¡Independencia!

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Segunda parte » Capítulo XXX

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Capítulo XXX

El 27 de enero, al alba, se reanudó el bombardeo con más fuerza e intensidad que nunca. Faria había pasado la noche en su habitación de la fonda con Cayetana. Ambos estaban extenuados y a punto de enfermar de cansancio, pero eso no impedía que cada día hicieran el amor con la ansiedad de que quizás aquélla fuera la última vez.

El tronar de los cañones despertó a Faria cuando la claridad del día todavía no se había adueñado del horizonte.

—¡Diablos! —exclamó sobresaltado—, ya están ahí otra vez, y por cómo han empezado a disparar me temo que preparan algo gordo.

El coronel de la guardia de corps saltó de la cama y comenzó a vestirse precipitadamente.

—¿Ya te marchas? —le preguntó Cayetana, cuya melena negra y rizada caía sobre sus hombros desnudos como una cascada de bucles de azabache.

—Creo que hoy es el día del ataque decisivo. Lo estábamos esperando en cualquier momento, desde el día en que Lannes se hizo cargo del mando.

Faria besó a su amante, acabó de vestirse con el uniforme reglamentario, se calzó las botas, se ciñó el sable y salió hacia Capitanía.

Cuando llegó, Palafox ya estaba en su despacho vestido con una bata de lana. Hacía varios días que dormía en la misma Capitanía, en una pequeña cama que se había hecho instalar en una alcoba junto a su despacho.

—Parece que hoy va en serio —le dijo Faria.

—Creo que sí. Están concentrando fuego artillero muy intenso sobre los muros del sector del convento de San Agustín. Los informes señalan que varias baterías están disparando repetidamente sobre un lienzo del muro de ladrillo que hace dos días logramos reparar con gran esfuerzo; creo que tratan de abrir una nueva brecha para intentar penetrar por ella. Enviaremos allí todos los hombres de reserva que sea posible, y ojalá podamos aguantar el envite.

Durante todo el día los cañones y los morteros franceses golpearon los muros del sector de San Agustín, una y otra vez, hasta que, cuando comenzó a caer la noche, lograron abrir al fin una enorme brecha.

Faria se puso al frente de un batallón que había enviado Palafox desde el Arrabal para reforzar aquella zona y pasó la noche a la intemperie sobre la muralla del área de San Agustín, dormitando a ratos, entre los turnos de guardia, esperando que en cualquier momento los franceses se lanzaran al asalto.

Lannes podía ser arrojado y feroz, pero no era estúpido. En cuanto fue nombrado comandante en jefe de las tropas de asedio, ordenó que le redactaran varios informes sobre la situación de los defensores españoles en el sitio de Zaragoza, para constatar si éstos tenían alguna posibilidad de recibir ayuda externa. Los informes fueron contundentes. El ejército español, como tal, prácticamente ya no existía. Napoleón lo había barrido de la Península, y sólo quedaban algunas unidades aisladas y mal equipadas en Galicia, en el sur de Andalucía y en algunas zonas del sureste. La conclusión era evidente: Zaragoza estaba sola ante las tropas francesas que la asediaban.

Con el primer rayo de sol, Lannes firmó la orden de ataque definitivo. Era la mañana del 28 de enero y Faria aguardaba atrincherado junto al convento de San Agustín lo inevitable.

—¡Por Santa Engracia, coronel, atacan por Santa Engracia! —gritó uno de los correos que se desplazaban de sector a sector del frente para comunicar órdenes y recabar información.

—¡Maldito demonio! Nos ha engañado. Pero vamos, vamos, deprisa, deprisa, hay que frenarlos cueste lo que cueste.

El regimiento de reserva que mandaba Faria corrió hacia la zona de Santa Engracia. El monasterio de los Jerónimos estaba en ruinas desde el primer asedio, pero seguía siendo una posición estratégica y estaba siendo atacado con un intenso fuego de mortero y de cañones. La mitad del complejo de edificios monacales se había venido abajo y sobre las ruinas seguían cayendo bombas y granadas por doquier.

Los defensores de ese sector se habían replegado ante el intenso fuego de artillería y combatían parapetados en las primeras casas del barrio. La retirada de la primera línea de defensa había sido aprovechada por la infantería francesa para ganar los muros casi totalmente derribados en la zona, y establecer así una cabeza de puente desde la que algunas patrullas comenzaron a entrar en la ciudad.

—¡Hay que detenerlos como sea, como sea! —gritó Faria.

El coronel ordenó a dos oficiales que desplegaran sendas compañías en forma de abanico, reforzando a los defensores que se habían atrincherado en las casas de los alrededores.

La infantería francesa comenzó a llegar como una marea azul y gris. Decenas de soldados penetraron por los muros derribados y se entablaron combates cruentísimos junto al monasterio, que ardía en medio de fuertes explosiones.

Faria apareció en una calle con el sargento Morales y cuatro soldados, y se topó casi de frente con una treintena de franceses que avanzaban disparando cadenciosamente sus mosquetes de carga delantera con llave de pedernal y cañón liso, que, aunque no eran demasiado precisos, su utilización en formaciones compactas y cerradas causaba enormes destrozos al enemigo. No tuvieron otra opción que buscar refugio en la planta baja de una de las casas para evitar ser acribillados a balazos por el intenso fuego de fusilería.

—¡Estamos atrapados! —dijo Morales.

—No, arriba, arriba, al tejado —indicó Faria.

Los seis hombres subieron corriendo las escaleras de la casa, al tiempo que los franceses derribaban la puerta con una granada e irrumpían disparando una descarga de fusilería.

Faria y sus acompañantes ascendieron hasta la tercera planta, donde acababa la escalera. Mientras los cuatro soldados los cubrían de los franceses que comenzaban a subir los primeros peldaños, Morales y Faria consiguieron abrir un agujero en el tejado y salieron al exterior. Después ayudaron a los otros cuatro a escapar por el mismo hueco. Pisando las tejas, húmedas y resbaladizas todavía por la escarcha caída la noche anterior, pasaron por encima de varias casas. En las calles, la lucha era encarnizada, llegando al cuerpo a cuerpo a golpes de bayoneta y sable. Desde las ventanas, algunos zaragozanos lanzaban piedras, ladrillos, tejas y cualquier objeto contundente contra los soldados franceses. Algunos defensores habían tenido la misma idea que Faria y se habían subido a los tejados, desde donde disparaban a los soldados imperiales, que, a pesar de las muchas bajas sufridas, estaban consiguiendo asegurar sus posiciones.

Poco a poco los tejados comenzaron a poblarse de soldados españoles y de paisanos armados, y los franceses sufrieron muchas bajas debido a los disparos que recibían desde los aleros.

El comandante francés que dirigía el asalto tuvo que pedir refuerzos. Una compañía de zapadores se desplegó por la manzana de casas más próxima a Santa Engracia, cuyos tejados estaban copados por varias decenas de zaragozanos, y comenzó a ubicar minas y hornillos en las bodegas de las casas y en algunas galerías excavadas por ellos mismos. Mediada ya la mañana, comenzaron a explotar las primeras bombas y media docena de edificios se derrumbaron con gran estrépito, sepultando entre los escombros a los que se habían encaramado a los tejados.

—¡Malditos cabrones! Van a ser capaces de derribar casa a casa —clamó Morales.

—¡Sargento! —lo llamó Faria—. Comunique a los oficiales que queden vivos que ordenen a todos sus hombres la retirada de esta zona; creo que los gabachos están dispuestos a volar todo el barrio.

Otras dos casas cayeron al suelo en medio de un gran estrépito.

Mientras se retiraban hacia el interior de la ciudad, Morales le comentó a su coronel:

—No creí que pudiera haber en el mundo algo peor que Trafalgar, pero me temo que este infierno es más espantoso todavía.

—Y aún puede ser mucho peor, sargento.

—¿Señor…?

—La enfermedad, la pestilencia, el hambre… Ahora vienen los verdaderos demonios.

Esa misma mañana, tras atacar la zona de Santa Engracia y obligar a reforzar la defensa en el sector, los franceses volvieron a bombardear con renovada intensidad los alrededores de San Agustín, donde Faria había imaginado que se cebaría el gran asalto.

El coronel, el sargento Morales y varios oficiales y soldados habían logrado fijar una línea tras la primera manzana de casas de Santa Engracia, donde se había detenido el impetuoso avance francés. Pero enseguida les llegaron noticias de que un ataque más virulento si cabe se estaba produciendo en torno al convento de San Agustín.

—Esta maniobra era un engaño —comentó Morales—. Tenía usted razón, coronel, el ataque principal recae sobre San Agustín.

—No, sargento, no. No hay un único ataque principal. Los gabachos tienen tanta potencia de fuego y tantos hombres disponibles que están lanzando dos ataques simultáneos.

—¡Los franceses están entrando a decenas por San Agustín! El general Palafox ordena que el batallón de reserva acuda a defender esa zona —le dijo un correo urgente a Faria.

—Bueno, al menos aquí hemos logrado detener el avance… por el momento. Vamos a ver qué ocurre en ese lado.

Faria ordenó a un centenar de hombres que le siguieran y se dirigió hacia el convento de San Agustín.

Al llegar comprobó que los franceses habían abierto dos grandes brechas en los muros y que el convento estaba siendo atacado por varios flancos. Todas las dependencias conventuales se habían convertido en un campo de batalla. Se luchaba en cada una de las salas, en los claustros, en los dormitorios de los monjes, en la misma iglesia. Los infantes franceses penetraban a raudales por todos los boquetes y huecos gritando con todas sus fuerzas Vive l’Empereur!

Los granaderos estaban demoliendo con sus minas y granadas algunas partes del convento, mientras los zaragozanos resistían palmo a palmo.

Faria y Morales entraron en la iglesia por la puerta de la fachada principal, que se abría a una plaza rectangular. Entre las naves del tempo, parapetados detrás de las columnas, entre las capillas y en el púlpito, los zaragozanos defendían cada baldosa del edificio como si fuera su propia vida.

Faria pudo ver desde la entrada a media docena de hombres que, atrincherados en el púlpito, disparaban sus fusiles sobre los soldados franceses que habían penetrado en la iglesia a través de unos huecos abiertos en el muro sur. Aquellos hombres no tenían la más mínima posibilidad de vencer, y en su posición cualquiera se hubiera rendido ante un número de enemigos tan abrumador, pero, a pesar de la conminación a deponer las armas por parte de los franceses, los defensores del púlpito de San Agustín respondieron con un grito de valor y de despecho.

Faria y Morales, parapetados en la entrada del templo, contemplaban a los defensores del púlpito e intentaban mantener alejados a los franceses con el fuego cruzado de sus fusiles, pero los asaltantes eran cada vez más numerosos, pues no cesaban de entrar por las brechas abiertas en los muros.

Varios fusileros, equipados con sus rifles de cañones rayados, más lentos para disparar que los mosquetes pero de mayor eficacia y alcance superior, al localizar la procedencia de los disparos que recibían, dispararon a su vez sobre Faria y Morales, obligándoles a retirarse.

Los defensores del púlpito fueron abatidos poco después, pero dos docenas de franceses habían caído en el asalto.

Cuando salieron al exterior, Faria y Morales se toparon con Palafox y dos centenares de hombres que acudían a toda prisa a defender el convento.

—¡General!

—¿Cómo está aquí la situación, coronel?

—Los franceses están entrando por varias brechas abiertas en los muros, y en el convento se lucha sala a sala, hay al menos cincuenta franceses en el interior de la iglesia.

—¡Pues vamos a por ellos!

Los ocupantes del templo estaban festejando su victoria sobre los defensores del púlpito, y apenas pudieron reaccionar ante la avalancha que se les vino encima. Un centenar de fusileros irrumpieron por la puerta principal de la iglesia disparando contra los soldados franceses y abatiendo a muchos de ellos. La iglesia se llenó de humo y de polvo, y de olor a pólvora y a sangre.

Sorprendidos por un contraataque que no esperaban, los supervivientes franceses se replegaron y salieron del templo por las mismas brechas por las que habían entrado.

Las legiones imperiales francesas estaban habituadas a combatir en campo abierto, en los campos de batalla en los que podían desplegarse las grandes unidades de artillería, caballería e infantería, pero en Zaragoza se enfrentaban por primera vez a un tipo de batalla a la que no estaban acostumbrados. Los zaragozanos defendían su ciudad con una furia y un valor como jamás hubieran podido siquiera imaginar los estrategas de Napoleón.

En situaciones normales, un asedio como aquél hubiera sido levantado de inmediato, pues las bajas que estaban sufriendo los sitiadores eran cuantiosísimas, pero la toma de Zaragoza no era una acción militar cualquiera. Se trataba del honor del emperador, que había comprometido su palabra de conquistar la ciudad a cualquier precio y a cualquier coste.

Al caer el día 27 de febrero, el de mayores y más encarnizados combates librados hasta entonces, parecía que los franceses habían vuelto a ser frenados.

Un agotado Faria descansaba en la iglesia de San Agustín, mientras tomaba una escudilla de rancho caliente en la que en un caldo acuoso flotaban unos granos de arroz con pedazos de huesos que conservaban pegados restos de piel. Lo habían guisado para los soldados unas mujeres del barrio.

—Hemos logrado detenerlos, otra vez —comentó orgulloso Morales.

—Sí, pero a un coste terrible. Mire a su alrededor, sargento: decenas de hombres agotados, heridos, en el límite de su resistencia. No podremos soportar otro combate como el de hoy. No nos queda ya ninguna capacidad de respuesta.

—Observe bien a esos hombres, coronel: sí, están agotados, heridos, enfermos, hambrientos, pero ninguno tiene la menor intención de rendirse.

Faria contempló los rostros de los soldados que comían el paupérrimo rancho y observó sus ojos cansados y temerosos, su aspecto andrajoso y polvoriento y su mirada perdida y desesperada, pero en ninguno de aquellos hombres atisbo el mínimo síntoma de aceptar la rendición, la humillación o la derrota.

«Probablemente jamás haya habido en el mundo cadáveres tan dignos como los que los franceses se encontrarán cuando tomen Zaragoza», pensó Faria, antes de caer rendido de cansancio y de sueño en un rincón polvoriento de la iglesia de San Agustín.

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