¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo VII

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Capítulo VII

Al amanecer del 25 de mayo todos los agentes de la causa de Palafox estaban listos para actuar. Desde primera hora de la mañana las consignas corrían de boca en boca y se pasaban mensajes para que acudieran a concentrarse en El Portillo y en la puerta Quemada.

Faria dio la orden de comenzar el alzamiento popular, y el sargento Morales se encargó de transmitirlo directamente. Centenares de personas se concentraron para gritar las consignas que había dictado Faria. Algunos exaltados añadían por su cuenta otras más duras, como «¡muerte a los franceses!» o «¡guerra al tirano Napoleón!». No faltaban quienes habían colocado en sus gorros o en sus solapas escarapelas rojas, el mismo símbolo que habían utilizado los revolucionarios franceses.

A media mañana, toda Zaragoza era un clamor en favor del regreso del rey Fernando VII y por la independencia de España.

—Bien, hemos ocupado la calle, y el ejército, como estaba previsto, no ha reaccionado. Es hora de ir por Palafox. Que lo reclame la gente, que grite su nombre —ordenó Faria a los cabecillas de la revuelta.

Mientras la multitud ocupaba las calles y las plazas, una comisión integrada por Francisco de Faria, Anselmo Marín, Jorge Ibor, Roque Saganta y algunos otros tomó unos caballos y galopó hacia La Alfranca.

Allí, Palafox paseaba nervioso por los alrededores de la casona de campo del marqués de Ayerbe. Un mensajero enviado por Faria un par de horas antes le había comunicado que la rebelión en las calles de Zaragoza había estallado y que todo parecía ir bien.

En ese instante, uno de los guardias apostados en el camino de La Alfranca a Pastriz llegó al galope gritando como un poseso.

—¡General, mi general!

—¿Qué ocurre? —demandó Palafox.

—Se acerca una partida de jinetes. Los encabeza un militar. Va vestido con una casaca azul y un pantalón blanco.

—¿Un militar? ¡Dios Santo!, hemos fracasado —supuso Palafox—. ¿Estás seguro de que era un militar?

—Sí, mi general, seguro, he visto su uniforme —asentó el guardia.

Pocos instantes después aparecieron los jinetes tras el último recodo del camino, enfilando la larga recta que daba acceso a la finca.

Palafox advirtió entonces que, en efecto, era un oficial el que encabezaba la comitiva.

—Bueno —murmuró—, parece que nuestra aventura ha acabado antes de comenzar.

El brigadier de la guardia de corps estaba convencido de que se trataba de un destacamento enviado por Guillelmi para detenerlo; sólo así podía entenderse que fuera un oficial quien encabezara a aquellos jinetes.

Sin embargo, cuando estuvieron lo suficientemente cerca como para verlo con claridad, Palafox respiró aliviado. El hombre que dirigía la partida era el coronel Faria, que se había vestido con el uniforme reglamentario para la ocasión.

Cuando llegó ante Palafox, el conde de Castuera desmontó de un ágil salto y se cuadró ante el brigadier.

—Mi general, Zaragoza se ha rebelado contra el dominio francés. El pueblo reclama su presencia en la ciudad para ponerle al frente de las tropas.

Palafox devolvió el saludo militar al coronel, le dio la mano y después se acercó a saludar uno a uno a los que acompañaban a Faria.

—Coronel, señores, les felicito por su valor y su eficacia, y espero que España sepa recompensarles alguna vez por lo que están haciendo.

—El pueblo de Zaragoza lo reclama, general —insistió Jorge Ibor.

—En ese caso, no le hagamos esperar.

José de Palafox pidió su casaca azul de brigadier y un criado la llevó de inmediato. Dio órdenes para que recogieran todas sus cosas y las cargaran en una carreta. Sin esperar nada más, y tras permitir que los recién llegados descansaran un poco y bebieran y comieran para reponerse, subió a lomos de su caballo y dio la orden de cabalgar hacia Zaragoza.

• • •

Faria ordenó a dos de los miembros de la comitiva que se adelantaran para anunciar a los zaragozanos que el general Palafox estaba a punto de entrar en la ciudad por el puente de Piedra y pedir que acudieran allí con cuanta gente pudieran reclutar para recibirlo. Una considerable multitud se arremolinó en el Arrabal, en el puente y en la puerta del Ángel para presenciar la entrada de Palafox, a quien aclamaban como caudillo de Aragón.

El general saludaba con el brazo en alto desde su caballo y correspondía a los vítores de la gente agitando su gorro en la mano.

La comitiva se dirigió directamente hasta la sede de la Capitanía General, en el antiguo palacio de los condes de Luna, en la esquina de la calle del Coso con la calle del Mercado, donde el general Guillelmi permanecía detenido por un grupo de afectos a Palafox y sin capacidad de reacción, destituido para dictar órdenes, que ninguno de los oficiales a su mando hubiera cumplido.

Ante las puertas de Capitanía, Palafox y Faria descendieron de sus monturas entre aclamaciones y vítores de la multitud. Entraron en el edificio sin que los soldados de la guardia hicieran el menor movimiento para detenerlos y se presentaron en la antesala del despacho donde habían llevado al general Guillelmi. Un teniente coronel se interpuso ante ellos.

—El general lo espera, brigadier.

—En ese caso, teniente coronel, dígale que estamos aquí —repuso Palafox.

Durante unos instantes la tensión fue enorme, pues el teniente coronel parecía dispuesto a desobedecer a Palafox. Faria se mantuvo alerta y posó la mano en la empuñadura de su espada.

—Gracias, teniente coronel, gracias. ¿Qué le trae por aquí, brigadier? —preguntó Guillelmi, a quien por indicación de Palafox acababan de desatar las manos.

—Mi deber —repuso con contundencia Palafox.

—¿Desde cuándo es su deber rebelarse contra un superior?

—Desde que está en peligro la independencia y la libertad de la patria. Voy a decretar el estado de guerra contra los franceses —dijo Palafox.

—¿En el nombre de quién? —demandó Guillelmi.

—En el del pueblo de Zaragoza, y en el de España.

—No reconozco otra autoridad que…

—¡Coronel!, llévese de aquí al general Guillelmi en el nombre del pueblo de Zaragoza y en el de su majestad don Fernando VII —ordenó Palafox, interrumpiendo al destituido capitán general.

Faria avanzó unos pasos ante el teniente coronel, que se hizo a un lado, y dijo:

—General, va a ser procesado.

—¿De qué se me acusa? —preguntó.

—De conspiración y traición a la patria, por supuesto —sentenció Palafox.

—Coronel, le ordeno que…

—Lo siento, general, ya no tiene usted autoridad para ordenar nada —zanjó Faria.

En la calle, la multitud clamaba contra Guillelmi. Cuando Palafox se asomó al balcón principal del palacio, sobre la enorme portada flanqueada por dos esculturas que representaban a sendos gigantes empuñando mazas, la muchedumbre estalló en vítores a su caudillo. Palafox apareció solo, demostrando así a los zaragozanos que él era el jefe supremo de la rebelión popular; poco después, conforme descendió el griterío, se incorporaron al balcón Faria, Ibor, Marín y los demás cabecillas. Antes de comenzar a hablar, el brigadier pidió calma agitando sus brazos.

—¡¡Tranquilos, amigos, tranquilos!! —gritó cuanto pudo—. El general Guillelmi ha sido detenido y depuesto del mando en esta plaza. Será encarcelado en la Aljafería hasta que el gobierno legítimo que se constituya en España decida qué hacer con él. He decretado el cese de todas las autoridades españolas en la ciudad que hayan colaborado con los franceses, y han sido sustituidas provisionalmente por fieles patriotas.

En la esquina de la calle del Coso con la calle del Mercado se había concentrado una enorme multitud que colapsaba toda la vía y sus aledaños. En la ciudad se sabía que la rebelión había triunfado y que el general Palafox estaba al frente de los insurgentes. Poco a poco se fue haciendo el silencio, hasta que Palafox pudo hablar de nuevo.

—¡Zaragozanos, aragoneses!, ha llegado el momento de luchar por la dignidad de la nación española. El ejército francés ha ocupado Madrid, ha secuestrado a nuestro rey y ha mancillado el orgullo de todos los españoles. El pérfido Napoleón está tramando un plan para incorporar España a su imperio y someter a los españoles a una terrible tiranía. No podemos consentirlo.

»Con la ayuda de la Virgen del Pilar, patrona y protectora de nuestra tierra, venceremos a los franceses y los obligaremos a regresar al otro lado de los Pirineos. Os pido a todos y a cada uno de vosotros que empuñéis el fusil para defender a nuestro rey y a nuestra patria. Zaragoza es hoy, más que nunca, el corazón de España.

»¡Zaragozanos, aragoneses!, por nuestra independencia, gritad conmigo: ¡Viva la Virgen del Pilar!, ¡viva nuestro rey Fernando VII!

—¡Viva! —corearon todos los presentes, como si de una sola voz se tratara.

Palafox llamó a Faria.

—Coronel, ordene que mañana se repartan armas y municiones a todos los hombres; don Jorge Ibor le dirá quiénes serán los responsables de cada sección.

—Sí, mi general.

—Y ahora, disponga la guardia y todo el mundo a descansar. La jornada ha ido muy dura.

• • •

Por la mañana, la Junta de defensa proclamó a Palafox capitán general de Aragón. Para ocupar el cargo se habían barajado otros nombres, pues algunos liberales recelaban del talante del hermano del marqués de Lazan, perteneciente a una de la familias de más abolengo y más conservadoras de la nobleza aragonesa. Depuesto Guillelmi, quedaba en Zaragoza otro militar de mayor graduación que Palafox, el general Mori, pero fue rechazado debido a que era extranjero. No obstante, fue el propio Mori quien entregó el bastón de mando a Palafox.

El siguiente paso del plan diseñado por Faria consistía en hacerse con el control municipal. El coronel de la guardia de corps ordenó a sus agentes que incitaran a los zaragozanos a concentrarse ante el ayuntamiento, cuyos miembros se habían reunido por la tarde en sesión plenaria para evaluar la situación.

La plaza de la catedral del Salvador, en cuyo lado norte se alzaba la casa consistorial, conocida popularmente como Las Casas del Puente, estaba llena. La multitud no cesaba de aclamar a Palafox y de solicitar a los munícipes que concedieran todo el poder de la ciudad al nuevo capitán general.

Los miembros del concejo no podían hacer otra cosa y, rodeados por una masa enardecida, aprobaron en el pleno del consistorio que el poder municipal recayera en la persona de Palafox, quien reunía así la plenitud de la autoridad de Zaragoza.

El alcalde lo anunció solemnemente entre el entusiasmo de la gente, que acompañó a una delegación del ayuntamiento hasta la casa de Palafox. El general aguardaba paciente en su domicilio la decisión rodeado de sus más directos colaboradores.

Al declinar la jornada del 23 de mayo de 1808, el general Palafox era jefe supremo de Zaragoza, gozaba de la adhesión popular y había dictado ya varias decenas de decretos ordenando la movilización general, la entrega de armas al pueblo y diversos nombramientos, entre los que destacaban el del coronel Faria como jefe de su Estado Mayor y el de Jorge Ibor como capitán de la recién creada compañía de escopeteros del Arrabal, integrada casi en su totalidad por labradores. Esta compañía fue de inmediato asignada como guardia personal de Palafox.

Cuando se retiró la comisión del ayuntamiento, a la que el general había pedido que eligiera una Junta para tratar directamente con ellos los asuntos concernientes a la ciudad, Palafox convocó a Faria, Francisco Marín y Jorge Ibor para evaluar lo sucedido.

—Señores, hemos logrado hacernos con el control de la situación de una manera mucho más fácil y rápida de que lo que habíamos previsto. Coronel Faria… —el conde de Castuera había pedido la palabra.

—Mi general, por lo que sabemos, sólo algunos liberales han mostrado reticencias a su nombramiento, pero son muy pocos y apenas tienen influencia en la ciudad. Se trata de un grupo de afrancesados que suelen aparecer cuando la coyuntura está revuelta, pero éste no es ahora el caso; nuestros hombres dominan toda la ciudad. No obstante, habrá que estar atentos. Por si acaso, conocemos los nombres de todos ellos.

—Bien, Faria, bien. ¿Por lo demás…?

—Hemos enviado mensajeros a las principales ciudades de Aragón para que se sumen al alzamiento contra los franceses —informó Ibor—. Todavía no hemos recibido respuestas, pero, por lo que parece, Teruel, Alcañiz, Daroca, Calatayud, Tarazona, Borja y Ejea se unirán a nosotros de inmediato; en cuanto a Huesca, Jaca y Barbastro… bueno, están más cerca de Francia y eso puede causar cierta inquietud en sus poblaciones. No obstante, son aragoneses de pura cepa y no creo que acepten el dominio francés.

—¿Y qué sabemos del resto de España? —preguntó Palafox a Marín.

—Hemos enviado su nombramiento como capitán general de Aragón para que sea ratificado mediante una real orden por la Junta Central de defensa, que se ha constituido en Aranjuez al estar Madrid en manos de los franceses.

»Hace un par de horas ha llegado desde Toledo un correo con un informe sobre la situación del ejército español. Éste es:

El ejército dispone de un total de ochenta y siete mil doscientos soldados de infantería, dieciséis mil seiscientos de caballería, siete mil artilleros y mil doscientos ingenieros; a ello hay que añadir la guardia real, integrada por los guardias de corps, los alabarderos y los carabineros reales; en total, algo más de ciento diez mil hombres. Las reservas se elevan a algo más de treinta y dos mil soldados, agrupados en cuarenta y tres regimientos provinciales.

—Sí, esas cifras son las que conocí hace meses en Madrid, pero son un tanto engañosas: la mitad de esas tropas no son operativas, una tercera parte carece de la más mínima instrucción y cuatro de cada cinco soldados no sabrían qué hacer en una batalla.

»Yo mismo lo comprobé, bien a mi pesar, en Trafalgar. Los artilleros ingleses conocían perfectamente su cometido, mientras que los españoles tardaban mucho más tiempo en cargar los cañones y en disparar con eficacia. En nuestro ejército falta mucha instrucción.

—Pues habrá que ponerse manos a la obra de inmediato, no creo que Napoleón nos deje tranquilos demasiado tiempo.

—General —intervino Faria—, como bien sabe usted, nuestro país recluta a sus soldados por quintas; cada año que son requeridos se incorporan a filas uno por cada cinco jóvenes. Eso significa que, con el sistema actual, apenas podríamos llegar a los ciento treinta mil soldados este año. Napoleón es capaz de movilizar medio millón y sólo para destinarlos a España, y, además, muchos de ellos dotados de una enorme experiencia en combate y con un armamento y equipamiento muy superior.

—Bueno, trataremos de paliar nuestra inferioridad en armamento y en número de soldados con buenas dosis de valor y de arrojo.

»Y ahora, señores, a trabajar.

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