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INDIA » 4. PEQUEÑAS GUERRAS

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Me quedé un tanto perplejo: daba la impresión de querer distanciarse de lo que hacía por la gente. Parecía cansado. Añadió:

—Vienen por las bodas. —Quería decir que iban en busca de consejo sobre la boda de sus hijos o de otros familiares—. Yo tengo que hacer predicciones.

—¿Y cómo lo hace?

—Algo me pasa por la cabeza, y se lo cuento.

Dejó el asiento bajo en el que estaba, frente a mí, y se sentó en la silla que estaba justo al lado de la mía, contra la pared. Estábamos los dos de espaldas a la puerta. Miramos la pared azul del salón-dormitorio, con las imágenes religiosas y las estanterías colgadas del centro, amontonadas tras las puertas correderas de cristal. Dijo:

—Acierto al 100 por 100. —Se refería a las predicciones que hacía para la gente, y volvió a darme la impresión de que había cambiado su actitud hacia lo que hacía por otras personas—. Si digo que el día 15, puede ocurrir el 10 o el 20, con pocos días de diferencia.

—¿Cuándo empezó a tener este don? En 1967 no lo tenía.

—Me llegó de repente, en 1970. No sé cómo. Me lo descubrió el señor R., y me dijo: «Empléelo como es debido, para que le resulte útil a mucha gente.» A partir de entonces hago estas cosas. Antes iba con mucha frecuencia a casa del señor R. Vivía en Madrás. En una casa pequeña; era pobre. No puedo decir que sea mi gurú. Le caigo bien, y él me cae bien a mí: eso es todo. Dios los cría y ellos se juntan, y él también posee este don. Yo no puedo hacer milagros como Sai Baba: no quiero que piense usted eso.

»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Un amigo mío, hombre de negocios, de clase media, un buen amigo, de unos cincuenta años por entonces, vino a decirme que su hermano estaba muy enfermo, que tenía fiebre de cuarenta grados. “Sugar, dame algo para mi hermano, para que se le baje la fiebre.” Y tenía otros síntomas, ataques y cosas así. Este amigo mío vino a casa, yo lo recibí, y le pedí que se sentara aquí un rato. Cogí cenizas de excrementos de vaca, entoné el mantra

sudarsan y se las di.

—¿Por qué lo hizo?

—No sé. Me empujaron unas fuerzas. En el momento en que lo hago no soy Sugar. No soy yo. Le di las cenizas a mi amigo al cabo de unos segundos. Se fue a casa y se las dio a su hermano, se las frotó en la frente. El hermano estaba estupendamente al día siguiente. Fue a la oficina. Por entonces yo también estaba trabajando en una oficina.

»Después de eso, no pude dormir durante dos días. Fui a casa del señor R., a hablar con él. “Me pasa algo raro. No puedo dormir. Se me aparecen figuras negras.

Figuras humanas. Negras.” Él me preguntó: “¿Qué hizo ayer?” Le conté toda la historia. Me regañó. “¿Quién le ha dicho que tenía que darle cenizas y esas cosas a su amigo? De aquí en adelante, no vuelva a hacerlo.” Y me dijo que repitiera el mismo mantra

sudarsan. Al cabo de uno o dos días me puse bien.

»Desde ese día ya no hago nada así sin pedir permiso. Estoy viendo esas figuras negras, mientras hablo con usted. Dos figuras. Con cuernos.

Madan: el hombre con cabeza de vaca. Es una figura malévola. Puede hacer muchas cosas. De momento es muy amable conmigo. Tiene que darme permiso cuando viene alguien a pedirme esto o aquello. Lo oigo en mi cabeza, que me da permiso.

»Quiero librarme de este don. Quiero librarme de todas esas cosas. Del templo, de todo. Quiero paz. La gente viene y me da la lata con su horóscopo, con que no encuentra trabajo para sus hijos o no pueden casar a sus hijas, con que pierden cosas. Y: “Sugar, estoy enfermo. Haz algo.” No sé cómo librarme de estas cosas. No me gustan. Viene usted y me dice que su hija no está bien. “Haga algo.” ¿Qué salgo yo ganando?

»Usted no ha visto a esa gente. Es por esa gente por lo que he puesto un cartel en la puerta pidiendo que no vengan a cierta hora: es cuando descanso.

»Es solo por estas cosas por las que no estoy bien. Me llega poco riego sanguíneo al cerebro. Me mareo con frecuencia. No puedo subir escaleras. Estoy dejando estas cosas poco a poco, pero sin decírselo a la gente.

Pregunté:

—¿Qué hará cuando lo deje?

Su vida en el pequeño apartamento parecía construida en torno a recibir visitas, a esperarlas. Resultaba difícil imaginar cómo se entretendría si dejaba de ver gente.

Dijo que seguramente leería.

—Sigo leyendo libros. De Jack Higgins, Wilbur Smith, Haley, el de

Aeropuerto. Y muchos más. Para pasar el tiempo leo esas cosas. Cualquier libro: me da igual que sea el

Gita o cualquier porquería.

Hacía veinte años observé eso en él: su capacidad para leer novelas románticas, populares, de Inglaterra, tan alejadas, en todos los sentidos, de su vida y su experiencia en Milapore.

Dijo:

—Quiero libros para pasar el tiempo. Me mantienen la mente ocupada. A veces canto mantras. Algunos los canto dos mil o tres mil veces, el mismo durante todo el día.

Estábamos sentados el uno junto al otro.

Dije:

—Tendrá usted que librarse de ese don.

—Lo haré. Tengo confianza. Me conozco bien, y lo haré. Aquí no tengo paz. Quiero marcharme de la ciudad, lejos de aquí, pero los médicos no me lo permiten. Tengo que estar a pocos kilómetros de mi médico. —Señaló la silla apoyada contra la pared de enfrente, bajo la alacena con puertas de cristal—. Puedo sentarme ahí y leer su cara, darle todos los detalles, si usted se sienta frente a mí. Pero después tendré dolor de cabeza. Sufriré durante dos días enteros.

Pero lo que yo había oído, la vez anterior que fui al pequeño apartamento, era que la gente encontraba paz con él. Un hombre contó que vaciaba su mente, que había pasado cuatro horas en medio de la oscuridad con Sugar, durante un corte de electricidad, sin apenas decir palabra.

Sugar dijo, casi con irritación:

—No vienen aquí en busca de paz, sino a ver qué puedo soltarles. A ellos les viene muy bien oír hablar de sus dificultades y de cómo librarse de esas cosas. Dicen que quieren paz, pero lo que quieren es consejo.

Me acordé del terrateniente, del hombre «adinerado», como lo llamaba Sugar, sentado pacientemente en su silla, y del joven ejecutivo, con su delicada cara de brahmán y las marcas sagradas recién hechas en la frente, inclinado hacia delante, con los pies bajo la silla, las palmas de las manos en el borde.

Sugar dijo:

—Pero yo no pienso abrir la boca. Que se sienten aquí, que hablen de política y de otras cosas y después que se marchen.

»El señor R. sabe lo que estoy pasando. Él también sufre. Es viejo: tiene ochenta y seis años. Hace predicciones exactas. Puede hablarle de su casa de Londres, de cómo mantenerla. Puede decirle todas esas cosas mientras usted está aquí sentado enfrente de él.

Le pregunté:

—¿Por qué le caí bien en 1962?

Nos conocimos una tarde, al final de un día de marcha, después de haber montado las tiendas de campaña, no lejos de un río de montaña. La temperatura, a pesar de ser agosto, descendía rápidamente; la montaña estaba gris y parda. Y él estaba allí, a la luz del crepúsculo, embozado en un jersey de lana áspera. Empezamos a hablar sin más.

Sugar dijo:

—Nos habíamos conocido en mi otra vida. Usted hubiera podido ser mi hermano, mi amigo, mi padre. Sentí algo allí arriba, en el Himalaya. No olvidaré su nombre. Siempre lo recordaré.

—Me pareció que era usted un hombre triste. ¿Estaba triste?

—No sentía tristeza entonces. Nada. Mi padre vivía. Mi madre vivía. Me gustaba ver sitios del Himalaya. Fui el primero de mi familia en ir al Himalaya.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—Dios cuidará de mí. Tengo fe en él. Ragavan me cobra poco por el apartamento. Paso todo el día aquí, así que se puede decir que, en cierto modo, les cuido la casa. Nos comprendemos mutuamente.

—Hábleme sobre los excrementos de vaca quemados que le da a la gente. ¿Dónde los quema?

—Los compro. —De modo que era un artículo corriente, que se vendía en los establecimientos de objetos para los

pujas. No era nada especial, algo que hubiera hecho él—. Se llama

vibudi. Se puede comprar en bolsas, de uno o dos kilos. El que yo compro no está perfumado. Lo compro a tres rupias el kilo. El perfumado lo venden a una rupia, o a una rupia y cincuenta paisa, el paquete de cien gramos. No sé cómo lo hacen.

Por la puerta entró una joven delgada vestida de negro. Sugar y ella no intercambiaron ni media palabra. Se puso a arreglar y barrer el espacio del centro, el espacio entre el templo y la cocina, lugares que debían de estarle prohibidos, porque seguramente no pertenecería a la casta de los brahmanes.

Había habido una revolución. Habían «saqueado» los templos. Calles y paredes estaban desordenadas y pintarrajeadas con eslóganes y emblemas electorales. Se decía que Milapore tenía solo un 40 por 100 de brahmanes; pero en el pequeño espacio que aún le pertenecía a Sugar, parecía continuar el viejo mundo.

En Bangalore, Kala me habló de un antepasado suyo, brahmán, que había abandonado su pueblo para ir a la ciudad de Madrás, y que era tan pobre que su madre y él vivían de la comida consagrada del gran templo de Milapore. Aquella historia —de viejos dioses, viejos templos, brahmanes pobres— a mí se me antojó sacada de una época remota, legendaria. Pero la historia pertenecía al nuevo mundo, a una zona rural que se estaba superpoblando, y a la dispersión de los brahmanes. Lo que oí en el apartamento de Sugar sobre la desaparición de los

agraharam o asentamientos de los pueblos se refería a aquella misma dispersión, a la diáspora de un pueblo desde su hogar ancestral.

Pero en esta clase de viajes, el conocimiento puede llegar lentamente; a veces, el viajero escucha de una forma selectiva, y —porque parece que encajan con el país o la cultura— no presta demasiada atención a ciertas cosas. Cuando conocí a Kakustan, al principio de mi estancia en Madrás, y me enteré de que era brahmán y de que quería vivir plenamente como tal, no comprendí cuán insólita e incluso heroica era aquella decisión suya.

Vivía en una colonia de brahmanes o

agraharam cerca de uno de los templos antiguos de Madrás. Fue su padre quien se mudó allí; antes, durante generaciones enteras, los hombres de la familia de Kakustan habían sido sacerdotes de un templo del pueblo, a unas dos horas de la ciudad en autobús. Por su profesión, Kakustan pertenecía al mundo moderno. Trabajaba para una gran empresa, y redactaba informes económicos y valoraciones de proyectos. Pero la custodia del templo familiar había recaído sobre él. El haber aceptado la responsabilidad formaba parte de su resolución de vivir plenamente como brahmán, y por eso, en su despacho o viajando por cuestiones de negocios, Kakustan iba vestido como un sacerdote brahmán. Llevaba las marcas de casta en la frente, el cráneo afeitado; no iba con la espalda descubierta, pero sí llevaba la túnica larga de color crema de los brahmanes.

Para mí, la India era una tierra de indumentarias de casta. (Si bien bastante menos que un país como Inglaterra, donde todo un ritual de indumentarias y colores, distintivos de los distintos trabajos, grupos, clases sociales, deportes, actividades de ocio, gradaciones de comidas, distintas horas del día y épocas del año, mantenía a muchas personas en un continuo frenesí pacífico: en la India, todos tenían una sola vestimenta.) Y el aspecto anticuado de Kakustan, cuando lo conocí, me impresionó menos de lo que hubiera debido. Con respecto a vivir plenamente como brahmán, pensé que se refería a ser vegetariano puro, a no comer huevos, pescado, ajo ni cebolla, a seguir las normas básicas de la limpieza ritual, no comer ni beber de recipientes que hubieran usado otras personas, a servirse de la mano derecha para las actividades limpias, de la izquierda para las impuras, y a esforzarse por evitar la contaminación.

Pero el brahmanismo de Kakustan iba mucho más lejos. La pureza a la que aspiraba le prohibía tomar alimentos que no hubiera ofrecido previamente a su dios en casa, incluso le prohibía beber agua que no hubiera consagrado de la misma manera. En el terrible calor de Madrás, eso suponía jornadas laborales plagadas de dificultades. Y, en realidad, las restricciones brahmánicas que se había autoimpuesto eran además una especie de penitencia, un acto de devoción y expiación por su padre y sus antepasados.

Kakustan había sido un brahmán pobre. De niño, en Madrás, le habían hecho sufrir por las imposiciones brahmánicas de su padre. Las ideas antibrahmánicas de Periyar habían calado en los niños de Madrás, y a Kakustan lo atormentaron de tal forma en el colegio y en la calle que rompió con la fe del pasado. Quiso volverle la espalda a sus deberes de brahmán, y se peleó con su padre. Logró evadirse; llevó su propia vida en otro sitio. Pero al llegar a la madurez empezaron a corroerle los remordimientos y volvió a Madrás, a vivir en el mismo

agraharam, la colonia de brahmanes, y en la misma casa en la que se había criado. Vivía allí decidido a ser brahmán de la forma más pura posible.

La colonia en la que vivía Kakustan estaba en el distrito de Triplicane, en Madrás. Como zona brahmánica, ocupaba el segundo puesto en importancia con respecto a Milapore, y a ojos de sus fieles, el templo de Partasarati, que tenía unos mil años de antigüedad y estaba en el centro mismo del distrito de Triplicane, igualaba al de Milapore.

La colonia estaba situada en un callejón lateral, junto al templo. Desde el callejón, los muros del templo sorprendían por su altura. La sillería era maravillosa, precisa, y la parte inferior del muro estaba pintada con anchas bandas verticales de color herrumbre y blanco, los colores sagrados del templo. Frente a aquel muro, y casi en medio del callejón, estaba la entrada de la colonia: una puerta como una pantalla, no muy alta, con hojas de madera, y con el símbolo de Garuda, el ave «vehículo» de Visnú, pintado sobre ellas.

A la izquierda de la puerta, según se entraba, estaba el jardín, con muro de piedra, separado del templo por el callejón. El jardín era antiguo, posiblemente tanto como el templo, y aquel recinto, con su

gopuram o torre, daba la impresión de llevarte a viejas formas de sentir, ya superadas. La colonia (aunque saltaba a la vista que se encontraba en un emplazamiento sagrado) no era antigua. Se estableció como tal colonia a finales del siglo pasado o principios del actual, y los terrenos habían sido donados por un residente caritativo de Triplicane, para ayudar a los brahmanes de los pueblos que servían en el templo o ejercían de pandits en la ciudad.

Las puertas de la colonia se cerraban por la noche, desde las diez hasta las cinco de la mañana; entonces solo los residentes podían entrar. La colonia estaba permanentemente cerrada a las personas consideradas impuras: fumadores, borrachos, zapateros, miembros de las castas establecidas, y musulmanes. A tales personas no se les permitía la entrada. A algunas se las dejaba entrar porque prestaban servicios a la colonia, pero no se les permitía la entrada en las casas.

Desde la puerta, había un sendero empedrado que discurría entre casitas bajas y llegaba hasta un patio central. En el patio había pozos, con tornos y sogas. Cuando yo entré había muchachas y mujeres cogiendo agua, y la pastoril escena resultaba sorprendente en medio de una ciudad superpoblada. Kakustan, que era mi anfitrión y mi guía, dijo que los brahmanes solo podían beber agua de los pozos, porque ese agua tiene contacto directo con la tierra. (Yo no conocía esa norma brahmánica. Me aclaró un antiguo misterio. Fui a la India en 1971 a cubrir las elecciones de una circunscripción de Rajastán, en el noroeste, una zona desértica afectada por la sequía. Uno de los candidatos, un viejo gandhiano piadoso, muy admirado, llevaba tiempo predicando en contra de que se llevara agua con tuberías a los pueblos del desierto, por razones morales. «El agua del pozo de toda la vida es lo mejor», decía. El agua transportada por tuberías «perjudicaría la salud y la moral» de las mujeres de los pueblos. No explicaba por qué; pero —a juzgar por lo que dijo Kakustan— su público debía de entender su código de casta.)

Con el paso de los años, y al aumentar la población de la colonia, el nivel del agua descendió más de nueve metros, según me dijo Kakustan. Unos años antes se podía meter la «vasija» con la mano y sacar el agua. Después, empezó a haber racionamiento, seis ollas por familia por la mañana, seis por la tarde. «Ollas», «vasijas»: esas eran las palabras correctas, porque los brahmanes no utilizaban cubos. Yo tampoco sabía eso, pero había una explicación muy sencilla. Los cubos modernos están hechos de hierro galvanizado, y los brahmanes tenían que utilizar vasijas de latón o barro, porque estos materiales guardan una relación directa con la tierra. Y allí, en el pozo de la colonia, estaban las mujeres y las muchachas con sus incómodas vasijas, sin asa, y quizá se viera solo lo pastoril en una ciudad, sin darse cuenta de las normas de casta.

Cerca del pozo había una bomba de mano. El agua que se obtenía de allí se dedicaba exclusivamente a las letrinas, a pesar de que saltaba a la vista que tenía el mismo origen que el agua potable del pozo. Las reglas sobre la bomba y las letrinas parecían inflexibles y brahmánicas; de hecho, mostraban lo difícil que resultaba vivir como brahmanes completos. El concepto mismo de la letrina no era brahmánico: entrar en un lugar tan contaminado equivalía por sí mismo a contaminarse. En los viejos tiempos, a ningún brahmán se le hubiera ocurrido semejante idea. Los buenos brahmanes, los tradicionales, usaban sitios al aire libre, uno distinto cada vez. Así que en esto habían llegado a un compromiso, así como en otras cosas pequeñas que el extraño quizá no notara o sobre las que no hubiera pensado: llevar prendas cosidas, como camisas, sandalias de cuero, e incluso comprar manojos de hojas para comer en el mercado.

Para los brahmanes, era más correcto comer en hojas de plantas que en platos. Las hojas se usaban una vez y se tiraban; los platos se utilizaban más de una vez y técnicamente siempre estaban contaminados, por mucho que se los lavase. Había un ritualismo especial, y también cierto romanticismo, en el hecho de comer en una hoja de planta. Era algo que se había conservado entre nosotros, incluso en la lejana Trinidad. Cuando yo era niño, tras las celebraciones religiosas especiales en casa de mi abuela, se daba de comer a la gente en hojas de bananero (como todavía hacían en el hotel Woodlands de Madrás en 1962). Era maravilloso comer en una hoja fresca de bananero: de color verde oscuro, con una columna hueca más pálida, la hoja misma suave pero fuerte, con nervaduras y un ligero lustre, impermeable, sin olores ni sabores ajenos. Comer en una de esas hojas no solo señalaba una ocasión especial; estaba asociada, de una forma sumamente romántica, con la religión, y te hacía pensar en los orígenes remotos, y en las selvas por las que deambularon durante los años de exilio los héroes de las epopeyas hindúes. Pero incluso en la pequeña Trinidad las selvas estaban lejos, y las hojas de bananero no podían cogerse así como así. Había que traerlas desde varios kilómetros de distancia; tenían que ser frescas, y no siempre se encontraban. Era una forma de servir la comida inútil y costosa. En el hotel Woodlands de Madrás habían dejado de emplearlas. Las personas como Kakustan, que necesitaban comer en ellas, compraban en el mercado manojos de hojas secas, más pequeñas, más redondas. No eran frescas, ni estaban especialmente limpias, y no poseían ninguna cualidad estética. La idea de limpieza había sido superada por el ritual; lo que realmente se honraba era el concepto de hoja, de algo natural que se utilizaba una sola vez y se tiraba.

En la colonia, a las mujeres se les imponía una restricción de la que yo no tenía noticia. Se apartaba a las mujeres y muchachas durante la menstruación. Había una habitación especial para ellas en una esquina de la colonia. La habitación tenía dos puertas, y ambas se mantenían cerradas, para que no se contaminasen quienes pasaban por allí cerca. Kakustan me contó que una mujer con la menstruación contaminaba desde una distancia de tres a cuatro metros: si por alguna razón había que hablar con una mujer en plena menstruación había que mantenerla a esa distancia. Las mujeres de aquella habitación tenían una letrina y un cuarto de baño para ellas solas. No hacían absolutamente nada durante los tres días del período. Para ellas, según dijo Kakustan, eran días «de descanso completo y total». Leían libros o escuchaban música. La habitación tenía cabida para diez mujeres; pero en aquella época, al ser la vida moderna como era, como las chicas iban a trabajar (y otras salían al cine y cosas así: había un postigo en la parte trasera de la colonia para las mujeres con la menstruación), nunca había más de cinco o seis en ella. Por esta segregación, las mujeres detestaban la idea de la menstruación, dijo Kakustan; pero al mismo tiempo acogían bien esa segregación, porque periódicamente les permitía unas pequeñas vacaciones que en otro caso no hubieran tenido.

Solo en cinco casas de la colonia había una habitación para dormir en el piso superior; estaban todas ellas en una hilera lateral, contra el muro de separación. Todas las demás casas eran de una sola planta, bajas, pegadas al suelo. De modo que el patio central, con toda la vida en torno al pozo, estaba presidido por los edificios, más altos, de la parte trasera. Me pregunté si no les plantearía problemas de contaminación a los brahmanes del

agraharam que los vieran personas de otras castas, o que la sombra de aquellas casas más altas se proyectase sobre su colonia. Kakustan dijo que aquellos edificios altos no causaban ningún problema. La gente que vivía en ellos pertenecía a la casta de los pastores, los

yadavas, la casta de Krisna; había un respeto mutuo entre ambas castas.

Los demás vecinos inmediatos de la colonia eran musulmanes. Hubiera podido dar la impresión de que las cincuenta y tres familias de la colonia eran vulnerables, que fácilmente quedarían aplastadas en medio de los disturbios; pero por alguna razón nunca habían surgido problemas entre las comunidades de musulmanes y brahmanes. Incluso cabía la posibilidad —aunque Kakustan no lo dijera— de que los musulmanes hubieran actuado como amortiguador de los no brahmanes poco amistosos. De modo que, entre los yadavas y los musulmanes, la colonia disfrutaba de una especie de seguridad: según dijo Kakustan, en las puertas de las casas no había cerraduras.

La colonia —con sus puertas de madera que se cerraban todas las noches, junto al templo amurallado— hacía pensar en una antigua fundación europea, el hospicio, por ejemplo, en un recinto catedralicio, y había algo de eso en la forma de dirigir la colonia. Había un consorcio, que recogía los alquileres, se encargaba de las reparaciones de los edificios y del mantenimiento general y pagaba al guarda de la entrada. El inquilinato de las casas pasaba de una generación a otra; la mayoría de las familias de la colonia llevaban allí décadas enteras. El padre de Kakustan había llegado a la colonia a principios de los años cuarenta.

Kakustan me contó que los brahmanes sin dinero que habían emigrado —en los viejos tiempos— desde los pueblos a las ciudades se sentían atraídos hacia las zonas que rodeaban los templos no solo porque les resultase más fácil ganar algo de dinero como pandits o mendigos, sino porque el templo tenía depósitos de agua y pozos, y proporcionaba agua que venía de la tierra. Además, los templos estaban cerca del mar. Esta proximidad tenía gran importancia, porque durante los eclipses de sol y de luna, y también en otras ocasiones, a los brahmanes tradicionales les gustaba bañarse en el mar.

¡No resultaba fácil ser un buen brahmán! Cuanto más ahondaba Kakustan en el tema, más necesidades y observancias surgían, y más complicado parecía todo. Quizá no fuera posible una forma de vida totalmente brahmánica. Quizá hubiera sido siempre así; quizá los brahmanes hubieran tenido que aceptar ciertos compromisos en todas las épocas.

El padre de Kakustan llegó a Madrás a abrirse camino en la vida en 1932 o 1933. Tenía veintidós años, y estaba casado, pero no lo acompañó su esposa. No era solo que no tuviera dinero; además, no hubiera estado bien, en aquella época, que marido y mujer, como pareja, se alejaran de la casa de la familia conjunta.

El padre de Kakustan fue el primero de su familia en ir a un colegio con la mitad de la enseñanza en inglés. Solo llegó a décimo grado, pero después fue profesor. Era especialmente bueno para las matemáticas, y daba clases particulares de esta materia. Al igual que ocurría con otros brahmanes de su generación, costaba trabajo clasificarlo. Podía decirse que era un hombre de pueblo, medianamente culto; pero al mismo tiempo, en cuanto a las matemáticas, estaba dotado y era insólito. Y, por añadidura, estaban sus conocimientos hindúes y brahmánicos, algo muy a tener en cuenta.

En el pueblo de la familia había un templo antiguo. Durante setecientos u ochocientos años, desde la época de los emperadores Chola, la familia de Kakustan había disfrutado de derechos y privilegios especiales en aquel templo. Oficiaban los

pujas en honor de la deidad del templo, y todo lo que se le ofrecía al dios iba primero a la deidad y después a la familia del padre de Kakustan. En aquel templo, los privilegios de la familia del padre de Kakustan superaban a los de los emperadores.

Por su educación y sus antepasados, el padre de Kakustan podía igualarse con cualquiera; sin embargo, cuando se marchó de su pueblo, lo único que pudieron reunir entre su familia y él fue el dinero suficiente para el billete de tren hasta Madrás. En el pueblo dejó seis personas: su mujer, sus padres, la familia de su hermano mayor. Ninguno de ellos tenía ingresos; todos ellos dependían del joven que se iba a Madrás en tren.

Como no tenía dinero, el padre de Kakustan se quedó en casa de unos familiares, en Madrás. Durante algún tiempo estuvo viviendo de la caridad, como joven brahmán: comía en diferentes casas, en días distintos. Pero después empezó a ganar un poco de dinero, gracias a sus conocimientos. Se sabía de memoria los cuatro mil versos de los

Vedas, en tamil. La gente empezó a enterarse y a llamar al joven para que recitara aquellos cuatro mil versos en los

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