¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo I

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Capítulo I

Una exaltada joven vestida con un ceñido corpiño estampado con flores, una falda azul de amplios volantes y un pañuelo celeste a la cabeza gritaba ante un grupo de hombres animándolos a defender España de la desmedida ambición del emperador de los franceses. La muchacha, con los brazos en jarras, incitaba a los que la rodeaban animándolos a tomar las armas, cualquier arma, para salvar la independencia de la patria.

La mañana de aquel 2 de mayo varios centenares de madrileños se habían concentrado junto al Palacio Real; la tarde anterior había corrido el rumor de que los soldados gabachos se iban a llevar a Bayona a los infantes de España. Unos días antes ya habían salido hacia esa ciudad del sur de Francia el rey Carlos IV, que acababa de abdicar como soberano de la corona de España, y su hijo y heredero Fernando VII, a quien los madrileños habían aclamado como rey inmediatamente después de que el pueblo de Aranjuez se amotinara en las calles de esta localidad, cercana a la capital y donde los reyes de España poseían uno de sus palacios de descanso. Ambos soberanos, que se disputaban el trono de manera indigna, aguardaban en Bayona una entrevista con Napoleón; también se encontraban allí la reina María Luisa, Godoy y otros personajes de la Corte.

A principios de mayo de 1808 Napoleón era dueño de media Europa. Sólo tenía treinta y ocho años y hacía ya cuatro que sobre sus despobladas sienes lucía la corona imperial. Orgulloso de cuanto había hecho, no en vano siempre había logrado la victoria en el campo de batalla, estaba obsesionado por convertir a toda Europa a los ideales de la Revolución. Creía firmemente que Francia era la nación más importante de todo el continente y que, por tanto, sus ideales debían ser impuestos en todas las demás naciones.

Desde finales de 1807 tropas francesas habían penetrado en España mediante un acuerdo secreto firmado con el gobierno español por el cual los dos países se repartirían Portugal. Por ello, los españoles acogieron bien a los primeros regimientos del ejército imperial, pues creían que acudían en apoyo de Fernando VII, a quien el pueblo deseaba, y para defender a España de una posible invasión inglesa, que algunos creían que se iba a producir tras el terrible desastre de la batalla de Trafalgar. En esos momentos, la presencia de los primeros contingentes de tropas francesas sólo había despertado entre los españoles una cierta curiosidad.

Pero el pueblo de Madrid pronto se desengañó. Los soldados y los oficiales franceses no se comportaban como amigos y aliados, sino como dueños del país que los había acogido. Paseaban ufanos, como pavos reales, embutidos en sus vistosos uniformes repletos de entorchados, cordones dorados y jarreteras, trataban a los españoles como a inferiores, dirigiéndose a ellos con desprecio, y miraban a sus mujeres con una lascivia que irritaba sobremanera a sus maridos, padres y hermanos.

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El mariscal Murat, comandante en jefe de las fuerzas francesas en España, había ordenado que el infante don Francisco de Paula, uno de los pocos miembros de la familia real que quedaban en Madrid, fuera sacado del Palacio Real y llevado a Francia con el resto de su familia. Cientos de personas, alentados por los agentes del infante don Antonio, uno de los tíos de Fernando VII, que había quedado al frente de la Junta de Gobierno en Madrid al salir el rey hacia Bayona, se concentraron a las puertas de Palacio para evitar el rapto de don Francisco.

Las tortuosas y polvorientas calles de Madrid eran un verdadero torbellino de gente que iba de un lado para otro demandando noticias. Entre tanto, Murat ordenó el despliegue de varios regimientos para controlar los accesos a la ciudad. El mariscal francés fue informado por uno de sus agentes de que la multitud había entrado en el Palacio Real y de que apenas había soldados en esa zona para contener la revuelta. Murat ordenó al general Lagrange que acudiera allí con un batallón de fusileros para restablecer el orden.

Lagrange llegó a la plaza de Palacio al frente de sus hombres y, tras dirigir su despliegue, ordenó a gritos a los allí congregados que se disolvieran de inmediato.

—¿Alguien manda aquí? —preguntó el general francés en un perfecto castellano, aunque con un marcado acento nasal.

—¡El pueblo! —gritó una voz anónima.

—¿No hay ningún responsable de este altercado? —insistió Lagrange.

—¡El pueblo de Madrid! —gritó otra voz.

—El emperador desea lo mejor para España y para los españoles. Disolved pacíficamente esta algarada y regresad a vuestras casas.

—¡Marchaos vosotros, gabachos! —se oyó entre la multitud.

—¡Fuera, fuera! —corearon centenares de voces.

Lagrange llamó a uno de sus oficiales y le ordenó que se dirigiera de inmediato al cuartel más próximo para solicitar el apoyo de más soldados y de algunas piezas de artillería.

Entre tanto, intentó calmar a la masa enfebrecida que gritaba consignas en contra de Napoleón, de los franceses y de su Revolución, demandando el regreso de Fernando VII, aclamado con el apodo de «El Deseado».

Los ánimos de los manifestantes se fueron excitando más conforme Lagrange intentaba apaciguarlos, y algunos empezaron a zarandear al general y a los soldados del batallón de fusileros, que iniciaron el repliegue hacia la plaza de la armería de Palacio, temerosos de lo que se les venía encima.

Lagrange ordenó a sus hombres que formaran en tres filas en fondo y que apuntaran sus fusiles contra los madrileños. Aquella maniobra retuvo a los amotinados por unos momentos. Desde Palacio acudió un pelotón de la guardia real española que contuvo a los alborotadores. El oficial que los mandaba se interpuso entre los franceses y los madrileños, uno de los cuales llevaba en la mano una gruesa soga en la que había hecho un nudo con la que aseguraba iba a ahorcar al general francés.

—Acabemos con ellos —dijo el que portaba la soga.

—Sí, hagámoslo aquí mismo y ahora —añadió otro.

—¡Quietos, quietos! —ordenó el oficial español de la guardia real—. No estamos en guerra con Francia. Mientras nuestro Gobierno no ordene lo contrario, los franceses son nuestros aliados.

—¿Ah, sí? En ese caso, ¿por qué se llevan a la familia real fuera de España? ¿Por qué mantienen prisionero a nuestro rey don Fernando? —preguntó irritado el de la soga.

—No está prisionero —intervino Lagrange—. Su majestad don Fernando es un invitado de honor del emperador. Están tratando de llegar a un acuerdo para derrotar a nuestro enemigo común, Inglaterra.

—¡Eso es mentira! —gritó alguien—. Acabemos con todos los gabachos de una vez, que sepan cómo las gasta el pueblo de Madrid cuando se le ofende.

La multitud cargó contra los franceses, y el general Lagrange ordenó a su compañía de fusileros que disparara sobre la gente; tumbaron a algunos, pero eran demasiados como para detenerlos. Varios soldados franceses fueron muertos a cuchilladas arrollados por la avalancha de los madrileños. Cuando Lagrange se temía lo peor, oyó el estallido de un cañón a espaldas de la muchedumbre que los acosaba. Una docena de personas cayeron al suelo abatidas por el fuego de artillería que un batallón de granaderos había abierto tras ellos.

Enterado Murat de la crítica situación de Lagrange, había enviado varias piezas de artillería ligera con la orden de disparar sobre los madrileños sin previo aviso. Envalentonado por la confusión que cundía entre sus acosadores, Lagrange ordenó a sus fusileros disparar a discreción. Cogidos entre dos fuegos, los excitados madrileños se dispersaron gritando aterrorizados por la red de callejuelas que se extendía al otro lado de la plaza, frente al Palacio Real. Varias decenas de cadáveres quedaron abatidos sobre densos charcos de sangre por el suelo de la plaza, confundidos con numerosos heridos que gemían de dolor y de rabia.

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La noticia de la terrible masacre en la plaza de Palacio se extendió deprisa por todos los barrios de la capital de España. Y de manera espontánea, sin que ninguna autoridad dictase normas o dirigiese la revuelta, el pueblo de Madrid levantó barricadas con cuantos materiales encontró a mano, buscó armas en los cuarteles y se enfrentó a las experimentadas tropas del emperador de los franceses.

Fueron muchos los madrileños que se dirigieron a los cuarteles del ejército español en demanda de armas y de dirección militar, pero en todos ellos fueron rechazados alegando que tenían órdenes estrictas del Gobierno de mantenerse acuartelados; incluso la guardia de corps, a la que se consideraba la élite del ejército, rehusó sumarse a la revuelta popular.

Por el contrario, no salieron a la calle los nobles y los burgueses, que se habían parapetado desde primeras horas de la mañana en sus palacetes y en sus confortables viviendas, mientras el pueblo defendía en Madrid su independencia. Las lujosas mansiones de los potentados tenían sus puertas y balcones firmemente sellados, y ninguno de los nobles se dejó ver por las calles, en las que hervía la rebelión contra los franceses.

Unos cuantos artesanos acudieron al cuartel de la guardia de corps en demanda de armas y de ayuda. Su sorpresa fue enorme cuando el brigadier que mandaba el acuartelamiento les dijo que había que colaborar con los soldados franceses porque así lo ordenaba su majestad el rey y porque eso era lo mejor para España.

Casi desarmado y sin dirección política ni militar, el pueblo de Madrid aguantó en las barricadas enarbolando picas, cuchillos y hachas. Entre los patriotas corrió un hilo de esperanza cuando se supo que dos capitanes, llamados Daoiz y Velarde, y un teniente, Ruiz, se habían unido al levantamiento popular y habían sacado a la calle varios cañones del parque de artillería de Hortaleza.

Por todo Madrid la gente del pueblo gritaba «¡independencia, independencia!», mientras ni una sola de las autoridades ni un alto cargo del ejército acudían para ponerse al frente de la insurrección.

«¡Malditos cobardes!, ¿dónde están los generales, dónde están nuestros soldados?, ¿dónde toda esa panda de nobles recamados que se pavonean embutidos en sus levitas de seda y en sus casacas de fieltro?», demandaban desesperados los hombres parapetados en las trincheras levantadas en las principales encrucijadas de la capital.

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Murat estaba siendo informado paso a paso del levantamiento popular en la ciudad que gobernaba en nombre del emperador.

—¿Y el ejército español? —preguntó el mariscal a uno de sus ayudantes.

—Está actuando como habíamos previsto. Ninguno de los generales de la plaza de Madrid se ha puesto al frente de la revuelta, y todos los cuarteles permanecen tranquilos, a excepción del que llaman de Hortaleza, donde unos oficiales, unos cuantos soldados y un grupo de paisanos han sacado un cañón a la calle. Pero no son peligrosos; la guardia de corps, su única unidad organizada y operativa, está de nuestro lado, y todos los dirigentes, nobles, propietarios y ricos hacendados permanecen en sus casas en espera de acontecimientos. En cuanto despleguemos la caballería, se limitarán a contemplar por las ventanas cómo acabamos con esa chusma, a la que odian y temen mucho más que a nosotros.

Murat se caló su gorro de piel y se estiró la casaca.

—Bien, pues pongamos fin a esto enseguida. Tenemos que vengar a nuestros soldados muertos a las puertas de Palacio.

El mariscal de campo ordenó el despliegue de todos los efectivos franceses acantonados en Madrid, la toma de todas las entradas de la capital y de todos los puentes y que los treinta mil soldados que aguardaban acampados en las afueras entraran en la ciudad y acabaran sin contemplaciones con cuantos se interpusieran en su camino.

Durante todo el día 2 de mayo se luchó calle a calle, plaza a plaza, en una pelea absolutamente desproporcionada. Frente a la formidable maquinaria de guerra del ejército napoleónico, con tropas integradas por veteranos curtidos en los campos de batalla de media Europa, bien equipados y con instrucciones concretas y precisas, y además dotadas de la mejor artillería de su tiempo, el pueblo de Madrid sólo pudo enfrentar unos cuantos mosquetes sin apenas munición, cuchillos, navajas y hachas, y valor y coraje.

Los regimientos franceses se desplegaron por las calles de la capital de España perfectamente organizados; primero, las baterías de artillería barrieron a cañonazos las endebles barricadas levantadas a toda prisa y sin demasiada capacidad de resistencia; después, avanzó la infantería disparando salvas de mosquetes que diezmaron a la multitud amotinada, y finalmente cargó la caballería con dos regimientos de mamelucos al frente, acabando la tarea a golpe de sus temibles sables curvos.

Pese a la superioridad francesa, el pueblo de Madrid se defendió con enorme encono y libró sangrientos combates en el centro mismo de la villa. La Puerta del Sol fue una de las últimas posiciones en caer; allí, los madrileños aguantaron hasta que varias precisas andanadas de la artillería imperial acabaron por minar la resistencia.

Al anochecer del 2 de mayo todavía continuaban los combates en algunos puntos de Madrid. Sólo entonces se reunió en sesión urgente y extraordinaria la Junta Suprema de gobierno, que encarnaba la autoridad de la nación en ausencia del rey. El debate fue muy acalorado, y aun cuando hubo quienes exigieron que se declarara de inmediato la guerra a Francia, uno de sus componentes puso sobre la mesa la desigual composición de los ejércitos de los dos países en preparación y armamento.

—Señores —dijo uno de los miembros de la Junta—, el ejército francés desplegado en España supera en número de efectivos al español. Nosotros disponemos de apenas cien mil hombres, y de ellos ni siquiera la mitad tiene la instrucción suficiente como para combatir en una batalla. Los franceses han desplegado en nuestro país unos ciento diez mil soldados y podrían desplazar otros cien mil en menos de una semana. Y no es preciso que les recuerde que la mayoría son veteranos de las grandes batallas ganadas por Napoleón en Europa. Por no hablar de la artillería, muy superior en número, calidad, potencia de fuego y preparación de sus artilleros. Una guerra contra Francia sería nuestra tumba.

En el exterior se apagaban los últimos brotes de la resistencia, machacados por las tropas de Murat, quien había ordenado acabar con la revuelta sin ninguna contemplación. Daoiz, Velarde y Ruiz, los únicos oficiales del ejército español que se habían situado al lado del pueblo, ya habían sido abatidos por la artillería francesa.

Con las últimas luces del día, Murat dictó un bando en el que prometía perdonar y respetar a todos cuantos habían participado en la revuelta si se restablecía de inmediato la paz y la normalidad en las calles de Madrid. Los madrileños, cansados tras tantas horas de muerte y a la vista de que las autoridades civiles y militares españolas no se alzaban con ellos, inermes y desbaratados, capitularon. En las esquinas donde horas antes se había luchado palmo a palmo fueron entregadas las pocas armas que quedaban en manos del pueblo.

El coronel del regimiento de caballería de los mamelucos dio cuenta a Murat del resultado de la batalla en las calles de Madrid: habían muerto treinta y un soldados franceses y ciento catorce habían resultados heridos; los españoles muertos eran varios centenares, casi medio millar, además de otros tantos heridos.

—Haced una lista con los nombres de los cabecillas de la rebelión, que sean capturados y encerrados. Mañana los ejecutaremos a todos; hay que darle un buen escarmiento a esa gentuza —dijo Murat.

—Señor, en esta revuelta no ha habido cabecillas. Ha sido un estallido espontáneo, sin dirigentes —adujo el ayudante del mariscal.

—En ese caso, ejecutaremos a todos los que hayan participado en la rebelión.

—Han sido muchos, mariscal.

—Pues espero que dispongamos de suficientes balas para todos.

Murat no cumplió su promesa de respetar la vida de los que capitularon, pero sí su amenaza de ejecutarlos. Esa misma noche fueron encerrados muchos de los que habían luchado en las barricadas de Madrid. Al día siguiente, el 3 de mayo, varios centenares de personas fueron fusiladas en la finca de la Moncloa, en la montaña del Príncipe Pío. Ese mismo día, la joven Manuela Malasaña, asesinada durante la revuelta, se convirtió en leyenda.

Francisco de Goya, el pintor de la Corte, lo vio todo.

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