India

India


INDIA » 8. LA SOMBRA DEL GURÚ

Página 30 de 36

La ceremonia en cuestión se llevó a cabo en el Punjab, adonde había ido con dos meses de permiso. Y se llevó a cabo en la ciudad de Anandpur, donde el décimo gurú, Gobind Singh, había celebrado el primer bautismo de sijs, en 1699.

Gurtej dijo:

—El amrit se removió con la espada de Alí.

Aquello me resultó desconcertante. ¿Se refería al Alí de los shiíes musulmanes, el primo y cuñado del profeta Mahoma?

Así era. Dijo:

—El califa.

¿Cómo se había conservado aquella espada durante más de mil años? ¿Cómo había llegado a manos del gurú Gobind Singh?

—Se la regaló el emperador mogol Bahadur Sha.

De modo que otra vez, en esta versión de la fe sij que exponía Gurtej, había un giro islámico, un aspecto no hindú, no indio, una división entre la fe y su tierra de origen.

—Durante aquella época continué mis estudios de sijismo en Andhra Pradesh. Escribí un artículo en 1975 sobre el martirio del noveno gurú. Fue decapitado en Delhi por el emperador Aurangzeb, en Chandni Chowk. Después escribí varios artículos para la Enciclopedia del sijismo.

En sus estudios y sus escritos lo alentó su mujer, «una doble licenciada». Fueron juntos a importantes templos sijs del sur.

—Íbamos todos los años al gurdwara erigido en memoria del décimo gurú, cerca del lugar en el que lo incineraron.

El décimo gurú murió en 1708, asesinado, según cuentan, por uno de sus seguidores musulmanes. El gurú viajó hasta el sur —el episodio tiene sus ambigüedades— para ayudar al sucesor del emperador Aurangzeb en una guerra dinástica.

En 1977, cuando tenía treinta años, y tras seis en el sur, Gurtej volvió al Punjab. Su padre estaba enfermo: tenía Parkinson; moriría al cabo de poco. Era aún la época del estado de emergencia de la señora Gandhi, y había revueltas contra la situación organizadas por el partido político sij. Las revueltas se iniciaron en el Templo Dorado.

—No paraban de pinchar a la gente por no ser libres. Bien está vivir al día y llevar una existencia animal, pero en la vida hay algo más. Tenemos en la India dos ideas absolutamente opuestas sobre el gobierno y la política. La idea hindú es que el gobierno debe tener todos los derechos a hacer lo que le venga en gana. Por eso es por lo que todo el mundo tolera las violaciones de la constitución. La idea hindú es que haga lo que haga el gobierno, es la ley. Es más susceptible a la dictadura. La idea sij es que Dios es el único y auténtico soberano, y que el gobierno tiene el mandato de gobernar a condición de que haga justicia. Yo estaba muy contento de que mi pueblo se resistiera a esta subversión de las leyes y la constitución durante el estado de emergencia.

Gurtej no volvió a Andhra Pradesh.

—En 1979 entré en el gobierno del Punjab —un traslado del IAS, como delegado—, y trabajé hasta 1980. Fue una experiencia buena. Conocía al primer ministro. No era un hombre corrupto. Trabajamos en un gran proceso para descentralizar ciertos poderes. Fue bueno para la democracia.

También en aquella época empezó su activismo político.

—Había aparecido Bhindranwale. —Se refería al predicador fundamentalista o integrista que llegaría a ser el «monstruo» de la política de los sijs—. Desde el 13 de abril de 1978 —el 13 de abril es una fecha que se repite en los asuntos de los sijs: coincide con la fiesta de la cosecha, y se considera la fecha de los grandes acontecimientos: los primeros sijs fueron bautizados en tal día por el décimo gurú—, desde el 13 de abril de 1978 había alcanzado un lugar destacado. Era un hombre joven que dirigía un seminario desde hacía poco. —La causa inmediata de la fama de Bhindranwale fue una disputa con una secta sij llamada los nirankaris—. Los nirankaris son tan antiguos como la independencia. Son un movimiento reformista que se inició entre los sijs a finales del siglo xix. Y después, un tal Buta Singh se puso al frente de ese movimiento, y el gobierno lo apoyó para que provocase un cisma en el cuerpo sij. —No quedaba claro en este relato si el gobierno que alentó a los nirankaris fue el indobritánico o el de la India independiente—. En una manifestación contra los nirankaris, el 13 de abril de 1978, mataron a tiros a trece seguidores de Bhindranwale.

En esa atmósfera de agitación, Gurtej acometió la actividad política. Empezó a ayudar a sant3 Longowal con el problema del agua del Punjab. Longowal era otro dirigente religioso; lo asesinaron en 1985, el año después de que mataran a Bhindranwale y a otros durante la intervención del ejército en el Templo Dorado.

Al explicar su relación con sant Longowal, Gurtej dijo:

—La idea sij es el servicio a la humanidad. Y estaba este representante de mi pueblo que me pedía que estuviera a su lado en la revuelta. Todos deben servir a su pueblo en primer lugar, y a través de él a la humanidad.

Se despidió del IAS en 1982.

—Acabó mi tarea como delegado, y hubo dificultades con un documento que leí sobre el problema sij. Pensé que la gente no quería que siguiera en el servicio. Creo que la administración se oponía a mis actividades religiosas.

El día anterior me había contado que en el internado de Dehra Dun, lejos de la atmósfera de su casa, leía baladas sobre el sufrimiento de «mi gente», y que más adelante, Kapur Singh le habló de la persecución de los sijs. No me pareció explicación suficiente para su evolución. Se me ocurrió en ese momento volver a preguntarle por su infancia.

¿Cómo se enteró su familia de la existencia de aquel internado de Dehra Dun? ¿Lo mandaron allí solo, o fueron con él otros chicos del pueblo?

—Fuimos tres. Un hermano, un primo y yo. Ya había alguien del pueblo de mi padre estudiando allí. El colegio lo dirigían los hermanos irlandeses, la orden de San Patricio.

—¿Cada cuánto tiempo volvían a casa?

—Solo íbamos a casa en vacaciones. Eso me enseñó una lección. No voy a enviar a mis hijos a un internado.

—¿Cuándo fue usted allí?

—En 1951. Entre 1951 y 1961.

—Pero en 1951 solo tenía usted cuatro años.

—Todos los días me sentaba en la cama y rezaba para que el curso se acabara inmediatamente. Se nos permitía ir a casa una vez cada seis meses, durante un mes o así.

Exilio desde los cuatro hasta los catorce años: los recuerdos de los que me había hablado el día anterior, de los paseos en camello con su abuelo, tan caballeroso con su ropa limpia, su turbante, su reloj y el coche de caballos, y la fabricación del suero contra las picaduras de serpiente al principio de la estación de las lluvias... todos esos recuerdos debían de ser como los recuerdos de una vida paradisíaca perdida, algo muy alejado de la India a la que estuvo despertando durante los diez años en Dehra Dun.

También se me ocurrió —pero al cabo de dos o tres meses— que quizá hubiera sido en aquel colegio católico e irlandés, con el ejemplo de los hermanos irlandeses durante diez años enteros, cuando el curso escolar duraba seis largos meses, y eso en los años cincuenta, la época colonial aún cercana, en la década anterior al descubrimiento de una India espiritual y novelesca por parte de los hippies y otros grupos, se me ocurrió que en aquellos diez años de soledad Gurtej quizá concibiera una idea de la mayor seriedad o modernidad de la religión revelada, y un deseo de rozar su fe con aquella magia no india.

Pero aquella idea, sobre la religión revelada, no se me ocurrió hasta mucho después; no pude planteársela a Gurtej. En aquel momento estaba demasiado fascinado con la idea del niño de cuatro años al que sacan de su casa.

—¿Cómo se las arregló? ¿Pensaba que había ganado algo con la lejanía y la soledad?

Dijo:

—Creo que si no hubiera ido al internado no habría sido capaz de apreciar el carácter básico de las cosas, y que nunca habría intentado analizar por qué ciertas cosas funcionan como lo hacen.

Le pedí que me hablara de los cambios que se habían producido en el pueblo que él conocía.

—Ha habido una revolución. Han cambiado las actitudes... Para empezar, hacia el sistema de la familia conjunta. Han cambiado las relaciones agrarias. Mi abuelo paterno tenía más de 1.200 hectáreas de tierra. Todos los años compraba un poco más.

Se le ocurrió una idea. Interrumpió lo que estaba diciendo y añadió, como entre paréntesis:

—Y, sin embargo, mi padre no era un hombre culto. Estuvo en el colegio hasta el cuarto grado. Mi abuelo —la figura caballeresca de la infancia de Gurtej— no creía en la educación. Cuando estaba estudiando para la licenciatura, oí a mi abuelo, mi abuelo paterno, decirle un día a mi padre: «¿Por qué no quitas a ese chico de la escuela?» Creía que todavía iba al colegio. Y mi padre, como no quería mostrarse irrespetuoso, dijo: «¿Qué quieres que haga? No me hace caso.»

Y, por primera vez desde que nos conocíamos, Gurtej se rió.

—A mi abuelo le alteraba verme leer. Decía que me pasaba todo el tiempo leyendo. Yo era el primero de la familia que no era agricultor, y quizá el primero de la familia que era universitario. En mi pueblo hay ahora dieciséis universitarios. Cuando yo nací solo había uno, y era diplomado y profesor. Ahora, a la gente le preocupa mucho lo que está ocurriendo. La educación está de moda. La gente paga un ojo de la cara con tal de mandar a sus hijos a mejores centros.

Volvió a hablar de las 1.200 hectáreas de su abuelo.

—Ahora no hay nadie con tanta tierra. Ha habido una fragmentación de las fincas. Cultivos intensivos, con variedades de gran rendimiento. Es una revolución. Yo iba a veces a ver a mi abuelo al campo, a llevarle el almuerzo y a veces crema de leche: le encantaba la crema de leche. Las técnicas agrícolas que yo veía por entonces están completamente extintas hoy en día. La siega de los cereales era en abril. En la mayor parte de las tierras que teníamos entonces solo había un cultivo al año. Abril era un mes muy caluroso. Y mi abuelo contrataba como jornaleros a unas cuarenta personas, les daba hoces, e iban al campo a eso de las cuatro de la mañana, para evitar el calor. Segaban hasta las once, una enorme fila de gente sentada en el sembrado acometiendo el trabajo con brío, sujetando las espigas con la mano izquierda y cortando con la derecha, y así continuaban, con espíritu competitivo.

Tras Gurtej el teórico, el hombre con ideas sobre la religión y la historia, aquel Gurtej parecía otro hombre.

—Era una especie de fiesta, la cosecha. Los segadores descansaban al mediodía, y volvían por la tarde, de 4.30 a 6.30 o siete. Ahora es imposible ver tal cosa en una aldea. Nadie se levanta a las cuatro de la mañana para ir al campo. Yo pienso que la adopción de maquinaria ha cambiado la actitud y la vida. Ha dado a la gente la preparación necesaria para manejar tan complicada maquinaria, y en ese sentido son más modernos. Esta es otra de las causas del problema del Punjab, que no comprenden los hindúes de otras regiones.

Dije que lo que él decía sobre la maquinaria también era aplicable a otras partes de la India, en los pueblos y en las ciudades. Era uno de los aspectos de la revolución industrial india.

Me dio la impresión de que coincidía conmigo, pero añadió:

—El hombre de campo entra en contacto con diversos aspectos de la administración muy pronto en su vida. A causa del agua, comprende la jerarquía de los funcionarios. A causa de las semillas, conoce las universidades. Comprende el funcionamiento del gobierno mucho mejor que la gente de las ciudades.

Volvió al tema del cambio.

—Antes teníamos aparceros. Eso se acabó. La dependencia de la mano de obra ya no alcanza tales extremos. Durante la cosecha, la escena normal por la tarde era afilar las hoces. El pobre carpintero se pasaba toda la noche haciéndolo, porque se necesitaban las hoces a la mañana siguiente. Hoy en día tengo varias personas en mi pueblo que fabrican y reparan las nuevas herramientas agrícolas. En las ciudades pequeñas del Punjab ahora hay largas hileras de tiendas de reparación a ambos lados de la carretera.

Pensó en algo más que había cambiado.

—Ya no se paga a nadie en especies en la aldea. Y además, está la situación de los harijan, de las castas establecidas. Eso ha cambiado. Un día, cuando era niño, cogí agua de un pozo de la aldea. No sabía que fuera el pozo de los harijan. Mi tío no me dejó entrar en la casa. Tuve que quedarme a la entrada, y llamaron al granthi de la aldea —el lector de las escrituras sij—, y él me dio agua, para purificar mi delito. Hoy, ese mismo tío tiene harijan que trabajan en la cocina de su casa. Le hacen la comida.

»Esto ha ocurrido en el Punjab, pero se va a extender a todo el país. Las actitudes de la gente van a cambiar en todas partes, y cada día van a esperar más y más del gobierno. El gobierno se deteriora rápidamente. No va a ser capaz de ponerse a la altura de las expectativas del pueblo, y por eso veo un profundo abismo en el país. El caos absoluto. Nuestro gobierno se ha convertido en una especie de mafia: ni el político ni el funcionario del gobierno, ni el comerciante, son productores primarios. Van a entrar en conflicto con los productores.

Gurtej me dio copias de los textos que había escrito sobre el asunto del Punjab y de los sijs. Uno de aquellos textos, escrito para un seminario universitario a principios de 1982, hubiera podido ser el que le trajo problemas con la administración. Se titulaba Génesis del problema sij en la India. Me recordó la escritura de Kapur Singh: de tono erudito, con frases largas y palabras difíciles, y con citas de las escrituras sijs en las notas a pie de página. La cuestión principal era la diferencia entre la fe y la ideología sijs y las hindúes; además, trataba el tema de que el Punjab era geográfica y culturalmente más una parte de Oriente Medio que de la India. El gran enemigo del sijismo y del imperio sij de Ranjit Singh había sido —una vez más— el brahmanismo.

«Sin nada más tangible que la fe inalterable en el gurú, los sijs construyeron un imperio sobre los cimientos establecidos por el gurú. Plantaron la bandera azafrán» —azafrán es también el color del Siv Sena en Bombay, con una tela de ese color que cubre los paneles de la pared del Ayuntamiento de Bombay, decorada con espadas cruzadas— «en el centro mismo de la tierra de los invasores de siempre, humillaron el poder de China y redujeron al dios-rey del Tíbet. Después se dedicaron a liberar la India de los ingleses». Pero quedaron frustrados. «Las fuerzas de tendencia brahmánica dentro y fuera del Punjab contribuyeron a destruir a los sijs, los únicos que ofrecían una promesa para la pronta redención de la India.»

Así, junto a los bucólicos recuerdos de la aldea de su abuelo, los encantos de la cosecha y la fiesta, estaba aquel otro sueño de grandeza, basado en el breve reinado de Ranjit Singh, en el siglo xix. Era una visión parcial, pero algo de esperar. Al despertar a la historia y al nuevo conocimiento de su lugar en el esquema general de las cosas, las gentes de toda la India remodelaron la historia de acuerdo con sus necesidades.

Lo inesperado en el relato de Gurtej de su propia vida y sus creencias era cuánto daba por supuesto. La constitución, las leyes, los centros de educación, el funcionariado con su alto concepto del papel que desempeñaba en la custodia de los derechos del pueblo y la mejora de su situación, la inversión en el cambio industrial y agrícola durante cuatro décadas: en el relato de Gurtej, estas cosas, que distinguían a la India de muchos de sus vecinos, simplemente estaban allí. No reconocía que generaciones enteras de reformadores y sabios —negándose a rendirse ante unas condiciones desesperadas— hubieran creado esas cosas que habían respaldado a Gurtej para que saliera de la aldea.

Junto a sus recuerdos bucólicos, sus sueños sobre la grandeza sij, estaba también la idea de pureza religiosa. Aplicaba esta idea a los asuntos de los hombres, y rechazaba lo que encontraba. Como Papú, el corredor de bolsa jainista de Bombay, que vivía en la linde del gran barrio de chabolas de Dharavi y estaba atormentado por la idea del cataclismo social, Gurtej tenía la visión de un caos inminente. Papú había recurrido a las buenas obras, al estilo penitente de los jainistas. Gurtej recurría a la política milenaria. Había ocurrido con otras religiones al hacerse fundamentalistas; amenazaban con provocar el caos que temía Gurtej.

Ser bautizado era tomar el néctar, el amrit. El Templo Dorado estaba en Amritsar, el estanque del néctar. Se decía que antes había habido allí un estanque que conoció el primer gurú. Los lugares sagrados suelen tener historia: también se decía que aquel lugar se mencionaba en una versión del Ramayana, y que dos mil años antes del gurú Nanak, e incluso más, Buda reconoció la atmósfera especial del emplazamiento del Templo Dorado. El emperador Akbar, el gran mogol, le concedió aquel lugar al cuarto gurú, y el quinto gurú empezó a construir el primer templo en 1589, el año después de la Armada Invencible. En medio del caos del siglo xviii, el templo sufrió terriblemente a manos de los musulmanes. El rey sij Ranjit Singh lo reconstruyó en el siglo xix. Dotó al templo central de su cúpula de pan de oro. El pan de oro, al reflejarse en el lago artificial, produce un efecto mágico. Aun con las señales de guerra de los años recientes, el templo transmite una sensación de serenidad.

Bhindranwale llegó al santuario del Templo Dorado en 1982, y lo convirtió en su fortaleza y sus dominios. Tenía treinta y cinco años. Cuatro años antes era solo predicador y director de un seminario sij; después pasó a ser político y guerrero. Era también un proscrito: en busca de venganza contra la secta de los nirankaris, a quienes consideraba herejes, fue acusado de asesinato.

Era paladín de la fe pura; sufría persecución; ofrecía a sus seguidores la lucha en defensa de la fe. Encarnaba todas las virtudes sijs que podía poseer un hombre. Sus seguidores y él controlaban el templo. Las armas se pasaron de contrabando desde Pakistán. En el templo se planeaban asesinatos, atentados con bombas y atracos a bancos. No todo se hacía con conocimiento de Bhindranwale; debía de haber numerosas acciones independientes: las semillas del caos estaban allí mismo. Podían acogerse a sagrado en el templo; era la casa franca. No estaba físicamente aislado de la ciudad; la antigua ciudad ascendía justo hasta sus muros. Armas y hombres podían entrar y salir sin dificultad.

En esa atmósfera, daban un giro algunos de los conceptos buenos y poéticos de los sijs. Uno de ellos era la idea de seva o servicio. Cuando el terror se convertía en expresión de la fe, se alteraba la idea del seva.

Este es el testimonio de un hombre: «Inderjit era convencido partidario de Bhindranwale. Participó en el asesinato de Sandhu. Inderjit venía a Darbar Sahib [el Templo Dorado] a preguntar por cualquier seva para Bhindranwale. Una vez también vino a verme a mí y me ofreció sus servicios para cualquier acción. Como yo apenas lo conocía, y vino a verme él solo, no me inspiró ninguna confianza. De hecho, era un personaje de aspecto muy sospechoso. Había entablado amistad con [varias personas] que salían del complejo del Templo Dorado para perpetrar actos terroristas. Dos días después del asesinato de Sandhu, Inderjit vino a Darbar Sahib. Con su desbordante conducta y sus palabras jactanciosas dejó bien claro que había tenido algo que ver con la muerte de Sandhu, y que se enorgullecía de ello.» En realidad, Sandhu vivía en la casa de al lado de Inderjit. El servicio o seva de Inderjit consisitió en dar información sobre los movimientos de su vecino al grupo de los siete asesinos. La relación de vecindad no tenía cabida en su idea de la fe.

El consejero militar de Bhindranwale en el templo era Shabeg Singh. Había sido general de división del ejército, y se había distinguido en el servicio durante la guerra de Bangladesh, en 1971. Después algo se torció: fue apartado del ejército por malversación, pero se le permitió conservar su graduación. La venganza se convirtió en su religión; la causa de Bhindranwale en su propia causa.

Al testigo ya mencionado pertenece el siguiente relato sobre los preparativos para desafiar al Estado: «Como los acontecimientos se desarrollaban a un ritmo muy rápido, se consideraba que la entrada de la policía en el Templo Dorado era inminente. Se decidió movilizar a la juventud sij... La decisión se tomó entre marzo y abril de 1984. Con tal fin llegaron al Templo Dorado grupos de jóvenes sijs, en número de 30 a 50. En el espacio para aparcamiento del Ram Dass Langar» —una de las cocinas del templo— «se erigieron tabiques de madera para alojarlos. Shabeg Singh impartía clases teóricas sobre armas de fuego en una de las habitaciones. Ofrecía demostraciones, y a veces también lo hacíamos algunos de nosotros... A aquellos grupos se los deleitaba con discursos incendiarios... Los grupos se quedaban dos o tres días. En total, debieron de ocuparse de unos 8.000 o 10.000 jóvenes».

Así se hizo políticamente poderoso Bhindranwale, y hubiera podido adquirir aún más poder si hubiera tenido más tiempo. Pero continuaron los actos terroristas independientes, y el ejército entró en junio de 1984. El ejército había subestimado la fuerza de los defensores; murieron unos cien soldados. Aquello no supuso el fin del asunto. Los seguidores de Bhindranwale, y otros, volvieron a ocupar el templo y a convertirlo en base terrorista. En 1986 la policía entró de nuevo, y después llegaron los terroristas una vez más. En mayo de 1988 la policía hizo lo que debería haber hecho al principio: cortar el agua y la electricidad y cercar a los terroristas dentro del templo. Muchos terroristas ocuparon el sanctasanctórum de cúpula dorada en el centro del estanque. Fuera del templo, los tiradores de la policía disparaban contra quienes intentaban coger agua del estanque. Era el verano del Punjab, muy caluroso". Se rindieron casi doscientos terroristas. Durante el cerco, el templo central fue profanado, utilizado como letrina, por los terroristas. En otras zonas del templo se descubrieron cadáveres de personas asesinadas por los terroristas antes de la intervención policial.

Los hombres que profanaron el templo central no lucharon hasta el final. Un periodista sij que presenció el cerco se quedó horrorizado ante su rendición. Lo habían educado con otra idea de la conducta de los sijs, idea que ya habían contribuido a confundir algunos actos terroristas. No creía que las personas de su misma fe fueran capaces de matar a mujeres y niños; no creía que fueran capaces de parar un autobús y matar a todos los viajeros. Pensaba, al principio, que las autoridades habían inventado aquellas historias. Y había gente que siguió convencida de que los hombres que se habían rendido durante el cerco del templo no eran sijs. En un panfleto escrito por un oficial jubilado del ejército se decía que aquellos hombres estaban «financiados por el gobierno... eran criminales... con apariencia de sijs y con rudimentarios conocimientos de las tradiciones sijs».

El establecimiento de la identidad sij era una continua necesidad para este pueblo. La religión constituía la base de esta identidad; la religión aportaba la carga emocional. Pero eso también significaba que la causa sij había sido encomendada a personas que no representaban los logros de los sijs, que pertenecían a una o dos generaciones anteriores.

Bhindranwale había pasado la mayor parte de su vida en un seminario de Mehta Chowk, ciudad de provincias no lejos de Amritsar.

A la entrada de la ciudad había tiendecitas en desnudos patios de tierra, a ambos lados de la carretera. Una de las tiendas tenía el siguiente letrero, tal cual: ofizina unibersal de empleo Asesoría de Empleo en el Extranjero. Todo alrededor había trigales de trigo sarraceno que debían segarse en el plazo de unos días. También había sembrados de mostaza, y de una planta carnosa, de un verde brillante, que se cultivaba para forraje. Unas hileras de eucaliptos señalaban las linderas entre los sembrados, añadiendo líneas verticales verdes a la tierra, muy llana: hilera tras hilera de eucaliptos hasta el horizonte sugerían zonas boscosas en algunos puntos.

Los sembrados llegaban justo hasta el seminario.

La tierra llana, que se extendía hasta el horizonte bajo un cielo elevado, parecía ilimitada; pero cada metro cuadrado de tierra laborable era valioso. El gurdwara o templo unido al seminario tenía muros blancos, y la cúpula de estilo mogol de los gurdwaras sijs, expresión del origen de la fe organizada en la época mogol. La cúpula tenía un aspecto retórico: resaltaba la vulgaridad del bloque de cemento indio que coronaba. Los marcos de las ventanas del bloque blanco estaban realzados en azul. La sala principal del gurdwara era bastante sencilla, con ventiladores de grandes aspas en el techo, y una ancha galería con barandilla arriba. Los cristales de colores de las puertas eran el único toque deliberadamente bonito.

El edificio del seminario era igualmente sencillo. En el piso superior, en una habitación de cemento, desnuda salvo por dos camas, el hombre que era el principal predicador hablaba a los visitantes. Ya no había armas en el seminario, decía, y solo aceptaban a los niños. Entraron en la habitación algunos de aquellos niños, chicos, a mirar. Llevaban la toga azul de los seminaristas, que llegaba hasta media pierna. Fuera había luz, hacía calor; en la habitación desnuda, los niños togados y silenciosos que habían entrado a ver a los visitantes hacían pensar en el aburrimiento de la infancia, en días muy largos, vacíos. También me inspiraron una cierta idea de santuario y refugio. Muchos de aquellos chicos eran de otros estados indios; algunos —solitarios, errantes— parecían haberse convertido al sijismo, y haber encontrado hermandad y cobijo en el seminario. Esa idea de acogida y seguridad vino a confirmarse cuando un chico alto de toga azul trajo una jarra de leche caliente y se la sirvió a los visitantes en cuencos de aluminio.

El predicador principal dijo que había llegado al seminario cuando tenía más o menos la misma edad que los chicos de la habitación. Dejó a su familia para vivir en el seminario: de eso hacía más de veinte años.

Bhindranwale llegó al seminario de una forma parecida. Llegó a los cuatro o cinco años de edad. Al cabo de veinticinco años pasó a ser director del seminario, y cinco años más tarde —después de haber arremetido contra los herejes entre los sijs— se trasladó al Templo Dorado. Allí murió, dos años más tarde.

Era de una familia campesina con nueve hijos, y lo enviaron al seminario porque la familia no podía mantenerlos a todos. ¿Qué podía saber del mundo por entonces? ¿Qué idea tendría de las ciudades, los edificios o el Estado? En aquellas carreteras aldeanas, que discurrían entre los fértiles sembrados, había edificios de polvorientos ladrillos rojos, con toscos anexos, en ocasiones con paredes de barro, en ocasiones con cubiertas de paja apoyadas sobre postes, ramas de árbol torcidas. La paja se secaba en los tejados de las casas. Las tiendas se alzaban en patios de tierra abiertos.

Tras veinticinco años en el seminario, empezó a llamar a la gente al verdadero camino, al camino de la pureza. Salía a predicar; llegó a ser conocido. Un hombre lo oyó predicar en 1977 —un año antes de que alcanzara gran fama— en la ciudad de Gayanagar, en Rajastán. Fueron a oír al joven predicador de Mehta Chowk 3.000 personas, tal vez 5.000, y Bhindranwale les habló durante unos 45 minutos. «Los tenía hechizados, hablando con el lenguaje del hombre de la calle.» ¿Qué dijo? «Pidió a la gente que no bebiera. Dijo: “Beber os hace daño, y os sentís culpables. Todo el mundo quiere ser como su padre. El padre de todos los sijs es el gurú Gobind Singh. Así que el sij debe llevar el pelo largo, y no tener vicios.” Hizo muchas referencias a las escrituras.»

En esta fe, cuando el mundo llegó a ser excesivo para los hombres, la religión del décimo gurú, Gobind Singh, la religión del gesto y el símbolo, llegaba más fácilmente que la filosofía y la poesía del primer gurú. Era más fácil volver a la fe bautismal, formal, del gurú Gobind Singh, a todas las cosas que distinguían al creyente del resto del mundo. La religión pasó a ser la identificación con los sufrimientos y la persecución de los últimos gurús: el llamamiento a la batalla.

La fe necesitaba reavivarse continuamente, y hubo predicadores fundamentalistas o integristas antes de Bhindranwale. Uno de ellos fue Randhir Singh. El movimiento que inició en los años 20 seguía siendo importante, aún tenía seguidores, aún era capaz de enviar a los hombres a la guerra contra los herejes y el enemigo. El dirigente del movimiento era Ram Singh, un hombre de setenta y dos años, menudo, de piel oscura, que había sido comandante de las fuerzas aéreas.

Dijo sobre el fundador de su movimiento:

—Él vio la luz. Su piel era oscura, pero cuando vio la luz empezó a resplandecer. Veía el futuro y también todas las cosas del pasado. Su piel resplandecía más que la de los ingleses. Tenía las mejillas sonrosadas: de sus mejillas emanaba la luz. Vio la luz cuando tenía veintiséis años. Se rebeló contra el gobierno británico. Esa fue la conspiración de Lahore, en 1920. Lo encarcelaron de por vida.

»En la cárcel, un día le dijo un padre4: “Pareces sano. Debes de comer bien.” Sant Randhir Singh le contestó al padre: “Como lo peor.” El padre dijo: “Pareces feliz. ¿Hay alguien contigo, o estás solo?” El sant dijo: “Nunca estoy solo.” El carcelero le dijo al padre: “Ese hombre miente. Nunca ponemos a dos prisioneros juntos.” Así que el padre volvió a preguntarle al sant: “¿Quién está contigo?” Y el sant dijo: “El Todopoderoso.”

»Cuando salió el sant, en los años 30 —tras dieciséis años de prisión—, dedicó su vida a cantar versos religiosos, a leer y a administrar amrit a la gente.

Le pregunté al comandante de las fuerzas aéreas Ram Singh:

—¿Por qué es necesario el amrit?

Dijo:

—Dios está oculto dentro de nosotros. Es solo un nombre, en todo ser humano. Solo cuando se toma amrit se adquiere conciencia de ello: el nombre se te viene automáticamente a la lengua.

Se lanzó a darme todo un discurso sobre el amrit.

—Es una mezcla de agua pura y azúcar blanco. El azúcar se crea con azúcar blanco y bicarbonato sódico. Como se calienta, crece y hace espuma, de modo que, al solidificarse, forma bollos de azúcar. Se mezcla con el agua en recipientes de hierro, y se remueve la mezcla con una espada de doble filo, hacia adelante y hacia atrás. Esta costumbre la inició el décimo gurú, Gobind Singh. Se da amrit para que quien lo tome se haga inmortal. El hierro es un metal magnético. En la vasija de hierro en la que se mezcla el amrit se produce la mayor concentración de líneas de fuerza magnética. Cuando se mueve un conductor por la línea de fuerzas magnéticas se obtiene una fuerza electromagnética. Eso activa los trozos de azúcar, y disuelve el hierro hasta cierto punto. Así que, además, es como un tónico de hierro.

Estábamos hablando en el salón de su casa. Había una alfombra en el suelo, un paño en la mesa del centro, y una serie de baratijas en unas estanterías colgadas de la pared: un reloj, una pequeña estatua de un caballo encabritado, una jarra de loza, una foto en color de un niño, una bandejita de plata (recuerdo de Londres) y unos adornos en forma de florecitas pintadas.

El comandante de las fuerzas aéreas Ram Singh había nacido en 1916. Su padre era labrador, y tuvo dificultades para darle a su hijo una educación. Ram Singh ingresó en las fuerzas aéreas en la época británica, en 1939. En 1957 tomó amrit.

¿Por qué sintió esa necesidad? ¿Había sufrido una crisis personal? Dijo que no. Había leído libros de sant Randhir Singh, y descubrió que sin amrit no se podía llegar hasta Dios.

Habló con claridad. Me dio la impresión de que quería mostrarse amigable. Tenía el tono y los modales de un hombre razonable, de un hombre en paz. Llevaba un traje de color gamuza, con una chaqueta de punto de color chocolate con leche. Se había puesto algo que me pareció más una banda para el pelo que un turbante; era de color azafrán. El cuchillo, uno de los cinco emblemas del sijismo, colgaba de una vaina en una gran bandolera cruzada negra, con la que parecía menos un guerrero que un conductor de autobús. Su barba era de un gris amarillento.

El movimiento estaba destinado a crear sijs puros, y el amrit era necesario.

—Después de tomar amrit, no se come nada que no esté cocinado por amritdharis. —Las personas que han tomado amrit—. Eso ayuda a dominar los cinco grandes males: lujuria, cólera, codicia, egoísmo, ataduras familiares.

También debía de crear la idea de hermandad. ¿Era por eso por lo que algunas personas pertenecientes al movimiento les resultaban sospechosas al gobierno?

Dijo que habían tenido problemas con un grupo sij reformista que creía en los gurús vivos: es decir, que creían que el linaje de los gurús no terminaba con la muerte del décimo, en 1708. Era un grupo pequeño, pero continuamente irritante. En 1978, una persona perteneciente a su propio grupo murió a manos de aquel, y algunas personas del movimiento pasaron a la clandestinidad.

Pero habló como si para él la violencia fuera algo lejano. Su vida estaba consumida por su fe. Se levantaba —así empezaba el día— a medianoche. Se bañaba, y rezaba hasta las cuatro. Desde las cuatro hasta las cinco y media leía las escrituras sijs. Después dormía, hasta las ocho y media. Así era su vida. Esa era la vida que había adoptado con la fe pura a la que se había acogido a los cuarenta y un años de edad. Saltaba a la vista que le había proporcionado la paz.

Justo antes de que saliéramos, entró su hijo. Era un hombre guapo, de ojos brillantes. Había superado la polio, y era médico. Tenía un semblante dulce; irradiaba benevolencia; tenía toda la serenidad de su padre. Trabajaba al servicio del gobierno; dijo sonriente que en aquel momento estaban en huelga. La bandeja de plata de la estantería colgada de la pared, el recuerdo de Londres, era, algo que había traído de un viaje a Inglaterra.

Los terroristas vivían ya solo para el asesinato, para la idea de los enemigos y los traidores, el rencor y el descontento, como expresión absoluta de su fe. Se podía predecir la muerte violenta de todos ellos: la policía no era ni negligente ni inexperta. Pero mientras estaban libres vivían frenéticamente: salían a matar una y otra vez. Todos los días había siete u ocho asesinatos, la mayoría de ellos simples notas en el relato oficial que se imprimía dos días después. Solo se dejaba constancia detallada d^ los acontecimientos excepcionales.

Uno de tales acontecimientos fue la matanza en media hora, a manos de una cuadrilla, de seis miembros de una familia en una aldea a unos quince kilómetros de Mehta Chowk. Fueron asesinados los dos hijos mayores, el padre y la madre, la abuela y un primo. Todos los muertos eran sijs devotos, amritdharis. El hijo mayor, blanco principal de la cuadrilla, había trabajado con Bhindranwale. Pero la nota que dejó la cuadrilla, en la habitación en la que se perpetraron cuatro de los asesinatos —una nota manchada de sangre cuando la encontraron—, decía que los asesinos pertenecían a la «Fuerza del Tigre de Bhindranwale».

La aldea del norte de la India suele ser un cúmulo de estrechos callejones esquinados entre muros de casas desnudos o perforados. Jaspal, la aldea en la que tuvo lugar la matanza, era más amplia, de trazado más sencillo, construida a ambos lados de un callejón o calle mayor, recto. Era un pueblo con ochenta casas, un desbordamiento de un pueblo vecino mayor. Hacía ocho años, algunos de los habitantes más ricos de ese pueblo empezaron a construir sus granjas en Jaspal, en solares rectangulares a ambos lados del callejón principal.

Cuando llegamos, a media tarde, la gente que trabajaba a las afueras del pueblo se mostró cautelosa. Nosotros —desconocidos que llegábamos en un coche alquilado, normal y corriente— hubiéramos podido ser cualquier cosa, desde policías hasta terroristas: dos tipos de problemas distintos. Prosiguieron sus tareas con más ahínco, e hicieron casi como si no nos vieran. Era extraño no encontrar a ningún policía ni funcionario en el pueblo, y que menos de 48 horas después de los asesinatos el pueblo volviera a quedarse solo.

El callejón central era ancho y estaba pavimentado de ladrillo, y cruzado por encima por cables eléctricos. Los muros de las casas a ambos lados eran lisos y bajos, algunos de simple ladrillo, otros enyesados y pintados de rosa o amarillo. En un espacio abierto bajo un gran árbol había estacas o postes cortos para atar los búfalos, y un alto montón de bosta de búfalo, seca. En varios puntos del callejón —como si también sirviera de corral de búfalos para algunos habitantes del pueblo— había unas carretillas planas, vacías, apuntaladas, con ruedas de caucho, búfalos y pesebres y rimeros o pirámides de excrementos para combustible. La aldea acababa donde acababa el callejón de ladrillo. Después del callejón —medio en la sombra de la tarde en aquel momento, y lleno de polvo donde no había excrementos recientes— se abría un sendero de tierra más estrecho, inundado de sol, que atravesaba sembrados de mostaza y de trigo maduro muy brillantes, con altos eucaliptos de hojas colgantes, verde pálido, y postes eléctricos torcidos.

No tuvimos que preguntar dónde estaba la casa de la muerte. Había unas quince mujeres con la cabeza cubierta sentadas sobre una manta junto a la ancha puerta. La puerta estaba pintada de verde menta, con diamantes de diversos colores en las columnas. Las dos grandes hojas de metal estaban echadas hacia atrás: un ornamento de hierro forjado en la parte superior, láminas de hierro ondulado unidas al marco de metal entrecruzado en la parte inferior, los triángulos resultantes pintados de amarillo, blanco y azul y realzados en rojo. En el otro extremo del corral —las hojas verticales de los eucaliptos jóvenes apenas proyectaban sombra— estaban sentados los hombres en el suelo, con turbantes blancos la mayoría, los zapatos quitados y desperdigados a su alrededor, una hamaca allí cerca. Los búfalos estaban en los establos, contra el bajo muro de ladrillo, sobre el que había saltado la cuadrilla dos noches antes. Tan protegido por delante, con metal y hierro ondulado; tan abierto por detrás, junto a los sembrados.

Nos llevaron a la casa de al lado. Parecía un sitio de mucho más dinero. El patio no era de tierra batida, sino, que estaba pavimentado de ladrillo, como el callejón. Era una de las pocas casas de Jaspal que tenía otro piso arriba. El piso superior estaba sobre la entrada. Estaba decorado con un dibujo escalonado de tejas negras, blancas, verdes y amarillas, y en las esquinas había una línea regular de ladrillos, en saledizo hasta la mitad, por una cuestión de estilo. El remolque del patio era para engancharlo a un tractor: tenía las misteriosas palabras conmemorativas que llevan todos los camiones indios en la parte trasera: OK TATA. Y había una especie de jardín con flores en una esquina del patio: girasoles, buganvillas, capuchinas, plantas amantes de la luz.

Nos sentamos en hamacas en la brillante y espaciosa habitación a la izquierda de la entrada. El techo de ladrillos, que era también el suelo de la habitación de arriba, se apoyaba en vigas de madera tendidas sobre viguetas de acero. Las columnas de cemento formaban chaflán, con bandas ornamentales, molduras o tallas, y estaban pintadas de muchos colores: reflejo de las columnas de los templos hindúes antes de las invasiones musulmanas. Todo en aquel patio reflejaba lo mucho que el propietario se deleitaba en su finca.

Empezó a acercársenos gente. Se sentaron en las hamacas, de espaldas a la luz, o apoyados contra las columnas pintadas. La vestimenta punjabí —elegante en Delhi y en otros lugares— allí era solamente ropa de campesinos, la ropa manchada y sucia de gentes cuya vida estaba ligada al ganado. Vino una mujer robusta, de treinta y tantos años, con un traje floreado verde y gris, mugriento en los tobillos; llevaba un niño en la cadera y se sentó en la hamaca. Tenía los ojos hinchados, casi cerrados, de llorar.

El niño, que se sentó en su regazo y se aferró a ella, era el hijo de siete años del hermano mayor. El chico estaba en la habitación cuando mataron a su padre; se salvó de la descarga del AK-47 gracias a que otro hermano se escondió con él bajo un catre. El chico continuaba aturdido, pero de vez en cuando era capaz de interesarse por los desconocidos; de tanto en tanto, mientras la gente hablaba, las lágrimas asomaban a sus ojos. Le habían puesto un traje limpio, marrón claro, y le habían recogido el pelo en un moño.

El tío que lo había salvado era un hombre apuesto, delgado, de veintitrés años. Se había vestido con cierto esmero para la ocasión, ante la llegada de tantas visitas: turbante azul, camisa de cuadros negros y grises, con estilo. Empezó a contar los sucesos: mientras hablaba, llegó una prima suya y apoyó la cabeza sobre su hombro con naturalidad.

La jornada continuó en la granja. Entraron los búfalos, por la puerta delantera. Las cadenas que arrastraban resonaban sordamente sobre el patio enladrillado, y sus pezuñas hacían un ruido hueco, retumbante. Y no se olvidaron las atenciones pueblerinas: trajeron agua para las visitas, y después té.

El hombre de la camisa negra y gris se llamaba Joga. Lo que dijo me lo tradujeron los periodistas que estaban conmigo, y me lo amplió al día siguiente Avinash Singh, corresponsal de The Hindustan Times.

La familia había cenado, dijo Joga, y varios de sus miembros estaban en la estancia de la parte dedicada a vivienda del patio. (La parte de enfrente era para las vacas o los búfalos.) Algunos «estaban tomando té a sorbitos». Poco después de las nueve se oyó un tumulto en el patio, y alguien gritó desde allí: «El que ha venido de Jodhpur y se hace pasar por hombre religioso, que salga.»

Al principio, Joga pensó que llamaban unas personas del pueblo, pero después, el tono de voz lo convenció de que eran «los chicos», «los singhs». «Los singhs»: no era simplemente otra palabra para denominar a los sijs. Significaba sijs fieles a sus votos bautismales, y en aquellos pueblos había llegado a significar miembros de uno u otro grupo terrorista. «Singhs» era la palabra que Joga aplicó con más frecuencia a los hombres que habían entrado aquella noche. La otra palabra que empleó fue atwadi, «terroristas». Solo en una ocasión dijo mande, «los chicos».

Joga tenía al hijo de Buta en su regazo. En cuanto llegó a la conclusión de que los hombres que habían llegado eran singhs, se escondió con el niño bajo el catre.

Buta, el hermano mayor, fue a la puerta de la habitación. Los hombres habían llamado desde fuera al que había venido «de Jodhpur». Jodhpur tenía un significado: Buta, junto con otros doscientos o trescientos, estuvo preso en el fuerte de Jodhpur bajo sospecha de ser terrorista durante más de cuatro años, de junio de 1984 a septiembre de 1988: hasta hacía solo unos meses. Buta fue detenido porque estaba en el Templo Dorado en el momento de la intervención del ejército, y se lo conocía como seguidor religioso de Bhindranwale. Buta admitió ser seguidor suyo, pero negó ser terrorista. Dijo que estaba en el Templo Dorado aquel día porque había llevado una ofrenda de leche por el aniversario del martirio del quinto gurú, ejecutado por orden del emperador Jehangir en 1606.

Así era el hombre, de solo 32 años de edad, pero ya con muchos años de sufrimiento, con una vida ya estragada, que fue a la puerta a encararse a los muchos hombres embozados del patio.

El dirigente dijo:

—¿Quién es Buta Singh?

—Yo soy Buta Singh.

—Ven con nosotros. Queremos que vengas. Hemos venido a buscarte.

Y el hombre que pronunció aquellas palabras le dijo a uno de sus singhs:

—Átale las manos.

Varios hombres hicieron ademán de cogerlo por los brazos. Buta dijo: «No, no.» Se produjo una refriega, y dos singhs dispararon. Una bala alcanzó a Buta justo bajo las costillas, en el lado derecho, y cayó dentro de la habitación, de espaldas. La madre de Buta se arrojó sobre él, diciendo a los hombres: «Por favor, no matar.» También cayeron sobre Buta su hermano Jarnail y su mujer, Balwinder. Los singhs apartaron a Balwinder de su marido cogiéndola por el pelo, y volvieron a disparar con sus AK-47. Todavía no habían matado a Buta, pero lo mataron entonces, con su madre y su hermano. La abuela de Buta resultó herida, y murió al cabo de unos días.

El padre de Buta salió corriendo de su habitación en la parte delantera del patio, del lado de la calle. Atravesó el patio hasta donde estaban los hombres armados. Intentó apoderarse de una de las armas. Lo mataron de un tiro en la cabeza.

Después de aquello, los singhs —eran ocho o nueve— traspasaron la puerta y salieron al callejón principal del pueblo. Enfrente, un poco a la derecha, estaba la casa de Natha Singh, el tío de Buta, primo carnal de su padre. Querían a Natha Singh. Como no se les abrió la puerta de su casa, fueron por detrás, saltaron el muro bajo, y lo llamaron. Natha tenía cinco hijos; la mayor era una chica de catorce años aquejada de poliomielitis.

Natha salió cuando lo llamaron. La cuadrilla lo sacó hasta el callejón, y le pidió que los llevara en su tractor a la casa de Baldev. También querían llevarse a Baldev. Tenían quejas contra él: según dijeron, Baldev era sij amritdhari, pero había roto sus votos y había tenido tratos con un sacerdote del templo en la ciudad de Jalandhar. No encontraron a Baldev cuando fueron a su casa, que estaba justo al final del callejón, junto a los sembrados. Baldev oyó los disparos y huyó; había recibido cartas amenazadoras anteriormente por sus creencias religiosas. Así que volvieron en el tractor con Natha, y en el callejón, justo a la puerta de su casa, lo mataron a tiros.

Los singhs estuvieron en la aldea media hora, nada más. Después se marcharon. Pasaron ocho horas, alrededor de las 5.30 de la mañana, hasta que alguien de la familia recogió la nota que habían dejado los terroristas, llena de sangre y difícil de leer. La nota decía que habían matado a Buta Singh y a Natha Singh porque eran responsables de la muerte de dos terroristas, hacía dos meses, justo a medio kilómetro de la aldea. Habían puesto un precio de 30.000 rupias a la cabeza de uno de los terroristas muertos.

La policía dijo que la cuadrilla en cuestión quería que Buta se uniese a ellos. Como hombre próximo a Bhindranwale hasta 1984, Buta habría dado al grupo cierta «credibilidad».

Ir a la siguiente página

Report Page