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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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»Eso era lo que planeaban hacer la reina, el primer ministro y el médico, y eso es lo que hicieron. El rajá estaba desesperado. ¿Cómo obtener la leche de una tigresa? ¿Quién iba a ordeñar una tigresa? Pero la reina y el primer ministro sabían muy bien qué ocurriría. Sabían que Ayapa era valiente, y también que, aunque solo tenía diez años, en cuanto se enterase de lo que necesitaba la reina, iría a buscar leche de tigresa. Y eso fue lo que Ayapa dijo que tenía intención de hacer. El rajá sabía que sería suicida que Ayapa intentase ordeñar una tigresa, y le prohibió al muchacho que saliera de palacio; pero Ayapa se escapó valiéndose de estratagemas y engañó al rajá para salvar a la reina.

Así acababa la primera parte del relato. Cuando Deviah empezó a contar la segunda, dijo:

—Hasta ahora hemos hablado de historia. Ahora vamos a entrar en el terreno de la mitología. Para comprender por qué nació Ayapa, tenemos que retroceder tres mil años.

Y, remontándonos fácilmente por los siglos, empezamos a viajar hasta la época de los dioses. Deviah dijo:

—En realidad, Ayapa era hijo de Siva y Visnú.

Ambos eran deidades masculinas, pero por razones de la narración había que considerar a Visnú una encarnación femenina: Deviah no tenía ningún problema con tales transformaciones. De modo que el Ayapa que fue a la selva a buscar la leche de tigresa no era simplemente el niño que creían la reina y el primer ministro. Era el hijo de dos de los dioses de la trinidad hindú.

Deviah añadió:

—Cuando andaba por la selva se topó con un demonio, y lo mató.

Había otro relato relacionado con este demonio. Deviah estaba dispuesto a interrumpir la línea narrativa principal e introducir el añadido. Le pedí que no lo hiciera.

Dijo:

—Como quiera. Para resumir, el monstruo o demonio que mató Ayapa en la selva era un monstruo femenino, y aterrorizaba a los

devas. —Eran los dioses, que residían y celebraban consejos en el lugar en el que residen los dioses. (Ayapa debió de matar al monstruo con unos medios inaccesibles para los dioses. Tenía que haber otro relato al respecto, y casi seguro que Deviah lo conocía.) Cuando murió el monstruo, los dioses se regocijaron. Naturalmente, sabían del apuro en el que se encontraba Ayapa—. Así que, agradecidos, los dioses se transformaron en tigres y tigresas, y Ayapa volvió al palacio del rajá Rajashekhar a lomos de un tigre. Según se cree, el tigre era Brahma.

El hijo de Siva y Visnú a lomos de Brahma: la trinidad hindú al completo.

Deviah dijo:

—La expedición de Ayapa por la selva duró dos años. El dolor de cabeza de la reina se había curado hacía tiempo. De hecho, desapareció en cuanto Ayapa se marchó de palacio para ordeñar la tigresa. Y el día que Ayapa regresó al palacio del rajá, tenía doce años de edad.

Entonces, todo el mundo comprendió cuál era la identidad de Ayapa, que había regresado a lomos de un tigre. Era lo que había profetizado el

rischi, el mismísimo Siva: que se conocería el linaje del expósito en su decimosegundo cumpleaños. Y entonces, todos los enemigos, todas las conspiraciones de la reina y el primer ministro, se desvanecieron como la bruma de la mañana y, con el paso del tiempo, Ayapa entró en posesión de su herencia.

El malvado primer ministro, que quería que gobernase su hijo, contrajo una enfermedad incurable, una enfermedad real. Una noche, se le apareció Ayapa en sueños y le dijo que fuera a lavar sus pecados al río Pampa. Asi lo hizo, y se curó; después, pronunciando el nombre de Ayapa, el primer ministro corrió hasta el templo que, por orden divina, había construido Ayapa en la cima de una montaña. Él, el primer ministro o antiguo primer ministro, fue así el primer peregrino de Ayapa.

Pero ¿qué pasaba con el árabe del relato? Pertenecía a la figura histórica de Ayapa, según dijo Deviah. Debió de ser un bandolero o un pirata. Primero, Ayapa lo derrotó y después se hizo su aliado. Nadie intentó obligarle a renunciar a su religión; tras su muerte, se construyó una mezquita sobre su tumba. La mezquita se alzaba al principio del recorrido de cuarenta kilómetros montaña arriba hasta el templo de Ayapa, donde cada año brillaba la luz divina, el 14 de enero. Todos los peregrinos tenían que presentar sus respetos a la mezquita. Por eso había tantos musulmanes en la peregrinación de Ayapa. Era algo que también atraía a Deviah: le gustaba la mezcla de las dos religiones.

Antes de aquel viaje, yo no había oído hablar de la peregrinación de Ayapa. Y tal vez, si no hubiera conocido a Deviah, no me hubiera fijado demasiado en las figuras vestidas de negro; posiblemente las hubiera tomado como parte del abarrotado paisaje indio y no se me hubiera ocurrido preguntar por ellas. La aparición de la luz divina en el templo coincidía con una fiesta de la cosecha en el sur, y con una gran feria religiosa en el norte; la peregrinación, el ascenso hasta la montaña sagrada, quizá fuera un injerto en algo muy antiguo, algo relacionado con el cambio de las estaciones. Como la peregrinación de Ayapa y Vavar, se celebraba desde hacía siglos, según dijo Deviah; pero, por alguna razón, y a pesar de los cuarenta días de penitencia y del largo recorrido hasta el santuario, había adquirido gran popularidad en los últimos años. Se esperaban un millón doscientos mil hombres en el santuario para el momento de la aparición de la luz divina, y algunos periódicos decían que tal vez unos veinticinco millones de hombres habían hecho la peregrinación en el transcurso del año, aunque esa cifra parecía demasiado alta incluso para la India.

Tal vez la popularidad del culto a Ayapa tuviera algo que ver con el hecho de que la gente hubiera empezado a tener un poco más de dinero, de que las carreteras fueran mejores, los viajes más fáciles, y de que se dispusiera de más autobuses; de que hubiera más hombres, jóvenes y viejos, que por las mejores razones del mundo, podían alejarse de sus familias una temporada y hacer turismo. Los autobuses de Ayapa podían ser como autobuses turísticos; a veces llevaban a los peregrinos a algunos de los puntos turísticos que había en el camino, aunque eso estaba mal, según Deviah, porque visitar los lugares turísticos era un placer, y el peregrino de Ayapa no debía hacer nada que pudiera considerarse placentero.

La gente tenía un poco más de dinero. Se notaba en el paisaje de Karnataka, en la carretera al sur de Goa. Aún era visible la pobreza india, con los muladares, el aspecto desastrado de las casas y los callejones; pero los sembrados, de caña de azúcar, algodón y otros productos, parecían abundantes y bien cuidados; en muchos casos, las casas de las aldeas eran limpias, con paredes de cemento y tejados de tejas rojas. No había nada semejante a la miseria que había visto hacía veintiséis años, cuando viajé en un autobús lento, que hacía múltiples paradas. No había aquellos esqueletos andantes, de ojos enloquecidos. La revolución agrícola era una realidad allí; se veía que había aumentado la cantidad de alimentos. En toda la India, cientos de millares de personas, acaso millones, habían trabajado para ello durante cuatro décadas, de la mejor forma posible: muy pocas con una idea de tragedia, sacrificio o misión; casi todas, simplemente por trabajar.

No había rincón de aquella tierra que no tuviera relación con los dioses: una burla cuando era una tierra de escasez y hambrunas; pero ya había empezado a encajar. Los tractores arrastraban remolques cargados de algodón en fardos de arpillera, grandes, gordos, con el algodón a punto de reventar, como una especie de líquido reforzado, por entre los sacos pardos. Al mismo tiempo, la gente que se veía en los patios de las aldeas se dedicaba a tareas que parecían bíblicas: trillar, aventar. La tierra era casi hermosa, casi indolora para el observador.

Era una especie de regeneración que se había producido con mucha lentitud. Seguramente habría habido movimientos falsos, fracasos, trabajo perdido. Lo mismo que parecía ocurrir en aquel momento: había estado funcionando un departamento especial para la selva, plantando eucaliptos en grupos junto a la carretera. La plantación fue todo un éxito; un kilómetro tras otro, surgió algo parecido a la sombra a ambos lados de la carretera, algo que resultaba refrescante al mirarlo. Pero todo aquello, el trabajo de años enteros quizá tuviera que ser destruido, desnudar la tierra de nuevo, empezar desde cero: lo último que se decía sobre el eucalipto consistía en que era un árbol asesino, ávido de humedad, que desecaba en lugar de proteger el sembrado junto al que se erguía.

La carretera tenía mucho tráfico, reflejo de las actividades agrícolas; pero los camiones, decorados con cariño, iban sobrecargados a la manera india, y los conducían rápidamente, unos junto a otros, como si el metal fuera irrompible y convirtiese a un hombre en un dios, como si pudiera pedirse cualquier cosa de un motor, un volante y unos frenos. Entre Goa y Bangalore se habían destrozado diez o doce camiones aquel día, y sin duda se habían matado varias personas, en siete accidentes graves. Algunos camiones se habían salido de la carretera y habían caído a charcas; otros habían chocado entre sí. Las cabinas se habían estrujado; los cristales se habían hecho añicos. Había ejes rotos, ruedas aplastadas en ángulos extraños; y en ocasiones, los camiones, como animales vulnerables, de vientre blando, habían volcado bajo las crueles cargas, dejando al descubierto la miseria y la herrumbre de sus interioridades de metal y la tersura de sus neumáticos con tapacubos nuevos.

Por aquella tierra vieja, nueva, llegamos a la ciudad de Bangalore. Estaba a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y era conocida en los viejos tiempos por sus lluvias y su clima suave, su hipódromo, sus comodidades urbanas, al estilo de Simia. Bangalore —aunque había sido una zona de acantonamiento o guarnición— había formado parte del estado principesco de Misore, uno de los mayores de la India británica. Tenía un palacio. La familia real de Misore era conocida no solo por sus grandes riquezas, únicamente comparables a las riquezas, fabulosas pero ociosas, del nizam de Hiderabad, sino por su responsabilidad como gobernantes, el orgullo que sentían por su estado y su pueblo. Se los conocía por haber construido universidades, hospitales y sistemas de irrigación, por haber plantado árboles a los lados de la carretera y haber trazado grandes jardines públicos. Bangalore había sido un lugar al que se retiraba o apartaba la gente para alejarse de la India hirviente de los negocios y el trabajo.

Bangalore había cambiado desde la independencia. El clima que antes atraía a las personas que se .retiraban empezó a atraer a la industria, y Bangalore había crecido. Era el centro del programa de investigación espacial indio, y uno de los centros más importantes de la industria de la aviación india. Todas las instituciones científicas estaban en Bangalore. Las carreteras bordeadas de árboles de la ciudad-jardín de los maharajás estaba llena del ruido, el olor y los gases de motocarros y coches. Ya no era una ciudad para caminar.

Me interesaba el desarrollo de la ciencia y la tecnología indias. ¿Qué clase de personas habían dado el paso y proporcionado a la India una revolución industrial en cincuenta años?

En Bombay había hablado brevemente con el doctor Srinivasan, presidente de la Comisión de Energía Atómica India, en una reunión social en su apartamento. Me dijo que su abuelo había sido

purohit, sacerdote, una especie de

pujari. Su padre, que tenía por entonces ochenta y seis años y vivía en Bangalore, había sido maestro de escuela.

Un día, a últimas horas de la tarde, fui a ver al padre del doctor Srinivasan, dos o tres días después de mi llegada. El anciano llevaba

doti, y una fina marca roja de casta que le recorría el centro de la frente. Era un hombre extraordinariamente apuesto, menudo, delgado, delicado en todos los sentidos. Tenía el rostro de un hombre de profunda vida interior. Me enseñó una vieja fotografía de tamaño pasaporte de su padre, Shadagopachar, el

purohit. Shadagopachar llevaba vestimenta de

purohit, con un hombro descubierto. Tenía los ojos brillantes, dirigidos a la cámara, pero su rostro quedaba enmascarado por las marcas de casta: la fina línea roja de la frente y dos mucho más gruesas que ascendían desde las cejas. Las dos gruesas marcas blancas eran de barro, un barro refinado que todavía se vendía en pastillitas en las tiendas. El barro blanco de la frente era el símbolo de los pies del Señor.

La familia emigró a Bangalore desde una ciudad a unos sesenta kilómetros de distancia en la última década del siglo xix. En Bangalore, a Shadagopachar le enseñó sánscrito y todos los

Vedas su tío; pero los

puro-hit ganaban muy poco dinero —cuatro

anas, un cuarto de rupia, por un

puja— y Shadagopachar también trabajaba en el gobierno del maharajá, de administrativo de baja categoría. Recogía expedientes, los ataba y los archivaba, y con aquel trabajo ganaba entre once y quince rupias al mes. Los licenciados ganaban entre veinticinco y treinta rupias, unas dos libras, en aquella época, pero Shadagopachar no tenía licenciatura.

Shadagopachar quería que su hijo aprobase los exámenes universitarios porque los licenciados podían encontrar mejores trabajos en el gobierno y ganar mucho más que como

purohit.

—Pero nos enseñaban sánscrito a todos. Nos enseñaban a todos las oraciones de la mañana y de la tarde. También había una oración a mediodía, pero como teníamos que ir al colegio la hacíamos por la mañana, antes de ir a clase. Cuando me licencié, solicité un trabajo en el ministerio de educación. Eso era en 1925.

Así empezó su carrera en la enseñanza; pero también conservó los conocimientos de sánscrito y la instrucción religiosa general que había recibido de su padre. De esa confluencia —la nueva educación, los complicados conocimientos abstractos del

purohit o del brahmán, la preocupación por la ejecución correcta de rituales complejos, la inmovilidad que acompañaba a la ejecución de algunos de aquellos rituales— había surgido una generación de científicos. Los conocimientos del antiguo sánscrito hindú —que un administrador y erudito de finales del siglo xviii como sir William Jones consideraba tan profundo y arcaico como el griego y que trató de sonsacarles como con una arqueología romántica viva a los brahmanes del norte, reservados, vinculados a su casta— fomentaron los nuevos.

Quizá fuera una coincidencia, pero los dos científicos que conocí más adelante en Bangalore —hombres de disciplinas diferentes y de distintas partes del país— también tenían abuelos

purohit o sacerdotes.

La familia de Subramaniam era de un pueblecito que, con la reorganización de los estados indios tras la independencia, se encontraba en el vecino estado de Andra.

—Mis antepasados vivieron en esa región mucho tiempo. Hay un paraje no lejos del pueblo (ese paraje está en mitad de la selva) y allí hay un pequeño santuario. Nuestra familia dice que la deidad de allí es la nuestra.

»El primer antepasado mío del que sé algo es mi tatarabuelo. Lo rodea una extraña leyenda. Según esa leyenda, había un tigre que estaba causando muchos problemas en la región. Este antepasado mío decidió solucionar el asunto. Se envolvió en unas mantas, cogió un machete, fue al sitio donde el tigre atacaba a la gente y se puso allí, como si dijéramos invitando al tigre a que lo atacase. El tigre lo atacó, y mi antepasado lo mató a machetazos. Yo oí esta historia cuando era niño. Era simplemente una historia de valor físico, quizá exagerada. Y hasta ahí puedo retroceder en el pasado.

»Mi familia se consideraba parte del estado de Misore, el estado del maharajá. Mi abuela (vivió hasta la década de los sesenta) dividía el mundo en tres partes. La primera era la Tierra del Rajá,

Raja Simay. Era el estado de Misore, donde las cosas eran buenas, bonitas y placenteras, y donde vivía la gente afortunada como nosotros. La segunda parte del mundo era la que ella llamaba

Kumpani Simay, la Tierra de la Compañía. En aquella época yo no relacionaba las palabras: se refería a la East India Company, la Compañía de las Indias Orientales, y ella seguía utilizando esa palabra en la década de los cincuenta. Esa región formaba parte de la India, pero no era tan bonita como la Tierra del Rajá. Cierto que algunos parientes nuestros vivían en ella, pero la gente que vivía allí era digna de lástima. Más allá de estas dos regiones se extendía el resto del mundo. Esta forma de pensar era algo natural para mi abuela.

»Somos una familia de brahmanes. En cierto sentido tenemos algo de sacerdotes, pero mi abuelo no era sacerdote. Era un pequeño terrateniente, y también funcionario del estado, de baja categoría. Como funcionario del pueblo debían de pagarle diez rupias, tal vez cinco. En el pueblo debían de considerarlo desahogado, pero no rico. Había muchos que eran más ricos que él.

»Mi abuelo comprendió que la educación en inglés era algo fundamental e hizo todo lo posible para que su hijo recibiera esa educación. Y por eso mi padre, que nació a principios de siglo, fue el primer hombre de nuestra familia que asistió a colegios en los que la enseñanza se impartía en inglés. Mi padre se limitó a solicitar la entrada en un colegio y lo admitieron. Hoy en día la gente se pisa el cuello con tal de meter a sus hijos en los colegios: hay una gran demanda. Pero entonces, mi padre solo tuvo que presentar la solicitud. Probablemente iba andando al colegio. En nuestro pueblo no había instituto de enseñanza media. Muchas personas tenían que recorrer largas distancias a pie para ir al colegio. Yo, sin ir más lejos —y eso era en los años cuarenta—, caminaba varios kilómetros.

»No sé qué llevó a mi padre a la ciencia. Personalmente, pienso que la tradición científica no es ajena a la India. Creo que la ciencia se presenta de forma natural a los indios. Hay muchos indios a los que les gusta pensar que tienen una tradición en la búsqueda de conocimientos, y la ciencia es conocimiento tal como lo entendía Baskara, uno de nuestros viejos o antiguos científicos. Hoy en día, se puede comprar en la India el tratado de astronomía de Baskara, del año 600 o 700, y existe un famoso tratado de medicina más o menos de la misma época. Quisiera dejar claro que yo ni por un momento creo eso que van diciendo por ahí algunos, que todo —las bombas atómicas, los cohetes, los aviones— fue inventado por los antiguos indios.

»Pero los conocimientos indios se quedaron anticuados. La prueba está en que lo que Newton escribió en 1660 no se entendió o no se apreció en la India hasta mediados del siglo xix. Por otro lado, en el año 1000, y durante uno o dos siglos más, en la India había unos conocimientos que hubieran sorprendido en Europa. Sobre todo en matemáticas. En el año 1000, los indios se sentían seguros de sus conocimientos. Tenemos testimonios de ello. Pero hacia 1800 se desvaneció esa seguridad. El rajá Ram Mohun Roy fue el primero en reconocer públicamente que, de hecho, había muchas cosas sobre las que no sabía nada.

Ram Mohun Roy era de Bengala. Combatió la cremación de las viudas en las piras funerarias de sus maridos. En líneas más generales, trató de purificar el hinduismo, y de traer a la India los nuevos conocimientos de Europa. Fue el primer reformador del país, y las fechas de su vida son impresionantes: nació alrededor de 1772, y murió, en el transcurso de una misión a Inglaterra, en 1833.

Le dije a Subramaniam que había leído algo sobre el emperador mogol Jehangir (que sucedió al gran Akbar, reinó entre 1605 y 1625, y era amante de las artes): Je hangir se burlaba de la idea de un Nuevo Mundo al otro lado del Atlántico.

Subramaniam dijo:

—Y Aurangzeb —que reinó entre 1650 y 1700, una época de rápida decadencia de los mogoles— hablaba con desprecio sobre Inglaterra. Decía que era una isla minúscula, y su rey como un rajá menor de la India. Eso era a finales del siglo xvn.

»En mi familia, fue mi abuelo quien lo comprendió, que nuestros conocimientos estaban anticuados; pero era demasiado tarde para que pudiera hacer nada. Nació hacia 1880 y murió cuando tenía cincuenta y cinco años. Pero, ya le he dicho, estaba decidido a que su hijo recibiera la nueva educación.

»Al terminar la segunda enseñanza, mi padre vino a Bangalore, a la universidad. Y después decidió dedicarse a la investigación. En aquella época, uno de los nombres más importantes de la India en investigación era Megnad Saha, un bengalí. Era catedrático de física en Alahabad. Se había hecho un nombre unos años antes con un trabajo que demostraba la relación de la ionización con la temperatura. Hizo ese trabajo en 1922, y su fórmula, la fórmula de Saha, sigue siendo la base para la comprensión de la composición de las estrellas. Da la casualidad de que Saha era un gran nacionalista.

»Mi padre decidió que quería trabajar con Saha. Y lo hizo. Para un hombre que era estudiante universitario de primera generación debió de ser una especie de aventura. Creo que a mi padre lo mantuvieron económicamente en Alahabad su padre y su suegro. Mi padre dirigía un periódico allí, y uno de mis proyectos es examinar ese periódico.

La ciencia, la aventura, y después el periódico: el ansia de nuevas experiencias, y después el deseo de poner orden en esas nuevas experiencias: resultaba impresionante, para un hombre que había dejado el pueblo no hacía mucho.

Subramaniam, también con el deseo de categorizar y definir, dijo:

—Creo que es una demostración de los dos puntos de que he hablado. El primero es que la tradición científica no es nueva. Y el segundo, que no creo que mi padre tuviera en mente que estaba haciendo algo totalmente extraño con su trabajo de científico. Creo que había un sentimiento hacia todo eso (la ciencia y las matemáticas) fundamental para muchas mentes indias.

»Mi padre volvió y se puso a dar clases de física en institutos de Bangalore y otros lugares del estado de Misore. El estado de Misore era avanzado en muchos sentidos. Calladamente. Los maharajás, y los ministros que tenían, eran en muchas ocasiones liberales y de miras amplias, de una forma curiosa. Tenían una parte conservadora, pero otra parte que miraba hacia el futuro. ¿Ha oído hablar de Visweswaraiah? Era ingeniero, y le nombraron

diwan o primer ministro en 1910 o por ahí. Fue el responsable de muchos proyectos para el Estado que lo convirtieron en el Estado modelo del país. Cuando el señor Gandhi vino a Misore, en los años treinta, dijo que era

Rama rayia.

Era algo de lo que me habían hablado muchas personas de Bangalore.

Rama rayia, el reinado o gobierno de Rama, la mayor alabanza hindú: Rama, el héroe de una de las grandes epopeyas hindúes, la encarnación de la bondad, universalmente amado, el hombre en el que podía confiarse porque haría lo debido, lo religioso, lo correcto, en cualquier situación, una figura al mismo tiempo humana y divina: estar bajo las leyes de Rama equivalía a conocer la felicidad.

Subramaniam dijo:

—Existía en el estado una tradición de gobierno benévolo; y Visuesuaraiah se adelantó a su tiempo. Trazó un plan quinquenal en los años veinte o treinta. También fundó la Universidad de Misore. Y Misore fue el primer estado en el que hubo energía eléctrica. Los gobernantes tenían mucho orgullo local.

»Mi padre se estableció en Bangalore, y después también vino mi abuelo. Nos criamos en una familia i india conjunta, una familia numerosa. Mi abuelo era un hombre que se tomaba su vida religiosa muy en serio. Era el cabeza de familia, y hacía sus

pujas. No creo que hiciera nada más por entonces. Murió a finales de los años treinta..

»Mi padre empezó a albergar el sentimiento de que podría haber conflictos entre la ciencia que conocía y que ponía en práctica y su modo de vida. Provocaba conflictos en la casa, en una casa tan religiosa como la de mi abuelo. Mi padre pensaba que muchas de las cosas que hacíamos no tenían ningún sentido. Los ritos, por ejemplo. O las barreras de casta.

»Intentó conciliar las dos cosas. Se formó su propia opinión, hindú o brahmánica, o así la consideraba él, enraizada en un cierto respeto por la erudición y la filosofía antiguas de la India. Pero trató de librarse de todo lo que él asociaba con los prejuicios. Hizo algo que en aquella época .no debía hacerse, y no de poca importancia. Todos los niños brahmanes se someten a una ceremonia de iniciación: es algo muy serio, y normalmente se hace cuando el muchacho tiene seis, siete u ocho años. Mi padre tenía un amigo íntimo, que no era brahmán, y se empeñó en que su amigo asistiera a esta ceremonia que iba a celebrarse para su propio hijo, es decir, yo. Esa actitud suya causó perplejidad. Ocurrió en los años cuarenta; pero mi padre tenía muy claro lo que quería hacer.

»Con respecto a los rituales, creo que mi padre atravesó una etapa en la que los rechazaba, pero acabó por aceptarlos de una forma distinta. Así que, en los últimos años de su vida, hacía

pujas, pero con suma discreción. Recuerdo haber discutido por

el puja que ejecutaba, y me dijo que a él le bastaba por la paz de espíritu y la intimidad que le proporcionaba durante una parte del día. Se le podría definir, sin paradojas, como un hombre que por una parte era conservador y por otra liberal. En cuestiones de casta y demás, era liberal. Pero no estaba en absoluto occidentalizado.

Le pregunté a Subramaniam:

—¿Usted

hace pujas?

—No, no hago

pujas; pero todavía siento cariño por el pequeño santuario de la selva, con la deidad familiar.

—¿Cómo obtiene una familia una deidad así como así?

—La deidad familiar es algo que se te concede. Puede haber sido adoptada en cierto momento. La decide un acontecimiento concreto, quizá un maestro. Puede ser porque una persona pide un favor a un templo y se le concede ese favor, y entonces se hace devoto de una deidad de ese templo.

»Mi padre siguió siendo profesor durante casi toda su vida. Cuando se apartó de esa profesión empezó a trabajar en una institución de salud mental, sobre todo ayudando con la electrónica en los encefalogramas, para medir las “ondas cerebrales”. Y, dicho sea de paso, una de las investigaciones que hicieron fue con un

sadu. Le pusieron electrodos en la cabeza e intentaron averiguar cómo funcionaban las ondas cerebrales cuando entraba en trance. Vieron que, en realidad, estaba bastante tranquilo.

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