¡Independencia!

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Primera parte » Capítulo XV

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Capítulo XV

La mañana del 20 de julio, Ricardo Marín, el dueño de la posada donde se alojaba Faria, había despertado al coronel para decirle que esa madrugada uno de sus criados, al pasar por una taberna camino del trabajo, había oído una conversación en la que varios militares, civiles y eclesiásticos discutían sobre la situación en la ciudad. Amparado por la oscuridad, el criado había prestado atención a lo que decían los allí reunidos y había oído con nitidez que la mayoría estaba dispuesta a rendirse a los franceses.

Faria y Marín se dirigieron a Capitanía y se lo contaron a Palafox.

—¿Pudo su criado identificar a esos traidores, don Ricardo?

—No, mi general, pero conozco al dueño de esa taberna; es un tipo que vendería a su propia madre por un puñado de reales.

—Vaya a detenerlo, coronel, y tráigalo aquí inmediatamente.

Apenas media hora después, el tabernero estaba sentado en una de las salas de Capitanía, en presencia de Faria, Ricardo Marín y el sargento Morales, que había acompañado a Faria para arrestar al tabernero.

—Y bien, ¿quiénes son los que pretendían rendirse a los franceses y entregar la ciudad? Vamos, los nombres —le exigió Faria.

—No sé de qué me está hablando, señoría —dijo el tabernero, intentando poner cara de lelo.

Faria insistió varias veces en el interrogatorio, pero el tabernero lo negaba todo.

—¿Me permite, coronel? —intervino Morales, que se había mantenido tras Faria y junto a Ricardo Marín.

El conde de Castuera asintió con la cabeza y se hizo a un lado. El puño de Morales, grande y fuerte como una maza, impactó contra la cara de tonto del tabernero, que salió despedido contra la pared como si acabara de recibir una coz de mula.

—El sargento Morales suele emplear argumentos menos sutiles que los míos, pero ya ha comprobado que son mucho más contundentes —dijo Faria, inclinándose sobre el rostro del tabernero, que yacía tumefacto recostado contra la pared.

—Le preguntaré una vez más, pero sólo una vez más: ¿quiénes estaban esta mañana con usted?

El tabernero cantó de seguido los nombres de todos los presentes en la reunión.

—¿Los conoce usted, don Ricardo?

—A todos no, pero con sus nombres es suficiente.

Faria ordenó al ayudante de campo de Palafox que le hiciera llegar una nota.

—Su excelencia está reunido con la Junta de defensa —le informó el teniente coronel.

—Como si está con el mismo rey. Vamos, pásele esta nota.

El edecán cogió el papel de manos de Faria y entró en la sala. Palafox desplegó la nota de Faria y dijo:

—Señores, entre nosotros hay algunos cobardes que están tramando un plan para rendir la ciudad a Napoleón. Afortunadamente, hemos sabido a tiempo de sus intenciones y quedarán a buen recaudo.

Todos los que pretendían la entrega de la ciudad fueron apresados y encarcelados acusados de traición. Nadie criticó la orden de Palafox, ni siquiera Faria, a pesar de ser consciente de la incompetencia de la mayoría de los oficiales, de la escasa preparación de las tropas y de la desavenencia existente entre algunos mandos militares; y de que, además, con semejante desbarajuste los franceses no tardarían mucho tiempo en conquistar Zaragoza.

—¿Me permite que le haga una observación, mi coronel? —preguntó el sargento Morales a Faria.

—Adelante, sargento.

—Señor, esta gente no está en condiciones de resistir mucho más tiempo a un ataque francés. La mayoría de la población se está comportando con una heroicidad épica, pero no existe orden ni coordinación entre nosotros. La gente va y viene de un lado para otro atendiendo a rumores y a chismorreos.

—Esta gente es magnífica, sargento. Usted mismo ha sido testigo de cómo han combatido para defender su ciudad. ¿Qué otra cosa les podemos pedir?

—Me refiero a nosotros, coronel, a los soldados de verdad.

—Debemos obedecer a nuestros superiores, sargento; fue usted quien me enseñó esto mismo el primer día que entré a formar parte de los guardias de corps.

—Por supuesto, mi coronel, pero alguien debería decir a los miembros de la Junta de defensa que es necesaria una mayor dedicación a la coordinación de esfuerzos. Hay baterías que no pueden disparar por falta de munición o de personal y otras en cambio andan sobradas de ambas cosas.

Faria sabía que Morales tenía razón y que el milagro que esperaba Palafox no podía salvar Zaragoza de la conquista francesa si antes no se organizaba bien la defensa.

A mediados de julio, unos soldados llegados de Andalucía habían informado a Palafox de que los franceses habían derrotado en Medina de Río Seco a los españoles y que después habían violado a todas las monjas de un convento en plena iglesia, en una orgía de barbarie y lascivia. Sin embargo, los españoles habían reaccionado ante semejante afrenta, y el general Castaños había logrado reagrupar a un poderoso ejército en Andalucía y se dirigía hacia Despeñaperros con la intención de avanzar hacia Madrid. Castaños había enviado emisarios en todas direcciones con un mensaje claro y preciso: resistir a los franceses mientras fuera posible para lograr dividir y distraer sus fuerzas y poder iniciar una maniobra de recuperación del territorio perdido desde el sur hacia el norte. Castaños había planeado una gran batalla en los alrededores de Bailen; si resultaba victorioso, esperaba seguir progresando hacia Madrid para liberar la capital del reino de las manos de los franceses. Pedía sacrificio y lucha a todos los que tuvieran fuerza suficiente para poder sostener un fusil en las manos.

Tal como había previsto el general Castaños, la gran batalla tuvo lugar en Bailen, el 19 de julio. Castaños había organizado su ejército para evitar a toda costa la ocupación de Andalucía por las tropas del mariscal Dupont, pues el alto mando del ejército español era consciente de que la caída de Andalucía supondría el fin de la independencia de España.

La batalla de Bailen fue un desastre para el ejército francés. La superioridad que hasta entonces habían demostrado los imperiales provocó que el confiado Dupont lanzara al primero de sus tres cuerpos de ejército contra el frente español, sin esperar la llegada de los otros dos, que se mantuvieron en la retaguardia. En pleno desconcierto táctico, Dupont fue derrotado con cierta facilidad y los otros dos cuerpos de ejército, absolutamente desorientados, acabaron rindiéndose.

La capitulación de los franceses se firmó el día 22. Las orgullosas legiones imperiales que habían vencido a austriacos y prusianos en los campos de Austerlitz y de Friedland depusieron sus estandartes ante los sorprendidos españoles, que todavía se preguntaban tres días después de la victoria cómo se había producido semejante desenlace. En Bailen se acababa de consumar la primera gran derrota de un ejército imperial francés y con ella fueron capturados casi dieciocho mil soldados.

En aquellos días del verano de 1808, el emperador estaba recibiendo homenajes y distinciones de media Europa. Los profesores de la Universidad de Leipzig habían acordado en un claustro que las tres estrellas del cinturón de la constelación de Orion recibieran el nombre de «Estrellas de Napoleón». Todo parecía despejado para el corso, quien ya se veía como soberano único de una Europa unida bajo la tutela de Francia. Pero cuando se enteró de la derrota de Bailen, estalló de cólera; era la primera vez que las águilas imperiales sucumbían en un combate en tierra firme.

• • •

En Zaragoza la situación empeoraba conforme los franceses iban apretando el cerco, pero el calendario religioso seguía rigiendo el ritmo vital de la ciudad incluso en pleno asedio. Faria estuvo a punto de desesperarse cuando Palafox le comunicó de manera solemne que los trabajos de fortificación se interrumpirían durante todo el día 25 de julio para que los zaragozanos pudieran celebrar la fiesta del apóstol Santiago.

—Santiago es un santo muy querido por los zaragozanos. Este apóstol vino en persona a predicar el Evangelio a nuestra ciudad, y aquí fue donde se le apareció la Virgen para ordenarle que construyera un gran templo en su honor —explicó Palafox a Faria, al contemplar la cara de asombro que había puesto el conde de Castuera cuando recibió la orden de interrumpir todos los trabajos ese día.

—Mi general, no podemos rebajar la guardia ni detener las obras de defensa ni un solo momento, los franceses… —intentó decir Faria.

—Los franceses no atacarán el día de Santiago, de eso se encarga el apóstol en persona.

Faria se cuadró ante Palafox y salió del despacho en busca de Morales.

—¡Sargento! —lo llamó.

—Coronel.

—Trasmítale a Sangenís la orden del capitán general don José de Palafox de que mañana, 25 de julio de 1808, todos los trabajos de fortificación y defensa de la ciudad quedarán suspendidos a fin de que los zaragozanos puedan celebrar la fiesta con el respeto debido al apóstol Santiago.

—¿Señor…? —preguntó extrañado Morales.

—Hágalo de manera inmediata.

—No sé si he entendido bien, mi coronel.

—Perfectamente, sargento; creo que he hablado muy claro.

Morales se cuadró.

—¡A la orden, mi coronel!

Apenas una hora después de que Morales saliera en busca de Sangenís, el jefe de ingenieros entró en el despacho de Faria.

—¿Da su permiso, mi coronel?

—Pase, Sangenís, pase.

—Señor, la orden que me ha transmitido el sargento primero…

—Es correcta. Mañana quedarán interrumpidos todos los trabajos.

—¿Alguien se ha vuelto loco, señor?

—Modere sus expresiones, Sangenís, está usted hablando con un superior. Y limítese a cumplir las órdenes.

—Sí, mi coronel.

Sangenís se retiró confuso.

—¡Sargento! —gritó Faria.

Morales entró en el despacho.

—Coronel…

—Comunique a los comandantes de los puestos de artillería en la línea del frente que mañana se mantengan atentos, mucho más que de costumbre.

—¿Y la fiesta de Santiago, coronel?

—El apóstol lo entenderá.

El caluroso día de Santiago transcurrió entre procesiones, misas y oraciones al santo apóstol para que librara a Zaragoza de los franceses. Por las calles, los fieles devotos cantaban canciones patrióticas y estribillos en contra del «rey intruso», como la gente empezaba a denominar a José I. En algunas coplas al hermano de Napoleón se le llamaba «José Postrero» o «José Ninguno», y en canciones satíricas se le nombraba con apodos como «Pepe Pepino», «Pepillo» y «Pipote». Aunque el mote que más caló entre los zaragozanos fue uno que trajeron unos comerciantes que habían podido huir de Madrid: «Pepe Botella». Con este mote se hacía alusión a la presunta afición a la bebida de José I, al que la propaganda de la resistencia había convertido en un borracho pese a que era abstemio.

Borracho, malvado, tuerto, debido esto último a que usaba monóculo y al mirar a su través cerraba el otro ojo, José I fue vilipendiado en cada uno de los romances que se compusieron en España para burla del hermano de Napoleón.

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