¡Independencia!

¡Independencia!


Primera parte » Capítulo XIX

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Palafox regresó cuatro días más tarde con varias carretas cargadas de víveres y pólvora, además de varios combatientes del segundo batallón de voluntarios de Aragón y un batallón de guardias que había logrado reclutar en Pina y en algunos pueblecitos de su entorno, a los que se habían unido restos de destacamentos de soldados que se habían replegado desde Cataluña.

—En los próximos días llegarán más refuerzos. Hay varios batallones dispersos por el bajo Ebro. He enviado mensajeros para que hablen con sus comandantes y se dirijan a Zaragoza. ¿Sabe, Francisco?, en Europa ya se habla de la heroica resistencia de nuestra ciudad. Nos hemos convertido en un símbolo de la lucha contra el tirano, y somos el ejemplo de todos los pueblos que luchan en el continente por su independencia. No podemos defraudar a cuantos han puesto su mirada en nosotros. Debemos resistir hasta el fin.

Palafox despachaba con Faria en Capitanía, recién llegado de su salida en busca de refuerzos.

La lucha continuaba en el flanco sur de la ciudad. Airado por la respuesta de Palafox, Verdier, antes de caer herido, había ordenado una ofensiva total y Lefévbre había decidido continuar con ella. Los combates se libraban ahora cuerpo a cuerpo. En algunos sectores de la puerta del Carmen, de El Portillo y del barrio de la Magdalena los ataques se alternaban entre los bandos. En algunas casas se combatía en cada una de sus plantas, incluso en las bodegas y por los tejados. Los zapadores franceses se afanaban en cavar galerías para colocar hornillos y minas con los que derribar los edificios donde la resistencia era más enconada, mientras los españoles intentaban atajar su avance desplazándose por la intrincada red de bodegas, procurando sorprenderlos bajo tierra para así evitar el minado de los edificios.

Cada calle era un fortín surcado de barricadas, trincheras y parapetos construidos con todo tipo de materiales imaginable: losas de piedra del pavimento, escombros procedentes de las casas en ruinas, rejas de balcones derribados por la artillería, vigas, carretas inservibles, todo era aprovechado para improvisar fortines en cualquier punto de la ciudad.

Uno de los sectores más peligrosos y donde se estaban produciendo los enfrentamientos más enconados era la zona de la puerta del Carmen. Los franceses habían concentrado allí algunas de sus más potentes piezas de artillería para intentar partir, desde esa puerta y en dirección al río Ebro, la ciudad en dos mitades, y así separar a los defensores de ambos lados. Para contrarrestar ese plan, Palafox había destacado allí a sus mejores artilleros, y entre ellos había destinado a una de las baterías a la sargento Agustina Zaragoza, la Agustina de Aragón de algunas coplillas que ya circulaban por la ciudad ensalzando a la barcelonesa como a la más grande de las heroínas.

Agustina lucía sus galones de sargento de artillería sobre su casaca de reglamento y ejercía en el sector en el que estaba destacada como un verdadero icono sagrado para los soldados.

• • •

Con algunos refuerzos llegados el día 7 de agosto, Palafox ordenó lanzar una ofensiva contra el convento de Santa Catalina, al final de la calle de San Miguel, que había caído en manos francesas poco antes. Los batallones españoles lograron desalojar de allí a los ocupantes franceses y colocaron una bandera roja y amarilla sobre su tejado.

Al día siguiente, los sitiados lanzaron un durísimo ataque en la zona del Arrabal, donde los franceses habían destacado un nutrido contingente de tropas con el objetivo de acabar de cerrar el asedio a la ciudad y evitar la llegada de nuevos suministros y de tropas de refuerzo. La Junta de defensa sabía que mientras se mantuviera libre la vía de acceso a Zaragoza por el Arrabal, la ciudad podría seguir siendo aprovisionada de víveres, municiones e incluso tropas, como había ocurrido en los últimos días. Por eso, mantener esa zona del Arrabal libre de presencia francesa era fundamental en la defensa de Zaragoza.

Y así se hizo. Apostados durante la noche en los conventos e iglesias de Santa Isabel, San Lázaro y Jesús, al amanecer del 8 de agosto varios batallones de soldados españoles contraatacaron las líneas francesas, logrando romper sus filas. Los imperiales había perdido las posiciones que tanto les había costado ganar cuando días atrás consiguieron cruzar el Ebro.

—Algo extraño está ocurriendo, Francisco. Hoy ha sido demasiado fácil recuperar las posiciones perdidas en el Arrabal. En la ofensiva de esta mañana daba la impresión de que el enemigo estaba desmoralizado —le confesó Palafox a Faria, mientras inspeccionaban los avances logrados en el Arrabal.

—A mí también me ha parecido que los gabachos no luchaban como de costumbre. Y lo mismo ocurrió ayer en la toma de Santa Catalina. Tal vez se estén convenciendo de que nuestra resistencia va en serio.

—O quizá tengan alguna información que nosotros desconocemos.

—A lo mejor ha muerto Napoleón, o ha sido derrotado al fin en algún lugar perdido de Europa…

—Ponga a trabajar a los espías, que averigüen por qué causa los franceses pelean con menos brío.

Los sitiados en Zaragoza todavía no se habían enterado de que hacía dos semanas el general Castaños había derrotado a Dupont en Bailen, pero los agentes enviados por Palafox en busca de noticias regresaron con la buena nueva. Un espía del servicio secreto del ejército le comunicó la esperanzadora noticia a Faria, que a toda prisa se dirigió al despacho de Palafox.

—Mi general, estupendas novedades. Hace unos días el general Castaños, al frente del ejército de Andalucía, ha batido al general Dupont en los campos de Bailen. Tres cuerpos del ejército gabacho han sido derrotados por completo. Los franceses han abandonado Madrid y el rey intruso ha huido hacia el norte. Castaños avanza hacia la capital del reino con todas sus divisiones desplegadas sin que los franceses ofrezcan resistencia —dijo Faria.

—Esto puede ser el fin de la presencia francesa en España —se alegró Palafox.

—No estoy tan seguro, mi general. Napoleón ya se habrá enterado de la catástrofe de Bailen, y temo que tomará este asunto como algo personal. Lo conocí en Bayona, y por su actitud entonces no creo que renuncie tan fácilmente a la posesión de España. Además, los reyes Carlos IV y Fernando VII siguen bajo su control.

—Tal vez tenga usted razón, Francisco, pero ésta es la primera gran derrota en tierra que sufren los imperiales; y hemos sido los españoles los que hemos demostrado que no son invencibles. Además, Zaragoza sigue resistiendo tras un mes de asedio y de bombardeos. Usted mismo ha comprobado la desmoralización de los franceses en los últimos días; creo que están derrotados.

La noticia de la victoria española en Bailen se propagó enseguida por toda la ciudad. En los fortines de las puertas, en las calles, en los hospitales, todos los zaragozanos parecían haber mudado sus rostros de angustia, tensión y miedo por una nueva expresión de alegría y esperanza.

Pronto se supo que el mariscal Murat había caído enfermo y que había sido sustituido por Savary en el mando de las tropas imperiales en España, y que Madrid había quedado libre de franceses, que habían huido hacia el norte siguiendo los pasos del rey intruso. Alguien dijo que la carretera entre la capital de reino y Zaragoza estaba expedita y que por ella no tardarían en llegar las tropas liberadoras del general Castaños.

Desde el observatorio de la Torre Nueva, los vigías permanentes anunciaron que los franceses habían comenzado a desmantelar los campamentos que rodeaban Zaragoza. Faria subió los escalones de la Torre Nueva tan deprisa como pudo; cuando llegó a la zona más alta, casi había perdido el resuello. En cuanto recuperó el aliento, tomó uno de los catalejos y contempló la frenética actividad desplegada en los campamentos franceses, donde los soldados estaban desmontando las tiendas a toda prisa.

—¡Se van, es cierto que se van! —exclamó.

—Hace ya unas dos horas que están recogiendo sus tiendas de campaña —ratificó uno de los vigías.

—Buen trabajo, señores, buen trabajo.

Faria descendió los escalones y volvió a Capitanía.

—Salvo que sea una estratagema, mi general, los franceses están desmantelando sus campamentos; parece que se marchan —informó a Palafox.

—Acaban de comunicarme que Madrid vuelve a estar bajo dominio español. Varios regimientos avanzados del ejército del sur ya han entrado en la capital, ante el alborozo de la población. Ordene reforzar la guardia esta noche, no me extrañaría que los gabachos quisieran dejarnos algún regalito antes de marcharse.

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A medianoche del día 13 de agosto, las primeras columnas del ejército sitiador comenzaron a retirarse hacia Tudela. José I había ordenado a Verdier que levantara el asedio de inmediato y se replegara hacia el norte. Sin embargo, poco antes destruyeron cuanto les fue posible: volaron la Cruz del Coso, un monumento muy querido para los zaragozanos y, ante la imposibilidad de llevárselas con ellos, arrojaron cincuenta piezas de artillería al Canal Imperial. Algunos presos de condición eclesiástica, que estaban recluidos en barracones de madera, fueron liberados. Lefévbre había ordenado levantar el asedio de inmediato para dirigirse en ayuda de José I, quien se había refugiado cerca de Burgos tras su huida de Madrid. Los generales franceses estaban obsesionados con concentrar sus tropas en Burgos y en Vitoria, para evitar que el desánimo causado por la derrota de Bailen provocara el efecto de rendición en masa de los diferentes cuerpos de ejército destacados por toda España.

La retirada diurna de las primeras unidades por el camino de Tudela estuvo bien organizada y discurrió sin incidentes, pero ya con la caída de la noche y en la madrugada se convirtió en un verdadero caos. Nadie quería ser el último, ante el temor de un contraataque de los zaragozanos por la retaguardia, de manera que el proceso de retirada se precipitó.

De madrugada estalló el convento de Santa Engracia, que los franceses habían minado antes de abandonar la posición.

—Ahí está su último regalito —le comentó Palafox a Faria, a la vista de las explosiones que estaban derrumbando el monasterio donde se guardaban los restos de los santos mártires zaragozanos.

Algunos franceses que habían quedado rezagados en los desmantelados campamentos corrieron despavoridos cuando estalló el convento. La retirada de la retaguardia fue tan precipitada que los imperiales abandonaron a algunos heridos, aquéllos a los cuales las condiciones físicas no permitían caminar deprisa o montar a caballo. Y también dejaron tres mil muertos, la mayoría enterrados en fosas comunes abiertas en las cercanías de conventos e iglesias.

Al amanecer del día 14 de agosto, Zaragoza despertó en calma. Los campamentos franceses habían desaparecido y en los solares que horas antes los habían albergado sólo quedaban algunos restos humeantes de las hogueras encendidas para cocinar su última cena.

Con los primeros rayos de sol, los defensores se alzaron por primera vez en muchos días sin miedo sobre los muros y se abrazaron entre lágrimas de alegría.

Palafox y Faria recorrieron los puestos de la primera línea entre las aclamaciones de los soldados y de los paisanos y voluntarios alistados para defender su ciudad. En las baterías ubicadas en el sector de la puerta del Carmen, Agustina de Aragón seguía al frente de uno de los cañones, con sus galones de sargento de artillería sobre los hombros de su casaca.

—Habrá que hacer un recuento de bajas y de daños sufridos —ordenó Palafox.

—Y reconstruir las defensas —añadió Faria.

—Usted sigue creyendo que los franceses regresarán, ¿no es así?

—Napoleón ordenó la conquista de Zaragoza a cualquier precio. Si ahora abandona esta presa, su prestigio militar en Europa quedará maltrecho, y créame, general, si le digo que al emperador eso es lo único que por ahora le importa.

—Tal vez, pero entre tanto celebremos la victoria. Un

Te Deum en El Pilar será una buena manera de agradecer a la Virgen sus desvelos, ¿no cree, coronel?

Faria asintió con la cabeza; estaba demasiado cansado como para pensar en nada.

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A principios de agosto de 1808, unos ciento sesenta mil soldados franceses se habían desplegado en España, divididos en cinco cuerpos de ejército. Tras las derrota de Dupont en Bailen, todos se replegaron al norte del Ebro. El 23 de agosto, el victorioso general Castaños entró en Madrid por la puerta de Atocha, aclamado por una multitud enardecida. En el desfile triunfal participaron las tropas de reserva del ejército de Andalucía, entre cuyos trofeos mostraban las banderas tricolores y los estandartes con las águilas imperiales capturados a los franceses en Bailen. Los madrileños ocuparon las calles y cantaron coplas que el pueblo creó para la ocasión:

Dupont, terror del norte,

fue vencido en Bailen

y todos sus secuaces

prisioneros con él.

A fines de agosto, el cuerpo expedicionario británico que días antes había desembarcado en Portugal derrotó a los franceses en Vimeiro. El orgulloso general Junot capituló en Cintra ante el mariscal Wellesley, y los franceses abandonaron Portugal rumbo a su país, embarcados en varios navíos ingleses. Para sorpresa y asombro del gobierno británico, Wellesley permitió a los franceses la repatriación con sus armas y el botín de guerra.

En España, los nombres de El Bruc, Gerona, Zaragoza y Bailen ya se habían convertido en leyenda. Parecía que la que comenzaba a llamarse guerra de la Independencia estaba llegando a su fin.

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