Independencia

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Tercera parte » 1

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El lunes por la mañana, después de dejar a Cosette en el casal, Melchor se mete en una cafetería de la calle Córcega, pide un expreso doble e inicia una ronda de llamadas telefónicas. Primero llama a Vàzquez, que no le contesta; ha perdido la cuenta de las veces que ha intentado en vano hablar con él para transmitirle la orden que Blai le dio ayer: hay que entrevistar cuanto antes a los únicos sospechosos con que cuentan. Así que, después de telefonear sin éxito a Vàzquez, Melchor llama a Casas, Vidal y Rosell.

No consigue hablar con ninguno de los tres, pero sí con sus secretarias. La de Casas le dice que este todavía no ha llegado a su despacho, le pregunta su nombre y el motivo de su llamada, le pide su número de teléfono y le asegura que volverá a ponerse en contacto con él. Las de Vidal y Rosell son menos imprecisas; apenas Melchor se identifica como policía, ambas le abren un hueco en las agendas respectivas de sus jefes: Vidal le recibirá el martes al mediodía en el Ayuntamiento, y Rosell, que se halla de viaje fuera de Barcelona, el jueves por la tarde. Está despidiéndose de la secretaria de Rosell cuando entra en su teléfono una llamada de Vàzquez.

—Ya era hora —se queja Melchor—. Llevo todo el fin de semana llamándote. ¿Dónde te habías metido?

Nadie contesta; Melchor oye respirar a alguien con dificultad al otro lado de la línea.

—¿Vàzquez? —pregunta.

—Estoy aquí —dice el sargento.

Habla con un hilo de voz. Alarmado, Melchor pregunta:

—¿Te encuentras bien?

—No mucho.

—¿Qué te pasa?

La respuesta de Vàzquez se retrasa unos segundos; Melchor comprende que algo pasa. El sargento pregunta:

—¿Puedes acercarte por aquí?

—¿Dónde estás?

Vàzquez le dicta la dirección de su casa en Cerdanyola.

—Voy para allá.

—Melchor —lo ataja el sargento, antes de que cuelgue. Hay un silencio—. Prométeme que no le vas a decir nada de esto a nadie.

—¿Nada de qué?

—Nada de nada. Luego te lo explicaré. Prométemelo.

Melchor se lo promete.

Tarda casi tres cuartos de hora en llegar a Cerdanyola, dejando atrás Nou Barris y Santa Coloma de Gramenet. Durante el viaje le llaman Blai y Cortabarría, pero no contesta a ninguno de los dos porque piensa que los dos le preguntarán por Vàzquez y no sabrá qué contestarles; también le llama la secretaria del exmarido de la alcaldesa y le dice que está de suerte: su jefe puede recibirle aquella misma tarde, a las cuatro, en la sede de Clave Barcelona

—Perfecto —lo celebra Melchor—. Ahí estaré.

La casa de Vàzquez se halla en un edificio que hace esquina en una calle peatonal del centro de Cerdanyola, la calle San Ramón, justo encima de una tienda de ropa para bebés. Melchor toca un timbre del interfono; nadie contesta, pero la puerta se abre con un chasquido. A pie, sube tres pisos, y al llegar al tercero ve una puerta entreabierta, tiene un mal pálpito y se saca la pistola de la sobaquera. Sosteniendo el arma con dos manos, empuja la puerta y entra. En el vestíbulo reina una tiniebla casi hermética, pero a medida que Melchor avanza por el pasillo se va atenuando hasta que, ya en el comedor, unas rayas de luz la transforman en penumbra. Melchor palpa la pared en busca del interruptor cuando oye:

—No enciendas la luz.

Es la voz de Vàzquez. Ha brotado de un bulto de sombra, y, mientras Melchor vuelve a guardarse la pistola en la sobaquera, distingue al sargento en la oscuridad: está sentado en el suelo, al fondo del comedor, desnudo de cintura para arriba, con la espalda pegada a la pared y las piernas estiradas, como si estuviese exhausto. Las rendijas de una persiana dejan pasar una claridad incierta, y huele a una mezcla de reclusión e inmundicia. Melchor se acerca a Vàzquez, cuya cabeza parece desplomada sobre su hombro izquierdo, y se acuclilla frente a él.

—Tranquilo, Melchor —murmura el sargento, encogiéndose un poco—. No te preocupes. Estoy bien.

No lo parece. De hecho, su aspecto es horrible: jadea, tiembla y suda a mares, con los labios resecos y una barba de varios días que le devora la cara; sus ojos relucen, febriles y enrojecidos.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Melchor.

—Nada —contesta Vàzquez—. No te preocupes. A veces me pasa. Me pondré bien. Sólo necesito tomarme mis pastillas y...

Vàzquez no puede terminar: un llanto convulsivo se apodera de él. Sin saber qué hacer, Melchor intenta tocarle un hombro, pero, antes de que pueda consumar ese gesto, el sargento se arroja a su cuello. Permanece un rato allí, aferrado a él y llorando. Apesta. Transcurrido un tiempo que a Melchor se le hace eterno (durante el cual trata de digerir el asombro de que el hombre que solloza en sus brazos como un niño asustado sea el tipo más duro que conoce), el sargento se separa de él, dejándole las manos húmedas y la camisa empapada. Vàzquez le mira ahora con los párpados muy abiertos, sin dejar de temblar pero esforzándose por parecer más tranquilo, y vuelve a decirle que no se preocupe.

—¿Cuánto tiempo llevas así? —pregunta Melchor.

—Sólo unos días.

—¿Cuántos?

—No lo sé. Dos o tres.

La última vez que Melchor vio a Vàzquez fue hace tres días, en la oficina de Secuestros y Extorsiones, cuando, tras una noche de farra, sus hombres y él seguían celebrando el final feliz del secuestro de la esposa del traficante de Santa Coloma. Melchor recuerda al sargento muy nervioso, muy agitado, hablando muy deprisa, y le pregunta si durante el fin de semana ha dormido y comido; el sargento responde con balbuceos, y Melchor no quiere imaginar lo que ha podido ocurrir durante las últimas cincuenta o sesenta horas en aquel piso tenebroso, maloliente y desangelado. Se incorpora.

—Vámonos —dice, cogiendo a Vàzquez por una axila.

Vàzquez lo aparta de un manotazo.

—¿Adónde? —pregunta.

—A un hospital —contesta Melchor—. Tiene que verte un médico.

Vàzquez niega con la cabeza, taxativo.

—No lo entiendes —masculla.

—¿Qué es lo que no entiendo? —pregunta Melchor.

Vàzquez se agarra la cabeza con las dos manos y se las pasa por la cara, igual que si quisiera limpiársela; luego, con los ojos desorbitados, mira a Melchor.

—Soy bipolar —dice—. Me diagnosticaron cuando estuve en el hospital, después de lo de Molins de Rei.

Melchor vuelve a acuclillarse frente a Vàzquez.

—Tengo temporadas de euforia y temporadas de depresión —explica el sargento: los labios y las aletas de la nariz le vibran, tensos como cables sacudidos por el viento—. Arriba y abajo, arriba y abajo, primero una cosa y después la otra. Yo ya sé cómo funciona esto, estoy acostumbrado, así que normalmente lo controlo, pero esta vez... No sé, se me fue de las manos. La semana pasada empezó a subir la euforia, yo lo notaba, la cosa iba para arriba, para arriba, pero estaba seguro de que podría controlarlo y no me tomé las pastillas... Es que con las pastillas no trabajo bien, ¿sabes? Me atontan, no me dejan pensar. Y con el lío del secuestro... No quería que pasara otra vez, no podía dejar que pasara otra vez. Tú puedes entenderlo, Melchor. Lo entiendes, ¿verdad?

Melchor vuelve a ver a Vàzquez sentado sobre un charco de sangre, en el suelo de cemento del almacén de Molins de Rei, con la cabeza cortada de la hija del narco venezolano en el regazo, la cara bañada en lágrimas y chillando fuera de sí como un orate. «Mientras dura el remordimiento dura la culpa», piensa.

—Yo lo único que entiendo es que estás hecho una mierda —dice Melchor—. Y que debería llevarte a un hospital.

—¿Estás loco? Si me llevas a un hospital me ingresarán. Y si me ingresan se enterarán en Egara. Y si se enteran en Egara se acabó: ¿o crees que van a dejar la unidad en manos de un tarado?

Melchor no tiene más remedio que reconocer para sus adentros que la lógica del sargento es impecable.

—Me jubilarán —se contesta a sí mismo Vàzquez—. Me mandarán para casa. Y qué hago yo en casa, ¿eh? ¿Qué hago? ¿Echarles de comer a las palomas? Me pegaré un tiro. Te juro que, si me mandan a casa, me pego un tiro. En cambio... —Se yergue un poco, se afana en limpiarse las lágrimas de la cara, en sorberse los mocos—. En cambio, si me echas una mano... Créeme, Melchor, yo sé cómo arreglar esto sin necesidad de médicos ni de hospitales, me ha pasado otras veces, sólo necesito tomarme mis pastillas y comer y dormir bien dos o tres días. Confía en mí.

Sin saber qué decir, durante un par de segundos Melchor se queda mirando al hombre mugriento y destruido que implora su ayuda sentado en el suelo ante él. Sus ojos se han acostumbrado ya a la penumbra; su olfato, a la pestilencia.

—¿Qué quieres que haga? —pregunta.

Melchor pasa el resto de la mañana faenando en casa de Vàzquez, entrando y saliendo de allí. Lo primero que hace es exprimir un zumo con unas naranjas medio secas que encuentra en la nevera, preparar un poco de leche con cereales y conseguir que el sargento se tome ambas cosas junto con un comprimido de Lithobid de 300 mg, otro de Zyprexa de 10 mg y un tercero de Trankimazin de 2 mg, y a continuación, después de lavarle y refrescarle un poco con una esponja, airea su dormitorio, lo adecenta, cambia las sábanas de su cama, le ayuda a tumbarse en ella y permanece a su lado hasta que se duerme. Después termina de arreglar el piso —deja los dos teléfonos del sargento bien lejos de él, en modo silencioso—, llama a Blai y le anuncia que Vàzquez ha tenido que marcharse de urgencia a la Seu d’Urgell porque su madre se ha puesto enferma.

—Me cago en la puta —reniega Blai—. ¿Después de dar vacaciones a la mitad de su gente? ¿Y por qué no me llama a mí para decírmelo?

—No lo sé: lo único que sé es que su madre vive en una masía sin cobertura, así que no te molestes en llamarle —le recomienda Melchor, que se apresura a cambiar de conversación—. Por cierto, esta tarde he quedado con el ex de la alcaldesa.

—¿Con Casas?

—Y mañana con Vidal.

—Estupendo. Sólo falta Rosell.

—El jueves tengo cita con él. Está de viaje.

—¿Podrás encargarte tú solo de hablar con todos?

—Claro. A condición de que me hagas un favor.

—¿Qué favor?

—¿Crees que podríamos pincharles el teléfono a los tres?

—Ni hablar. Un juez no nos autoriza a eso ni loco.

—Entonces pónmelos bajo vigilancia. Hasta que llegue Rosell, sólo son dos.

—De acuerdo. No sé de dónde voy a sacar a la gente, pero dalo por hecho.

—Si hace falta, cuenta conmigo.

—Hará falta. Y, por cierto, ¿dónde estás ahora? A ti tampoco te he visto esta mañana en...

—¿Blai? ¿Blai? Mierda, yo también me estoy quedando sin cobertura.

Melchor sale del piso de Vàzquez cargado con varias bolsas de basura, las deja en los contenedores, se acerca a una farmacia y, con las recetas que le ha dado el sargento, adquiere tres botes de comprimidos, uno de cada uno de los medicamentos que se ha tomado, a los que añade una caja de Symbyax de 25 mg. Luego acude a un supermercado, compra agua mineral, cereales, fruta, verdura, hortalizas, pan, leche, queso, sopas de sobre y latas de comida, vuelve a la casa, prepara un par de ensaladas y un par de sopas y las deja en la nevera.

Son casi las tres de la tarde cuando termina. Vàzquez sigue profundamente dormido.

Encuentra un aparcamiento en un callejón agazapado entre la iglesia de la Bonanova y la Ronda de Dalt, baja hasta la plaza de la Bonanova y sigue por el paseo hasta que se topa con el pasaje Güell. Es una callecita privada, recoleta y protegida por una gran cancela de hierro, abierta en aquel momento. Melchor la franquea, y justo a la izquierda reconoce, encastrado en una pared junto a una puerta, el logotipo de la consultora de Casas, un cuadrado de un rojo sangre recorrido por catorce letras blancas: CLAVE BARCELONA.

Le abre la puerta una joven con gafas de intelectual y minifalda de piel marrón, que le hace pasar a una sala de espera y, señalándole un tresillo, le pide que aguarde un momento y le pregunta si le apetece un café. Melchor se da cuenta en ese momento de que no ha tomado nada desde el desayuno, acepta el ofrecimiento y se sienta en el sofá. A su derecha, en un tabique, el logotipo de la consultora se repite infatigablemente, como atrapado entre el vértigo de dos espejos enfrentados; a su izquierda la pared está casi ocupada por una sola frase escrita en inglés: «It is likely that something unlikely will happen».

Aún no le han traído el café cuando aparece Casas.

—Perdona que te haya hecho esperar —se disculpa, sonriente y alargándole una mano solícita—. A estas alturas del verano la gente ya solo piensa en las vacaciones... Pero, dime, ¿te han ofrecido algo de beber?

Estrechándole la mano, Melchor contesta que sí. Casas pide a la secretaria que sirva el café en su despacho y, mientras los dos hombres recorren un pasillo, lamenta no poder dedicarle tanto tiempo como le gustaría, a lo que Melchor responde que sólo necesita robarle unos minutos.

—Por cierto —dice el otro frenándose en seco, ya en su despacho, y mirándole a los ojos—, déjame que te diga que para mí es un honor recibirte. Uno no tiene cada día en su casa al héroe de Cambrils.

Al policía no le choca que Casas haya adivinado el motivo de su visita —tras el reportaje de Ara, la extorsión de la alcaldesa ya no es un secreto, ni el hecho de que está bajo investigación policial—, pero sí que Casas conozca su identidad. ¿Cómo la ha averiguado? ¿Por la propia alcaldesa?

—¿Sabes una cosa? —Su anfitrión le ofrece una silla frente a un escritorio de diseño donde destacan una lámpara halógena y un ordenador portátil, y toma asiento frente a él—. Yo soy de los que piensan que todas las sociedades necesitan héroes, y la nuestra más que ninguna: tipos de los que la gente pueda sentirse orgullosa, espejos en los que mirarse. Y aquí, en Cataluña, tenemos tan pocos... Pero, dime, ¿tú no vivías en la Terra Alta? ¿Qué haces en Barcelona?

—He venido sólo unos días —explica Melchor—. Estoy en comisión de servicio.

—Pues deberías quedarte. Qué se te ha perdido a ti en la Terra Alta, ¿eh? Aquí es donde pasan las cosas, hombre, vivir en un pueblo es enterrarse en vida. —Llaman a la puerta, entra la secretaria y, a una indicación de Casas, deposita en el escritorio una bandeja con un juego de café de alpaca y una cafetera—. Claro que, teniendo en cuenta cómo te han tratado... Y no me refiero sólo al gobierno, que debería haberte hecho un monumento. Me refiero a Cataluña en general. Si fuéramos norteamericanos, ya se habrían estrenado un par de series y un par de películas sobre lo de Cambrils, y David Fincher y Christopher Nolan se habrían dado de bofetadas por filmarlas. En cambio, nosotros tenemos que conformarnos con la novelita de Javier Cercas. Qué desastre, Dios santo, qué falta de autoestima. Y luego hay quien quiere que los catalanes seamos independientes. ¿Azúcar?

Melchor dice que no. La secretaria se ha marchado después de servirles el café.

—Por cierto, supongo que estarás harto de que te lo pregunten —prosigue Casas, alcanzándole su taza a Melchor—, pero ¿qué te pareció la novela? La de Cercas, claro.

Melchor se toma de un trago el café y devuelve la taza a la bandeja mientras acusa el puñetazo de la cafeína en el estómago vacío.

—No la he leído —reconoce.

Casas le mira como si se hubiera puesto a levitar. Es sólo unos años mayor que Melchor, muy delgado, de estatura mediana y complexión atlética, con unos ojos claros, vivos e inquietos y una de esas sonrisas un poco burlonas de adolescente perpetuo, seguro de gustar; luce una piel muy bronceada y viste con una informalidad de marca: polo Hermès blanco, vaqueros J Brand y mocasines Lotusse. Estupefacto, se pasa una mano por el pelo, muy corto y muy oscuro.

—No puedo creerlo —asegura—. ¿Escriben una novela contigo de protagonista y ni siquiera la lees? Aunque tampoco te pierdes gran cosa, francamente. Lo que pasa es que, a los que la hemos leído, nos pica la curiosidad, queremos saber qué es verdad y qué es mentira. Lógico, ¿no? Yo he tenido algunas discusiones sobre el asunto... ¿Has oído hablar de Lluís Bassets? Es un viejo amigo de mi padre, periodista de El País, seguro que le has leído. Bueno, pues Lluís conoce al tal Cercas y dice que es un liante de cojones. O sea: que cuando dice que todo lo que cuenta en sus libros es verdad, todo es mentira; y, cuando dice que todo es mentira, todo es verdad. Así que, como Cercas dice que en esa novela todo es mentira, todo el mundo piensa que todo es verdad. —Se ríe con una risa franca, que desnuda una dentadura perfecta—. Pero yo no me lo creo. Quiero decir que hay cosas en el libro que no creo que sean verdad. No sé. Eso de que antes de ser policía estuviste en la cárcel por pertenecer a una banda de narcos, por ejemplo. O lo de que fuiste tú el que resolvió el caso Adell. Y mucho menos me creo lo que dice de tu madre...

Una bola de angustia vuelve a cerrarle la garganta a Melchor.

—¿Qué dice de ella?

—Que se ganaba la vida haciendo de puta —refiere Casas—. Y que una noche la mataron y dejaron su cadáver en un descampado de Sant Andreu. Eso pasó de verdad, claro, yo me acuerdo muy bien porque fue un crimen muy famoso, se comentó mucho. Pero aquella mujer..., en fin, estoy segurísimo de que no era tu madre. ¿A que no?

Casas aguarda la respuesta con interés. Melchor respira hondo y menea la cabeza.

—¡Lo sabía! —exclama Casas, dando una palmada exultante sobre el escritorio—. El tipo debió de seguir el caso por la prensa, como hicimos todos, y, cuando se puso a escribir el libro, decidió endilgarle a tu madre la historia de la pobre mujer. Menudo elemento, el tal Cercas, qué manera de embaucar a la gente... Pero, bueno, supongo que no has venido aquí a hablar de novelas, sino de lo que publicó Ara. ¿Un poco más de café?

Melchor recuerda el impacto de la infusión en el estómago, pero tiene tanta hambre que acepta repetir. Casas le sirve y luego se sirve a sí mismo. En otro tono previene al policía:

—Te advierto que de ese asunto yo no sé nada.

La bola de angustia se diluye poco a poco en la garganta de Melchor, que trata de centrarse en el interrogatorio.

—No es lo que dice su exmujer.

—Trátame de tú, por favor. Tampoco nos llevamos tantos años.

—No es lo que dice tu exmujer.

—¿Qué es lo que dice mi exmujer?

—Dice que apareces en la grabación con que la están chantajeando. Y está segura de que se hizo el día en que os conocisteis. Por lo visto, en las imágenes aparecéis tú, Enric Vidal y Gonzalo Rosell. Además de ella, claro.

Casas asiente sin convicción.

—¿Eso te ha dicho?

—Sí.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—No lo sé, pero lo está. Sabes de qué grabación habla, ¿verdad?

Casas curva los labios en una mueca desdeñosa.

—Tengo una idea. ¿Eso me convierte en sospechoso de estar chantajeándola?

—¿Quién ha dicho que seas sospechoso de nada?

Los dos hombres se quedan mirándose un segundo, Casas fuerza una sonrisa incómoda y da un sorbo de café. Aparte del ordenador y la lámpara halógena, en su escritorio sólo hay un bote metálico erizado de lápices, bolígrafos y rotuladores y un fajo inmaculado de folios; detrás de él, pende de la pared un Tàpies de gran tamaño, presidido por un calcetín auténtico, arrugado y pegado a una tela dominada por vastas pinceladas de color gris, negro y pardo, que sugieren un paisaje volcánico o intergaláctico o posnuclear, o quizá simplemente un paisaje de extrarradio de una gran metrópolis; a su derecha, un ventanal que da al pasaje Güell deja entrar a raudales una luz quemante en la estancia refrigerada. Mientras se toma el café y vuelve a sentir su golpe en el estómago, Melchor pregunta:

—¿Has visto la grabación?

Casas asiente de nuevo.

—Una vez, hace siglos, poco después de que la hiciéramos. Es una tontería. No sé por qué a Virginia le preocupa tanto.

—¿Has hablado de este asunto con ella?

—No. Pero hemos estado casados y la conozco como si la hubiese parido. Dime, ¿qué te crees que contiene ese vídeo? —Casas abre de par en par los brazos, como si clamara al cielo, y desdramatiza—: ¿Qué va a contener? Una puñetera orgía de chavales. Entra en Youporn y las verás a patadas. ¿Y tú crees que una cosa así puede acabar con la carrera de un político?

—La alcaldesa cree que sí.

—Pues se equivoca.

—¿Los que la chantajean también?

—También. Mira, Virginia no es un político, no tiene madera de político. Nunca la tuvo. En realidad, se metió en política porque se casó conmigo, porque yo la convencí de que se metiera, porque a mí me interesaba; si no hubiera sido por eso, habría hecho otra cosa, habría seguido con la matraca de los refugiados o algo así. Esa es la verdad. —Acaba de tomarse de un trago el café, se pasa la lengua por los labios, finos y bien dibujados, y añade—: Te diré más. Los catalanes no sabemos hacer política. Sabemos hacer algunas cosas, pero política no. Haciendo política somos pésimos. ¿Y sabes por qué? Pues porque desde hace siglos el poder político no ha estado en Cataluña. Eso significa que estamos poco familiarizados con él, que no sabemos manejarlo, que en el fondo nos da miedo. Y también significa que, cuando lo tenemos, nos emborrachamos. Claro, el poder emborracha siempre, pero, si nunca lo has probado, emborracha mucho más. ¿Te acuerdas del Procés? Parece que hayan pasado siglos de todo aquello, ¿verdad? Bueno, pues el Procés fue en parte, en grandísima parte, el resultado de una borrachera de poder... Pero estábamos hablando de otra cosa, ¿no?

—Hablábamos de tu exmujer —le recuerda Melchor—. ¿A ella también se le ha subido el poder a la cabeza?

—De mala manera —responde Casas—. Y eso que el poder municipal no es poder de verdad. El poder de verdad sigue estando donde estuvo siempre, y Virginia no sabe lo que es. Quizá empieza a intuirlo, pero todavía no lo sabe. Y, aun así, se ha emborrachado con él. En fin. En todo caso, con vídeo o sin vídeo, mi exmujer tiene poco futuro en política. Te lo digo yo.

—¿Tiene poco futuro porque se separó de ti?

—Por supuesto.

Casas alza dos veces seguidas las cejas, como si no quisiera que Melchor se tomara en serio lo que acaba de decir, o no demasiado.

—¿La borrachera de tu esposa tuvo que ver con vuestra separación? —prosigue el policía.

—Puede ser. —Casas se encoge de hombros—. En la vida de una pareja todo tiene que ver con todo. Pero, si lo que me estás preguntando es si eso fue la causa de nuestra separación, la respuesta es no.

—¿Las infidelidades tampoco?

Ahora Casas sonríe, aunque es evidente que la pregunta no le ha gustado.

—¿Qué infidelidades? —Antes de que Melchor pueda contestar, su anfitrión chasquea la lengua y explica—: Mira, Virginia y yo nos hemos divertido mucho juntos y hemos hecho muchas cosas juntos. Incluida una hija. Incluido montar un partido político y llegar a la alcaldía de Barcelona. No está mal, ¿no te parece? Y en un determinado momento hemos decidido separarnos. ¿Por qué? Pues porque todo se acaba y, cuando una pareja se acaba, lo mejor es que se separe. Sin culpas. Sin resentimiento. Sin más. O sea, que si se te ha pasado por la cabeza que yo tengo algo contra mi exmujer y que quiero destruirla, olvídate del asunto. Yo no odio a Virginia. —Casas desvía la vista hacia la ventana y se queda mirando la calle castigada por el sol vespertino. Por un segundo parece ensimismado; luego vuelve a mirar a Melchor—. Y aunque la odiase. Como dice Michael Corleone, nunca odies a tus enemigos: no te permite juzgarlos.

—¿Eso significa que la alcaldesa se ha convertido en tu enemiga?

La respuesta ronda los labios de Casas cuando suena su móvil. Lo coge sin disculparse y, con el ceño un poco fruncido, escucha unos segundos. «Estoy con una visita», dice. «Dame cinco minutos.» Y cuelga el teléfono.

—Eso significa que, aunque Virginia se hubiese convertido en mi enemiga, yo no la odiaría —corrige a Melchor, retomando el hilo del interrogatorio como si nadie los hubiese interrumpido—. Pero ni siquiera es mi enemiga: en esta vida hay que elegir a enemigos que estén a la altura de uno, y Virginia, francamente... En fin. Lo que sí es verdad es que ya no es mi protegida.

—¿Quién es ahora tu protegido?

La pregunta parece desconcertar a Casas.

—¿Esto también te interesa para la investigación?

—Depende. ¿Ahora tu protegido es Vidal?

Casas vuelve a reírse, pero esta vez su risa suena un poco forzada.

—¡Qué ocurrencia! —exclama—. ¡Como si Enric necesitase que alguien le protegiera! Pero si lo que preguntas es si voy a apoyar su carrera política...

—Eso es lo que pregunto.

—No lo sé. —Casas se encoge de hombros: el rastro de la risa perdura todavía en sus facciones—. No me lo ha pedido. Y si me lo pidiera no sé qué haría. Lo que sí sé es que yo me he largado del partido y él no, y también sé que, hasta nueva orden, Enric sigue siendo la mano derecha de Virginia, que por otra parte no sé qué haría sin él... Entiéndelo, Enric y yo nos conocemos de toda la vida, somos como hermanos. Y, sí, claro, yo sé que él tiene ambiciones políticas; sólo faltaría: un político que no es ambicioso no es un político. Pero, entre tú y yo, no sé si es la persona más adecuada para sustituir a Virginia, yo creo que no, lleva demasiado tiempo en el Ayuntamiento, está muy visto en la política municipal, si ahora mismo yo pudiera elegir elegiría sin dudarlo a alguien nuevo, más fresco y más maleable, alguien como era hace unos años Virginia, si cambiaran las tornas la misma Virginia podría... —Casas se vuelve a quedar pensativo un momento, durante el cual el lienzo que pende de la pared tras él atrae de nuevo la atención de Melchor: de repente le parece que el calcetín de Tàpies se ha caído un poco, que ha resbalado sobre la superficie del cuadro y ya no está donde estaba, sino más abajo—. En fin, el caso es que ahora mismo Virginia no es ni siquiera mi adversaria política. No tengo nada contra ella. Además, sigue siendo la madre de mi hija. Sigo queriéndola. Y, como sigo queriéndola, nunca le haría nada malo. Lo comprendes, ¿verdad?

Melchor asiente, pero, mientras lo hace, se da cuenta de que no cree una sola palabra de lo que dice Casas. Tratando de que la desconfianza no le delate, pregunta:

—¿Conoces a alguien que se lo haría? Algo malo, quiero decir.

Casas vuelve a encogerse de hombros.

—Mucha gente, supongo. Cuanto más poder tienes, más gente te odia. Es ley de vida. Pero, volviendo a lo de la grabación, eso más bien parece una broma. Créeme. Y ahora vas a tener que perdonarme porque...

—Todavía me quedan algunas preguntas.

Casas ha amagado con levantarse, pero se queda atornillado a su asiento. Es la primera vez durante la entrevista que parece molesto. Enseguida, sin embargo, blande una sonrisa obsequiosa y anima a Melchor a continuar.

—¿Sabes quién la hizo? —continúa el policía.

—¿La grabación?

—Sí. Si tú, Vidal, Rosell y la alcaldesa aparecéis en las imágenes, alguien debió de grabaros. La alcaldesa nos habló de un amigo...

—Claro. Se llamaba Ricky Ramírez. Virginia tiene razón: él fue quien nos grabó. Era un compañero de carrera en Esade.

—La alcaldesa dice que sólo estuvo con él esa noche.

—Puede ser. En realidad, yo tampoco fui tan amigo suyo, si acaso durante dos o tres años, no más. Luego le perdí de vista. Y hace un par de meses me enteré de que había muerto. Me lo contó Enric, que sí mantuvo el contacto con Ricky. Pregúntale a él.

—¿Sabes qué fue de la grabación? ¿Tienes idea de quién guardó la película?

—No. Yo siempre creí que se había perdido.

—¿Todos erais conscientes de que os estaban grabando?

—Sí.

—¿Todos?

—Bueno, todos menos Virginia.

—¿Lo supo después? Quiero decir, ¿supo después que la habíais grabado?

—No. No lo sé. Es posible que yo se lo dijese más tarde, aunque la verdad es que no me acuerdo, ya te digo que no es algo a lo que le diéramos ninguna importancia.

—¿Grabasteis otros vídeos por el estilo?

—No, claro que no. ¿Para qué? Aquello fue improvisado, un experimento o una gamberrada de chavales, si es que llega a eso... —Abre las manos en un ademán que combina impaciencia y disculpa—. En fin. ¿Hemos terminado?

Melchor no ha terminado, pero comprende que no va a sacar nada más en claro de aquella entrevista y dice que sí.

Casas le acompaña hacia la salida y, caminando por el pasillo, recobra la alegre desenvoltura con que lo acogió, vuelve a excusarse por el escaso tiempo que ha podido dedicarle, insiste en la urgencia que toda sociedad tiene de héroes y en la ingratitud que la suya ha demostrado con Melchor, le insta de nuevo a regresar a Barcelona y, ya en la sala de espera, le desea suerte y le confía su número personal de móvil.

—Llámame cuando quieras —se despide, estrechando con entusiasmo la mano del policía—. Aquí me tienes para lo que necesites.

También dice algo más, que Melchor no entiende porque se distrae con la frase que, repetida una y otra vez, satura la pared frente a él: «It is likely that something unlikely will happen».

Llama por teléfono a Vàzquez en cuanto sale al paseo de la Bonanova y echa a andar hacia el callejón donde aparcó el coche. El sol está todavía muy alto, hace mucho calor y se le ha pasado el hambre. El sargento responde al cabo de unos segundos. Melchor pregunta:

—¿Qué tal estás?

—Mejor. Acabo de despertarme.

No es su voz de siempre, pero tampoco la voz de ultratumba de aquella mañana. Melchor se dice esto y al instante le asalta la sospecha de que alguien le sigue.

—¿Has dormido hasta ahora? —pregunta.

—Sí.

—Joder, menuda paliza le has pegado a la cama.

—Es lo que me hace falta. Dormir, comer y tomarme la medicación.

Melchor se frena de golpe a la altura del colegio La Salle, mira a su izquierda, en dirección al patio y la fachada neogótica y el puñado de palmeras que en parte la ocultan, y convierte su sospecha en certeza. Luego sigue andando.

—¿Has comido ya? —pregunta.

—No.

—Te he llenado la nevera. También te he hecho un par de ensaladas. ¿Quieres que pase por tu casa?

—No hace falta. Vete a buscar a tu hija. Sale a esta hora del casal, ¿no?

—Sí.

—¿Has hablado con Blai?

—Le he dicho que estás en la Seu d’Urgell, con tu madre, que se ha puesto enferma. Se lo ha tragado.

—Estupendo. ¿Qué tal todo lo demás?

—Muy bien. Acabo de hablar con un psicópata y tengo a un hijo de puta siguiéndome.

—¿Qué?

—Tranquilo, hombre. Es broma. Hazme el favor de ponerte bien, ¿de acuerdo?

Se dispone a quitarse el teléfono del oído para apagarlo cuando oye:

—Melchor.

—¿Qué?

Vàzquez no responde enseguida. Al fin dice:

—Gracias, tío.

Sube por la calle que bordea la iglesia de la Bonanova, dobla a la izquierda, luego a la derecha y, al volver a doblar a la izquierda, se queda al acecho en la esquina, con el cuerpo pegado a la pared, inmóvil. Unos segundos después aparece su perseguidor, y sin mediar palabra Melchor le hace la zancadilla, le tira al suelo y con una mano le retuerce un brazo en la espalda y con la otra le agarra del cuello y le estrella la cabeza contra la acera. El tipo profiere un grito ahogado y Melchor vuelve a golpear su cara contra la acera: una, dos veces. Luego da la vuelta a su víctima y apoya una rodilla contra su pecho, sin dejar de sujetarle por el cuello: tiene la cara ensangrentada y la nariz magullada. Melchor pregunta:

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Por qué me sigues?

Farfullando algo, el hombre trata de protegerse con los brazos, pero Melchor interpreta ese gesto defensivo como un gesto ofensivo y le descarga un puñetazo en la cara.

—¡Basta ya, joder! —gime el tipo—. ¡Deja de pegarme! Yo también soy policía.

Melchor le mira a los ojos sin creerle. Tiene el puño cerrado a un palmo de su cara, como un martillo dispuesto a caer de nuevo sobre él.

—Te digo que soy policía, me cago en la puta —repite el tipo, exasperado—. De la Urbana.

Melchor baja el brazo, pero su mirada sigue pidiendo explicaciones. Jadeando, más tranquilo, el tipo escupe sangre en la acera.

—Somos compañeros, coño —explica, con una avinagrada expresión de dolor—. Me han ordenado que te siga.

—Quién te lo ha ordenado.

—Mi jefe. El inspector Lomas.

Melchor comprende que el tipo está diciendo la verdad. Le suelta el cuello, le quita la rodilla del pecho, se levanta. Todavía tumbado en el suelo, el tipo se palpa la cara, lamentándose.

—Mierda —reniega—. Me has hecho polvo la nariz.

—¿Trabajas para Hematomas? —pregunta Melchor—. ¿El jefe de los Vidal Boys?

El guardia se incorpora sobre un codo y vuelve a escupir sangre. Es bastante mayor que Melchor; está muy pálido y casi calvo. Parece exhausto, sin fuerzas siquiera para ponerse de pie.

—Así nos llaman —gruñe, resignado—. Y así le llaman a él. En esta mierda de oficio nadie se libra de su apodo.

—¿Te ha dicho por qué tenías que seguirme?

—¿Tú qué crees?

—Contéstame o te pego una somanta de hostias.

—¡Claro que no me lo ha dicho, joder! Ni yo se lo he preguntado. Me limito a hacer mi trabajo.

Melchor vuelve a creerle. Bruscamente consciente de que están en plena calle, mira a un lado y a otro, pero no ve a nadie. Se agacha de nuevo junto a su perseguidor.

—Escúchame bien —le pide—. Dile a tu jefe que no vuelva a mandar a nadie detrás de mí. Dile que, si quiere hablar conmigo, ya sabe dónde encontrarme. Se lo dirás, ¿verdad?

El tipo asiente.

—Perfecto. —Melchor se incorpora de nuevo—. Y tú no vuelvas a espiar a un compañero.

—Yo sólo hago lo que me ordenan —replica el tipo—. Igual que tú.

Melchor piensa que tiene razón; luego piensa que no la tiene.

—Ve a curarte esa cara, anda —dice, señalándola con un dedo—. Que está hecha un cromo.

A la mañana siguiente, a la puerta del casal, la madre de Sandra insiste en recoger a Cosette a la salida y en llevársela a su casa, para que las dos amigas jueguen juntas; como por la tarde tiene una entrevista con Vidal que puede prolongarse, Melchor acepta su ofrecimiento.

Mientras conduce hacia Egara reprime la tentación de llamar por teléfono a Vàzquez, porque piensa que aún estará durmiendo y que lo que más le conviene es descansar. En Secuestros y Extorsiones encuentra a Torrent, que acaba de llegar; Cortabarría lo hace poco después. Son los dos únicos miembros de la unidad que han acudido al trabajo —González y Estellés están de vacaciones, igual que otros dos miembros del turno de tarde— y Melchor les cuenta que, por problemas familiares, Vàzquez ha debido desplazarse de urgencia a la Seu d’Urgell, donde permanecerá unos días, y que antes de partir le ha llamado por teléfono para pedirle que ayude a capear aquella semana en que la unidad se ha quedado en cuadro, desguarnecida y descabezada, y para darle instrucciones. Así que, en el curso de una reunión improvisada, se redistribuyen el trabajo pendiente, y Melchor comprende enseguida que no podrá dedicar más de dos miembros de la unidad al caso de la alcaldesa, lo que resulta incluso insuficiente para cubrir los turnos de vigilancia de Casas y Vidal. Durante la reunión recibe dos llamadas. No responde a la primera, que es de Vàzquez, pero sí a la segunda, que resulta ser de la secretaria de Vidal, quien se disculpa porque aquella tarde el primer teniente de alcalde no podrá recibirle en su despacho del Ayuntamiento a las tres y media, como habían acordado.

—Ha surgido un imprevisto —alega—. Una entrevista con el corresponsal de un diario extranjero. La hará después de comer en el mismo restaurante donde tiene una comida de trabajo. No sé a qué hora acabará. A las cuatro o cuatro y media. Si no le molesta esperar, quizá pueda dedicarle después unos minutos.

—No me molesta —dice Melchor—. ¿Dónde es la comida?

La secretaria da el nombre del restaurante, Melchor asegura que estará allí a las cuatro y, al terminar la reunión con Torrent y Cortabarría, se encierra en el despacho de Vàzquez y llama por teléfono al sargento, que le asegura que se encuentra mejor y que en un par de días estará de vuelta en Egara.

—No hay prisa —miente Melchor—. Aquí nadie te echa de menos: no veas lo feliz que está la peña sin jefe.

Melchor oye una especie de graznido, que tanto puede ser una tos como una risa; supone que es una tos.

—Eres un hijo de puta —dice Vàzquez.

—Y tú un nenaza.

Se dirige al despacho de Blai, pero lo encuentra cerrado y llama por teléfono a su inquilino, que no le contesta. Le pone un wasap: «¿Estás operativo?». Blai responde enseguida: «Atasco total. ¿Quedamos a comer?». «Hecho», escribe de vuelta Melchor. «Pero pronto. A las cuatro tengo que estar en Barcelona.» Se citan a las dos en un restaurante llamado Clotilda.

Pasa el resto de la mañana despachando papeleo y leyendo sobre Daniel Casas, Enric Vidal y Gonzalo Rosell. Hacia la una y media abandona la oficina, y antes de las dos está en Clotilda, un restaurante de Sabadell donde años atrás, durante su primera época en Egara, comía a veces con Vàzquez y con otros compañeros de la unidad. Blai ha reservado una mesa en el sótano, en una especie de reservado sin cobertura telefónica, y, cuando se sienta allí, Melchor comprende que su amigo lo ha hecho adrede, para desconectar un rato del ajetreo sin sosiego de los móviles. El antiguo jefe de la Unidad de Investigación de la Terra Alta se presenta pasadas las dos y media.

—Perdona, españolazo —lo saluda, con una palmada en la mejilla—. He tenido una mañana de locos.

Atrae de inmediato la atención de un camarero, le pide una cerveza urgente, señala la Coca-Cola vacía de Melchor y le pregunta si quiere otra; Melchor dice que sí.

—Una Coca-Cola y una caña —resume Blai—. Y tráenos la carta enseguida, por favor. Tenemos prisa.

—Volando voy —canturrea el camarero.

—¿A que no sabes con quién acabo de cruzarme? —pregunta Blai en cuanto se quedan solos.

Irradia alegría.

—¿Con Gomà? —contesta Melchor.

Blai abre unos ojos como platos.

—Joder, ¿cómo lo has adivinado?

—Porque sólo pones esa cara de felicidad cuando te cruzas con Gomà.

El inspector suelta una risotada. Melchor siente que allí, en la central de Egara, Blai se enfunda un corsé de seriedad hiperresponsable, obsesionado por estar a la altura de su cargo, y que sólo cuando se queda a solas con él se relaja y vuelve a ser quien es, o al menos quien era en la Terra Alta.

—No me jodas —responde Blai, encantado.

El camarero aparece con las bebidas y las cartas. Blai consigue retenerle mientras saborea un trago de cerveza y examina de un vistazo el menú del día. Finalmente, ambos hombres piden lo mismo: ensalada verde y bistec con patatas.

—Pues tampoco te voy a mentir, chico —anuncia luego Blai: imposta una voz de satisfacción exagerada y encaja los pulgares en las axilas moviendo el resto de los dedos como si tocara a velocidad de vértigo un piano invisible—. Me encanta tenerle ahí, atascado en sus galones de subinspector, rabiando de envidia por verme de jefe del Área Central de Investigación de Personas mientras él se muere de asco en la unidad de coches robados. Con lo chulito y lo pijo que era, el cabrón... Pero, espera, que no te he contado lo mejor. ¿Te acuerdas de Pires?

Cuatro años atrás, la sargento Pires era la ayudante del subinspector Gomà en la Unidad de Investigación Territorial de Tortosa y, como tal, había sido la encargada de redactar el atestado del caso Adell. Melchor dice que sí se acuerda.

—Y te acordarás de que Gomà dejó a su mujer por ella, ¿no? —Esta vez Melchor no puede contestar, porque Blai se le adelanta—. Pues ahora es ella la que le ha dejado a él. Pires a Gomà, quiero decir. ¿Te das cuenta? Gomà deja a su mujer por Pires y Pires deja a Gomà por... Bueno, eso ya no lo sé. Le habrá dejado por mediocre, por fracasado, por capullo, debía de pensar que iba a hacer un carrerón y ahí le tienes, ni siquiera fue capaz de ganar las oposiciones a inspector. La polla en vinagre, ¿no?

Blai continúa execrando al subinspector Gomà hasta que aparece el camarero con las ensaladas.

—Bueno —cambia de tema mientras aliña la suya y empieza a comérsela—, ¿de qué querías hablar? ¿Cómo va lo de la alcaldesa? ¿Qué tal te fue ayer con Casas?

—Bien —contesta Melchor—. Cuando me despedí de él le dije a un amigo que acababa de estar con un psicópata.

Blai se atraganta con un trozo de lechuga. Melchor le socorre dándole un par de manotazos en la espalda.

—¿Un psicópata? —acierta a repetir Blai; se seca la boca con la servilleta y mira con desconfianza a su subordinado.

—Es lo que le dije a mi amigo —repite Melchor—. Me salió sin pensarlo.

—¿Y?

Melchor compone una mueca donde conviven la incertidumbre y el disgusto.

—No lo sé. —Contradiciéndose, explica—: Es un tipo con un concepto muy elevado de sí mismo. Cree que su exmujer es alcaldesa gracias a él, y que sin él no es nadie. Dice que todavía la quiere y que no le desea ningún mal, pero yo no me lo creo. Tampoco me creo que no tenga nada que ver con el chantaje. En resumen: hay que ponerle vigilancia cuanto antes.

—¿Tienes gente?

Melchor responde que no.

—Estamos con el agua al cuello. Como mucho puedo usar a dos hombres. De todos modos, hasta que llegue Rosell con otros dos me basta.

—Veré qué puedo hacer.

—Ayer me dijiste que contase con ello.

—Ayer era ayer y hoy es hoy. Pero tranquilo: me ocuparé de esto.

Durante unos segundos permanecen en silencio, masticando con aplicación sus respectivas ensaladas. Del otro extremo del restaurante llega un denso rumor de cubiertos y conversaciones, pero ninguno de los dos levanta la cabeza del plato.

—Hay otra cosa —dice Melchor.

—¿Qué cosa?

El júbilo inicial se ha eclipsado de la cara del inspector, que ahora luce una expresión reconcentrada. Melchor da un trago de Coca-Cola y se limpia los labios con la servilleta.

—Ayer pillé a un tipo siguiéndome —cuenta—. Era de la Urbana. Uno de los Vidal Boys.

La expresión de Blai vuelve a cambiar: ahora es de abierta inquietud.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque hablé con él.

—¿Con el tipo que te seguía?

—Sí. Tuvimos un intercambio de impresiones. Me dijo que había sido su jefe quien le había ordenado vigilarme.

—Hematomas.

Melchor asiente. El camarero aparece con los dos bistecs con patatas y se lleva los dos platos de ensalada vacíos. Una vez que se ha marchado, Blai rezonga:

—Joder, tío, esto se está complicando. Esa gente es peligrosa.

—No me lo pareció.

—Pues lo es. Además, si denuncio esto arriba, puede montarse un pollo de la hostia: la Urbana vigilando a los Mossos d’Esquadra. De la hostia.

Atacan con hambre imparcial sus respectivos bistecs.

—No lo denuncies y míralo por la parte buena —propone al rato Melchor—. Esto significa que Vidal quiere saber qué hacemos, y si Vidal quiere saber qué hacemos es que está metido en la movida.

—No necesariamente —objeta Blai; habla, engulle y corta al mismo tiempo—. No sería la primera vez que Hematomas actúa por su cuenta y riesgo.

—¿En un caso que afecta a la alcaldesa? —se pregunta Melchor—. No me lo creo.

—Yo de ese fulano me lo creo todo.

Vuelven a comer en un silencio absorto. Cuando Melchor termina, consulta su reloj.

—Tengo que irme —anuncia—. He quedado a las cuatro con Vidal. —Insta a Blai a que termine sin prisa, deja un billete de veinte euros sobre la mesa y se pone en pie mientras añade—: A ver si esta tarde puedes arreglar lo de la vigilancia.

—No te preocupes.

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