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5. TRAS LA BATALLA

En 1962, gran parte de la arquitectura británica de la India me pasaba un tanto inadvertida. Después de lo que había visto en Trinidad e Inglaterra, las construcciones británicas de la India me resultaban familiares, nada que pudiera sorprenderme. Quizá fuera también que, en 1962, quince años después de la independencia, no me permitía a mí mismo ver la arquitectura indobritánica sino como telón de fondo. Reservaba mi capacidad de sorpresa para las creaciones del pasado indio. Veía con desgana incluso los grandes logros de Lutyens en Nueva Delhi, pues las dimensiones se me antojaban demasiado grandiosas: buscaba en sus edificios ceremoniales los motivos que había tomado de los arquitectos mogoles, y en sus adaptaciones encontraba más testimonios de vanagloria.

Miraba con esa parcialidad incluso la arquitectura menor de los británicos, los chalés y las casas para funcionarios de los distritos rurales. Eran sitios agradables para alojarse: con sus pórticos y galerías, gruesos muros, techos altos y en algunos casos buhardillas o aberturas murales, se adaptaban bien al clima; pero parecían demasiado grandiosos para la pobreza del campo de la India. También daban la impresión de exagerar los rigores del clima indio. De modo que, aunque plenamente de la India, aquellos edificios británicos, con su exageración, parecían mantener la India a distancia.

Pero los años pasan corriendo; pueden surgir nuevas formas de sentir y de mirar. Los indios llevan cuarenta años construyendo en la India libre, y lo que se ha erigido en ese tiempo ayuda a ver lo que ocurría antes. En la India libre, los indios han construido como un pueblo sin tradiciones; en la mayoría de los casos, han hecho imitaciones mecánicas, superficiales, del estilo internacional. Lo que no resulta fácil de comprender es que, a diferencia de los británicos, no hayan construido realmente para el clima indio. Han estado demasiado obsesionados con imitar lo moderno, y gran parte de lo así edificado —las insulsas y macizas torres de Bombay, apretadas unas contra otras, esa nulidad de cemento de Madrás y Lucknow y las colonias residenciales de Nueva Delhi— únicamente contribuye a que la dura vida del trópico sea más dura y asfixiante.

Lejos de ampliar las ideas de belleza y grandeza y de potencial humano —ideas alentadoras que los muy pobres pueden necesitar más que los ricos—, buena parte de la arquitectura de la India libre se ha convertido en un elemento más de la fealdad, el hacinamiento y la creciente opresión física del país. La mala arquitectura en una ciudad tropical pobre es algo más que una cuestión estética: deteriora la vida cotidiana de la gente; les destroza los nervios; provoca iras que pueden fluir por muchos y muy diversos canales.

Ante esta arquitectura india, más desdeñosa para con las gentes a las que sirve de lo que jamás lo fuera la arquitectura británica en la India, hasta el chalé más prosaico del Ministerio de Obras Públicas construido en la época británica parece actualmente un concepto arquitectónico pleno. Y si continuamos y tomamos en consideración la variedad de las construcciones británicas en la India, el lapso de tiempo, los diversos estilos de esos dos siglos, los elementos de desarrollo (estaciones de ferrocarril, el monumento conmemorativo de la reina Victoria en Calcuta, la Puerta de la India en Bombay, los edificios de los juzgados de Lucknow y Nueva Delhi), salta a la vista que la arquitectura británica en la India —que tan fácilmente puede pasar inadvertida— es la mejor arquitectura civil del subcontinente.

Más que Nueva Delhi, es Calcuta la ciudad de la India que construyeron los británicos. Fue uno de los primeros centros de la India británica; creció con el poder británico, y se embelleció paulatinamente; fue la capital de la India británica hasta 1930. En la construcción de Calcuta, conocida al principio como la ciudad de los palacios y después como la segunda ciudad del Imperio británico, los británicos trabajaron con enorme confianza: no adaptaron los estilos de los soberanos indios, sino que impusieron adaptaciones del estilo europeo clásico como emblemas de la civilización conquistadora, pero en el transcurso de los doscientos años de su desarrollo, la ciudad imperial se convirtió también en ciudad india, y —puerto, centro administrativo, comercial, educativo y cultural al mismo tiempo, de estilos británico e indio— llegó a ser una ciudad sin igual en la India. A finales de 1962, tras haber vivido varios meses en ciudades y distritos pequeños, Calcuta me dio inmediatamente la sensación de metrópoli, con todos los estímulos visuales que ofrece una metrópoli y la aventura, las ventajas y la intensa experiencia humana que insinúa.

Veintiséis años más tarde, aún se veía la magnificencia de la ciudad construida por los británicos —las amplias avenidas, las plazas, la interesante utilización del río y los espacios abiertos, la distribución de los palacios y los edificios públicos—, fantasmal por la noche, cuando las multitudes del día se habían retirado a sus escondrijos, a descansar para la vacuidad y el suplicio sin descanso del nuevo día en Calcuta: las carreteras y aceras resquebrajadas, la parda neblina de la gasolina y el queroseno que hacía aún más punzante la hiriente luz del sol, se mezclaba con el polvo de las calles y cubría la piel de mugre y pringue; el continuo chirrido, como de cigarra, ascendente y descendente, de los cláxones de los autobuses y automóviles más desvencijados del mundo. Aún se veía la ciudad construida por los británicos, incluso de esa forma fantasmal, porque se había añadido muy poco desde la independencia, se había añadido muy poco desde 1962.

Todos los esfuerzos e inversiones habían ido a parar a otras zonas de la India. Se dejó de lado Calcuta, que vivía de sus propias entrañas y creaba una ilusión de vida. Parecía como si ciertos edificios del centro no hubieran visto una mano de pintura desde 1962. En algunos muros y columnas —como en los muros y columnas de los edificios a la espera del derribo—, los carteles y la cola viejos habían formado una especie de costra desgarrada de cartón piedra: daba la impresión de que si intentabas raspar aquella costra, arrancarías el cemento o el yeso. Los famosos clubes coloniales —el Bengal Club, el Calcuta Club— estaban decrépitos, y los indios se movían por habitaciones cuyas puertas antes les estaban cerradas. Decadencia por dentro, decadencia por fuera: en algunos sitios, Calcuta daba un poco la sensación de una colonia belga del África central abandonada en los años sesenta, después de que la hubieran ocupado los africanos y hubieran acampado en ella. Acampar: esa era la palabra. Con la independencia, tras la partición de Bengala en la Bengala Occidental india y la Bengala Oriental paquistaní, se produjo un gran movimiento de refugiados del este. Acamparon donde pudieron; congestionaron grandes extensiones de la ciudad y sus alrededores. Y la población de la ciudad se había duplicado desde entonces.

Durante el día no había espacio en las calles ni en los grandes parques abrasados por el sol. No había ningún sitio para pasear. Se podía ir en coche, con mucha lentitud, por una carretera toda levantada, entre las multitudes, al Tollygunge Club, y allí pasear por el campo de golf; pero el recorrido resultaba agotador, y el trayecto de vuelta, entre humos de gasolina y queroseno, destruía el poco provecho que hubiera podido sacarse del paseo. La gente te decía que hasta hacía quince años regaban las calles del centro de Calcuta todos los días; pero yo había oído lo mismo en 1962. Incluso entonces, justo quince años después de la independencia, dieciséis después de los graves enfrentamientos entre hindúes y musulmanes que tantos recuerdos dejaron grabados, la gente seguía evocando la edad de oro de Calcuta.

Los británicos construyeron Calcuta y le dieron su sello. Y —aunque las circunstancias fueran fortuitas— cuando los británicos dejaron de gobernar, la ciudad empezó a morir.

Una de las personas que conocí en Calcuta en 1962 fue Chidananda Das Gupta. Trabajaba por entonces para la Imperial Tobacco Company, conocida posteriormente con el nombre menos provocativo de ITC. Por trabajar para una empresa británica tan altisonante, Chidananda pertenecía a uno de los grupos de indios, selectos y envidiados, conocidos como boxualah.

Para sí mismos, esos boxualah representaban una síntesis de la cultura india y la europea. Eran admirados y envidiados por los indios ajenos al grupo porque su trabajo era, además de seguro, un distintivo de educación por su relación con lo británico. Ganaban muy buenos sueldos, de los mejores en la India, y —como realce de lo superfluo de los boxualah— las empresas ponían a su disposición coches y apartamentos amueblados. Y el trabajo no era duro. Cualquier empresa para la que trabajase un boxualah más o menos monopolizaba su sector en la India. El único requisito consistía en ser un hombre culto y bien relacionado, un miembro elegante del equipo.

A Chidananda le interesaban otras cosas. Le encantaba el cine, y era uno de los fundadores de la Sociedad Cinematográfica de Calcuta. Fue en la Sociedad Cinematográfica de Calcuta donde lo conocí, una noche, y veintiséis años después alguien me recordaría —Rajan, el secretario, que me contó la historia de su vida en Bombay— que al final de aquella noche Chidananda me dejó a su cargo y le pidió que me devolviese sano y salvo a la casa de huéspedes de la empresa farmacéutica donde me alojaba. No conservaba ningún recuerdo de Rajan, a quien aquel trato fácil en la Sociedad Cinematográfica con gente del cine y hombres del mundo cultural bengalí le suponía una alegría, un vislumbre de una Calcuta mucho más agradable que la que él conocía. Las oficinas de la sociedad apenas dejaron huella en mi memoria: una débil luz en el techo de una habitación pequeña llena de muebles de oficina viejos. De Chidananda se me quedó grabada su imagen de boxualah: un hombre esbelto, con bigote, traje gris, de cuarenta años.

Chidananda no duró mucho en la ITC. Se dedicó a escribir y a hacer películas profesionalmente, y esa actividad lo llevó lejos de Calcuta. Al cabo de unos veinte años, ya casi jubilado, volvió a Calcuta. Trabajaba durante la mitad de la semana como director de la sección de arte del periódico The Telegraph. El resto de la semana vivía en Shantiniketan, la universidad fundada por Rabindranath Tagore, poeta y santo patrón de Bengala.

Shantiniketan estaba a dos horas y media de Calcuta en tren. Chidananda estaba construyéndose una casa allí, y vivía en ella mientras la construían. Fui a verlo un domingo.

¿Qué sabía yo de Shantiniketan? La consideraba una versión de poeta-educador de la Phoenix Farm gandhiana en Suráfrica: algo relacionado con el movimiento independentista y, al mismo tiempo, una protesta contra la excesiva mecanización, una vaga idea de música, clases al aire libre, cabañas para las aulas, algo arcádico y muy frágil, supeditado a la suspensión de la incredulidad y la crítica. Y algo que —como no había oído nada sobre Shantiniketan desde hacía mucho tiempo— creía desaparecido.

Fui hasta allí en el coche-salón, con aire acondicionado, del Shantiniketan Express. Estaba dispuesto como un cuarto de estar, con sofás y sillones. Los motivos ornamentales eran budistas, y, posiblemente, una parte cercada por una barandilla incluso contenía un santuario: recordatorio de la fe budista en las regiones del norte. Yo era el único viajero del coche-salón: eso explicaba el precio exorbitante que había pagado en mi nombre el jefe de botones del hotel de Calcuta; pero no daba sensación de lujo: aquel compartimento servía de dormitorio a los empleados de menor categoría del ferrocarril, y había tres de ellos roncando plácidamente en los sofás.

La tierra era de arrozales, la tierra llana, sin árboles, de un delta, con sembrados verdes y pardos. Los sembrados verdes estaban cubiertos de agua, con las plantas en diferentes etapas de crecimiento en los distintos sembrados. En algunos, las plantas jóvenes se erguían sobre el agua formando haces, como pequeños fresnales, antes de ser distribuidas en hileras. Los sembrados que habían sido segados estaban parduscos y secos; unos en rastrojera; otros despejados y arados; otros con montículos de tierra nueva, más oscura, para reavivar el suelo, a la espera de ser arados. El agua se sacaba de muchos sitios, se llevaba de un sembrado a otro, en unos casos con bombas eléctricas, en otros por medio de una larga manga flexible, que se bajaba a mano hasta un sembrado y después se levantaba para regar el sembrado contiguo. Se veían todas las actividades relacionadas con el cultivo del arroz en aquel delta llano, extenso: se prolongaba un kilómetro tras otro, y costaba trabajo entender cómo podían haber pasado hambrunas allí. Pero después, ya cerca de Shantiniketan, la tierra empezaba a secarse, empezaba a parecer desierto puro, inhóspito.

Chidananda estaba esperándome en la estación. Al cabo de veintiséis años, éramos como dos actores en el tercer acto de una obra: salen jóvenes al final del segundo acto y reaparecen con polvo o harina en el pelo y las cejas. Chidananda llevaba ropa informal, a la india (no el traje gris de boxualah con el que lo retenía en mi memoria), y tenía un coche Ambassador viejo. Resultaba mucho más barato circular por allí que por Delhi, dijo; era una de las cosas que había tenido en cuenta cuando decidió mudarse a Shantiniketan.

El corto sendero que salía de la estación era una maraña de rickshaws arrastrados por bicicletas. El intruso allí era el coche, dijo Chidananda. Había una parada de tren especial para Shantiniketan, pero la gente de Bolpur, la parada anterior, se empeñaba en que todos los que iban a Shantiniketan se apeasen en Bolpur, para aportar clientela al bazar de la localidad.

Salimos a espacio abierto al cabo de un rato. Había árboles. Muchos de ellos los había plantado la universidad, dijo Chidananda, y contribuían a incrementar las lluvias. También la sombra era grata; pero de todos modos había polvo, mucho polvo. Ya no había chozas de barro de la universidad; solo casas de cemento pintadas de color ocre. Pasamos junto al templo de Shantiniketan. Era un edificio de agradables proporciones, tímidamente anticlerical; pero pertenecía a su época.

Tenía muros perforados y vidrieras de colores, y desde la carretera parecía eduardiano y un poco chillón.

Chidananda me señaló algunas de las casas en las que había vivido Tagore mientras estuvo en Shantiniketan. Según dijo, Tagore se aburría rápidamente de las casas, y le gustaba mudarse de una a otra: privilegios de poeta, privilegios de fundador, y quizá también excesos de aristócrata bengalí. Me sugirió además la idea del gran hombre con mano libre en Shantiniketan, o con deseo de jugar: había varios edificios universitarios proyectados por Tagore, en una tentativa de reunir motivos asiáticos, hindúes, indios, chinos. Resultaba extraño contemplarlo en aquel momento, el romanticismo y el autoengaño ocultos tras aquella idea pictórica; sin embargo, por entonces debía de existir una mezcla de pasión y juego, la necesidad —como oposición al antiguo esplendor del Imperio británico y de Europa, aparentemente imperecedero— de reafirmar Asia.

La casa de Chidananda, inacabada, estaba en la linde de la zona universitaria. El edificio, de ladrillo, iba a tener dos plantas. La planta baja estaba casi terminada; en la segunda quedaban unos tres meses de trabajo. Alrededor de la casa, las tierras se abrían por tres lados. Chidananda había elegido aquel paraje por la intimidad, el silencio y el aire puro, cosas de las que no se podía disfrutar en las ciudades indias. Pero la razón principal por la que Chidananda había ido a Shantiniketan era que —a pesar de todos los cambios: era ya una universidad como otra cualquiera de la India— estaba relacionada con la cultura bengalí especial en la que se había criado. La tierra era sagrada para él, como lo era, si bien de distinta manera, para los sencillos turistas indios que iban allí. Los turistas no iban porque conocieran la poesía ni la obra de Tagore, sino porque habían oído que era un hombre santo, y era bueno visitar los santuarios de personas así.

El padre de Chidananda fue predicador del Brahmo Samay durante toda su vida. El Brahmo Samay era una especie de hinduismo reformado o purificado, elaborado por el padre de Rabindranath en el siglo xix. Era una tentativa de sintetizar los Nuevos Conocimientos de Gran Bretaña y Europa y la antigua fe especulativa hindú de los Vedas y los Upanishad, una derivación de las ideas del rajá Ram Mohun Roy de Bengala (1772-1833), primer reformador y educador moderno de la India. No se puede apreciar fácilmente la importancia de hombres como Roy y Tagore padre hoy en día, cuando los productos e inventos de Europa y Estados Unidos han cambiado el mundo y las gentes sencillas de todos los países tienen que acostumbrarse de una u otra forma a la civilización que las rodea y las atrae. A finales del siglo xviii y principios del xix Europa, en la India, era una fuente de productos pero en menor grado. En la situación estática de la civilización india de la época —con las presiones para volver a las antiguas costumbres, a las viejas virtudes— se requería una fuerza intelectual excepcional para admitir los nuevos dones de Europa.

Chidananda dijo:

—La fe brahmo reúne la esencia de las enseñanzas de los Upanishad y algunas formas cristianas, como las ceremonias religiosas: una por la mañana y otra por la tarde, los domingos. La gente se sentaba en bancos en las iglesias más grandes, y había púlpito. La ceremonia religiosa constaba de ritos hablados y oraciones, y además himnos, muchos de los cuales había escrito Rabindranath Tagore, y otros, su padre. Fue el padre de Rabindranath quien ideó la estructuración de la ceremonia. El brahmo separa el monoteísmo de los Upanishad del concepto de un espíritu universal, amorfo, del hinduismo de los Puranas; la idolatría, las deidades múltiples, mezcladas con el animismo y el sistema de castas. Propugnaba la educación de las mujeres, los ideales de la democracia y la abolición del sistema de castas.

Esa fue la fe a la que se entregó el padre de Chidananda durante toda su vida. Tomó la decisión a temprana edad.

—Mi abuelo llevaba a mi padre a la ceremonia dominical del Brahmo Samay desde que su hijo tenía diez años. Era en la ciudad de Chitagón, que ahora está en Bangladesh.

Chitagón: vinculada por entonces a la pobreza y las catástrofes naturales de Bangladesh, pero, cuatrocientos años antes, una de las ciudades más hermosas de la rica y fértil Bengala para el poeta portugués Camóes: «Chatigáo, cidade das milhores de Bengala.»

—Cuando tenía catorce años, mi padre decidió hacerse brahmo. Mi abuelo no había previsto ese desenlace, y se puso furioso. Mi padre se marchó de casa una noche. Literalmente, fue a pie y en auto-stop, por utilizar un término moderno, en carros tirados por bueyes y en barcas, hasta Chilon, que está en las montañas, a más de ochocientos kilómetros de distancia. En aquellos días aún seguía viva la tradición de ofrecer hospitalidad a los viajeros. Mi padre me contó que caminaba o iba en un carro tirado por bueyes durante todo el día y por la noche entraba en la casa más cercana a pedir hospedaje, y lo conseguía.

»Fue a Chilon porque allí conocía a unos brahmos. Ellos lo ayudaron con su educación, y fue a la universidad con personas muy conocidas, entre ellas el padre de Satyajit Ray, Sukumar Ray, gran humorista y editor.

»No obtuvo la licenciatura. Estudió lo que en aquellos tiempos se llamaba primeras humanidades, los dos primeros años de universidad; se hizo misionero del Brahmo Samay y cobraba un pequeño sueldo. Poco después conoció a mi madre y se enamoró de ella, en Ganga, Bihar, donde el padre de mi madre era médico, muy bien situado. Cuando mi padre le pidió la mano de su hija, el médico accedió. Y mi padre siguió siendo predicador y pobre el resto de su vida.

Para alguien con un pasado así —y quizá también para todos los brahmos convencidos—, Shantiniketan era tierra sagrada, por una razón especial.

—El padre de Rabindranath estuvo viajando por esta región en la cuarta década del siglo pasado. Era como un desierto, y a él le gustaba mucho. Solo había un árbol; un día se sentó debajo de sus ramas y decidió fundar un asram allí mismo. Seguiría el modelo del antiguo asram brahmacharya, donde se mantiene el celibato durante los años de estudiante y se aprende a los pies del gurú. Fundó el asram, y mucho tiempo después Rabindranath fundó la universidad, Vishwa-Barati, la Universidad Mundial de la India. Hay una plataforma bajo el árbol en el que se sentaba el padre de Rabindranath. Se considera el lugar más sagrado de Shantiniketan.

»Lo que inició el rajá Ram Mohun Roy como movimiento reformista a principios del siglo xix, Devendranath Tagore lo convirtió en religión. Fue algo que cambió a la clase media bengalí. Rabindranath Tagore amplió esa religión y la transformó en una cultura. Y esa cultura acabó siendo la política de Nehru. Como Rabindranath no le impuso los límites de una religión y la canalizó culturalmente, la absorbió de inmediato una clase media más amplia. El Brahmo Samay sigue existiendo técnicamente, pero como institución se le ha escapado la vida, que ha entrado en la sociedad más amplia.

Chidananda vio Shantiniketan por primera vez en 1940, cuando tenía diecinueve años. Vivía con su familia en la vecina provincia de Bihar, y su padre le aconsejó que fuera allí a pasar unas vacaciones. Se alojó en la casa de huéspedes. Compartía habitación con un indonesio que daba clases de batik en la universidad. A Chidananda le sirvió de estímulo estar con alguien de fuera, y también el nombre del indonesio, Prahasto. Era un nombre sacado de una epopeya hindú, el Mahabarata. Chidananda empezó inmediatamente a tener una idea más extensa de la India y de Asia, y a pensar —precisamente lo que quería Tagore que pensaran los estudiantes de su universidad— que en Shantiniketan había encontrado un lugar que formaba parte del mundo, no solo de la India.

Unos días más tarde, Rabindranath pronunció un discurso en el templo.

—Era por la mañana, muy temprano, en diciembre, y hacía mucho frío —por entonces había pocas casas en Shantiniketan, era un espacio mucho más abierto—, y nos sentamos en el frío suelo de mármol del templo de cristal, con trozos de cristal de varios colores. Cuando salió el sol empezó a proyectar colores sobre la cara y la ropa de la gente. Estábamos todos sentados, esperando a Rabindranath.

»Lo llevaban en silla de ruedas, pero se puso en pie al entrar. Era muy alto, aunque estaba encorvado por la edad. Podía andar solo. Llevaba do ti, kurta y chal blancos. Su imagen me impresionó. Era como una evocación de la antigua India, la sensación romántica de encontrarse con un sabio de los viejos tiempos. Se sentó en un taburete muy bajo. Todos los demás estábamos sentados sobre el mármol, sin nada para protegernos.

»Entonces empezaron los cánticos. Sin instrumentos modernos; solo los tradicionales. Pero sin armonio: a Rabindranath no le gustaba porque tiene escala fija, la escala occidental, y con él no se consiguen los semitonos o microtonos que son importantes en la música clásica india. Después cantaron un himno, uno de los himnos de Rabindranath.

»Leyó un texto que llevaba escrito, en bengalí, con citas en sánscrito. Era un hombre muy alto, de uno ochenta y cinco. Parecía muy fuerte, y me chocó el contraste entre su voz, débil y aguda, y su estatura. Yo me esperaba una voz profunda, potente. Tardé varios minutos en superar aquella sensación; pero sus palabras me hechizaron enseguida. Era diciembre de 1940, y la guerra estaba muy presente entre nosotros. El tema de la conferencia era la crisis de la civilización: le preocupaba la tendencia a la autodestrucción.

Así que Chidananda se inició gracias a Tagore en una forma de pensar sobre el mundo. Fue una de las venturas del movimiento de independencia indio: que muchos de sus dirigentes fueran hombres de amplia visión, capaces de ver más allá de la causa india.

Aquella primera visita de Chidananda a Shantiniketan duró dos semanas. Al cabo de menos de un año murió Rabindranath. Como muchos bengalíes, Chidananda pensaba que, sin Rabindranath, Shantiniketan no era nada, y pasaron cuarenta y seis años hasta que volvió. En realidad, volvió cuando decidió irse a vivir allí. Para aquel viaje de regreso, hizo lo mismo que acababa de hacer yo: coger el tren en la estación de Hourah, en Calcuta, y apearse en Bolpur, dos horas y media más tarde.

—Esa estación te deja en lo peor de la atmósfera de una ciudad bengalí pequeña: fea, ruidosa, abarrotada de gente, con todas las carencias que veo en el urbanismo de nuestro país, la carencia mental, de necesidades básicas. La estación había cambiado mucho más que Shantiniketan.

»Atravesé el caos de Bolpur. Sabía que iba a Shantiniketan, donde había espacios abiertos, un entorno tranquilo, y árboles. No me preocupaba demasiado, porque no puedes librarte de la realidad de tu país solo con el deseo. Era un consuelo saber que había un corazón oculto tras aquel caos. Llevo haciendo yoga unos quince años, y me ha ayudado enormemente a alcanzar este estado mental, con el que pude aceptar tanto caos y tanta confusión a mi alrededor, durante cierto tiempo, sin perder la paz de espíritu.

»Así que ya en la primera visita comprobé que me gustaba el sitio. Unos meses más tarde compré un poco de tierra, la mayor extensión que pude, y empecé a edificar inmediatamente. Hizo los planos un arquitecto bengalí, viejo amigo mío, ya jubilado. Conocía la tierra, el clima, la dirección de los vientos.

»El sitio ha cambiado. No espero que siga siendo lo que era. No se puede volver a los viejos tiempos, cuando aquí la gente vivía en casas de adobe e iba descalza porque quería. Pero tengo la impresión de que, al volver aquí, he vuelto también a una forma más libre de pensar, de vivir, de actuar. No me siento encerrado. He leído otra vez los Upanishad: un gusto que he recuperado. Formalmente, soy ateo, pero he llegado a un estado en el que puedo separar la espiritualidad del teísmo y la religión. Para mí, los Upanishad representan el esfuerzo del hombre por comprender el universo y comprenderse a sí mismo en el nivel de espiritualidad más elevado posible.

»Desde aquí estamos a solo dos horas y media de Calcuta, pero tengo la impresión de haber recorrido un largo camino desde mi anterior encarnación. La encarnación de boxualah que usted vio en 1962 era ajena a las raíces de mi cultura y mi educación.

Cuando era joven, Chidananda quería ser profesor. En cierta etapa de su vida, incluso quiso ser misionero brahmo, como su padre; pero después, el deseo de ponerse a prueba en el mundo lo llevó a la publicidad y más adelante a la empresa tabacalera.

Cuando se supo que le habían dado el trabajo, todo el mundo lo felicitó, pero su mujer dijo: «¿Por qué quieres ese trabajo? ¿No te das cuenta de que cambiaremos como personas?»

Chidananda añadió:

—En 1962, cuando usted me conoció, me encargaba de la publicidad de la empresa, una de las mayores campañas publicitarias del país. La empresa era una especie de monopolio tabacalero desde la época británica. Todo lo que se fabricaba se vendía, casi independientemente de la calidad. Para que se haga una idea de la jactancia del mundo de los boxualah, voy a contarle una cosa. Había un jefe de personal, con un sueldo muy alto, que dedicaba mucho tiempo a medir la alfombra que debía tener un ejecutivo de determinada categoría y a discutir el color de las cortinas con las mujeres de quienes ocupaban cargos importantes.

»El boxualah era un producto, un animal sumamente raro. El sistema se creó para atender a las necesidades de los británicos, de su modo de vida, su forma de comer, de sentarse, de dormir, de cagar. Los británicos que venían aquí por la empresa consideraban el tiempo que pasaban en la India como una estancia en un hotel donde se les daba de todo —hasta las toallas y las cucharillas—, como preparación para cuando volvieran a su país, se compraran una casa y se lavaran la ropa ellos mismos. Les facilitaban incluso criados.

»Varias semanas después de haber ingresado en la compañía, redacté un informe en el que decía que se le debía cambiar de nombre: en lugar de Imperial Tobacco Company, ITC. Lo único que conseguí por aquel entonces fue que se rieran.

»Al igual que la administración del Imperio británico, el imperio comercial, que era una prolongación del primero, separaba de los demás a un puñado de indios y los convertía en parte integrante del sistema de gobierno. El objetivo consistía en que se identificaran con los intereses británicos más que con los intereses indios. Se hacía de un forma muy sutil. Los británicos no vacilaban en trabajar a las órdenes de indios con altos cargos, tanto en la administración política como en la comercial. No creo que ocurriese lo mismo con otros imperios, y sigue sin ocurrir con las empresas extranjeras que funcionan en la India. Las empresas norteamericanas, japonesas o francesas casi nunca ponen a alguien de su país a las órdenes de un indio.

»La empresa estaba sumamente jerarquizada. Había dos clases claramente delimitadas: directivos y subordinados. Nosotros, los directivos, teníamos coches con chófer, y a nuestras mujeres les daban otros coches para que fueran de compras, a elegir alfombras y cortinas. Algunos colegas míos se arreglaban la corbata cuando llamaba el presidente, o enviaban el coche a casa para que les llevaran otra chaqueta a la oficina si iban a salir a almorzar. Y, naturalmente, los directivos teníamos aseos aparte en el trabajo.

»Mi mujer se acostumbró enseguida a las comodidades; le encantaban. Yo disfrutaba de los lujos; sería un hipócrita si dijera lo contrario. Y tengo que reconocer que esa forma de vida dejó huella en el carácter de nuestras necesidades en los siguientes años.

»Mi problema era que, debido a mi interés por la literatura y el cine, en mi vida privada siempre me relacionaba con personas completamente distintas. Al final de la jornada laboral iba a las oficinas de la Sociedad Cinematográfica de Calcuta. La había fundado, junto con Satyajit Ray, en 1947, el año de la independencia. Nuestra principal tarea consistía en pegar sobres y escribir direcciones. Éramos afortunados por tener un ventilador por encima de la cabeza, en el lóbrego despacho de una distribuidora de películas. Allí hablábamos sobre la grandeza del cine mundial.

»Ray estaba estrechamente ligado a nuestro trabajo.

Con su enorme estatura y sus anchos hombros, me recordaba muchísimo a Tagore, y ahora lo considero el último gran representante de esa época. Pero, a diferencia de Tagore, tiene una voz fuerte, atronadora. Tiene la piel atezada; Tagore la tenía clara, delicada. Por su cultura, su indianidad, su universalidad (que no admite comparación con el cosmopolitismo de moda), su honradez, Ray tiene virtudes muy brahmo.

»Así que yo llevaba una vida de doctor Jekyll y señor Hyde. Ropa occidental, seria, por el día, y la Sociedad Cinematográfica por la noche. De vez en cuando, algún colega mío sentía curiosidad por mis aficiones. Venía a la Sociedad Cinematográfica a ver una película francesa o alemana, pero le repugnaba el olor a sudor de mis compañeros, que habían recorrido largas distancias en autobús, tranvía o a pie, trabajaban todo el día en oficinas sin aire acondicionado y no tenían medios para volver a casa a cambiarse de ropa.

»Una ilustración muy vivida del desasosiego espiritual que me producía aquella vida de doctor Jekyll y señor Hyde se presentó con la forma de algo muy material. Recuerdo que un día fui con mis colegas a la boda de un ejecutivo británico de nuestra empresa con una chica india, algo que causó gran consternación en los niveles más altos de la dirección.

»Tuve que ponerme el inevitable traje occidental, como mis colegas. O quizá fuera que me faltó fuerza de voluntad. Aquella tarde, con un calor y un bochorno terribles, vi que el local estaba lleno de bengalíes con kurtas y dotis finos, cómodos, de popelina. Mientras sudaba embutido en aquella ropa, totalmente inapropiada, de repente me di cuenta de a qué bando pertenecía y me dije, asqueado: “¿Qué me he hecho a mí mismo?” Ese incidente cristalizó muchas cosas en mi interior. Empecé a pensar en dejar la empresa, en abandonar la forma de vida que nos imponía a los ejecutivos.

»Yo diría que se desaprovechaba la inteligencia de la gente en esos puestos de trabajo. Muchos de los que estaban en ventas iban a los bazares de Calcuta y de ciudades pequeñas de todo el país, pero descubrí que la principal tarea en esos casos consistía en recoger paquetes de cigarrillos al azar para verificar los números del código de fabricación del dorso, que indicaban si el producto era reciente o si estaba caducado.

»Así que la gente iba maquinalmente del desayuno al despacho, del despacho al almuerzo y del almuerzo al bazar, después al club, y siempre acababa trasnochando, todos los días. Había aire acondicionado en la oficina, en casa y en el club, de modo que no se pasaba más de media hora o una hora sin aire acondicionado.

»La principal virtud de esta forma de vida consistía en que te impedía pensar. Si empezabas a pensar podías ponerte nervioso. A algunos indios les perjudicaba, reducía para siempre su capacidad de ser ellos mismos y les dejaba una especie de impronta de fingimiento. He visto a bastantes personas que, sin este paraguas protector, son incapaces incluso de sujetar el suyo. Y también he visto a personas que han sufrido humillaciones monstruosas dentro de la organización.

»Estos puestos eran prácticamente sinecuras, así que, para humillarte, te quitaban ciertos símbolos visibles de autoridad y te dejaban sin nada que hacer. He visto gente que iba a la oficina un día tras otro, estaba allí mano sobre mano y después volvía a casa: licenciados de Oxford y Cambridge que, en otros puestos, tal vez hubieran aprovechado mejor sus aptitudes. Toda la oficina se enteraba de la humillación. La hacían muy visible. Pero para muchos era impensable dimitir. Hubiera sido como si te echaran de una habitación con calefacción y bien iluminada y te dejaran en el norte de Suecia en pleno invierno.

»La empresa india no se había expandido mucho por entonces, y las oportunidades eran muy limitadas. De todas maneras, la empresa india no hubiera ofrecido a los boxualah el tren de vida al que se habían acostumbrado. En la actualidad, te ofrece ciertas comodidades y formas de vida muy costosas, siempre y cuando cumplas lo prometido. De eso tienen buen cuidado: ya no quedan sinecuras en las empresas indias.

»A mediados de los años sesenta empezó el nuevo movimiento empresarial. Las realidades estrecharon el cerco sobre el regimiento de los boxualah, ya asediado de por sí. La compañía tabacalera cambió. Se transformó en poco tiempo, diez años, muy poco para un cambio de cultura. Esa transformación la efectuaron los indios. Los británicos adiestraban a sus hombres, pero no intentaban dirigir la empresa ellos mismos. Hoy en día, la ITC se ha diversificado y está encarando muy bien la reducción del negocio del tabaco.

Esa transformación demostraba el lado positivo de la cultura boxualah: había que recordar ese lado positivo.

—La ética laboral era considerable. Había disciplina y empeño, aunque no siempre sabían en qué estaban empeñados. En el fondo, eran buenos indios, indios patriotas. Recuerdo que, en 1962, la época de la guerra con China, cuando usted y yo nos conocimos, hubo una reunión de la comisión financiera. El director financiero dijo: «Bueno, caballeros, ¿creen que la próxima reunión de la comisión se celebrará en Pekín?» Yo contesté: «No, señor, a menos que a nuestro primer ministro le dé por llevar un paraguas bajo el brazo.» Y tengo que reconocer que a los británicos les gustaban esas ocurrencias y que te respetaban por ello.

Ashok era veinticinco años más joven que Chidananda. Ashok trabajaba en una antigua compañía boxualah británica. La compañía había sido adquirida por uno de los financieros e industriales indios superricos de la nueva generación, gran parte de cuyas actividades empresariales se desarrollaban fuera de la India.

Ashok no quería meterse en el mundo empresarial por los privilegios y la posición de que me había hablado Chidananda. Le atraía más la idea de la mercadotecnia: parecía algo moderno, dinámico, a la última. (Yo pensaba que la mercadotecnia no era sino otra palabra para comercio, y no le pedí a Ashok que me la definiera. Al cabo de muchas semanas, en Delhi, me la definió con precisión un antiguo publicista: «La mercadotecnia consiste en reconocer y satisfacer una necesidad aún no cubierta.» No crear necesidades: eso se hubiera considerado obra diabólica en un país pobre. Solo reconocer necesidades aún no cubiertas.)

La primera historia de Ashok —me contó tres en total— fue la de su tentativa de iniciarse en la mercadotecnia.

—Cometí varios errores de entrada. El primero fue estudiar comercio en la universidad. Era lo que mis padres querían que hiciera. Yo sabía que el comercio no era para mí, pero apreté los dientes y seguí adelante. Aprobé por los pelos los exámenes finales, y eso disminuyó la seguridad que tenía en mí mismo. Después solicité el ingreso en una escuela de gestión de empresas. Lo hice porque era lo que hacía todo el mundo. Como era de esperar, no me admitieron.

»En esa época, mi padre me metió en una cámara de comercio de Delhi. Estuve allí un año y medio. Entré en contacto con varios magnates de la industria para los que se había creado la cámara, pero también entre ellos te topabas con auténticos patanes. Con eso me hice una idea bastante exacta de cómo eran las cosas en la India, todo mitad y mitad. Ganaba una miseria, trescientas rupias al mes, quince libras, pero vivía en casa de un tío mío y no tenía muchos gastos.

»Un día, en una fiesta de gente de clase media en Delhi, en Defence Colony, conocí a un señor, un tal doctor Malhotra. Era un hombre grueso, de mediana estatura, con traje marrón oscuro. Le pregunté a qué se dedicaba, y me dijo con brusquedad que era el director de Imba. Le pregunté qué era Imba, y me dijo que era la Escuela de Administración y Gestión de Empresas. Me sonaba, pero porque muchos de esos sitios tienen nombres parecidos. De todos modos, me impresionó enormemente. Era un hombre de cuarenta y tantos años. Yo tenía poco más de veinte. Parecía boyante, y su forma de hablar daba la misma impresión. Al principio solo me mostró indiferencia, porque sin duda me veía como un joven más que trabajaba en algún sitio.

»Pero después la conversación derivó hacia el hecho de que mi padre fuera un empresario influyente de Calcuta, y la actitud del doctor Malhotra cambió. Empezó a interesarse por lo que yo hacía, cuánto ganaba, y me dijo que, en su opinión, estaba destinado a algo mucho mejor. En mi simpleza, me dejé arrastrar por la ola de su interés. Me dio su aprobación.

»No le cabía en la cabeza que alguien con un talento tan evidente como el mío estuviera perdiendo el tiempo por trescientas rupias en una cámara de comercio inclasificable cuando podía tener el mundo a mis pies. Yo le dije: “¿Tiene usted algo mejor que proponerme?” Contestó: “¡Vaya si lo tengo, muchacho!” Me habló de su escuela, de la Imba. Por como lo contó, la Imba se había creado para divulgar la disciplina de la mercadotecnia entre el mayor número posible de personas del país. Y tenía proyectos para salir de Delhi y llegar a los demás centros metropolitanos.

»Según lo contó, las grandes compañías de la India recurrían a su perspicacia en el terreno de la mercadotecnia, y había tenido algo que ver con el éxito de varias marcas muy conocidas. Solo con escucharlo me entusiasmé, porque me estaba abriendo los ojos al prodigioso mundo de la mercadotecnia, de la que tanto había oído hablar.

»Yo pensaba que quería meterme en aquel terreno. En parte se debía a que un montón de amigos y colegas míos habían solicitado el ingreso en esas escuelas de gestión empresarial, en las que la mercadotecnia era una materia importante, o iban a entrar en grandes compañías como aspirantes a un puesto directivo en el departamento de mercadotecnia. No entendía de qué iba la cosa, pero me parecía que era lo que había que hacer. Tenía cierto brillo, como un halo.

»Le di la razón al doctor Malhotra: estaba perdiendo el tiempo donde trabajaba. Me invitó a ir al día siguiente a su oficina, donde, según dio a entender, podría aprender algo muy provechoso. Y allí me presenté, a la mañana siguiente. Antes de que pudiera darme cuenta, el doctor Malhotra me estaba ofreciendo trabajo, con un sueldo doble del que ganaba en la cámara, y con la tentadora perspectiva de volver a Calcuta y trabajar allí.

»Cuando le pregunté por qué una persona como él, que, como saltaba a la vista, triunfaba en su profesión, se interesaba por un novato como yo, todavía verde, por alguien que no había conseguido entrar en las escuelas de gestión empresarial, dijo que él veía las cualificaciones profesionales de la siguiente manera: diplomatura en Chorradas, licenciatura en Cagadas, y doctorado en Comérselas Bien Aliñadas. También esto me produjo una profunda impresión. Incluso en las evaluaciones del colegio solían decir de mí: “Sus notas no son un verdadero reflejo de su aptitud.” Así que estaba predispuesto a confirmar lo que decía el señor Malhotra.

»“Lo que cuenta es la experiencia laboral”, dijo. Y también que, con las ideas que defendía, prefería coger a gente como yo, todavía verde, y hacerla madurar.

»Me pidió que me encargase de la sucursal de Calcuta o, como la llamaba él, de la “agencia de Calcuta” de la Imba. Supongo que le gustaba el sonido moderno de la palabra “agencia”. Tal como me lo describió, mi trabajo consistiría en organizar cursos e inscribir a los participantes, a título individual y como miembros de empresas, con unas tasas de matrícula bastante altas.

»Tuve suficiente presencia de ánimo como para preguntarle cómo me ayudaría eso a aprender los secretos de la mercadotecnia. Comprendía que el trabajo supondría vender la Imba más que aprender las destrezas de mercadotecnia por las que al parecer tenía fama la Imba. Dijo que eso sería solo un aspecto de mi trabajo. La Imba se dedicaría también a un profundo estudio de marcados y al asesoramiento de clientes. Me impresionó. Ya me veía convertido en la gran promesa de la mercadotecnia.

»No hice caso a las dudas de mi padre y acepté la oferta del doctor Malhotra. El día que ingresé en la Imba me dio una caja de tarjetas de visita con mi nombre y mi altisonante cargo de directivo de agencia. Nunca había tenido tarjetas de visita. Estaba encantado.

»Yo esperaba pasar una semana o así en Delhi, aprendiendo el funcionamiento de la Imba, pero saltaba a la vista que el doctor Malhotra tenía prisa por mandarme a Calcuta. Quería que fuera allí y empezara a inscribir como miembros a las grandes compañías. Dijo que debía pedirle ayuda a mi padre. Eso me dejó un poco parado: me dio la impresión de que quien le interesaba era mi padre, y que algo andaba mal.

»Me despachó a Calcuta. Me pagó el billete de tren. Me había comentado que tenía una oficina en aquella ciudad, y que se encargaba de ella un amigo suyo. Poco después de mi llegada, el amigo me telefoneó y me invitó a que pasara por allí. La oficina estaba en una zona superpoblada del norte de Calcuta, y cuando entré me vi en una habitación pequeña y lóbrega en un bloque de muchos pisos, viejo y descuidado.

»Cuando le pregunté a aquel señor, el amigo del doctor Malhotra, dónde estaría mi despacho de la Imba, me señaló una mesita rota en un rincón de la habitación, y dijo que podía trabajar desde allí. Añadió que, aunque en caso de absoluta necesidad podría aceptar que mecanografiase algo, prefería que escribiese las cartas y los informes a mano, con papel de calco. Dijo que también podía utilizar el teléfono, el único que funcionaba en la oficina, pero que cada vez que llamase tendría que hacer una nota, y que los gastos se cargarían a la cuenta de Imba.

»Y desde aquella mesa intenté organizar el primer curso de mercadotecnia. El doctor Malhotra me dijo que tenía que negociar con un hotel la sala de conferencias, y los almuerzos, cenas y demás para los participantes. Debía intentar sacar un buen precio —insistió en ese extremo—, y lo conseguí.

»Me dijo más de una vez que iba a venir a Calcuta un renombrado catedrático norteamericano para el curso. Yo tenía que vender ese punto. Lo del norteamericano era importante. El terreno de la mercadotecnia en este país estaba profundamente influido por la explosión que estaba experimentando el tema en Estados Unidos y, desde luego, el doctor Malhotra era sensible a ello.

»Hice lo que me dijo, y logré que se inscribieran unos veinticinco aspirantes, los que se necesitaban para el curso. Fundamentalmente se debió a que conocía a varias personas con cargos en diversas compañías, amigos de mi familia. Fue un buen punto de partida, y comprobé que el resto resultaba bastante fácil. Fui a verlos, y no tuvieron inconveniente en elegir a alguien de su empresa para que asistiera al curso a razón de dos mil rupias por persona. Tengo que reconocer que muchos de ellos expresaron sorpresa y consternación al ver mi vinculación con semejante organización... de la que no habían oído hablar.

»El curso transcurrió sin incidentes... salvo uno. Por fin vinieron el catedrático norteamericano y su mujer. En realidad, no era conocido. Trabajaba en una oscura universidad y dirigía una organización parecida en algún lugar del inmenso continente. Era un turista norteamericano de tebeo, barrigudo, casi cincuentón.

»Alojaron al catedrático y a su mujer en el hotel con el que me había hecho negociar el señor Malhotra, para la sala de conferencias y demás. No era el mejor hotel de la ciudad. Era de categoría inferior. Al catedrático y a su mujer no les gustó lo que vieron, pero el señor Malhotra les dijo que estábamos en la India, un país muy pobre, que había que poner el listón más bajo y que el servicio de los hoteles menos pretenciosos era en muchos casos mejor que el de los hoteles de cinco estrellas, que a veces eran simple fachada.

»Justo cuando parecía que los americanos empezaban a adaptarse a su alojamiento, un día apareció una rata y cruzó corriendo la habitación. La señora chilló y dijo: “No soporto las cosas escurridizas.” Y, para disgusto del doctor Malhotra, los americanos se empeñaron en que los llevaran al mejor hotel de Calcuta. Era el Grand Hotel, infinitamente más caro. Yo tuve que solucionarlo.

»Consideraron que con el curso me había apuntado un tanto; pero en cuanto acabó, el doctor Malhotra dijo que tenía que empezar a preparar otro, volver a pasar por lo mismo una vez más. Y yo no me sentía satisfecho con el curso que acababa de hacer, porque, al reflexionar, me pareció que no me había servido de nada en el terreno de la mercadotecnia.

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