¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXIV

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Capítulo XXIV

Francisco de Faria, el sargento Morales y los dos guardias de escolta esperaban a don Francisco de Goya a la entrada de su casa de la puerta del Sol. Un tibio sol otoñal calentaba las solanas de las fachadas de la plaza, por la que comenzaban a deambular carreteros, verduleros, panaderos y gentes sin oficio que en cuanto despuntaba el día se lanzaban a las calles de Madrid en busca de cualquier cosa que llevarse a la boca.

Don Francisco bajó puntual, y con la ayuda de los dos guardias, sus criados cargaron el equipaje del pintor de la Corte en la parte posterior de una pequeña calesa.

—Conforme me hago viejo me apetece menos viajar —comentó Goya con cierta resignación.

—No se preocupe, don Francisco, viajaremos al ritmo que usted desee, el que le sea más cómodo —Faria tuvo que alzar la voz, ante la sordera cada vez más acusada de Goya.

La comitiva, con la recua de caballos y la calesa, partió hacia Zaragoza por la calle de Alcalá, en la que los dueños de comercios y mesones estaban abriendo sus puertas.

En la primera jornada de camino llegaron hasta Alcalá de Henares, donde se enteraron del terrible enfado que tenía Napoleón por la derrota de Bailen, por el fracaso del asedio de Zaragoza y por el abandono de Madrid de José Bonaparte y de las tropas de Murat.

En una gacetilla que hojearon en la posada donde iban a pasar la noche pudieron leer que Napoleón había decidido tomar en persona el mando del ejército francés en España. En esos días el emperador había alcanzado sus mayores cotas de gloria en Europa. Eran muchos los periodistas, historiadores y comentaristas, incluso de los países enemigos de Francia, que consideraban a Bonaparte uno de los tres más grandes jefe militares de la historia, al lado mismo de Alejandro Magno y Aníbal. Lo comparaban con el general cartaginés por la rápida conquista de Italia y con Alejandro por sus campañas en Egipto y en Asia. En algunos boletines era llamado «el capitán del siglo», y se le atribuía la cualidad de ser invencible en el campo de batalla.

Había organizado su ejército, la Grande Armée, tras estudiar diversas tácticas de guerra en los autores clásicos. La unidad básica de la infantería la constituía el batallón, integrado por unos seiscientos hombres. Cuatro batallones formaban un regimiento, mandado por un coronel, y dos o tres regimientos una brigada, al frente de la cual estaba un general brigadier. Dos o tres brigadas configuraban una división, mandada por un general. Por fin, tres o cuatro divisiones integraban un cuerpo de ejército, dirigido por un mariscal de campo. La caballería se estructuraba de forma parecida, pero en este caso la unidad básica la integraba un escuadrón formado por cien jinetes, y un regimiento constituido por cuatro escuadrones. Los soldados de caballería se dividían en lanceros, armados con largas picas y empleados en cargas frontales que requerían gran contundencia, dragones, equipados con sables, y húsares para maniobras más complejas y para las ocasiones en que se requería el combate cuerpo a cuerpo.

—Ese hombre es demasiado ambicioso; cuando conquiste toda Europa, si algún día lo logra, no tendrá bastante, y querrá más y más. Debe de ser uno de esos generales que cree haber nacido para redimir al mundo mediante su conquista —dijo Goya, en tanto esperaban que les sirvieran una sopa de carne para cenar.

—Yo conocí a Napoleón en Bayona hace unos meses. No tuve la oportunidad de estar con él mucho tiempo, pero lo observé durante las entrevistas que celebró con sus majestades don Carlos y don Fernando. En aquellos días pude hablar con algunos oficiales franceses de su entorno, y uno de ellos, un altivo coronel de húsares, me confesó que su emperador detestaba a España a causa de lo que él llamó «gobierno decadente y corrompido de los Borbones» y por el oscurantismo del clero —contó Faria.

—¡Vaya!, sólo por eso comienza a caerme algo mejor ese Napoleón —ironizó Goya.

—Ese coronel también me comentó que los franceses no querían dominar España, sino tan sólo introducir aquí las reformas sociales y administrativas y aplicar los logros revolucionarios que habían triunfado en Francia. Yo le contesté que eso jamás sería gratis, y que lo que en realidad pretendían los franceses era poner los recursos militares y económicos de España al servicio de Francia y de los desmesurados afanes de grandeza de su emperador.

—¿Y qué le respondió a usted ese coronel? —se interesó Goya.

—Se justificó diciendo que ésa era la única manera de que España se liberara de tantos siglos de Inquisición, retraso y oscurantismo y de que entrara al fin en la senda del progreso que marcaban Napoleón y Francia.

—¿Y qué piensa usted, Faria? —preguntó Goya.

—He luchado durante varias semanas junto a los defensores de Zaragoza contra los brutales ataques gabachos, y no me ha parecido que sus bombas y granadas trajeran el progreso; por el contrario, cada una de ellas causaba muerte y destrucción indiscriminadas.

—¿Preferiría usted el regreso de Fernando VII antes que un gobierno de José I Bonaparte? Si mi información es correcta, el hermano de Napoleón fue muy querido en el tiempo que estuvo sentado en el trono del reino de Nápoles.

—Sí, parece que los napolitanos apreciaron mucho su gobierno, pero los españoles somos diferentes. Yo juré lealtad a Carlos IV y después a Fernando VII; mi padre me enseñó que un noble español jamás debe empañar su nombre traicionando su palabra, pero todavía no sabemos cómo será gobernada España por don Fernando. Yo lo vi entrar en Madrid tras su proclamación en Aranjuez, y puedo asegurarle, porque estuve encargado de la protección del rey en el desfile triunfal, que el pueblo español lo desea como soberano… tal vez porque no conoce el tipo de individuo que es.

Goya sonrió con cierta amargura.

—Mi joven amigo, yo he pintado el rostro de don Fernando cuando era príncipe de Asturias; he hablado con él en muchas ocasiones y puedo asegurarle que no le confiaría ni el menor de mis secretos, ni dejaría que protegiera mi espalda en una pelea.

Faria tuvo que morderse la lengua para no decir lo que en verdad pensaba de Fernando VII, al que no podía identificar con otra cosa que como un canalla coronado.

—Esa sopa huele muy bien —comentó Faria, al acercarse una muchacha con una olla humeante.

—Pues pongámonos manos a la obra, coronel, que si se enfría no apetece igual.

Nueve días tardaron en recorrer el camino entre Zaragoza y Madrid; algunas lluvias inoportunas los retrasaron.

• • •

Cayetana intuyó que Francisco de Faria estaba inquieto. Al encontrarse ambos en la fonda de Ricardo Marín, al regreso del coronel de su misión en Madrid, el beso que le dio su amante le pareció frío y culpable.

Hicieron el amor en silencio, sin un jadeo, como si se tratara de un rito asumido que era necesario cumplir como una obligación más.

—¿Te pasa algo? —le preguntó Cayetana, ante el silencio de Faria.

—No, nada, nada.

—Eso no es cierto. Desde que has llegado de Madrid, estás muy extraño; apenas hablas, tus ojos esquivan mi mirada… Confía en mí.

—No me ocurre nada. Tal vez el viaje, el cansancio…

—¿Has estado con la condesa, verdad?

—Yo…

Faria se abrazó a Cayetana.

—No me importa, al fin y al cabo ella es una aristócrata y yo sólo una buscona. Me he hecho demasiadas ilusiones. Ella es la mujer que te conviene.

—Sí, he estado con ella. Se presentó en mi casa de Madrid, pero…

Cayetana selló los labios de Francisco con un beso.

—No me importa lo que haya pasado entre vosotros. Ahora estás aquí, conmigo, y no voy a dejar que este momento se estropee. ¿Quién sabe si mañana seguirás a mi lado?

Y los dos jóvenes volvieron a hacer el amor, de nuevo en silencio, pero en esta ocasión con una fuerza y una pasión reverdecidas.

• • •

Cuando se supo con certeza que Napoleón, harto de los fracasos de sus mariscales en España, había decidido tomar en persona el mando del ejército en la Península y que se dirigía hacia los Pirineos al frente de un enorme contingente de tropas, una sensación de pánico se extendió por las aldeas de los alrededores de Zaragoza y centenares de campesinos, con sus familias, sus enseres más preciados y sus ganados, se dirigieron a esta ciudad para buscar refugio tras sus murallas. Convencidos de que, como había ocurrido el verano anterior, la Virgen del Pilar protegía su santuario, se instalaron dentro de sus muros con cuanto de valor pudieron acarrear.

El coronel Faria y el sargento Morales habían recogido a Goya de la casa donde se había hospedado a su llegada desde Madrid y lo acompañaron hasta Capitanía, donde los esperaba Palafox. A primeras horas de la mañana, la calle del Coso estaba llena de campesinos con carretas, recuas de acémilas y hatajos de ganado que no cesaban de buscar acomodo dentro de Zaragoza.

—¿Y todo este tropel de gente, y estas bestias? —se sorprendió Goya.

—Son labradores de los pueblos del entorno de la ciudad. Ha corrido el rumor de que Napoleón viene directo hacia nosotros ávido de sangre y venganza por la derrota que sufrieron sus tropas el pasado verano, y ante semejante perspectiva, la gente de las aldeas busca refugio dentro de estos muros. El general Palafox ha dado instrucciones para que sean instalados lo mejor posible —repuso Faria.

—Pero fíjese en todo ese ganado. Si se produce un asedio prolongado, el hacinamiento de personas y animales puede ser un problema todavía mayor que los cañones franceses.

—Bueno, siempre podemos comernos a esos animales en caso de que nos falten alimentos.

Cuando llegaron al palacio de los Luna, Palafox recibió a Goya con efusión y alivio.

—Bienvenido a Zaragoza y a ésta capitanía, don Francisco —lo saludó el capitán general.

—El coronel Faria me ha puesto al corriente de sus intenciones, y he accedido a ellas —dijo Goya.

—Se lo agradezco mucho y le ruego que se ponga manos a la obra cuanto antes. Parece ser que Napoleón no tardará mucho en presentarse por aquí, y en ese caso esta ciudad será lo más parecido al infierno. Para cuando eso se produzca, me gustaría tener lista una serie de grabados sobre los destrozos que el ejército de Bonaparte ya ha causado en estos edificios. Es preciso que toda Europa sepa qué tipo de salvaje sin entrañas es ese tirano.

»Cualquier cosa que necesite, no dude en pedírmela, don Francisco.

—Me harán falta pinceles, un caballete, lápices y carboncillos, papel de dibujo, un par de mulas y al menos dos ayudantes, a ser posible con conocimientos de dibujo y pintura.

—No se preocupe por ello. Mañana mismo lo tendrá todo.

—En ese caso, comenzaré mi trabajo mañana. En cuanto a mis emolumentos…

—¡Ah, claro! Ordenaré a la Cancillería que le abonen hoy mismo, como adelanto a su trabajo, trescientos reales. ¿Está bien esa cantidad? —preguntó Palafox.

—Sí, bien, bien. Pero por el momento tendremos que firmar un contrato por el encargo, y eso depende de lo que usted desee que yo haga.

—Mi deseo es que usted nos realice una serie de veinte grabados que representen los desastres que esta guerra ha causado en Zaragoza, sobre todo a sus edificios y monumentos. Y otros tantos sobre las personas, ya sabe, hombres y mujeres destrozados; que se manifieste la crueldad de los franceses, bueno, escenas que conmuevan el alma de los europeos y despierten su conciencia en contra de las atrocidades de Napoleón. Sé que nadie lo puede hacer mejor que usted, el pintor más grande de la Europa de nuestro tiempo.

—Le agradezco sus alabanzas, general, pero no olvide enviarme un notario para redactar el contrato.

—Por supuesto, don Francisco, lo haré de inmediato. ¡Ah!, y usted no olvide firmar el albarán cuando le entreguen los trescientos reales.

»Y por cierto, ya que está aquí, quisiera encargarle también algo personal; se trata de un retrato ecuestre.

—¿Suyo? —preguntó Goya.

—Bueno, me lo han pedido algunos de mis oficiales. Ya sabe… Un comandante recién llegado de Cataluña me ha dicho que en Alemania ya se cuentan las gestas de Zaragoza. Incluso me han llegado a comparar con Arminius, personaje del cual yo no había oído hablar hasta ahora pero que, según me han explicado, fue un caudillo teutón que derrotó a las legiones de Augusto en la selva de Teotoburgo, hace ahora diecinueve siglos. Esta ciudad fue fundada por el emperador Augusto y a mí, que la he defendido de Napoleón, me comparan con su vencedor; curioso, ¿no cree?

—Así es la historia, general —apostilló Goya.

—En ella podemos encontrar muchas respuestas a nuestras preguntas.

—¿Incluso cómo vencer a Napoleón? —preguntó Goya.

—Resistiendo es como se puede vencer a Napoleón. Lo reitero muchas veces, pero créame si le digo que estoy plenamente convencido de que ésa es la única manera.

Tal como le había dicho a Palafox, don Francisco de Goya comenzó a tomar apuntes y a hacer dibujos de las ruinas de la ciudad. El capitán general de Aragón se había empeñado en editar una serie de litografías y de grabados e imprimir grandes cantidades de copias para que los resultados de la acción del ejército francés se conocieran en toda Europa, y a la vez difundiera por todo el continente el espíritu de resistencia de Zaragoza, cuyas gestas comenzaban a ser conocidas por todas partes.

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