Inferno

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Capítulo 2

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«¿Estoy en Florencia?».

Robert Langdon tenía un intenso dolor de cabeza. Sentado en su cama de hospital, presionó varias veces el botón de ayuda. A pesar de los sedantes que le habían suministrado, el corazón le latía con fuerza.

La doctora Brooks entró apresuradamente. Su cola se balanceaba de un lado a otro.

—¿Se encuentra bien?

Langdon negó con la cabeza, desconcertado.

—Estoy en… ¡¿Italia?!

—Bien —dijo ella—. Comienza a recuperar la memoria.

—¡No! —Langdon señaló el imponente edificio que se veía a lo lejos, a través de la ventana—. He reconocido el Palazzo Vecchio.

La doctora Brooks volvió a encender la luz y la silueta de Florencia desapareció. Luego se acercó a la cama y susurró con calma:

—Señor Langdon, no tiene de qué preocuparse. Sufre una ligera amnesia, pero el doctor Marconi ha confirmado que sus funciones cerebrales están intactas.

El doctor de la barba también entró en la habitación. Comprobó el monitor que controlaba el ritmo cardíaco de Langdon mientras la joven doctora le decía en un italiano rápido y fluido algo sobre que Langdon estaba «agitato» tras descubrir que se encontraba en Italia.

«¿Alterado? —pensó Langdon, enojado—. ¡Más bien estupefacto!».

Una oleada de adrenalina había empezado a contrarrestar el efecto de los sedantes.

—¿Qué me ha sucedido? —inquirió—. ¡¿Qué día es hoy?!

—No pasa nada —dijo ella—. Es la madrugada del lunes dieciocho de marzo.

«Lunes». Langdon obligó a su dolorida mente a revisar las últimas imágenes —frías y oscuras— que recordaba. Caminaba a solas por el campus de Harvard en dirección a un ciclo de conferencias vespertino. «¿Eso sucedió hace dos días?». Al intentar recordar la conferencia o algún acontecimiento posterior sintió un dolor todavía más agudo. «Nada». El sonido del monitor cardíaco se aceleró.

El doctor se rascó la barba y siguió manipulando el equipo médico mientras la doctora Brooks se sentaba de nuevo junto a Langdon.

—Se pondrá bien —le tranquilizó—. Le hemos diagnosticado una amnesia retrógrada, algo muy común tras sufrir un traumatismo encefálico. Puede que no recuerde nada de los últimos días o puede tener recuerdos desordenados, pero no parece haber sufrido ninguna lesión permanente —se quedó un momento callada—. ¿Recuerda mi nombre? Se lo he dicho al entrar.

Langdon lo pensó un momento.

—Sienna.

«Doctora Sienna Brooks».

Ella sonrió.

—¿Lo ve? Ya está creando nuevos recuerdos.

El dolor que Langdon sentía en la cabeza era casi insoportable, y su visión de cerca seguía borrosa.

—¿Qué… ha sucedido? ¿Cómo he llegado aquí?

—Creo que debería descansar y quizá…

—¡¿Cómo he llegado aquí?! —exigió. El monitor cardíaco se aceleró todavía más.

—Está bien. Respire hondo —dijo la doctora Brooks al tiempo que intercambiaba una mirada de inquietud con su colega—. Se lo diré. —El tono de su voz se volvió más serio—. Señor Langdon, hace tres horas ha aparecido en urgencias tambaleándose y sangrando, con una herida en la cabeza, y se ha desplomado. Nadie tenía ni idea de quién era usted o cómo había llegado hasta aquí. Mascullaba palabras en inglés, así que el doctor Marconi me ha pedido que le echara una mano. Soy inglesa. He venido a trabajar un año a Italia.

Langdon tenía la sensación de haberse despertado dentro de un cuadro de Max Ernst. «¿Qué demonios estoy haciendo en Italia?». Normalmente, él solía ir en junio con motivo de alguna conferencia de arte, pero estaban en marzo.

En ese momento notó el efecto de los sedantes. Tuvo la sensación de que la gravedad de la tierra aumentaba su fuerza por momentos y tiraba de él hacia el colchón. Intentó resistirse alzando la cabeza, y se esforzó por permanecer alerta.

La doctora Brooks se inclinó sobre él como lo haría un ángel.

—Por favor, señor Langdon —susurró—. Las primeras veinticuatro horas tras sufrir un traumatismo encefálico son muy delicadas. Debe descansar o su situación podría empeorar.

Una voz sonó en el intercomunicador de la habitación.

—¿Doctor Marconi?

El doctor presionó un botón que había en la pared y respondió.

—¿Sí?

La voz del intercomunicador dijo algo en italiano. Langdon no lo entendió, pero sí captó la mirada de sorpresa que intercambiaron los dos médicos. «¿O ha sido de alarma?».

—Un minuto —respondió Marconi, poniendo fin a la conversación.

—¿Qué sucede? —preguntó Langdon.

La doctora Brooks frunció ligeramente el ceño.

—Era la recepcionista de la UCI. Alguien ha venido a visitarle.

Un rayo de esperanza se abrió paso a través del embotamiento que sentía Langdon.

—¡Eso son buenas noticias! Puede que esta persona sepa qué me ha ocurrido.

Ella no parecía estar tan segura.

—Es extraño que haya venido alguien a verlo. No teníamos su nombre, y todavía no lo hemos registrado en el sistema.

Langdon intentó combatir el efecto de los sedantes y se incorporó como pudo en la cama.

—¡Si sabe que estoy aquí tiene que saber qué me ha pasado!

La doctora Brooks se volvió hacia el doctor Marconi, que inmediatamente negó con la cabeza y le dio unos golpecitos al reloj. Ella se volvió otra vez hacia Langdon.

—Esta es la unidad de cuidados intensivos —explicó—. Nadie podrá entrar, como muy pronto, hasta las nueve de la mañana. El doctor Marconi saldrá a ver quién es el visitante y qué quiere.

—¿Y qué hay de lo que yo quiero? —reclamó Langdon.

La doctora Brooks sonrió con gesto paciente, se acercó a él y, bajando el tono de voz, dijo:

—Señor Langdon, hay cosas sobre lo que le pasó anoche que no sabe… Y antes de que hable con nadie, creo que es justo que esté al tanto de todas las circunstancias. Lo lamento, pero no creo que se encuentre suficientemente bien para…

—¡¿Qué circunstancias?! —preguntó enseguida Langdon, e intentó incorporarse. Sintió la punzada de la vía intravenosa y tuvo la sensación de que su cuerpo pesaba varios cientos de kilos—. Lo único que sé es que estoy en un hospital de Florencia y que he llegado repitiendo las palabras «very sorry…». —Entonces se le ocurrió una posibilidad terrible—. ¿Acaso he sido responsable de un accidente de tráfico? ¡¿He herido a alguien?!

—No, no —dijo ella—. No lo creo.

—¿Entonces qué? —insistió Langdon, mientras observaba con furia a ambos doctores—. ¡Tengo derecho a saber qué está pasando!

Hubo un largo silencio. Finalmente, el doctor Marconi hizo un gesto de asentimiento a su atractiva colega, aunque su rostro mostraba serias dudas al respecto. La doctora Brooks suspiró y se acercó a la cama.

—Está bien, deje que le cuente lo que sé… Pero procure permanecer en calma, ¿de acuerdo?

Langdon asintió. El movimiento de cabeza le provocó una punzada de dolor que se extendió por todo su cráneo. Lo ignoró, sediento como estaba de respuestas.

—En primer lugar… la herida de su cabeza no ha sido causada por un accidente de tráfico.

—Bueno, eso es un alivio.

—En realidad, no. Su herida la ha producido una bala.

El sonido del monitor cardíaco de Langdon se aceleró.

—¿Cómo dice?

La doctora Brooks hablaba rápidamente pero con firmeza.

—Una bala le ha rozado la parte superior del cráneo y le ha provocado una contusión. Tiene mucha suerte de estar vivo. Un centímetro más abajo y… —negó con la cabeza.

Langdon se la quedó mirando, incrédulo. «¿Alguien me ha disparado?».

Se oyeron unos gritos en el pasillo. Parecía como si la persona que había ido a visitar a Langdon no quisiera esperar. Acto seguido, el profesor oyó el ruido de una pesada puerta al abrirse, al final del pasillo. Y, a continuación, vio la silueta de alguien que se acercaba.

Se trataba de una mujer vestida por completo en cuero negro. Era atlética y fuerte, y tenía el cabello oscuro y en punta. Se movía con agilidad, como si sus pies no tocaran el suelo, y se dirigía directamente hacia la habitación de Langdon.

Sin vacilar, el doctor Marconi salió al pasillo para cerrarle el paso.

Ferma! —ordenó el hombre, y alzó la palma de la mano como un policía.

Sin detenerse, la desconocida sacó una pistola con silenciador, apuntó al pecho del doctor Marconi y disparó.

Se oyó un sonido agudo y sordo.

Langdon observó horrorizado cómo el doctor Marconi retrocedía unos pasos y caía al suelo con las manos en el pecho. Una mancha roja comenzó a extenderse por su bata blanca.

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