para poder hablar con ella en voz baja.

—¿Confías en él? ¿Qué piensas?

Sienna miró a Langdon como si estuviera loco por preguntar.

—¿Que qué pienso? ¡Pienso que pertenece a la Organización Mundial de la Salud! ¡Y que es nuestra mejor oportunidad de encontrar respuestas!

—¿Y el sarpullido?

Sienna se encogió de hombros.

—Es exactamente lo que ha dicho…, dermatitis de contacto severa.

—¿Y si no es lo que dice? —susurró Langdon—. ¿Y si… es otra cosa?

—¿Otra cosa? —Lo miró con incredulidad—. No es una plaga, Robert, si es lo que estás preguntando. Es médico, por el amor de Dios. Si sufriera una enfermedad mortal y supiera que es contagiosa, no sería tan imprudente de infectar a todo el mundo.

—¿Y si no supiera que ha contraído la plaga?

Sienna frunció los labios y lo consideró.

—Entonces me temo que tú y yo ya estamos jodidos, al igual que toda la gente de esta zona.

—¿Sabes que tu forma de tratar a los pacientes podría mejorar?

—Estoy siendo honesta. —Sienna le dio a Langdon la bolsa de plástico con la máscara—. Ten, lleva tú a nuestro amigo.

Al volver junto al doctor Ferris, se dieron cuenta de que estaba terminando de hablar con alguien por teléfono.

—Acabo de llamar a mi conductor —dijo—. Nos recogerá enfrente de… —El doctor Ferris se quedó callado de golpe, al ver por primera vez el rostro muerto de Dante Alighieri que Langdon llevaba en las manos.

»¡Dios mío! —exclamó, y retrocedió un paso—. ¡¿Qué es eso?!

—Es una larga historia —respondió Langdon—. Se la explicaré de camino.

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