Ideas

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Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 7. Las ideas de Israel, la idea de Jesús

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El inconveniente para los judíos era que, a pesar del éxito de su religión (o lo que ellos interpretaban como tal), su problema político central escasamente había cambiado. Eran todavía un pueblo pequeño, religioso hasta la intransigencia, rodeado por grandes potencias. Desde la época de Alejandro Magno en adelante, Palestina y Oriente Próximo estuvieron bajo el dominio de los macedonios, los ptolomeos egipcios y los seléucidas sirios. La perspectiva de todos ellos era helenista y este fue un factor crucial, ya que Israel quedó rodeada de ciudades, poleis, en las que las principales instituciones culturales eran el gimnasio, el teatro, el liceo, el ágora y el odeón, en lugar de la sinagoga y el Templo (como ocurría en Jerusalén). Esta era la situación de Tiro, Sidón, Biblos y Trípoli, situación que provocó, por ejemplo, que los pueblos de Samaria y Judea se consideraran atrasados. Lo único que logró esta división cultural fue hacer que los judíos más ortodoxos se volvieran aún más introvertidos. Muchos se retiraron al desierto en búsqueda de una pureza que les parecía imposible de conseguir en las ciudades, Jerusalén incluida. Al mismo tiempo, sin embargo, había muchos otros judíos, con frecuencia los que mejor formación habían recibido, que veían la cultura helenística como más variada y equilibrada que la propia. De aquí que, originalmente, la helenización fuera para los judíos, según Paul Johnson, «una fuerza espiritualmente desestabilizadora y, ante todo, una fuerza secularizadora y materialista»[697]. Esta explosiva mezcla empezaría a arder hacia el año 175 a. C., con la llegada de un nuevo gobernante seléucida, Antíoco Epífanes, a quien ya nos hemos referido (página 250). Antes de esa fecha, ya se habían realizado algunos intentos de reformar el judaísmo ortodoxo. El helenismo presente en todo Oriente Próximo había promovido el comercio y, en general, había atenuado las diferencias religiosas.

En comparación con los judíos, los griegos tenían una idea muy diferente de la divinidad. «Para la imaginación helénica los dioses eran como nosotros mismos, solo que más hermosos, y descendían a la tierra para enseñar a los hombres la razón y las leyes de la armonía»[698]. En conformidad con esto, griegos, egipcios y babilonios estaban dispuestos a fusionar a sus dioses, como en el caso de Apolo-Helios-Hermes, el dios sol[699].

Para los judíos ortodoxos, sin embargo, semejante actitud era la peor expresión del paganismo bárbaro, algo que sintieron confirmado cuando Antíoco Epífanes adoptó una serie de medidas destinadas a promover las reformas y la helenización de los hebreos en Israel. Despidió al sumo sacerdote ortodoxo y lo sustituyó por uno reformista, cambió el nombre de la ciudad por el de Antioquía, construyó un gimnasio cerca del Templo y se apropió de algunos de los fondos de este para patrocinar actividades helenizantes, como competencias atléticas (las cuales, recordemos, eran en sí mismas una especie de ceremonia religiosa). Por último, en el año 167 a. C., abolió la ley mosaica, la reemplazó por la ley secular griega y rebajó el Templo a mero lugar de culto ecuménico. Para los hasidim (los piadosos), esto fue ir demasiado lejos. No solo se negaron a aceptar los cambios, sino que optaron por oponerse a Antíoco con una nueva táctica: el martirio religioso. Durante un cuarto de siglo, hubo un encarnizado enfrentamiento religioso que, por el momento, se saldó con la victoria de los hasidim. Los judíos no solo recobraron su independencia, incluida la independencia religiosa, sino que la idea de reforma quedó desprestigiada. Durante un tiempo, «el Templo fue más sacrosanto que nunca, se impulsó el estricto cumplimiento de la Torá y el judaísmo se volvió sobre sí mismo, alejándose aún más del mundo griego. La turba se convirtió en una parte importante de la vida en Jerusalén, y ello hizo que la ciudad, y Judea en su conjunto, resultaran extremadamente difíciles de gobernar para cualquiera… La libertad intelectual que caracterizaba a Grecia y el mundo griego era algo desconocido en Palestina, donde se creó un sistema nacional de escuelas locales en las que se enseñaba a los niños (pero no a las niñas) única y exclusivamente la Torá. Todas las demás formas de conocimiento fueron rechazadas»[700].

Pese al poder de los hasidim, tras la derrota de Antíoco Epífanes, el judaísmo continuó desarrollándose y en los años que precedieron al nacimiento de Jesucristo adoptó cuatro formas principales. Lo que sucedió luego no puede comprenderse plenamente sin conocer estas cuatro tendencias.

Los saduceos, a quienes en ocasiones se describe como la aristocracia de la sociedad judía, eran sacerdotes que estaban más abiertos que la mayoría a las ideas e influencias extranjeras. Es posible que su nombre provenga de Sadoq, un sumo sacerdote en tiempos del rey David, si bien existen explicaciones alternativas. En términos políticos, los saduceos eran partidarios de cooperar pacíficamente con cualquier potencia que gobernara el país. En términos religiosos, se caracterizaban por realizar una interpretación literal de la Torá. No obstante, ello no los hacía tan conservadores como hubieran podido ser, pues su literalismo los llevó a oponerse a la extensión de la Torá a ámbitos no especificados en las Escrituras. Dado que su Biblia estaba reducida al Pentateuco, no creían en el Mesías y tampoco en la resurrección[701].

Es probable que la idea de la resurrección haya aparecido por primera vez hacia el año 160 a. C., durante el período de martirio religioso y, precisamente, como respuesta a este (¿cómo era posible que los mártires fueran a morir para siempre?). Su primera mención la encontramos en el libro de Daniel. Como vimos antes, durante el exilio en Babilonia, la idea de Sheol había evolucionado para dar lugar a versiones rudimentarias del cielo y del infierno, y es posible que por la misma época los judíos hubieran tomado la noción de una alianza con Dios en fuentes zoroástricas. Con la resurrección pudo ocurrir lo mismo, ya que se trata de otra idea zoroástrica. Aunque Zoroastro había sostenido que al morir todas las almas cruzarían un puente para alcanzar la felicidad eterna, mientras los injustos se precipitaban al inframundo, también había dicho que, después de un «tiempo limitado», tendría lugar la resurrección de los cuerpos. El mundo soportaría un terrible cataclismo en el que todo el metal que había en las montañas se fundiría, por lo que la tierra se cubriría de un gigantesco río de metal fundido. Para los justos, esto no representaría ningún problema («será como caminar sobre leche tibia»), pero los malvados perecerían y el mundo sería purgado de pecadores; desde el momento en que solo quedarían con vida los justos, la tierra misma sería el paraíso[702]. Como muchos intérpretes han observado, la apremiante situación en que vivían los judíos, rodeados de vecinos poderosos, era un terreno fértil para la idea zoroástrica de una gran conflagración en la que las potencias del mal serían destruidas y los buenos y justos resucitarían. Fue también en este escenario donde surgió la noción de un Mesías que conduciría a los justos a la victoria, si bien esta es algo posterior.

Los fariseos eran un grupo diametralmente opuesto a los saduceos. Conformaban un movimiento laico, de carácter muy conservador, que extendía la Torá a todos los ámbitos de la vida, incluso cuando las Escrituras no tenían nada que decir al respecto. Les obsesionaba la pureza ritual y creían profundamente en el Mesías y en la resurrección. Para ellos la sinagoga, y no tanto el Templo, era el lugar privilegiado para difundir sus creencias. «Anhelaban que Dios provocara la llegada de los últimos días, pero no hacían nada para iniciar ellos mismos el Fin»[703].

Los zelotes, por su parte, eran el partido extremo (y de hecho la palabra zealot ha ingresado en la lengua inglesa como símbolo de fanatismo). Su meta principal era, en oposición a los saduceos, «purgar» a Israel de la «corrupción» extranjera y estaban dispuestos a ir a la guerra si era necesario para conseguir su objetivo, ya que estaban convencidos del triunfo de «el pueblo de Dios»[704].

Los esenios tenían sus propiedades en común y comían y vivían juntos. Es muy probable que fuera una comunidad esenia la que vivía en Qumran, donde se hallaron los Rollos del mar Muerto después de la segunda guerra mundial[705]. Se trataba de un grupo piadoso, que se mostraba hostil hacia otros judíos, y tenía complicados ritos de iniciación. Su idea más notable era que estaban viviendo «al filo del tiempo, en los mismísimos últimos días», y por tanto dedicaban esos días a prepararse para la llegada de Dios, quien los libraría de las deprimentes realidades políticas de su época y devolvería la gloria al pueblo judío. Creían en la llegada del Mesías que los conduciría al paraíso (algunos incluso creían en dos Mesías, uno religioso y otro militar, un retorno a antiguas ideas mesopotámicas). Se encontraron escritos esenios en Masada, donde la secta fue destruida.

Según algunos investigadores, la idea de un Mesías («el ungido») es inherente al judaísmo. Se trata de un concepto vinculado a la noción de una nueva era de paz, rectitud y justicia, tras un cataclismo de proporciones universales[706]. También se creía que había una historia predeterminada del mundo, de la Creación al Escatón («el fin», en el sentido del fin de los tiempos, «la última y definitiva intervención de Dios en la historia»[707]). El nombre que recibe este conjunto de ideas es «escatología apocalíptica»: un período de catástrofe, al que seguiría una revelación de las cosas ocultas (que es lo que significa la palabra apocalipsis) y el triunfo final de Dios. Y, por citar de nuevo a Paula Fredericksen, «la gente feliz no escribe apocalipsis». El Mesías (mashiah) era un importante factor en la escatología apocalíptica. Hay unas treinta y nueve referencias a una figura semejante en el Antiguo Testamento, donde, para empezar, el término significa rey. «La tradición judía concede un lugar privilegiado a la esperanza de que un descendiente de David surgirá al final de los tiempos para dirigir al pueblo de Dios… Un descendiente humano de David allanará el camino hacia un período de felicidad para Israel»[708]. Para esta época los israelitas volverían a la dieta vegetariana que habían tenido en tiempos de la Creación[709]. Este Mesías no era en principio una figura sobrenatural; en los Salmos de Salomón (uno de los libros apócrifos), por ejemplo, es un hombre como los demás hombres, y no existen dudas sobre su humanidad[710]. El Mesías solo se convirtió en un ser sobrenatural debido a que la situación política de los judíos se deterioró y llegó a ser «tan sombría que solo un acto sobrenatural podía rescatarlos»[711].

En la época en torno al nacimiento de Cristo todo el mundo, incluida la pequeña Palestina, tendría que arreglárselas con Roma, la mayor potencia de ocupación que el mundo había conocido hasta entonces. A un pueblo fundamentalista como el judío, para el que la ocupación política era lo mismo que la ocupación religiosa, el mundo debió de parecerle entonces aún más deprimente. En anteriores épocas sombrías, como hemos visto, los profetas habían proliferado entre los israelitas. En esta ocurrió algo similar: la nueva oleada comienza en el siglo II a. C. y, dado que para entonces el judaísmo había incorporado las ideas zoroástricas que hemos reseñado, la escatología apocalíptica desempeñó un papel central en sus creencias. Solo un Mesías con poderes sobrenaturales podía salvar a los judíos. Y precisamente fue este el mundo en que nació Jesús. En griego el término Mesías se traduce como Christos, palabra que con el tiempo dejaría de ser un título para convertirse en nombre[712]. Fue así también como profecías generales acerca del Mesías terminarían siendo aplicadas a Jesucristo.

Sin embargo, antes de que lleguemos a Jesús, necesitamos examinar otro factor adicional: el papel desempeñado por Herodes y el Templo que reconstruyó en Jerusalén. Para la época en que Herodes se convirtió en rey satélite de Roma en el año 37 a. C., Palestina llevaba un cuarto de siglo bajo dominio de los romanos. Los judíos nunca habían dejado de pelearse entre sí, así como de resistirse al control de las potencias invasoras donde tenían ocasión de hacerlo. Herodes tenía ideas propias, pero contradictorias y, como afirma Paul Johnson, era un personaje desconcertante, «al mismo tiempo judío y antijudío»[713]. Cuando asumió el poder, uno de sus primeros actos fue ejecutar a cuarenta y seis miembros del sanedrín, el consejo de los ancianos, organismo que había sido el principal responsable de la extensión de la ley mosaica a ámbitos tradicionalmente seculares. Como había hecho antes Antíoco Epífanes, Herodes nombró en su lugar figuras más modernas y menos fundamentalistas y obligó al sanedrín a limitarse exclusivamente a los asuntos religiosos[714].

Herodes compartía con muchas personas sofisticadas de la época la idea de que Palestina era una región atrasada y que un contacto más estrecho con el modo de vida griego podría ser beneficioso para el país. En consecuencia, construyó nuevos pueblos, nuevos puertos y nuevos teatros. Sin embargo, a diferencia de Antíoco Epífanes, había conseguido evitar provocar una revuelta al emprender al mismo tiempo una gigantesca ampliación del Templo. Las obras, iniciadas en el año 22 a. C., tardaron cuarenta y seis años en completarse, lo que significa que el gran Templo estuvo en construcción durante toda la vida de Jesús. La magnitud de las obras fue impresionante. Se tardaron dos años solo en reunir y entrenar a los diez mil hombres que trabajarían en ellas. Un millar de sacerdotes se encargaron de supervisarlos, debido a que solo ellos tenían acceso a determinadas áreas, consideradas santas. Una vez estuvo terminado, el Templo doblaba en tamaño al anterior (y era el doble de alto de lo que puede verse hoy sobre el que los judíos llaman monte del Templo). El edificio era un lugar colorido y exótico. Contaba con un gran patio exterior, abierto a todos, en el que los cambistas tenían sus puestos e intercambiaban monedas de todo tipo por los «siclos santos» necesarios para pagar las tarifas del Templo. (Fue con estos cambistas con quienes Jesús se enfrentaría con tanta vehemencia). En esta sección exterior había grandes señales en latín y griego que advertían a los no judíos de que podían morir si osaban ir más allá. Después del patio exterior, había una serie de pequeños patios más pequeños para grupos especiales de creyentes, como las mujeres o los leprosos. Al patio interior solo podían acceder los hombres. El Templo era un lugar muy concurrido y las aglomeraciones eran frecuentes. Además de los miles de sacerdotes que trabajaban allí, había un gran número de escribas y levitas que colaboraban en las ceremonias, ya fuera como músicos, técnicos o encargados de la limpieza[715]. Al compartimiento central, el sanctasanctórum, solo podía ingresar el sumo sacerdote, e incluso él únicamente una vez al año, durante el Día de la Expiación[716].

Por tradición cada día se sacrificaban dos corderos al amanecer y en el crepúsculo; sin embargo, cada peregrino podía ofrecer sus propios sacrificios individuales. Estos iban acompañados de cantos, música y vino, y requerían, se nos dice, de la participación de unos trece sacerdotes por término medio. Una descripción del Templo nos habla de setecientos sacerdotes realizando sacrificios al mismo tiempo, lo que significa que más de cincuenta animales fueron ofrecidos en esa ocasión. A nadie sorprende que la mezcla de chillidos, música y cantos, impactara a muchos visitantes, para los que la escena resultaba bárbara[717].

El Templo era un lugar impresionante. Pero bajo Herodes los judíos no se sentían más felices con su situación: Palestina seguía siendo un estado cliente y el judaísmo ortodoxo continuaba tan intransigente como siempre. En el año 66 d. C., setenta años después de la muerte de Herodes, los judíos volvieron a rebelarse, y en esta ocasión se los aplastó con tal vehemencia que su magnifico templo fue destruido por completo y se los expulsó de Palestina durante casi dos mil años. Entre la muerte de Herodes y la destrucción de su Templo, ocurrió uno de los acontecimientos más decisivos y misteriosos de la historia del mundo: el advenimiento de Jesús.

¿Existió Jesús? ¿Era una persona o una idea? ¿Podremos saberlo alguna vez? Y, si no existió, ¿cómo pudo la fe que fundó afianzarse y propagarse con tanta rapidez? Estas preguntas han inquietado las mentes de los estudiosos desde la época de la Ilustración, cuando «la búsqueda del Jesús histórico» se convirtió en una preocupación académica de primer orden. Es importante empezar esta sección señalando que, en la actualidad, el escepticismo en torno a la existencia de Jesús está decayendo: pocos expertos en estudios bíblicos ponen hoy en duda que haya sido una figura histórica. Al mismo tiempo, es imposible eludir el hecho de que los evangelios son inconsistentes y contradictorios, o el que los textos de Pablo, cartas fundamentalmente, son anteriores a los evangelios y, sin embargo, no mencionan ninguno de los episodios más sorprendentes y llamativos de la vida de Jesús. Por ejemplo, Pablo nunca dice que Jesús haya nacido de una virgen, nunca se refiere a él como «de Nazaret» y tampoco especifica que la crucifixión haya tenido lugar en Jerusalén (aunque insinúa que ocurrió en Judea, en Tesalonicenses [I, 2, 14-15]). Pablo nunca emplea la expresión «Hijo del Hombre» ni menciona muchos de sus supuestos milagros. Por lo tanto, lo que sí se mantiene en nuestros días es un amplio escepticismo respecto a los detalles de la vida de Jesús[718].

El escepticismo se alimenta también del hecho de que la idea de Jesús no fuera completamente nueva. Por ejemplo, en la época había por lo menos cuatro dioses —Atis, Tammuz, Adonis y Osiris— venerados en Oriente Próximo «como víctimas de una muerte prematura»[719]. Aunque estos no eran salvadores explícitos sino dioses de la vegetación, la cuestión es que era necesario revivirlos por el bien de la comunidad, y aquí el significado de unos y otro se solapa[720]. Además, no debemos olvidar que, en hebreo, el nombre mismo de Jesús (Ieshouah) significa salvación, un hecho que ha llevado a algunos estudiosos a sugerir que Jesucristo (Christos, como hemos señalado, significa Mesías en el sentido de rey y redentor) es más un título ritual que el nombre de un personaje histórico.

Los primeros escritos cristianos no constituyen una fuente fiable y su relación con el desarrollo de las ideas cristianas es incierta. Más allá de todos los problemas que plantea el Nuevo Testamento (algo que tendremos ocasión de discutir a continuación), debemos recordar que los primeros evangelios fueron escritos por lo menos unos cuarenta años después de la muerte de Jesús y que, por tanto, están más cerca de los acontecimientos de los que pretenden dar cuenta que todos los libros de la Biblia hebrea con excepción de Nehemías[721]. En total, se conservan unos ochenta y cinco fragmentos de pasajes del Nuevo Testamento anteriores al año 300 d. C. Los cuatro evangelios incluidos en el canon ya habían sido escritos hacia el año 100 d. C., aproximadamente, pero sabemos por lo menos de otros diez, entre ellos el evangelio de Tomás, el de Pedro, el de los Hebreos y el de la Verdad[722]. El evangelio de Pedro, por ejemplo, se ocupa, al igual que los cuatro evangelios canónicos, de la Pasión, entierro y resurrección de Jesús, pero nos ofrece una versión mucho más espectacular de este último acontecimiento; además, vincula a los hebreos con la muerte de Jesús de una forma mucho más deliberada que los textos del Nuevo Testamento. El evangelio de Tomás, por su parte, habría sido escrito a mediados del siglo II d. C., constituye una colección de dichos de Jesús que pone patas arriba algunos de sus dichos más famosos[723]. Y, como anota Robin Lane Fox, en 1935 se descubrieron en un papiro egipcio cuatro fragmentos de un evangelio «desconocido»; este contiene numerosos episodios que recogen los evangelios del Nuevo Testamento, pero en un orden distinto.

El prefacio al tercer evangelio (Lucas) se refiere a «muchos» que han intentado previamente escribir un relato sobre la vida de Jesús. Sin embargo, aparte de los evangelios de Marcos y Mateo ninguno de esos textos ha sobrevivido. Lo mismo puede decirse de algunas de las cartas de Pablo. Pablo escribió la primera de sus cartas (la Epístola a los Gálatas, c. 48-50 d. C.) muy poco después de la muerte de Jesús, por tanto, si Pablo no menciona los episodios más destacados de su vida, es legítimo preguntar si estos ocurrieron realmente. Ahora bien, si no ocurrieron, ¿de dónde proviene entonces esta tradición? La primera mención que tenemos del evangelio de Mateo la encontramos en una serie de cartas escritas por Ignacio, obispo de Antioquía, hacia el año 110, aunque no se lo menciona con este nombre. El primer testimonio sobre la existencia del evangelio de Juan proviene de un trozo de papiro cuya caligrafía permite datarlo en torno al año 125; también existe una referencia a un evangelio de Marcos algo más tardío: c. 125-140.[724] Por lo general se considera que el más antiguo de los evangelios es el de Marcos, escrito hacia el año 75 d. C. Este aparece mencionado en una cita que nos proporciona Papías, obispo de Hierápolis (en el interior de Asia Menor desde la costa Jonia, cerca del río Maeander). Papías, que escribe entre los años 120-138, cita a Juan el Viejo, un discípulo del Señor, que afirmaba que Marcos era el intérprete de Pedro y que «dejó escrito lo que él recordaba de lo que había dicho y hecho el Señor, pero no en el orden correcto». Sin embargo, Marcos (su texto como los demás evangelios canónicos fue escrito en griego) emplea un lenguaje y un estilo inferiores a los usados por escritores educados. Es muy posible, por tanto, que su autor no fuera un hombre sofisticado, que no estuviera directamente ligado a los apóstoles y, peor aún, alguien crédulo y poco fiable. Dado que hay un lapso de entre cincuenta y ochenta años entre la muerte de Jesús y la escritura de los últimos evangelios, su fidelidad debe ser puesta en duda. De los cuatro evangelios canónicos, solo uno, el de Juan, se refiere a un autor: «el discípulo a quien Jesús amaba»[725].

Los primeros cristianos parecen haber tenido ideas contradictorias acerca de los evangelios. Hacia el año 140, Marción, un destacado hereje que creía que el Dios del Nuevo Testamento era superior al Dios del Antiguo Testamento, pensaba que solo uno de los evangelios, el de Lucas, era suficiente. Hacia la década del 170, sin embargo, los cuatro evangelios canónicos ya han empezado a ser considerados de forma especial, pues por entonces Taciano, un discípulo de Justino, el escritor cristiano romano, los unió en una única versión «armonizada». Estos cuatro evangelios fueron escritos originalmente en griego, pero conocemos traducciones muy tempranas al latín, al sirio y al egipcio. Algunas de esas traducciones se remontan al año 200 y tuvieron como consecuencia muchas variaciones. Hacia 383, Jerónimo realizó una gran revisión de las versiones latinas, empleando, según se dice, textos griegos anteriores para corregir los errores que se habían colado en ellas. La Biblia de Jerónimo se convirtió en la base de la Vulgata, la edición latina estándar que reemplazó las traducciones parciales anteriores, la llamada Itala[726]. Con todo, el canon del Nuevo Testamento no quedó establecido hasta el siglo IV, cuando los obispos cristianos aprobaron la selección que hoy conocemos[727].

Hay una diferencia muy significativa entre el evangelio de Juan y los otros tres. Los textos de Mateo, Marcos y Lucas reciben el nombre de evangelios «sinópticos» porque son esencialmente relatos de la historia de Jesús y estos relatos, se señala a menudo, son como fotografías del mismo hecho tomadas desde ángulos diferentes. (Lucas pudo haber «picoteado» en Mateo y Marcos para mostrar distintos aspectos de Jesús). En los evangelios sinópticos Jesús apenas se refiere a sí mismo, y menos aún a la misión que Dios le habría encomendado[728]. Pero en Juan el relato de la vida de Jesús es menos relevante que su significado en tanto emisario del Padre[729]. Incluso la forma de hablar de Jesús es diferente en el cuarto evangelio, pues en él afirma constantemente que él es en verdad el «Hijo de Dios». Es posible que Juan sea una obra posterior, específicamente concebida como reflexión sobre los acontecimientos narrados en los otros tres evangelios. Pero en tal caso, ¿por qué no intenta siquiera aclarar algunas de las inconsistencias más manifiestas? La misma distancia entre los evangelios y los acontecimientos que narran solo hace que estas inconsistencias sean más preocupantes.

Empecemos con el nacimiento de Jesús. En primer lugar, ni Marcos ni Juan mencionan siquiera la Natividad, pese a su carácter excepcional. Mateo, por su parte, sitúa el nacimiento de Jesús en Belén, pero afirma que tuvo lugar en los últimos años del reinado de Herodes, mientras que Lucas vincula la Anunciación con el reinado de Herodes y asocia la Natividad, en Belén, con un acontecimiento específico: «Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo». Este empadronamiento ocurrió por primera vez siendo Cirino gobernador de Siria, en el año 6 d. C., después de que Herodes hubiera muerto.

Según esto, el nacimiento de Jesús ocurre con diez años de diferencia en Mateo y Lucas[730].

Los detalles alrededor de la concepción virginal son todavía menos satisfactorios. La incómoda verdad es que, pese a su naturaleza singular, esta no aparece mencionada ni en Marcos ni en Juan y tampoco en ninguna de las epístolas de Pablo. Según Geza Vermes, el experto en estudios bíblicos oxoniense, incluso en Mateo y Lucas el nacimiento virginal solo figura «como un prefacio a la historia principal, y en ninguno de estos dos evangelios, ni en el resto del Nuevo Testamento, se vuelve a aludir a ello, por lo que podemos asumir con cierta seguridad que es una adición posterior»[731]. En cualquier caso, la palabra «virgen» era usada con cierta «elasticidad» tanto en griego como en hebreo. En cierto sentido se aplicaba a la gente que contraía matrimonio por primera vez. Inscripciones en latín y griego encontradas en las catacumbas romanas evidencian que la palabra «virgen» podía seguir designando tanto a la esposa como al marido después de años de matrimonio. Por tanto, «un esposo virgen» casi con certeza significaba un hombre casado que no había estado casado antes. Otro significado del término era el de mujer que no puede concebir, es decir, que no ha menstruado. «Esta forma de virginidad terminaba con la menstruación»[732]. Incluso en aquellos evangelios donde se menciona el nacimiento virginal, las inconsistencias se multiplican. En Mateo el ángel visita a José para anunciarle el nacimiento, pero no a María. En Lucas, visita a María, pero no a José. En Lucas, la divinidad de Cristo se anuncia a los pastores, en Mateo, la proclama la aparición de una estrella en Oriente. En Lucas son los pastores los que realizan la primera adoración, mientras que en Mateo son los magos. Luego viene el episodio, mencionado en Mateo, en el que el rey Herodes, preocupado por el nacimiento de un «nuevo rey», ordena que todos los niños de Belén menores de dos años sean asesinados. Si un infanticidio de semejantes proporciones hubiera ocurrido realmente es casi seguro que lo encontraríamos en Josefo, que recoge con detalle otras brutalidades cometidas por Herodes. Sin embargo, Josefo no dice nada al respecto[733].

La concepción virginal de Jesús es un hecho maravilloso que también interfiere con su genealogía. Según la tradición mesiánica judía, como hemos visto, Jesús debería ser descendiente de David, lo que descarta a María como vehículo, ya que, se nos dice, ella pertenece a la tribu de Leví, no a la de Judá, como David[734]. Sin embargo, de acuerdo con los evangelios, Jesús no es hijo de José, sino del Espíritu Santo. Por tanto, no hay nada que lo vincule a David[735]. Por otro lado, según una antigua versión del Nuevo Testamento (el Palimpsesto Sinaítico, compuesto en el año 200, aproximadamente), «Jacob engendró a José; José, que desposó a María la virgen, engendró a Jesús, quien es llamado el Cristo»[736]. A la luz de este texto, ¿puede Jesús ser considerado divino? En Lucas ocurre algo similar: a los doce años Jesús deja estupefactos a los doctores de la ley en el Templo con su inteligencia; sin embargo, cuando sus padres, preocupados por su desaparición, finalmente le encuentran, el niño les reprocha: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». El evangelio continúa con la reacción de José y María: «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio». En otras palabras, ambos parecen desconocer su misión divina. ¿Cómo puede ser esto posible si María concibió de forma tan milagrosa? Estas inconsistencias, y el silencio que otros libros del Nuevo Testamento guardan al respecto, hacen que muchos estudiosos estén de acuerdo con Vermes en el sentido de que todo esto es una adición posterior. A pesar de ello, desde nuestro punto de vista sigue siendo legítimo preguntar cómo pudo surgir una idea semejante, más aún cuando no hay nada en la tradición judía que la sugiera. En la Biblia hebrea varias de las esposas de los patriarcas eran mujeres estériles cuyos úteros, «cerrados por Dios», habían luego sido «abiertos». Sin embargo, esta intervención divina, «nunca se tradujo en fecundación divina»[737]. Una posibilidad es la profecía de Isaías (7,14), comentada en el capítulo 5, que dice: «Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel» (nombre que significa «Dios con nosotros»). Pero Isaías no está insinuando nada sobrenatural en este pasaje: la palabra hebrea que emplea, almah, designa a una «mujer joven» que puede o no ser virgen. Sin embargo, cuando el libro de Isaías se tradujo al griego en la Septuaginta, la palabra empleada fue parqûnoj (parthenos), que sí significa «virgen», y el pasaje pasó a decir: «la virgen concebirá un hijo y tú [el marido] le pondrás por nombre Emmanuel»[738].

A diferencia de la tradición judía, el mundo pagano nos ofrece muchas historias en las que figuras destacadas nacen de una virgen. En Asia Menor, Nana, la madre de Atis era una virgen que concibió «al ponerse una almendra o granada madura en su seno». También tenemos a Hera, que se alejó «de Zeus y de los hombres» para concebir y dar a luz a Tifón[739]. Existen leyendas parecidas en China, pero la más similar la encontramos en el dios azteca Quetzalcoatl, que nació de una «virgen pura» a la que se llamó «Reina del Cielo». En este caso, también hubo un embajador encargado de anunciarle que era la voluntad de Dios que concibiera un hijo «sin relación con los hombres». El antropólogo J. G. Frazer creía que estas historias eran muy primitivas, y que su fuerza provenía de una época en la que la humanidad primitiva no había comprendido aún el papel del hombre en la concepción[740]. Los escritos de Filón de Alejandría (nacido hacia el año 20 a. C. y, por tanto, contemporáneo de Jesús y de los primeros evangelios) nos muestran que la idea de la concepción virginal era común en el mundo pagano en la época en que Cristo vivió[741]. Y por supuesto, la Navidad se estableció finalmente en una fecha en la que muchas religiones paganas celebran el nacimiento del dios sol, el día del solsticio de invierno, cuando los días empiezan a alargarse de nuevo. He aquí el comentario de J. G. Frazer: «En Siria y en Egipto los paganos representaban al sol recién nacido con la imagen de un niño que durante el solsticio de invierno se exhibía a los devotos, quienes, se nos dice, “creían que la virgen lo había traído al mundo”»[742].

El hecho de que Jesús naciera en Galilea nos conduce también a un territorio problemático, pues en términos sociales y políticos, Galilea era muy diferente de Judea. En principio Galilea era una región rural, poblada por campesinos, pero rica gracias a la exportación de aceite de oliva. Las ciudades más grandes estaban helenizadas y se habían vuelto judías solo en épocas relativamente recientes. En el siglo VIII a. C., por ejemplo, Isaías se había referido a «el distrito (gelil) de los gentiles»[743]. Galilea, además, era el hogar de lo que hoy llamaríamos terroristas: Ezequías, ejecutado hacia el año 47 a. C., y su hijo Judas, quien junto a Sadoq, un fariseo, fundó los zelotes, un partido político-religioso que invitaba a no pagar impuestos y se negaba a aceptar dominadores extranjeros. Fueron los descendientes de Judas quienes lideraron la revuelta de Masada, una fortaleza en la cima de un peñón de roca a unos cuatrocientos metros de altura, en los límites del desierto de Judea, en la que novecientos sesenta «insurgentes y refugiados» fueron asesinados o prefirieron cometer suicidio colectivo antes que rendirse[744]. Los habitantes de Galilea tenían un marcado acento rural (la Biblia menciona este hecho) y Jesús pudo haber sido considerado un revolucionario, independientemente de si realmente lo era o no. Debemos también recordar que la palabra aramea para carpintero o artesano (naggar) también significa «estudioso» o «erudito». Esto podría explicar el respeto que se tiene a Jesús desde un comienzo (y el hecho de que, al parecer, nunca haya ejercido un trabajo[745]). Desde esta perspectiva, ¿es posible que se le haya considerado el elocuente portavoz de un partido revolucionario de Galilea[746]?

Las contradicciones e inconsistencias también pueblan los relatos sobre el juicio y crucifixión de Jesús, lo que arroja aún más dudas sobre su identidad y la naturaleza de sus creencias. Christopher Rowland plantea esta cuestión con claridad: Jesús fue crucificado por los romanos, ¿por qué y para qué? Específicamente, ¿por qué no fue castigado por los judíos? ¿Fue su crimen político y no tanto religioso, o fue político y religioso (en la Palestina de la época con frecuencia era difícil distinguir uno de otro)? En repetidas ocasiones Jesús se había mostrado contrario a la violencia, lo que significa que no se le puede identificar con los zelotes; por otro lado, su continua proclamación de que el reino de Dios estaba «cerca» podía ser interpretada fácilmente como una declaración política.

La primera inconsistencia se refiere al recibimiento de Jesús en Jerusalén. Sabemos que fue recibido «triunfalmente» por «la multitud» y que los sacerdotes, a la cabeza de esta multitud, fueron unánimes en su acogida. Al cabo de unos pocos días, sin embargo, Jesús es llevado a juicio y los sacerdotes piden su muerte. Todos los evangelios canónicos sostienen que Jesús fue interrogado primero por los líderes religiosos judíos antes de ser entregado a Pilatos, el gobernador de Judea. La primera vista tiene lugar en casa del sumo sacerdote, Caifás, en la noche[747]. Frente a todos los escribas y ancianos, Caifás pregunta a Jesús si es verdad que afirma ser el Mesías y «Jesús responde con palabras que el sumo sacerdote considera blasfemas»[748]. ¿Cuál puede haber sido su respuesta? Bajo la ley judía la blasfemia era un crimen capital, pero sostener que uno era el Mesías no era blasfemo: cien años más tarde Simón bar Cochba aseguró ser el Mesías y fue aceptado como tal por algunos judíos eminentes[749]. Las inconsistencias no terminan aquí. Tras entrevistarse con Caifás, Jesús fue entregado a Pilatos. No obstante, la ley judía impedía las condenas a la pena capital y las ejecuciones durante el Sabbath, o las festividades, y otras leyes impedían que se realizaran juicios y ejecuciones en el mismo día o en la noche. Por último, la blasfemia se castigaba con la lapidación del condenado, no con su crucifixión.

El problema es que nada de esto tiene sentido en el contexto de la época si el delito (o los delitos) de Jesús fue básicamente religioso[750]. Ahora bien, si sus crímenes fueron políticos, ¿por qué entonces se nos cuenta que Pilatos dice: «ningún delito encuentro en este hombre»? Otras fuentes confirman que Pilatos estaba «constantemente alerta ante la posibilidad de una invasión o un levantamiento». Y ante el gobernador romano los judíos llegan al extremo de acusar a Jesús de fomentar la revolución. «Hemos encontrado a este alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributo al César y diciendo que él es Cristo Rey». Sin embargo, ninguno de los seguidores de Jesús fue detenido con él, lo que con seguridad habría pasado si hubiera sido el líder de un grupo político, y Pilatos vuelve a entregarlo a los judíos para que cumplan con lo que en realidad es un tipo de ejecución romano. En algunos de los evangelios no hay juicio formal ante Pilatos y tampoco sentencia formal: Pilatos, simplemente, deja que los judíos hagan lo que quieran[751]. Tampoco el significado de la crucifixión es claro. Por ejemplo, no conocemos ningún otro caso en el que un gobernador romano libere a un prisionero por solicitud popular (como ocurre con Barrabás[752]). Y, de hecho, este episodio puede ser al mismo tiempo más y menos de lo que parece. Barrabás significa en realidad «hijo del padre» (Bar Abba) y sabemos que en algunas copias antiguas de Mateo el nombre que se da a Barrabás es Jesús Barrabás[753]. Por último, durante la crucifixión misma, se nos dice que el sol se oscureció y que la tierra tembló. ¿Se trata de un acontecimiento real o metafórico? No hay una fuente independiente que corrobore este hecho: Plinio el Viejo (c. 23-79 d. C.) dedica un capítulo completo de su Historia natural a los eclipses y no menciona ninguno que pudiera coincidir con la crucifixión[754].

Las inconsistencias en torno a la resurrección son todavía más patentes, aunque debemos recordar que carecemos del testimonio de los testigos presenciales de semejante acontecimiento. Esto es así, pese al hecho de que la primera mención de quien estaba presente en tan extraordinaria serie de episodios nos la proporciona Pablo en su Primera Epístola a los Corintios, escrita a mediados de la década del 50, antes de los evangelios. En relación al descubrimiento de la tumba vacía, Mateo dice que las mujeres fueron a ver el sepulcro, mientras que en Marcos las mujeres han ido antes y regresan luego con aromas para embalsamar el cuerpo. Juan también nos ofrece una versión diferente: antes de la resurrección, Nicodemo ha embalsamado el cuerpo. En tres de los evangelios la piedra ha sido quitada del sepulcro, pero en Mateo un ángel la hace rodar en presencia de las mujeres[755]. En Mateo, el Jesús resucitado se aparece a los discípulos en Galilea, mientras que en Lucas este episodio tiene lugar en Jerusalén.

En la citada Primera Epístola a los Corintios, redactada a mediados de la década del 50, mucho antes que los evangelios, aunque no necesariamente antes de que una tradición evangélica circulara de forma oral, Pablo nos ofrece una lista de los testigos de la resurrección. Lo que resulta importante señalar aquí es que Pablo, pese a que esperaba vivir lo suficiente como para ver el fin de los tiempos, no menciona el sepulcro vacío[756]. Acaso más significativo aún es el hecho de que la palabra que usa para describir la aparición del Cristo resucitado a los discípulos, ophthe, es la misma que utiliza para describir su propia visión en el camino hacia Damasco. En otras palabras, parece que para Pablo la resurrección no era un fenómeno físico, «el retorno a la vida en carne y hueso de los muertos», sino una transformación espiritual, una forma diferente de conocimiento[757].

Hay argumentos en contra de esta interpretación. Por ejemplo, todos los testigos que ven el sepulcro vacío son mujeres y aunque había mujeres ricas en Judea, y pese a que en la literatura contemporánea encontramos heroínas femeninas, en general estas tenían un estatus tan bajo en la época que si alguien hubiera querido inventar testimonios con toda seguridad no habría elegido a mujeres. En el mismo sentido, todas las conversaciones que el Jesús resucitado mantiene con aquellos con quienes se encuentra son comunes y corrientes y en nada se diferencian de las que han tenido lugar antes de la crucifixión. Una vez más: dada la singularidad del fenómeno, si la gente hubiera inventado estos encuentros, es muy probable que los hubiera adornado y embellecido para hacerlos parecer más significativos[758].

Es perfectamente posible que Jesús supusiera una amenaza religiosa y política al mismo tiempo, las dos cosas no son en ningún sentido incompatibles. Si Jesús se autoproclamaba Mesías, o incluso si permitía que sus seguidores lo consideraran como tal, constituía de forma automática una amenaza política debido a la concepción judía del Mesías como un héroe militar que lideraría a su pueblo en una revuelta contra Roma. Por otro lado, representaba una amenaza desde el punto de vista de los saduceos, ya que su concepción del judaísmo estaba radicalmente enfrentada a la suya. Pero esto no explica las inconsistencias que hemos mencionado.

Actualmente, el consenso entre los estudios y los expertos es que, a pesar de las diferencias señaladas a lo largo de esta sección, las sorprendentes similitudes entre Mateo, Marcos y Lucas se explican por el hecho de que tanto Mateo como Lucas emplearon una copia de Marcos cuando compusieron sus evangelios. Más aún: si dejamos a Marcos a un lado, Mateo y Lucas siguen teniendo mucho material en común, «incluidas enormes secciones prácticamente idénticas palabra a palabra»[759]. En el siglo XIX, los investigadores alemanes llamaron a este material Q, Quelle, «fuente». Junto con el hallazgo, en 1945, en Nag Hammadi, en el Alto Egipto, del evangelio de Tomás, que hasta entonces los estudiosos consideraban perdido por completo, este material arroja nueva luz sobre el Nuevo Testamento. Las dos concepciones más llamativas y polémicas que han motivado estos descubrimientos son, primero, la de Burton Mack, que sostiene que Jesús fue «una nota a pie de página de la historia», «una personalidad marginal que, debido a una serie de accidentes, se convirtió en dios», y, segundo, la de Paula Fredriksen, según la cual «Jesús fue un profeta apocalíptico judío que esperaba que Dios interviniera en la historia provocando un cataclismo… y que estaba totalmente equivocado. El cristianismo, por tanto, constituye una serie de intentos de lidiar con este asombroso error, el más notable de los cuales es la doctrina de la Segunda Venida»[760]. Aunque otorgan un estatus mucho menor a Jesús, ambas propuestas siguen considerándolo una figura histórica[761].

Cualquiera que sea el significado del cristianismo hoy (y en capítulos posteriores seguiremos explorando la forma en que su mensaje cambió a lo largo de los años), la principal idea de Jesús, tal y como aparece en el Nuevo Testamento, es relativamente simple. Esta era que «el Reino de Dios está cerca». La expresión en sí no es común en las Escrituras hebreas, pero, como hemos visto, la idea del Mesías se había hecho cada vez más popular entre los israelitas y, en los cien años anteriores al nacimiento de Jesús, había cambiado de significado, y de «rey» había pasado a ser «redentor». Con todo, es importante señalar que Jesús nunca se llamó a sí mismo Mesías[762].

En 1892, Johannes Weiss, el estudioso alemán del Nuevo Testamento, sostuvo en su libro La proclamación del Reino de Dios por Jesús que esta idea dominante podía descomponerse en cuatro elementos: que los tiempos mesiánicos eran inminentes; que, una vez Dios hubiera establecido el reino, el juicio y el gobierno se traspasarían a Jesús; que en un principio Jesús esperaba vivir para ver el reino establecido, pero que luego comprendió que su muerte sería necesaria; y que, sin embargo, incluso entonces Jesús siguió creyendo que el reino sería establecido en vida de la generación que le había rechazado, cuando retornaría «sobre las nubes del cielo» y la tierra de Palestina se convertiría en centro del nuevo reino. En otras palabras, Jesús no estaba hablando de renovación espiritual, sino que preveía un cambio fundamental en la realidad física del mundo, y esperaba que ocurriera pronto[763]. Teniendo como base esta idea dominante, Jesús adoptó con frecuencia una actitud menos rígida hacia los detalles de la ley judía (cumplimiento del Sabbath, restricciones alimenticias) que sus contemporáneos, subrayando la misericordia de Dios más que la justicia punitiva, e insistiendo más en la convicción interior que en la estricta observancia de los rituales. Su mensaje, a fin de cuentas, estaba dirigido a los judíos. Nunca imaginó un sistema religioso nuevo: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel»[764]. E incluso rechazó a los gentiles que le buscaban[765]. Esta es una idea simple pero trascendental que se perdió en la historia.

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