¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXVII

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Capítulo XXVII

Desde la ventana de su despacho en el Palacio Real de Madrid, Napoleón contemplaba las cumbres nevadas de la sierra de Guadarrama. Muy sensible al frío, se calentaba al lado de una chimenea generosamente alimentada con gruesos leños de madera de olivo y se frotaba las manos para hacerlas entrar en calor. La habitación había sido perfumada con esencias de lavanda.

El emperador siempre se protegía del sol, pero odiaba el frío. Pese a sus orígenes mediterráneos, su piel era blanca y fina, y tal vez por ello se erizaba enseguida todo su vello cuando descendían las temperaturas. De mediana estatura, tenía el cuello corto, lo que le hacía parecer más bajo, y las manos finas y pequeñas, más propias de un clérigo o de un notario que de un general del arma de artillería. Aunque de joven le había gustado llevar el pelo largo, recogido en una coleta, ahora lo tenía muy corto porque hacía ya ocho años que había comenzado a caérsele.

De vez en cuando, se acercaba a una mesa de mármol y ojeaba un gran mapa de Europa que había desplegado sobre ella. Medio continente estaba bajo su dominio y anhelaba poseer pronto el otro medio. Imaginaba una Europa gobernada desde Francia, con todos los países sometidos a la dinastía de los Bonaparte, a sus hermanos gobernando estados satélites en la península Ibérica o en los Países Bajos, a Austria e Inglaterra convertidas en protectorados franceses, y al resto del mundo aclamándolo como el gobernante que había logrado extender a toda la tierra los ideales de igualdad, libertad y fraternidad que en su día pregonara la Revolución. Imaginaba arcos triunfales, columnas y monumentos erigidos en su honor, y grandes paseos y avenidas en las principales ciudades con su nombre. Para él, la capacidad de liderazgo era la mayor de las virtudes, e incluso había llegado a escribir que «una vez que desaparecía el liderazgo, los ideales más generosos también desaparecían».

Tenía en sus manos una carta de su hermana Elisa, la princesa de Lucca, poco favorecida en belleza pero buena administradora y muy inteligente, en la que le comunicaba que había puesto en marcha de nuevo las abandonadas canteras de donde se extraía el mármol de Carrara, cerca de Florencia, el más afamado de todo el Mediterráneo occidental, y donde se almacenaban en esos días quinientos bustos de Napoleón listos para ser repartidos por todos los rincones del Imperio.

Napoleón amaba a sus hermanas, sobre todo a Elisa, aunque su favorita era Paulina, la más risueña y tierna, e incluso a Carolina, pese a que era una impenitente derrochadora, caprichosa y ambiciosa. Su ideal de mujer era un compendio de lo mejor de sus tres hermanas: la belleza de Carolina, con su cabello rubio, sus manos y pies pequeños y su incitante coquetería y feminidad, el carácter generoso y la ternura de Paulina y la voz suave y delicada, la sinceridad y los sentimientos profundos de Elisa.

Sobre otra mesa de taracea había varios documentos dispuestos para ser firmados. Napoleón dejó a un lado la carta de su hermana, cogió la pluma y comenzó a estampar en ellos la N con la que signaba todas sus cartas y despachos. Algunos de esos documentos contenían la concesión de la Legión de Honor, la más alta condecoración recién creada por el emperador y la que todos los franceses, y no sólo los militares, añoraban lucir algún día en su solapa.

Unos golpes sonaron en la puerta y uno de los criados entró con una bandeja con el almuerzo. Su cocinero le había preparado un paté con trufas, perdices horneadas de un lado y asadas del otro, suflé de vainilla y café. Le habían servido también su bebida favorita, un vino de Borgoña común, de los más baratos, rebajado con un poco de agua. El emperador se acercó a la comida, la olió y dijo:

—Gracias. Dale mi enhorabuena al cocinero; este almuerzo es digno de un emperador.

—Gracias, sire —respondió el criado, mientras se retiraba.

Una vez despachado el almuerzo, Napoleón llamó a su ayuda de cámara y le dijo que avisara de inmediato a su hermano José, pues deseaba tener una entrevista «con el rey de España», recalcó, esa misma tarde.

José se presentó ante su hermano alrededor de las cinco. Napoleón acababa de despertar de una siesta rápida, de apenas media hora, cosa que hacía tres o cuatro veces al día con una pasmosa facilidad. El emperador era capaz de trabajar de dieciocho a veinticuatro horas seguidas, echando una cabezada de vez en cuando incluso en medio de un ensordecedor estruendo de cañoneo.

Acababa de lavarse los dientes con pasta dentífrica y polvo de coral, se había limpiado la lengua con un raspador de plata y se había enjuagado la boca con una disolución de agua y coñac. Después se había lavado las manos con jabón hecho con pasta de almendras y el cuello y los oídos con una esponja.

Cuando entró su hermano lo saludó con cariño y lo invitó a que se sentara.

—He recibido carta de Elisa. Dice que ha mandado tallar quinientos bustos con mi imagen para repartir por toda Europa; es extraordinaria. Pero te he llamado para hablarte de mis planes. Creo que la situación en España ya está bajo control. Bueno, queda esa maldita ciudad de Zaragoza, que caerá en un par de semanas, y Andalucía, en la que estamos logrando notables avances. En tres o cuatro semanas más, toda la Península será nuestra; bueno, tuya, hermano, tuya.

—¿Estás seguro? Los españoles no son como los napolitanos. A aquella gente le da igual quién la gobierne mientras la deje en paz, pero en cuanto a los españoles… Su nobleza es orgullosa aunque carece de valor y de genio, sus clérigos son incultos y amigos de que continúe existiendo la superstición para mantener su privilegios, y a los comerciantes sólo les interesa su bolsa y sus negocios. Pero el pueblo, pese a su ignorancia y su carencia de educación, es terco y valiente, y amante de su independencia nacional, aunque esté sometido a prácticas feudales por una pandilla de nobles indecentes y una caterva de políticos corruptos —dijo José.

—Hermano, hablas como un revolucionario. Hace veinte años los Borbones te hubieran cortado la cabeza por decir eso.

—Hicimos una revolución para que no volviera a ocurrir.

—Tienes razón, pero ahora intenta convencer también a los españoles de ello. Creo que no se han dado cuenta de los beneficios que les aportarán nuestros ideales. Haz que lean historia, hermano, en la historia está la explicación de muchas cosas; los hombres no deberíamos leer otra cosa.

—Este pueblo necesita educación y un gobierno justo.

—Pues ya sabes mi opinión sobre ello. El destino depara a cada uno lo que merece; cuando nos llega la hora, de nada vale preocuparse, pues es inevitable.

Como era su costumbre cuando estaba excitado, el emperador hablaba deprisa.

—Te quedas solo en España, hermanito, pero no te preocupes, el pueblo español no tiene ninguna instrucción en el arte de la guerra. En cuanto a mí, los austriacos se han empeñado en mantenerme ocupado este invierno; parece que no tienen bastante con las palizas que hasta ahora les hemos dado y desean recibir algunas más. Espero que sepas controlar la situación; los españoles suelen ser muy sumisos con el poder.

Napoleón se levantó del sillón y, al apoyarse para dar el primer paso, profirió un quejido de dolor.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó José.

—Esta pantorrilla… —se quejó sujetándose la pierna izquierda—. Hace unos días que sufro unos espasmos dolorosos. Me ha dicho mi médico que se debe a la vieja herida que recibí en el sitio de Tolón y que ahora ha resurgido con el frío de Madrid y con la edad.

Napoleón tenía treinta y nueve años y empezaba a sentir algunos achaques fruto de su azarosa e intensa vida. Mantenía el cutis limpio y la tez pálida, y sus ojos de un gris azulado destacaban bajo su frente ancha y alta, pero sus años de campañas militares bajo el frío, la lluvia y el viento le habían provocado una disuria intermitente que le causaba alguna dificultad para orinar. Además, su carácter activo le impedía estar sin hacer nada y apenas dejaba tiempo para el descanso y el relajo, salvo cuando se bañaba con agua caliente y perfumada, lo que le proporcionaba enorme placer.

—Deberías cuidarte más, hermano, y descansar de vez en cuando.

—Sabes que no puedo quedarme quieto.

Napoleón se masajeó su pantorrilla izquierda y, ante el dolor de los espasmos, apretó los labios.

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