Inferno

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Capítulo 75

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—¡Creo que está sufriendo un ataque al corazón! —exclamó de repente Sienna.

Langdon corrió hacia el lugar en el que el doctor Ferris yacía en el suelo, casi no podía respirar.

«¿Qué le ha pasado?». De repente, todo se había descontrolado. Entre la llegada de los soldados y el desvanecimiento de Ferris, Langdon se sentía paralizado y sin saber qué hacer.

Sienna, que seguía agachada junto a Ferris, le aflojó la corbata y le desabrochó varios botones de la camisa para que pudiera respirar mejor. En cuanto quedó abierta, sin embargo, se hizo hacia atrás y soltó un grito de alarma con la mano en la boca y la vista puesta en su pecho desnudo.

Langdon también lo vio.

La piel del pecho de Ferris estaba profundamente descolorida. En su esternón había una mancha negro-azulada del tamaño de una toronja y aspecto inquietante. Parecía que hubiera recibido el impacto de una bala de cañón.

—Es una hemorragia interna —le dijo Sienna a Langdon—. No me extraña que le costara respirar.

Ferris ladeó la cabeza para decir algo, pero solo pudo emitir un débil jadeo. A su alrededor se habían comenzado a congregar turistas, y Langdon tuvo la sensación de que la situación estaba a punto de convertirse en un caos.

—Los soldados están en el piso de abajo —advirtió Langdon a Sienna—. No sé cómo nos han encontrado.

La expresión inicial de sorpresa y miedo en el rostro de Sienna dieron paso al enojo, y bajó la mirada hacia Ferris.

—Nos has estado mintiendo, ¿verdad?

Ferris intentó volver a hablar, pero apenas podía emitir sonido alguno. Sienna registró entonces sus bolsillos y le agarró la cartera y el teléfono móvil. Luego se puso de pie y lo miró acusadoramente con el ceño fruncido.

En ese momento, una anciana italiana se abrió paso entre la gente.

L’hai colpito al petto! —le gritó a Sienna mientras hacía el gesto de llevarse el puño enérgicamente al pecho.

¡No! —respondió Sienna enseguida—. ¡La reanimación cardiorrespiratoria lo mataría! ¡Mire su pecho! —Se volvió hacia Langdon—. Robert, tenemos que salir de aquí. Ahora.

Langdon bajó la mirada hacia Ferris. Este lo miraba suplicante, como si quisiera decirle algo.

—¡No podemos dejarlo aquí! —exclamó Langdon, frenético.

—Confía en mí —dijo Sienna—. Esto no es un ataque al corazón. Y nos vamos. Ahora.

La multitud había comenzado a agolparse a su alrededor, y algunos turistas pedían ayuda a gritos. Sienna agarró entonces a Langdon por el brazo con sorprendente fuerza y, tirando de él, lo alejó del caos y lo sacó al balcón.

Por un instante, Langdon quedó completamente cegado. Tenían el sol justo enfrente. Había comenzado a descender por el extremo occidental de la plaza de San Marcos y ahora bañaba de luz dorada todo el balcón. Sienna torció entonces a la izquierda y comenzaron a abrirse paso a través de los turistas que habían salido a admirar la piazza y las réplicas de los caballos de San Marcos.

Empezaron a correr a lo largo de la fachada de la basílica, con la laguna al frente. En el agua, una extraña silueta llamó la atención de Langdon: un yate ultramoderno que parecía una especie de barco de guerra futurista.

Antes de que pudiera percatarse de lo que estaba viendo, Sienna y él volvieron a torcer a la izquierda y rodearon la esquina sudeste de la basílica en dirección a la «Puerta de Papel» —el anexo que conecta la basílica con el Palacio Ducal—, llamada así porque los dux colgaban allí sus decretos para que los leyera la gente.

«¿No ha sido un ataque al corazón?». Tenía la imagen del pecho amoratado de Ferris grabada en la mente, y la perspectiva de oír el diagnóstico de Sienna le parecía temible. Algo había cambiado y ella ya no confiaba en él. «¿Era por eso que antes estaba intentando llamar mi atención?».

De repente, Sienna se detuvo y se asomó por la elegante balaustrada. Abajo se podía ver un rincón enclaustrado de la plaza de San Marcos.

—¡Maldita sea! —dijo—. Estamos más alto de lo que pensaba.

Langdon se la quedó mirando sin dar crédito. «¿Estabas pensando en saltar?».

Sienna parecía asustada.

—¡No podemos dejar que nos atrapen, Robert!

Langdon se volvió hacia la basílica y miró la gruesa puerta de hierro y cristal que tenían justo detrás, por la que entraban y salían turistas. Si sus cálculos eran correctos, por ahí llegarían a la parte trasera de la iglesia.

—Han bloqueado todas las salidas —dijo Sienna.

Langdon consideró las opciones de huida y llegó a una única conclusión.

—Creo que he visto algo dentro que podría solucionar el problema.

Sin apenas reflexionar la idea que estaba considerando, Langdon guio a Sienna al interior de la basílica y rodearon el perímetro del museo, procurando pasar desapercibidos entre los turistas. Muchos de ellos miraban ahora al otro lado del amplio espacio abierto de la nave central, en dirección al tumulto que se había formado alrededor de Ferris. Langdon advirtió entonces que la enojada anciana italiana les señalaba a un par de soldados vestidos de negro la puerta por la que él y Sienna habían salido al balcón.

«Tendremos que darnos prisa», pensó Langdon mientras examinaba las paredes. Finalmente encontró lo que estaba buscando cerca de unos grandes tapices.

El artilugio que había en la pared era de color amarillo brillante y tenía una pegatina roja con una advertencia: ALLARME ANTINCENDIO.

—¿Una alarma de incendios? —dijo Sienna—. ¿Este es tu plan?

—Así podremos salir a hurtadillas entre la multitud. —Langdon extendió el brazo y agarró la palanca de la alarma. «Que sea lo que Dios quiera». Sin pensárselo dos veces, tiró hacia abajo con fuerza, rompiendo el pequeño cilindro de cristal que había en el interior del mecanismo.

Las sirenas y el pandemónium que esperaba no llegaron.

Solo silencio.

Volvió a tirar.

Nada.

Sienna se lo quedó mirando como si estuviera loco.

—¡Robert, estamos en una catedral de piedra repleta de turistas! ¡Crees que estas alarmas de incendios públicas están activas para que un bromista…!

—¡Por supuesto! Las leyes antiincendios de Estados Unidos…

—Estás en Europa. Aquí hay menos abogados. —Y, señalando por encima del hombro de Langdon, añadió—: Y nos estamos quedando sin tiempo.

Langdon se volvió hacia la puerta de cristal por la que acababan de pasar y vio que por ella entraban apresuradamente dos soldados, que comenzaban a examinar la zona con mirada severa. Langdon reconoció a uno. Era el hombre musculoso que les había disparado cuando huían en moto del apartamento de Sienna.

Sin muchas opciones a su disposición, Langdon y Sienna se metieron entonces en una escalera de caracol y comenzaron a descender de vuelta a la planta baja. Al llegar al descanso, se detuvieron un momento. Agazapados bajo las sombras, vieron que al otro lado del santuario varios soldados hacían guardia en las salidas con la mirada puesta en la sala.

—Si salimos de esta escalera, nos verán —dijo Langdon.

—La escalera baja todavía más —susurró Sienna señalando un cordón de «Accesso vietato» que impedía el paso. Más allá del cordón, la escalera descendía en una espiral todavía más estrecha hacia la negrura total.

«Mala idea —pensó Langdon—. Es una cripta subterránea sin salida».

Sienna, sin embargo, ya había pasado por encima del cordón y comenzaba a bajar a tientas la escalera, desapareciendo en la oscuridad.

—Está abierta —susurró Sienna.

A Langdon no le sorprendió. La cripta de San Marcos se distinguía de otros lugares similares en que era una capilla en funcionamiento. En ella se celebraban servicios de forma regular en presencia de los huesos de san Marcos.

—¡Creo que veo luz natural! —añadió Sienna.

«¿Cómo es posible?». Langdon intentó recordar sus anteriores visitas a ese espacio subterráneo sagrado, y supuso que probablemente Sienna estaba viendo la lux eterna; una luz eléctrica que permanecía encendida en el centro de la cripta para mantener iluminada la tumba de san Marcos. Al oír que se acercaban unos pasos por la escalera, sin embargo, Langdon no lo pensó dos veces y se apresuró a pasar por encima del cordón asegurándose de no tocarlo. Con la mano en la tosca pared de piedra, se internó también en la oscuridad.

Sienna le esperaba al pie de la escalera. A su espalda, la cripta apenas era visible en la oscuridad. Se trataba de una angosta cámara subterránea con un techo de piedra alarmantemente bajo y soportado por una serie de antiguas columnas y arcadas de ladrillo. «El peso de toda la basílica descansa sobre estas columnas», pensó Langdon, que ya comenzaba a sentir claustrofobia.

—Te lo dije —susurró Sienna con el rostro débilmente iluminado por un tenue haz de luz natural. Señaló varias ventanas pequeñas y arqueadas que había en lo alto de las paredes.

«Lumbreras», cayó en la cuenta Langdon. Se había olvidado de su existencia. Los profundos pozos —diseñados para que entrara luz y aire fresco en la angosta cripta— llegaban hasta la plaza de San Marcos. Sus ventanas de cristal, sin embargo, estaban reforzadas con un herraje de quince círculos entrelazados. Y si bien Langdon sospechaba que se podían abrir desde dentro, se encontraban a la altura del hombro y costaría abrirlas. Peor aún: incluso en el caso de que consiguieran hacerlo e introducirse en el pozo, trepar por allí sería imposible, pues medían tres metros y la salida a la plaza estaba cerrada por una gruesa reja.

Bajo la tenue luz que entraba por los tragaluces, la cripta de San Marcos parecía un bosque iluminado por la luz de la luna: una densa arboleda de columnas proyectaba largas y gruesas sombras en el suelo. Langdon se volvió hacia el centro de la cripta, donde una solitaria luz iluminaba la tumba de san Marcos. El santo de la basílica descansaba en un sarcófago de piedra que había detrás de un altar. Ante él, se podían ver varias hileras de bancos para los pocos afortunados a los que invitaban a asistir a un servicio en el centro del cristianismo veneciano.

Langdon advirtió entonces un parpadeo y, al volverse, vio que Sienna había encendido el teléfono móvil de Ferris y lo sostenía en alto.

—¿No ha dicho antes Ferris que la batería estaba agotada? —le preguntó Langdon, extrañado.

—Mintió —dijo ella mientras tecleaba algo—. Sobre muchas cosas. —Frunció el ceño y negó con la cabeza—. No hay cobertura. Pensaba que quizá podría encontrar la localización de la tumba de Enrico Dandolo. —Se acercó entonces a la lumbrera y acercó el teléfono para ver si así conseguía obtener señal.

«Enrico Dandolo», pensó Langdon. Apenas había tenido tiempo de pensar en el dux antes de salir corriendo. A pesar de la situación en la que se encontraban, la visita a San Marcos había servido a su propósito: revelar la identidad del dux traicionero que cortó las cabezas de los caballos y se hizo con los huesos de santa Lucía.

Langdon no tenía ni idea de dónde se encontraba la tumba de Enrico Dandolo. Y, por lo visto, Ettore Vio tampoco. «Y él conoce cada rincón de esta basílica…, y probablemente también del Palacio Ducal». El hecho de que Ettore no supiera dónde se encontraba la tumba de Dandolo sugería que no debía de estar cerca.

«Entonces, ¿dónde?».

Langdon miró a Sienna, que ahora estaba subida a un banco que había acercado a uno de los tragaluces. Había abierto la ventana y sostenía el teléfono de Ferris en el interior del pozo.

A través de este se podía oír el ruido de la plaza de San Marcos, y Langdon se preguntó si, después de todo, no habría una salida. Detrás de los bancos vio una hilera de sillas plegables y se le ocurrió que si se subía a una quizá podrían salir del pozo. «¿Y si la reja también se abre desde dentro?».

Langdon atravesó corriendo la oscura cámara en dirección a Sienna. Solo había dado unos pasos cuando un fuerte golpe en la frente lo tumbó. Por un momento creyó que lo habían atacado, pero enseguida se dio cuenta de que no. Simplemente, su metro ochenta excedía la altura media para la que se habían construido las bóvedas de esa cripta hacía más de mil años.

Mientras seguía arrodillado recuperándose del golpe, vio una inscripción en el suelo de piedra.

Sanctus Marcus.

Se la quedó mirando un largo rato. No era el nombre de san Marcos lo que le llamaba la atención, sino el idioma en el que estaba escrito.

«Latín».

Tras la inmersión italiana de ese día, a Langdon lo desconcertó ver el nombre de san Marcos escrito en latín, un rápido recordatorio de que esa lengua muerta era la lengua franca del Imperio romano en la época de la muerte de san Marcos.

Y entonces cayó en la cuenta de otra cosa.

A principios del siglo XIII —época de Enrico Dandolo y la Cuarta Cruzada—, el idioma de las clases dirigentes seguía siendo el latín. Un dux veneciano como aquel, que había proporcionado una gran gloria al Imperio romano al reconquistar Constantinopla, no estaría enterrado bajo el nombre de Enrico Dandolo…, sino bajo su nombre en latín.

«Henricus Dandolo».

Y, con eso, una olvidada imagen acudió a su mente como una descarga eléctrica. Aunque había tenido la revelación mientras estaba arrodillado en una capilla, sabía que su inspiración no había sido divina. La repentina conexión se debía más bien a una simple pista visual. La imagen que había emergido de las profundidades de su memoria era la del nombre latín de Dandolo…, grabado en una gastada losa de mármol empotrada en un ornamentado suelo de baldosas.

«Henricus Dandolo».

Langdon visualizó la sencilla lápida de su tumba. «Yo he estado ahí». Tal y como prometía el poema, Enrico Dandolo estaba enterrado en un museo dorado —un mouseion de santa sabiduría—, pero no era en la basílica de San Marcos.

Mientras asimilaba dicho descubrimiento, se puso lentamente de pie.

—No tengo cobertura —dijo Sienna, que bajó del banco y se acercó a su lado.

—No la necesitas —contestó Langdon—. El mouseion dorado de santa sabiduría… —Respiró hondo—. He… cometido una equivocación.

Sienna palideció de golpe.

—No me digas que estamos en el museo equivocado.

—Sienna —susurró Langdon, sintiéndose casi indispuesto—. Estamos en el país equivocado.

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