Inferno

Inferno


Capítulo 64

Página 69 de 112

64

Laurence Knowlton sintió una oleada de alivio.

«El comandante ha cambiado de idea respecto al video de Zobrist».

Knowlton prácticamente se abalanzó sobre la tarjeta de memoria de color rojo y la insertó en su ordenador para compartir el contenido con su jefe. Llevaba horas obsesionado con los nueve minutos del extraño videomensaje de Zobrist, y estaba impaciente por que lo viera alguien más.

«Ya no será solo mi responsabilidad».

El video comenzó a reproducirse, y Knowlton no pudo evitar contener el aliento.

La pantalla se oscureció y el rumor del agua invadió el cubículo. La imagen avanzaba a través de la neblina rojiza de la caverna subterránea y, a pesar de que el comandante no mostraba reacción alguna, Knowlton pudo advertir que se sentía alarmado y confundido.

De repente, la cámara detenía su avance y se sumergía bajo el agua de la laguna. Descendía varios metros hasta llegar a una lustrosa placa de titanio atornillada al suelo.

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,

EL MUNDO CAMBIÓ PARA SIEMPRE.

El comandante dio un ligero respingo.

—Mañana —susurró al ver la fecha—. ¿Y sabemos dónde se encuentra «este lugar»?

Knowlton negó con la cabeza.

La cámara giró entonces a la izquierda y enfocó la bolsa de plástico rellena de un gelatinoso fluido de color amarillo pardusco.

—¡¿Qué diablos…?! —El comandante tomó una silla y se sentó, sin dejar de mirar la burbuja ondulante que permanecía suspendida bajo el agua como un globo amarrado.

A medida que el video avanzaba, se hizo un incómodo silencio en el cubículo. Al poco, la pantalla se oscureció y en una pared de la caverna apareció una extraña sombra de nariz picuda que comenzó a hablar en un lenguaje arcano:

Yo soy la Sombra.

Empujado a la clandestinidad, me veo obligado a dirigirme al mundo desde las entrañas de la Tierra, confinado a esta lúgubre caverna cuyas aguas teñidas de rojo conforman la laguna que no refleja las estrellas.

Pero este es mi paraíso, el útero perfecto para mi frágil hijo.

Inferno.

El comandante levantó la mirada.

¿Inferno?

Knowlton se encogió de hombros.

—Como le he dicho antes, es realmente perturbador.

El comandante volvió a centrarse en la pantalla.

La sombra picuda siguió hablando varios minutos sobre plagas, la necesidad de purgar la población, su glorioso rol en el futuro, la batalla contra las almas ignorantes que intentaban detenerlo, y los pocos fieles que se habían dado cuenta de que una medida drástica era el único modo de salvar el planeta.

Fuera sobre lo que fuese esa guerra, Knowlton se había estado preguntando toda la mañana si el Consorcio no estaría luchando en el bando equivocado.

La voz prosiguió:

He creado una obra maestra que nos salvará y, sin embargo, mis esfuerzos no se han visto recompensados con trompetas y laureles…, sino con amenazas de muerte.

No temo a la muerte. Ella transforma a los visionarios en mártires y convierte las ideas nobles en movimientos poderosos.

Jesús. Sócrates. Martin Luther King.

Un día me uniré a ellos.

La obra maestra que he creado es la del mismo Dios, es Él quien me ha dotado del intelecto, de las herramientas y del coraje necesarios para dar forma a una creación como esta.

Ahora el día se acerca.

Inferno duerme bajo mis pies, preparándose para venir al mundo desde su útero acuático, bajo la atenta mirada del monstruo ctónico y todas sus Furias.

A pesar de la virtud de mis actos, no soy extraño al pecado. Incluso yo soy culpable del séptimo; la solitaria tentación de la cual muy pocos encuentran refugio.

El Orgullo.

Sí, al grabar este mensaje he sucumbido a la poderosa tentación del Orgullo, deseoso de que el mundo conociera mi obra.

¿Y por qué no?

La humanidad debería conocer el origen de su propia salvación, ¡el nombre de aquel que selló para siempre las puertas del infierno!

A cada hora que pasa, el desenlace es más indiscutible. Las matemáticas —tan implacables como la ley de la gravedad— son innegociables. El mismo florecimiento exponencial de vida que está a punto de acabar con la humanidad también será su liberación. La belleza de un organismo vivo —sea este bueno o malo— es que sigue la ley de Dios con singular eficiencia.

Ser fecundo y multiplicarse.

De modo que combato el fuego… con el fuego.

—Ya basta —dijo el comandante en voz tan baja que Knowlton apenas lo oyó.

—¿Cómo ha dicho, señor?

—Detenga el video.

Knowlton presionó un botón.

—Señor, el final es todavía más aterrador.

—Ya he visto suficiente. —El comandante parecía enfermo. Dio varias vueltas al cubículo y, finalmente, le dijo al facilitador—: Debemos ponernos en contacto con FS-2080.

Knowlton consideró la maniobra.

FS-2080 era el nombre en clave de uno de los contactos de confianza del comandante; el mismo que le había remitido a Zobrist. Sin duda alguna, en ese momento el jefe estaba lamentando haber confiado en el juicio de FS-2080. La recomendación de tomar como cliente a Zobrist solo había traído caos al estructurado mundo del Consorcio.

«FS-2080 es la razón de esta crisis».

La creciente cadena de desgracias que rodeaban a Zobrist solo parecía empeorar; no solamente para el Consorcio, sino con toda probabilidad, para el mundo entero.

—Tenemos que descubrir las verdaderas intenciones de Zobrist —declaró el comandante—. Quiero saber con todo detalle qué ha creado, y si la amenaza es real.

Knowlton sabía que si alguien tenía respuestas a esas preguntas, sería FS-2080. Nadie conocía mejor a Zobrist. Había llegado el momento de romper el protocolo y corregir la locura en la que, sin saberlo, la organización hubiera podido estar involucrada durante el último año.

Knowlton consideró las posibles consecuencias de encararse con FS-2080. El mero acto de ponerse en contacto conllevaba ciertos riesgos.

—Obviamente, señor —dijo Knowlton—, si pretende comunicarse con FS-2080, tendrá que ser muy cuidadoso.

El comandante tomó su teléfono. Sus ojos echaban fuego.

—Ya no es momento de ser cuidadosos.

Sentado en la cabina del Frecciargento con sus dos compañeros de viaje, el hombre de la corbata de cachemir y los anteojos Plume Paris se esforzaba por no rascarse el sarpullido, que no dejaba de empeorar. El dolor que sentía en el pecho también parecía ir en aumento.

Cuando el tren salió del túnel, el hombre observó a Langdon, que abrió lentamente los ojos como si regresara de un profundo ensimismamiento. A su lado, Sienna extendió la mano para tomar otra vez el móvil, que había dejado a un lado mientras recorrían el túnel por la falta de cobertura.

Parecía deseosa de continuar su búsqueda en internet, pero, antes de tomar el aparato, el teléfono comenzó a vibrar y a emitir unos sonidos en staccato.

El hombre del sarpullido conocía bien ese timbre. Agarró el teléfono enseguida y, al ver el número que aparecía en la pantalla, hizo lo posible por disimular su sorpresa.

—Lo siento —dijo, poniéndose de pie—. Mi madre está enferma, tengo que atender la llamada.

Sienna y Langdon asintieron y, tras disculparse, el hombre salió de la cabina y se metió en el baño contiguo. Cerró la puerta y contestó la llamada.

—¿Diga?

Le respondió una voz grave.

—Soy el comandante.

Ir a la siguiente página

Report Page