Inferno

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Capítulo 93

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Mientras tanto, en la laguna, el agente Brüder se había detenido. Algo metálico en el suelo de la cisterna acababa de destellar bajo el haz de luz de su linterna Tovatec.

Conteniendo el aliento, el agente dio un paso hacia adelante intentando no causar ninguna turbulencia en el agua. A través de la cristalina superficie, distinguió un reluciente rectángulo de titanio atornillado al suelo.

«La placa de Zobrist».

El agua era tan transparente que casi podía leer la fecha del día siguiente y el texto que la acompañaba.

EN ESTE LUGAR, EN ESTA FECHA,

EL MUNDO CAMBIÓ PARA SIEMPRE.

«Me temo que no —pensó Brüder, sintiendo que su confianza iba en aumento—. Todavía tenemos varias horas para detener esto antes de que acabe el día».

Visualizando el video de Zobrist, el agente apuntó el haz de la linterna a la izquierda de la placa en busca de la bolsa Solublon. Mientras iba iluminando el agua oscura, Brüder parecía confundido.

«No hay ninguna bolsa».

Movió el haz todavía más a la izquierda, hacia el punto exacto en el que la bolsa aparecía en el video.

Nada.

«Pero… ¡Si estaba aquí!».

Apretando los dientes, Brüder dio otro paso hacia adelante y movió lentamente el haz de un lado a otro para examinar toda la zona.

No había ninguna bolsa. Solo la placa.

Durante un breve instante, se preguntó si quizá esa amenaza, como tantas otras cosas hoy en día, no habría sido más que una ilusión.

«¿Ha sido todo un montaje?».

»¡¿Acaso Zobrist solo quería asustarnos?!».

Y entonces la vio.

A la izquierda de la placa, apenas visible, había una correa. La flácida cuerda flotaba en el agua, como un gusano sin vida. En un extremo había un pequeño broche de plástico del cual colgaban unos pocos pedazos de plástico Solublon.

El agente se quedó mirando los restos de la bolsa transparente. Colgaban del extremo de la correa como el nudo roto de un globo inflable reventado.

Lentamente, asimiló la realidad.

«Hemos llegado demasiado tarde».

Visualizó la bolsa sumergida disolviéndose. Su contenido mortal propagándose por el agua. Y, luego, las burbujas emergiendo hasta la superficie de la laguna.

Con un dedo trémulo, apagó la linterna y permaneció un momento a oscuras, intentando poner en orden su mente.

Los pensamientos dieron paso a una oración.

«Que Dios se apiade de nosotros».

—¡Agente Brüder, conteste! —exclamó la doctora Sinskey a su radiotransmisor mientras descendía la escalera de entrada a la cisterna para intentar recibir mejor la señal—. ¡No he entendido lo que ha dicho!

Volvió a sentir el aire cálido que subía por la escalera en dirección a la puerta. En la calle, la unidad AVI había llegado y sus miembros se estaban preparando detrás del edificio para evitar que la gente viera sus trajes especiales de protección contra materiales peligrosos.

—… bolsa rota… —oyó que decía la voz de Brüder en el radiotransmisor— y… propagado.

«¡¿Qué?!». Sinskey esperaba no haberlo entendido bien y siguió bajando la escalera.

—¡Repita! —ordenó cuando ya casi había llegado a la cisterna. La música de la orquesta se oía más fuerte.

Y la voz de Brüder con más claridad.

—¡… y repito…, el agente infeccioso se ha diseminado!

Sinskey dio un traspiés y casi cayó en la entrada a la caverna al pie de la escalera. «¡¿Cómo puede haber sucedido eso?!».

—La bolsa se ha disuelto —dijo la voz de Brüder—. ¡El agente infeccioso está en el agua!

La doctora levantó la mirada e intentó procesar el inmenso mundo subterráneo que ahora tenía delante. Un sudor frío comenzó a perlar su frente.

A través de la neblina rojiza, vislumbró una vasta extensión de agua de la cual emergían cientos de columnas. Sin embargo, todo lo que vio fueron personas.

Cientos de personas.

Sinskey se quedó mirando la multitud de gente, atrapada sin saberlo en la mortal trampa subterránea de Zobrist, y reaccionó instintivamente.

—Brüder, venga de inmediato. Tenemos que empezar a evacuar a la gente.

La respuesta del agente fue instantánea:

—¡Ni hablar! ¡Cierre las puertas! ¡Que nadie salga de aquí!

Como directora de la Organización Mundial de la Salud, Elizabeth Sinskey estaba acostumbrada a que sus órdenes se cumplieran sin titubeos. Por un instante, creyó haber entendido mal al líder de la unidad AVI. «¡¿Que cierre las puertas?!».

—¡Doctora Sinskey! —La voz resonó por encima de la música—. ¡¿Me oye?! ¡Cierre las malditas puertas!

Brüder repitió la orden, pero no hacía falta. La doctora sabía que tenía razón. Ante una posible pandemia, la contención era la única opción viable.

Instintivamente, se llevó la mano a su amuleto de lapislázuli. «Sacrificar a unos pocos para salvar a muchos». Con renovada determinación, se llevó el radiotransmisor a los labios.

—Confirmado, agente Brüder. Daré la orden de que cierren las puertas.

Justo cuando iba a alejarse del horror de la cisterna y dar la orden, advirtió una conmoción en la multitud.

A escasa distancia, una mujer con un burka negro corría por una abarrotada pasarela abriéndose paso entre la gente a empujones. Parecía dirigirse directamente hacia ella y la salida.

«La están persiguiendo», cayó en la cuenta Sinskey al ver que un hombre corría detrás de la mujer.

De repente, se percató de quién era. «¡Langdon!».

La doctora volvió a mirar a la mujer del burka. Se acercaba con rapidez y de repente se puso a gritar algo en turco. Sinskey desconocía ese idioma, pero a juzgar por la reacción de pánico de todo el mundo, las palabras de la mujer equivalían a gritar «¡Fuego!» en un teatro abarrotado.

Una oleada de pánico se extendió entre la gente y, de repente, no eran solo la mujer y Langdon quienes corrían hacia la escalera. Todo el mundo lo hacía.

Sinskey le dio la espalda a la estampida y comenzó a gritar desesperadamente a su equipo:

—¡Cierren las puertas! ¡Sellen la cisterna! ¡Ahora!

Para cuando Langdon torció la esquina y comenzó a subir la escalera, Sinskey ya se encontraba a medio camino de la superficie, pidiendo a gritos que cerraran las puertas. Sienna Brooks le pisaba los talones a pesar de correr con el pesado burka mojado.

A su espalda, Langdon podía notar la estampida de aterrorizados asistentes al concierto dirigiéndose hacia la salida.

—¡Cierren las puertas! —volvió a gritar Sinskey.

Las largas piernas de Langdon le permitieron subir los escalones de tres en tres y ganarle terreno a Sienna. Mientras subía, pudo ver que las gruesas puertas de la cisterna comenzaban a cerrarse.

«Con demasiada lentitud».

Sienna llegó a la altura de Sinskey, la agarró por el hombro y se impulsó con fuerza hacia adelante. La doctora cayó de rodillas en las escaleras y su querido amuleto se rompió por la mitad al golpearse con un escalón de cemento.

Langdon hizo caso omiso a su instinto de detenerse para ayudar a la mujer y en vez de pararse pasó de largo en dirección al descanso superior.

Estaba a unos pocos metros de Sienna. Casi la tenía a su alcance, pero ella llegó al descanso y las puertas todavía no se habían cerrado del todo. Sin aminorar el paso, la joven ladeó ágilmente su delgado cuerpo y se escabulló por la estrecha abertura.

Su burka, sin embargo, se enganchó en el pestillo, y la detuvo de golpe, a escasos centímetros de la libertad. Mientras la joven intentaba liberarse, Langdon extendió la mano, agarró el burka y tiró con fuerza para volver a meterla dentro. Ella, sin embargo, se retorció frenéticamente, y de repente el profesor se quedó con un trozo de tela mojada en las manos.

Las puertas se cerraron sobre la prenda y casi le aplastan la mano a Langdon. La ropa imposibilitaba que los hombres las pudieran cerrar del todo.

A través de la rendija, Langdon pudo ver la reluciente calva de Sienna Brooks alejándose por la concurrida calle. Llevaba el mismo suéter y los mismos pantalones de antes y, de repente, el profesor no pudo evitar sentir la intensa punzada de la traición.

Pero ese sentimiento solo duró un instante. Una súbita presión lo aplastó contra la puerta.

La estampida había llegado.

En la escalera resonaban gritos de terror y confusión, y la música de la orquesta dio paso a una confusa cacofonía. Langdon podía notar cómo la presión en su espalda se incrementaba a medida que llegaba más gente al atasco. Su caja torácica comenzó a comprimirse dolorosamente contra la puerta.

Al fin, las puertas se abrieron de golpe y Langdon salió despedido hacia la noche como el corcho de una botella de champán. Se tambaleó en la acera y casi cae al suelo. A su espalda, una riada de gente emergía de la tierra como hormigas huyendo de un hormiguero envenenado.

Al oír el caos, los agentes de la unidad AVI salieron de detrás del edificio. Sus trajes y mascarillas de protección contra materiales peligrosos no hicieron sino amplificar el pánico.

Langdon se volvió y buscó a Sienna con la mirada. Lo único que podía ver era tráfico, luces y confusión.

Entonces, fugazmente, divisó a su izquierda el pálido reflejo de una cabeza calva. Se alejaba por una abarrotada acera y, de repente, desapareció por una esquina.

Langdon echó un vistazo a su espalda en busca de Sinskey, la policía o un agente AVI que no llevara un voluminoso traje de protección contra materiales peligrosos.

Nada.

Estaba solo.

Sin pensárselo dos veces, salió corriendo tras ella.

En las profundidades de la cisterna, el agente Brüder permanecía solo en el agua. El ruido del pandemónium resonaba en la oscuridad. Turistas y músicos histéricos corrían hacia la salida y desaparecían escalera arriba.

«Las puertas no se han cerrado —advirtió horrorizado—. La contención no se ha producido».

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