Ideas

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Segunda parte. De Isaías a Zhu XI: La novela del alma » Capítulo 6. Los orígenes de la Ciencia, la Filosofía y las Humanidades

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Con gran ingenio, Platón consideró también la matematización de la naturaleza. El cosmos, sostuvo, era la creación de un artesano benevolente, un dios racional, el Demiurgo, la personificación de la razón. Para Platón fue él quien creó el orden a partir del caos, un orden que el filósofo (apropiándose de la idea de Empédocles sobre las cuatro raíces —tierra, agua, fuego y aire— y bajo la influencia de Pitágoras) consideraba reducible a triángulos. Los triángulos eran, decía, la entidad básica del mundo. Esta «atomización geométrica» explicaba tanto la estabilidad como el cambio. En la época de Platón ya se sabía que existen sólo cinco cuerpos geométricos regulares: el tetraedro, el octaedro, el icosaedro (formado por veinte triángulos equiláteros), el cubo y el dodecaedro (formado por doce pentágonos). Platón relacionó cada uno de éstos con las raíces: fuego = tetraedro; aire = octaedro; agua = icosaedro; tierra (la raíz más estable) = cubo. El dodecaedro, afirmó, se identificaba con el cosmos en su conjunto. Lo que es importante aquí no es la escurridiza manera en la que Platón liga las cinco formas con las cuatro raíces y luego añade el cosmos para cuadrar las cuentas, sino la propuesta de que cada uno de estos cuerpos (los «sólidos platónicos») podía descomponerse en triángulos y resucitar de distintas maneras para producir diferentes sustancias, una propuesta que desarrolla y afina la idea de que, pese a las apariencias, el universo está hecho de un material básico, responsable a la vez de la estabilidad y el cambio.

Una noción que no es muy diferente de la que tenemos en nuestros días.[589]

No obstante, el núcleo de la doctrina platónica, y su aspecto más influyente (aunque también más místico), lo constituye su teoría de las «ideas». Esta palabra, que en realidad significa «formas», fue empleada por primera vez por Demócrito para referirse a los átomos, pero Platón le dio un giro completamente nuevo. Al parecer, Platón creía que estaba ampliando los postulados de Sócrates y los pitagóricos: Sócrates había argumentado que la virtud existía por sí misma, independientemente de la gente virtuosa; los pitagóricos, por su parte, habían revelado el orden abstracto del mundo, el diseño matemático del universo. A estas nociones, Platón añadió su propia contribución, cuyo primer y más destacado aspecto está relacionado con la idea de belleza. Este filósofo pensaba que era posible avanzar de la contemplación de un cuerpo bello y de otro y de otro, a la noción de que existía, en otro ámbito, la belleza ideal, la idea en su forma más pura. A través del estudio, el autoconocimiento, la intuición y el amor, el iniciado podía acceder a la esencia pura de la Belleza (y de otras formas, como la Bondad y la Verdad). Para Platón, el mundo de lo existente estaba dividido en cuatro niveles: el de las sombras, el de los objetos perceptibles, el de los objetos matemáticos y el de las ideas. De la misma forma, creía que había cuatro estadios del conocimiento: la ilusión, la creencia, el conocimiento matemático y la dialéctica (por la que entendía el examen, la discusión, el estudio, la crítica), que llegado el momento permitía acceder a «el supremo mundo de las ideas».[590]

Esta ambiciosa teoría abarcaba incluso la política, y Platón intentó imaginar cómo sería la ciudad ideal. En la República, Platón rechazó las que consideraba cuatro formas «impuras» de gobierno (la timocracia, la oligarquía, la democracia y la tiranía) y en su lugar imaginó un sistema cuya meta específica era la de formar los gobernantes ideales. Para empezar, los hombres debían ser libres de desarrollarse por sí mismos como Sócrates había indicado, y por tanto las mujeres y los niños serían comunes. Ello liberaría a los hombres para que siguieran un estricto sistema de educación: gimnasia (desde los diecisiete hasta los veinte años); teoría de los números (de los veinte a los treinta años); y por último, teoría de las ideas (de los treinta a los treinta y cinco años). Aquellos que se graduaran en este sistema estarían en condiciones de ocupar cargos públicos entre los treinta y cinco y los cincuenta años, edad a la cual se retirarían para dedicarse a sus estudios.[591] En Las leyes, Platón desarrolló sus teorías aún más. También aquí, imaginó una especie de comunismo primitivo de las posesiones, las mujeres y los hijos. Sin embargo, en esta obra su principal objetivo era establecer cómo proteger al individuo de «las tumultuosas atracciones de sus instintos» y, por tanto, proliferan en ella las regulaciones. La educación, fuertemente inclinada hacia las matemáticas, era prerrogativa del estado. La libertad prácticamente desaparecía: mujeres inspectores podían entrar en los hogares de los jóvenes a voluntad. La pederastia quedaba proscrita (lo que constituía una gran innovación), al igual que los viajes al extranjero de todos los menores de cincuenta años. Al mismo tiempo, la religión era obligatoria, los descreídos serían encerrados en una «casa correccional» durante cinco años hasta que entraran en razón. A quienes se juzgara incorregibles se los condenaría a muerte.[592]

Para el lector moderno, el intuicionismo místico de Platón es tan exasperante como impresionante es la coherencia y amplitud de sus intereses. Sus escritos abarcan todos los ámbitos, desde la psicología y la escatología hasta la ética y la política. Su importancia reside especialmente en la influencia que ejercieron, en particular en Filón y los Padres de la Iglesia, que en Alejandría, en el siglo I d. C., intentaron conciliar el Antiguo Testamento y Platón en una nueva sabiduría que, pensaban, el cristianismo habría «completado» (un tema sobre el que volveremos en el capítulo 8). La intuición de Platón, sobre los mundos ocultos, la inmortalidad del alma, y su idea de que el alma es una sustancia separada, serían desarrolladas por los neoplatónicos cristianos siglos después.[593] No obstante, esa misma intuición irritaría a filósofos posteriores, como Karl Popper, que consideran que su perspectiva inherentemente anticientífica hizo tanto mal como bien. Volveremos sobre esta cuestión en la conclusión del libro.

«Aristóteles es el coloso al que debemos las obras que iluminarían y ensombrecerían el pensamiento europeo de los siguientes dos mil años».[594] Y, como anota también Daniel Boorstin, «¿quién habría podido adivinar que el discípulo más famoso de Platón se convertiría (según las palabras atribuidas a Platón mismo) “el potro que patearía a su madre”?».

Aristóteles (384-322 a. C.) era un hombre muy práctico que tenía muy poco tiempo para los aspectos más místicos e intuitivos de las doctrinas platónicas. Y tampoco estaba especialmente enamorado del énfasis matemático de la Academia (sobre cuya entrada, dice la leyenda, había una inscripción que decía que sólo los geómetras podían entrar). Provenía de una familia de médicos y su padre, Nicómaco, había sido el doctor personal del rey Amintas de Macedonia, padre de Filipo de Macedonia y abuelo de Alejandro Magno. Tras quedar huérfano, Aristóteles fue enviado a Atenas para que se educara, llegó a la ciudad en el año 367 a. C., a la edad de diecisiete años. Ingresó en la Academia de Platón, pero durante toda su vida fue un forastero. Como era un «meteco» (extranjero residente) no podía poseer propiedades en Atenas.[595] Permaneció en la Academia durante más de veinte años (no había que pagar ningún tipo de matrícula y un estudioso podía permanecer en ella tanto tiempo como quisiera con la condición de que se mantuviera a sí mismo), y sólo se fue tras la muerte de Platón en 347 a. C. Sin embargo, la fortuna le sonrió, pues por esa época Filipo de Macedonia estaba buscando un tutor para su hijo, Alejandro. «Fue un encuentro que habría debido de tener más consecuencias de las que realmente tuvo: el filósofo más influyente de la historia de Occidente en estrecho contacto con el futuro conquistador de una vasta porción de Oriente Próximo, el imperio más grande de Occidente antes de Roma». De hecho, Aristóteles salió más beneficiado de ello que Alejandro Magno. Bertrand Russell pensaba que el joven Alejandro «debía de haberse aburrido con el viejo pedante al que su padre había puesto a su lado para mantenerlo alejado de posibles travesuras».[596] El filósofo, por su parte, fue recompensado doblemente por los macedonios. Le pagaron muy bien (murió siendo un hombre rico) y le ayudaron en sus investigaciones en historia natural, ya que consiguió que los guardabosques etiquetaran a los animales salvajes de la zona y pudo seguir sus movimientos. Además, en Macedonia, Aristóteles se hizo amigo del general Antípatros, una amistad que más tarde resultaría decisiva.

Después de que Alejandro ascendiera al trono de Macedonia en el año 336 a. C., Aristóteles regresó a Atenas. Habían pasado más de diez años desde la muerte de Platón y la Academia había cambiado mucho. Pero para entonces Aristóteles era lo suficientemente rico como para fundar su propio centro de enseñanza en el Liceo, una arboleda y un gimnasio a aproximadamente un kilómetro del Ágora de Atenas. Allí Aristóteles adoptó la costumbre de caminar por el paseo (peripatos) público hablando de filosofía con sus estudiantes «hasta que llegaba el momento de sus fricciones con aceite». Como la Academia, el Liceo tenía cierto número de salones de lectura, pero también contaba con una biblioteca: según la tradición, fue Aristóteles quien por primera vez reunió la primera colección de libros ordenada de forma sistemática. (Es posible que creyera que cualquier conocimiento podía organizarse en un todo coherente, si bien la actual organización de sus obras fue realizada por los romanos en el siglo I d. C.). En las mañanas, Aristóteles impartía conferencias para aquéllos dedicados al estudio, pero en las tardes cualquiera era bienvenido. El día culminaba en los symposia, o cenas festivas, que se desarrollaban de acuerdo a unas reglas que Aristóteles mismo había establecido.[597] Estas cenas eran una institución ateniense, el equivalente de los clubes de épocas posteriores. Había reglas y modas que dictaban incluso la forma adecuada de disponer los divanes o de servir el vino.

Aristóteles pasó más de una década en el Liceo. Durante ese tiempo escribió e impartió clases sobre un vastísimo repertorio de materias, no menos impresionante en amplitud que el de Platón: desde la lógica y la política hasta la poesía y la biología. Su intento de clasificarlo todo, y de considerar cuanto podía, también lo convirtieron en nuestro primer enciclopedista. La ironía es que sus obras «publicadas» (como las llamaríamos nosotros) no sobrevivieron. Lo que conservamos son sus clases matutinas, ampliadas y anotadas por sus estudiantes.[598] Aristóteles se vio obligado a abandonar Atenas en el verano de 323 a. C., cuando llegó la noticia de que Alejandro había muerto. La asamblea ateniense declaró de inmediato la guerra a Antípatros, el antiguo amigo y mecenas del filósofo, que para entonces era el general que controlaba Macedonia. A Aristóteles, el «meteco», se le consideraba un macedonio y, por tanto, se convirtió de inmediato en un sujeto sospechoso y tuvo que huir a Calcis, un bastión macedonio. Esto, al menos, consiguió evitar, como el mismo filósofo observó con acierto, que los atenienses «pecaran por segunda vez contra la filosofía».[599] Murió un año después, a la edad de sesenta y tres años, todavía en Calcis.

Bertrand Russell pensaba que Aristóteles había sido «el primer [filósofo] que escribió como un profesor… un maestro profesional y no un profeta inspirado». Aristóteles sustituyó el misticismo de Platón por un sentido común lleno de perspicacia.[600] El contraste más destacado con la actitud platónica lo encontramos en sus ideas políticas. En lugar del esbozo intuitivo de una mancomunidad ideal propuesto por Platón, las teorías aristotélicas se fundaban en una investigación sólida: por ejemplo, en las descripciones elaboradas por su ayudante de 158 sistemas políticos diferentes de todo el mundo mediterráneo, desde Marsella hasta Chipre. Su indagación le convenció de que la ciudad ideal no existía y de que no podía existir. Ninguna constitución era perfecta, y los gobiernos estaban destinados a diferenciarse debido «al clima, las condiciones geográficas y los precedentes históricos». Por su parte, él prefería una forma de democracia abierta sólo a hombres educados.[601]

Su clasificación del mundo natural, aunque imaginativa, actuó como una camisa de fuerza para generaciones posteriores, en especial en biología. Aristóteles apoyaba la idea de que había una unidad subyacente en la naturaleza: «Por los hechos observados, desde luego, no parece que la naturaleza sea una sucesión de episodios, como una mala tragedia» (Metafísica).[602] Pero al mismo tiempo pensaba que la naturaleza estaba cambiando constantemente. «En efecto, váyanse a paseo las especies [las formas] pues son música celestial y, si existen, no se relacionan para nada con esta discusión» (Analíticos segundos). De hecho, Aristóteles pone a Platón patas arriba. Por ejemplo, para él la existencia de los músicos no depende de alguna idea llamada Música. Las abstracciones no poseen una existencia real como la de los árboles o los animales. Sólo existen en la mente. «No puede haber lo músico si no hay alguien que sea músico» (Metafísica).[603]

Si Aristóteles poseía alguna inclinación mística, era su tendencia a ver un propósito en todo; así, por ejemplo, pensaba que todas las especies animales cumplían con un propósito determinado, que existían por una razón lógica: «La naturaleza no hace nada en vano». Pero por lo general se esforzó en ser lógico, y de hecho podría reivindicar el haber sido el fundador de la lógica. La denominó analítica, pero en cualquier caso fue el primero en explicar el razonamiento deductivo, la ciencia de extraer conclusiones a partir de premisas expresadas en silogismos formales. Su idea era que ésta constituía una herramienta básica para la comprensión de cualquier materia.[604] La lógica dirigió sus estudios sobre los animales, y en dos formas. Con la ayuda de los guardabosques macedonios, describió (con meticuloso detalle) y clasificó más de cuatrocientas especies de animales. Por ejemplo:

LAS OCHO «GRANDES CATEGORÍAS» DEL REINO ANIMAL SEGÚN ARISTÓTELES

La lógica (para no mencionar el sentido común) también lo llevó a diseccionar los animales para poder describir su anatomía interna. Esto fortaleció su idea de que la vida formaba una unidad, pues le permitió mostrar que, en su interior, los animales eran muy parecidos entre sí y no muy diferentes del hombre.[605]

Su concepción del ser —lo que existe— también estaba fundada en buena medida en el sentido común. Consideró que tenía diez aspectos: sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posesión, acción y pasión. El único elemento místico lo encontramos en relación a la sustancia, que poseía dos versiones: en acto, «cuando su forma se realizaba»; y en potencia, antes de que la realización hubiera acontecido. Cuando un escultor convertía el bronce, su material, en una escultura terminada, «realizaba» la sustancia.[606] Esto también evidencia la obsesión de Aristóteles con el propósito.

Mientras las nociones de cambio y de propósito se aplicaban a los seres humanos y a los animales, con Dios, en su opinión, ocurría lo contrario. En medio de todos los cambios y mutaciones que observaba a su alrededor, Aristóteles postuló la existencia de un motor inmóvil: Dios. Dios, decía, era puro pensamiento, pura acción, «sin materia, accidente o desarrollo». Todo en el universo aspiraba a este estado, que para él equivalía a la belleza, inteligencia y armonía verdaderas. Según él, esta armonía era la meta del conocimiento, la idea en la que quizá estaba más cerca de Platón.[607] Aristóteles se refirió a la colección de textos en la que figuran estas ideas como filosofía «primera» o «primaria». Posteriormente, sin embargo, se colocó este material después de otra colección dedicada a la física y empezó a conocérsele como Meta ta physika. Éste es el origen del término «metafísica».[608]

En ninguna otra de sus obras resulta más evidente el sentido común de Aristóteles que en sus tratados de ética. Todos quieren la felicidad, decía, pero es un error buscarla, como hacen la mayoría de los ciudadanos, en el placer, la riqueza o el prestigio. La felicidad, la armonía, la virtud, provienen de una conducta que sea coherente con la verdadera naturaleza humana, en otras palabras, del comportamiento razonable. La felicidad supone el control de las demás pasiones; en la vida, uno debería buscar siempre la mesura, una posición a medio camino entre los excesos opuestos. Como señala Pierre Leveque, posteriormente se acusó a Aristóteles de ser «seco» (escribía, como decía Russell, como un profesor), pero incluso si esto es cierto (recordemos que todo lo que tenemos son sus apuntes), su habilidad para mantenerse cerca de lo real, lo particular y lo sensato supera con creces cualquier inconveniente en este sentido. Para él, los seres humanos tenían el potencial adecuado para ser éticamente buenos siempre que usaran su razón y recibieran una formación adecuada. Una visión radicalmente opuesta a la que desarrollarían los cristianos con san Agustín y la idea de pecado original.

En el teatro trágico, una de las glorias únicas y particulares de Atenas, encontramos las mismas inquietudes y preocupaciones centrales de la filosofía. «Otras ciudades con regímenes democráticos habían desarrollado la comedia, pero la tragedia fue una invención de Atenas sola».[609] A pesar de que hemos perdido la música y la danza que formaban parte esencial de estas representaciones, la poesía trágica es sin duda una de las innovaciones y uno de los logros dramáticos y literarios más decisivos de todos los tiempos, concebida para expresar los pensamientos más profundos de los que son capaces los hombres y las mujeres y, en particular, para examinar y valorar sus relaciones con las potencias divinas.[610]

Aunque para nosotros las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides —los únicos autores de tragedias de los que conservamos textos— son clásicos, para los atenienses de la antigua Grecia éstas eran algo completamente novedoso, que aprovechaban y reflejaban las nuevas realidades de la democracia, la ciencia y las tácticas militares. La nueva sabiduría había puesto al hombre en un nueva relación tanto con los dioses como con sus semejantes. En la tragedia clásica, la naturaleza humana se opone a la naturaleza de los dioses, y el libre albedrío se contrapone al destino. Aunque en esta confrontación el hombre siempre pierde —y encuentra la muerte o el destierro por haber desafiado o ignorado a los dioses y haber cedido a la hubris, su arrogante confianza en sí mismo—, la tragedia utiliza la muerte como un medio para concentrar la mente e incitar al pensamiento y la reflexión en torno a lo que la ha provocado. Si bien es difícil discernir los vínculos entre las tragedias y la situación política de la época, éstos existen. El drama ateniense representa una era en la evolución de la autoconciencia humana: ¿es acaso su confianza en sí misma, tal y como se manifiesta en el progreso científico, filosófico, político y jurídico, una forma de arrogancia? ¿Cuál es el verdadero lugar de los dioses entre todos estos nuevos conocimientos?

El desarrollo del teatro ateniense fue consecuencia directa de un prolongado período de prosperidad. Sabemos que Atenas vivió entonces una época próspera porque fue en ese tiempo cuando se plantaron muchos olivos. Dado que los olivos no producen frutos durante cerca de treinta años, el que se los plantara constituye un indicio de que la gente veía el futuro, al menos, con cierto optimismo. El aumento de las exportaciones de aceite de oliva impulsó el desarrollo de la cerámica, necesaria para su transporte. Hacia el año 535 a. C. la decoración de los jarrones experimentó una transformación decisiva con la invención de nuevas técnicas. Hasta entonces, lo que se hacía era pintar figuras negras sobre los recipientes y grabar los detalles. Pero para esta época se empieza a cubrir toda la superficie de negro y dejar el rojo natural de la arcilla para las figuras. Esto permitió a los artesanos griegos conseguir una variedad y un realismo mucho mayores.[611] Pero la prosperidad que había traído consigo el comercio internacional de aceite de oliva alcanzó también a los campesinos, y fueron sus rituales, que incluían canciones corales y danzas mímicas, celebrados en honor de Dionisos, el dios del vino, cuya sangre se derramaba en beneficio de los seres humanos, los que proporcionaron los cimientos del teatro griego. En el culto de Dionisos, se sacrificaba una cabra y el ritual mismo se conocía como trag-odia, la canción de la cabra. Por tanto, hay un vinculo directo entre el sacrificio y la tragedia: este primitivo ritual sobrevive en nuestra forma teatral más impactante. En un principio, la trag-odia era una celebración puramente religiosa, con un único celebrante, el Respondiente, que narraba el Nacimiento del Divino Niño y «los planes de sus enemigos». Entre un episodio y otro, un coro cantaba y bailaba (su función era subrayar las cuestiones planteadas por el Respondiente para que las considerara el público en general).[612] Las innovaciones proliferan poco tiempo después. Se empieza a utilizar relatos sobre otros dioses además de Dionisos, y se introduce el diálogo, que normalmente tiene lugar entre el Respondiente y el líder del coro. Hacia 534 a. C., Tespis introdujo un cambio adicional: la voz individual, el solo o hypokrites, realizaba ahora entradas sucesivas, cada vez con un atuendo y una máscara diferentes que se cambiaba en una tienda vestuario, o skēnē (de donde viene nuestra palabra escena). De esta manera, la voz individual representaba a diferentes personajes, lo que hacía aún más complejo el relato, y sus parlamentos se acompañaban con la música producida por una flauta doble. El coro, que todavía ocupaba el escenario durante la mayor parte del tiempo, cantaba o danzaba según las emociones evocadas por el desarrollo de la historia.

En Atenas se celebraba anualmente un festival en honor de Dionisos, que tenía lugar a la sombra de la Acrópolis y en que la tragedia se terminaría estableciendo como un acontecimiento regular. Se entregaban premios a las mejores obras y las innovaciones técnicas: Tespis fue uno de los primeros ganadores, gracias a su skēnē, y también Frínico fue galardonado por la introducción de personajes femeninos (aunque los encargados de representarlos fueran siempre hombres). En su exploración de personajes, tramas y contra-tramas, los dramaturgos dieron lugar a la costumbre de componer tetralogías compuestas de tres tragedias y una sátira.[613]

El primero de los tres grandes trágicos atenienses fue Esquilo (525/524-456 a. C.), dotado de un lenguaje «rico y penetrante». A él se debe la introducción de un segundo acto, lo que hizo que el diálogo resultará menos artificial y más realista, proporcionando a sus obras una mayor tensión, y supo emplear las posibilidades dramáticas de las dilaciones.[614] Las primeras obras de teatro no tenían el dramatismo, la excitación y las revelaciones que, para nosotros, caracterizan el género. Por lo general, el dilema central de la obra aparecía en un momento muy temprano, y ésta se desarrollaba alrededor de las distintas reacciones de los personajes. Sin embargo, en obras como Los persas, Esquilo retrata la presentación del conflicto durante cerca de trescientos versos. Aunque aun así el clímax ocurre antes de que la obra haya llegado a la mitad.[615] Un catálogo de la época refiere setenta y dos tragedias escritas por Esquilo, no obstante sólo siete han llegado hasta nosotros.

Sófocles (c. 496-406 a. C.) era hijo de Sofilo, un próspero fabricante de armaduras de Colono, en las afueras de Atenas. Es posible que hubiera estudiado con Esquilo y, además, conoció a Pericles, quien se preocupó por proporcionarle un buen número de cargos importantes: recolector de tributos, general, sacerdote, embajador. Cuando se dedicó a escribir no fue menos afortunado: sus ciento veinte obras recibieron veinticuatro premios. Una vez más, es una auténtica tragedia que sólo siete de ellas hayan sobrevivido.[616] Las tragedias de Sófocles aprovechan y superan los logros de Esquilo gracias a dos innovaciones. La primera fue la introducción de un tercer actor, con lo que las tramas ganaron en complejidad y profundidad. No menos importante, fue que para construir sus argumentos empleara mitos conocidos por todo su público. Ello le permitió desarrollar y refinar la técnica de la «ironía trágica»: el efecto que se consigue cuando los espectadores saben lo que va a ocurrir pero los personajes no. Esto provocaba una gran tensión y estimulaba la reflexión en su público, pues las obras lo colocaban en una posición en la que podía comparar la visión que tienen los seres humanos de sus problemas con la perspectiva de los dioses y del destino, desde la cual todo el desarrollo de los acontecimientos está establecido de antemano. Esta ambigüedad constituía uno de los atractivos de la tragedia, y podemos percibirla aún hoy. Aristóteles consideraba que Edipo rey era la mejor obra de teatro que conocía debido a su tensión dramática y a su preocupación por la relación entre autoconocimiento e ignorancia. De hecho, la influencia de esta obra se extiende hasta nuestros días gracias a Freud y el complejo de Edipo. Sin embargo, el principal tema de Sófocles era que el hombre está con frecuencia atrapado por fuerzas que le superan. Los héroes pueden fracasar.

Eurípides (485/480-406 a. C.), el tercero de los grande trágicos, era mucho más coloquial y estridente. Provenía de una familia de sacerdotes hereditarios y en Atenas fue muchísimo menos afortunado que Sófocles: de sus más de noventa obras sólo unas cuantas ganaron premios. La más famosa es Medea, una obra que se ocupaba de un tema nuevo en la tragedia griega: cómo una terrible pasión puede transformar a una mujer buena y conducirla a acciones equivocadas. El objetivo de Eurípides era menos mostrar la diferencia entre la hubris y otras emociones que evidenciar la forma en que la personalidad humana puede deteriorarse debido a los deseos de venganza y de castigo, y por ello se interesa más por las maquinaciones y la corrupción de los humanos que por el poder de los dioses, siempre arbitrario y caprichoso. El amor y las víctimas del amor, en especial las mujeres, constituyen una de sus principales preocupaciones. Y como consecuencia de ello, el individuo tiene en sus obras una importancia mucho mayor que en las de otros trágicos, y es así como la psicología empieza ocupar en el escenario el lugar central reservado antes al destino.[617] (Medea no era griega, sino una forastera del mar Negro, por lo que en esta obra pueden encontrarse referencias al comportamiento «bárbaro». Véase al respecto el capítulo 10).

Las obras de Homero y de los grandes trágicos estaban basadas en el mito. Hay en ellas una buena parte de historia real, pero nadie sabe a ciencia cierta cuánta. Sin embargo, también puede atribuirse a los griegos la invención de la historia propiamente dicha, un relato de acontecimientos emancipado del mito, si bien aún bastante diferente de la disciplina practicada en nuestros días.

A Herodoto (c. 480-425 a. C.), por lo general, se le considera «el padre de la historia», aunque es probable que le gustaran demasiado los buenos relatos para ser una fuente absolutamente fiable. Provenía de una familia de poetas de Halicarnaso, actual Bodrum, Turquía, sobre la costa del mar Egeo. Fue él mismo quien se impuso la tarea de escribir sobre las guerras griegas, primero los conflictos entre Atenas y Esparta y luego las invasiones de Grecia por los ejércitos de los reyes persas, Darío I (en el 490 a. C.) y Jerjes I (en el 480-479 a. C.). Herodoto escogió estos enfrentamientos por la sencilla razón de que creía que eran los acontecimientos más importantes que habían ocurrido nunca. Más allá de esta idea básica de escribir historia y no mitos, su obra destaca por tres razones. En primer lugar, su método de investigación (historia significaba originalmente «investigación»): viajó durante mucho tiempo para consultar archivos y entrevistar a testigos presenciales donde era posible hacerlo, y consultó estudios geográficos (para verificar los nombres y la forma de los campos de batalla) y fuentes literarias. En segundo lugar, tenemos su perspectiva, adoptada de Homero, en la que se reconoce que ambos bandos tienen historias dignas de ser contadas, historias con héroes propios, comandantes habilidosos, armas y tácticas de gran ingenio. Y en tercer lugar, tenemos la obsesión por la hubris, algo que compartía con Homero y los trágicos. Herodoto pensaba que todos los hombres «de alto vuelo» poseían una arrogancia que los contaminaba y que enfurecía a los dioses.[618] Esta idea, y su creencia en la intervención divina, invalida muchos de sus argumentos sobre las causas y los resultados de las batallas. Pero esto era algo que compartían en mayor o menor medida todos sus lectores, y su lucido estilo (y su monumental esfuerzo) hicieron que su obra fuera extremadamente popular.

Tucídides (c. 460/455-c. 400 a. C.) realizó dos innovaciones adicionales. En primer lugar, aunque seleccionó también un tema bélico, eligió un conflicto de su propia época e inventó así la historia contemporánea. Asimismo pensaba que la guerra del Peloponeso (431-404 a. C., entre Atenas y Esparta) era el acontecimiento más importante jamás ocurrido. Y si bien carecía del talento de Herodoto para las anécdotas, prácticamente no dejó espacio en su relato para los dioses, lo cual constituye su segunda innovación. «A diferencia de Herodoto, al relatar los asuntos militares Tucídides concedía un primerísimo lugar a la inteligencia. La palabra gnome, que significa entendimiento o juicio, aparece más de trescientas veces en su libro y los hombres inteligentes, en particular Temístocles, Pericles y Terámenes, son objeto de alabanza una y otra vez a lo largo del relato».[619] Esto le permitió comprender que la guerra tenía dos conjuntos de causas, las causas inmediatas y las causas subyacentes, que identificaba en el temor que Esparta manifestaba ante la expansión ateniense. Una distinción semejante y el hecho de ignorar a los dioses fue un gran avance en el pensamiento político. «Por esta razón Tucídides ha sido considerado también el fundador de la historia política».[620]

De la misma forma en que la prosperidad fue un factor decisivo para el desarrollo del teatro griego, desempeñó un papel similar en la edad dorada del arte clásico. Hacia el año 450 a. C., aproximadamente, Atenas había recuperado de nuevo la seguridad tras un período de guerra. Había logrado esto al colocarse a la cabeza de una confederación en la que las demás ciudades-estado le pagaban tributos a cambio de que su marina las defendiera de cualquier ataque extranjero y, en particular, de los persas. En el año 454 Pericles, el gran general y líder ateniense, reservó un porcentaje de estos tributos para un extenso programa de reconstrucción que resultaba necesario tras los estragos causados por guerras anteriores: su objetivo era convertir a Atenas en un lugar de interés para toda Grecia.[621] La ciudad nunca volvería a ser tan espléndida.

Para finales del siglo VI y comienzos del siglo V, se habían realizado una serie de progresos puramente pragmáticos y técnicos en el ámbito de las artes y la arquitectura: se había inventado el frontón triangular, las metopas cuadradas, varias formas de columnas y cariátides (figuras femeninas que sirven de apoyo a los frontones), la planificación urbana y la cerámica decorada con figuras rojas que hemos mencionado antes. Y, como ha ocurrido en otras épocas de la historia (el Renacimiento, por ejemplo), encontramos en un mismo lapso de tiempo una concentración de talentos mucho mayor de lo normal: Eufronio, Eutímides, Mirón, Fidias, Policleto, Polignoto, el pintor de Berlín, el de Niobe y el de Aquiles (cuyos verdaderos nombres no conocemos, pero a quienes conocemos por sus obras más destacadas). Este feliz conjunto de circunstancias dio lugar a una edad de oro de las artes, el mundo al que hoy reverenciamos como «clásico». Durante esta época se construyeron el telesterion en Eleusis, los templos de Poseidón en Sunion y de Némesis en Ramnunte, el famoso templo y estatua de Zeus en Olimpia, el auriga de bronce de Delfos, el templo de Apolo en Bassae, pero también, y por encima de todos éstos, el Odeón (el original, no el que puede verse en nuestros días) y los templos de Hefestos y de Dionisos en Atenas, para no mencionar la completa remodelación de la sagrada colina de la Acrópolis, a la que hoy conocemos como Partenón. Estos templos, por supuesto, no son una obra de arte cada uno, sino muchas.

El gran templo del Partenón fue construido sobre un emplazamiento que había estado dedicado desde siempre a Atenea, la diosa protectora de la ciudad (su nombre completo era Atenea Polias; el nombre Atenea Partenos significa que había luego sido amalgamada con la antigua diosa virgen de la fertilidad). Su arquitecto, Ictino, y constructor, Calícrates, previeron algunas ilusiones ópticas en su diseño para que el templo resultara aún más sorprendente (por ejemplo, las columnas se inclinan ligeramente hacia adentro y describen una línea convexa, lo que las hace parecer más grandes). Combinaron las robustas columnatas dóricas con frisos jónicos, mucho más finos y elegantes, y dispusieron de esta manera el templo principal y la entrada (los Propileos) para conseguir el máximo efecto visual. El éxito del Partenón, con la estatua del «Efebo de Critio» y el Erectón, y del estilo griego en general acaso pueda ser juzgado por un hecho en particular: constituye, de lejos, el estilo más imitado del mundo entero.

Fidias, el escultor que concibió los altorrelieves de los frisos y las esculturas independientes del templo, fue sólo uno de los tres artistas que dieron fama a la estatuaria ateniense de mediados del siglo V a. C., siendo los otros Mirón y Policleto. El friso de Fidias (diseñado por él y realizado por otros setenta escultores) tenía originalmente unos ciento sesenta metros, de los cuales sobreviven unos ciento treinta (la mayor parte se conserva en el Museo Británico en Londres). La obra representa el festival más célebre de Atenas, la Gran Panatenea que tenía lugar cada cuatros años y durante la cual se llevaba a la Acrópolis el nuevo vestido de la diosa, tejido por las hijas de los ciudadanos. Los dos frontones del templo muestran el nacimiento de Atenea y su conflicto con Poseidón, el dios del mar, por el control de Ática. Con todo, la obra maestra de Fidias fue la estatua de Atenea Partenos, de más de doce metros de alto y hecha (acaso la primera de su tipo) de oro y marfil (chryselephantinon). Como tantas obras de arte, la estatua se ha perdido y sólo la conocemos gracias a las descripciones que nos ofrece Pausanias, varias copias pequeñas y su representación en algunas monedas. Sobre sus hombros, la diosa lucía su milagrosa capa corta, hecha de piel de cabra, su aegis. Fidias se representó a sí mismo en el escudo de la diosa (como un hombre calvo), un claro acceso de hubris que lo obligó a huir a Olimpia, donde realizó una segunda estatua de oro y marfil, en esta ocasión de Zeus. Ésta sería más tarde llevada a Constantinopla, donde ardió durante un incendio. No obstante, también conocemos su aspecto gracias a monedas y réplicas de menor tamaño. Se dice que su expresión era tan sublime y gentil «que podía consolar la más profunda de las tristezas» y se la consideraba una de las siete maravillas del mundo.[622]

En su momento de mayor esplendor, la estatuaria clásica practica un «realismo ideal» y representa la belleza tal y como debería existir. Sus dos formas principales son el desnudo masculino (kouros) y la mujer vestida, por lo general, una deidad (kore). El desnudo masculino parece haberse originado en Naxos y Paros, islas ricas en piedra caliza y mármol, lo que permitió la creación de imágenes de gran tamaño. La figura femenina se desarrolló en Atenas, pero sólo después de la llegada a la ciudad de los jonios que huían de la invasión persa de 456 a. C.[623] La tradición del kouros tiene su origen en el hecho de que, en la antigua Grecia, las pruebas atléticas constituían una forma de culto: al participar en los juegos, los atletas griegos competían en una ceremonia religiosa. La competición, por tanto, tenía un elemento místico y, lo que resulta más significativo desde un punto de vista artístico, los cuerpos, y en particular los cuerpos de atletas masculinos, eran vistos a la luz de la religión. Un cuerpo desarrollado de forma perfecta era considerado una virtud, un atributo de alguien con poderes semidivinos. Los artistas, por tanto, buscaron representar los cuerpos —los músculos, el pelo, los genitales, los pies, los ojos— de forma tan realista como fuera posible; pero, al mismo tiempo, combinaron las mejores partes de diferentes personas para crear a hombres que, en verdad, parecían poseer una belleza sobrehumana, digna de los dioses. Es evidente que esto debe muchísimo a la teoría platónica de las formas. La más famosa de estas esculturas, el Discobulos (lanzador de disco) de Mirón, probablemente formaba parte de un grupo más grande y sólo sobrevive en copias romanas. Esta obra captura con gran belleza al atleta en ese momento de tensión que precede a la acción. En la Atenas racional era una virtud saber controlar las propias pasiones como lo hacían los dioses. Lo mismo ocurría con las estatuas.[624]

La cerámica de figuras rojas parece haber sido introducida en Atenas hacia 530 a. C. El esquema de color, como ya hemos señalado, era exactamente el opuesto del practicado anteriormente: en lugar de representar figuras negras sobre fondo rojo (este color se debía a que la fina arcilla utilizada en Ática para la fabricación de cerámicas era rica en hierro), encontramos ahora figuras rojas sobre fondo negro. Al mismo tiempo, el pincel reemplazó al buril. Ello permitió incluir muchísimos más detalles en las representaciones, lo que se tradujo en una mayor flexibilidad temática, en nuevas poses y planteamientos.[625] Los jarrones griegos eran muy famosos en todo el mundo mediterráneo antiguo: se los decoraba con motivos mitológicos, pero también con escenas sacadas de la vida cotidiana, bodas, funerales, escenas amorosas, competiciones atléticas, personas conversando y demás. Gracias a ellos sabemos qué clase de pendientes se utilizaban en la época, cómo se protegían sus penes los atletas antes del combate, qué instrumentos musicales se tocaban, qué peinados estaban de moda, etc. En el siglo V a. C., el poeta ateniense Critias elaboró una lista con los productos más distinguidos de los diferentes estados: los muebles de Quíos y Mileto, las copas de oro y los bronces decorativos de Etruria, los carros de Tebas, el alfabeto de los fenicios y, de Atenas, la rueda del alfarero y «el hijo de la arcilla y el horno, la mejor cerámica, la bendición del hogar».[626]

La mejor forma de apreciar el desarrollo de la pintura griega es probablemente estudiando la evolución de los decorados de los jarrones y demás piezas de cerámica desde el estilo «pionero» de Eufronio, pasando luego al pintor de Niobe y hasta llegar al pintor de Berlín y su discípulo, el pintor de Aquiles. Con el paso del tiempo, el dibujo y el asunto resultan cada vez más libres y variados, si bien sus ambientes nunca pierden su delicadeza y sobriedad características. Aunque se trata con frecuencia de objetos muy hermosos, los jarrones griegos son antes documentos que obras de arte. Ningún otro pueblo antiguo nos ha dejado una descripción de sí mismo tan íntima como la que nos proporcionan los decorados de la cerámica griega. Y es posible que estemos ante la primera forma de arte popular.

Sir John Boardman también ha señalado que los griegos tenían una concepción de la experiencia artística muy diferente de la nuestra. El arte de la Grecia clásica posee una uniformidad que nosotros consideraríamos agotadora, «como si todas las ciudades del siglo XXI se compusieran exclusivamente de edificios art nouveau». Por otro lado, todo el arte griego alcanzó un altísimo grado de elaboración: no hay nada que pueda ser considerado «de mala calidad o barato» en la experiencia artística griega. Y es muy probable que los temas de la mayor parte del arte público resultaran de sobra conocidos: los relatos mitológicos eran sabidos por todos y, siendo la tasa de alfabetización muy baja, la escultura podría haber servido como una forma de historia omnipresente, anterior a Herodoto.[627]

En el arte clásico, hay dos cosas que van juntas. En primer lugar, tenemos la atenta observación del mundo natural, desde los detalles delicados de la anatomía y la musculatura hasta la disposición de las flores en un ramillete, las expresiones de horror, lujuria o picardía, los movimientos de los perros, los caballos o los músicos, todo ello en representaciones que no carecen tampoco de sentido del humor. Se trata de un arte de gran realismo y sentido práctico, y su evolución pone de manifiesto un creciente dominio de los materiales empleados. Esto es algo que se observa de forma muy clara en la manera en que la escultura se ocupó de los pliegues de los vestidos. Los escultores griegos se convirtieron en verdaderos maestros de la representación en piedra del vestido, la forma en la que cae ocultando y revelando al mismo tiempo el cuerpo al que cubre. (La figura de una mujer tocando su sandalia en el templo de Atenea Nike, en la Acrópolis, es un ejemplo espléndido de ello). Sin embargo, junto a esta capacidad para la observación y el realismo, los artistas griegos supieron dotar a sus obras de una gran sobriedad y de una serena armonía, sus figuras poseen esa «pasión domeñada» que los griegos tanto valoraban por ser la encarnación de su principal logro: el descubrimiento del intelecto, de la razón, como camino hacia el progreso.[628] En ocasiones, esta contención se interpreta equivocadamente como frialdad emocional, y en siglos posteriores se enfrentará «clasicismo» a «romanticismo» como dos formas opuestas de sensibilidad. No obstante, eso es una concepción errónea de los griegos y el clasicismo. Los griegos distinguían entre techne, el conocimiento propio de los artistas, y sophia, el conocimiento de los poetas y músicos, pero no eran sujetos desprovistos de pasión. Uno de los dramas de Frínico, La toma de Mileto, hizo llorar tanto a los atenienses que tuvo que ser prohibido.[629] Los griegos valoraban la calma porque conocían los extremos a los que puede conducir la pasión. (Platón quería «silenciar» la emoción debido a su capacidad para interferir con el frío pensamiento racional). Ésta es la cuestión central del clasicismo.

Muchos dioses de la Grecia clásica eran mujeres, y Atenea, por supuesto, no era la menos importante de ellas. Sin embargo, las ideas alrededor de las mujeres, el sexo y las cuestiones de género eran muy diferentes de las nuestras, y la mujer prácticamente no desempeñaba ninguna función en la vida pública. No eran ciudadanas de pleno derecho, y por lo tanto no participaban de forma directa en política, no tenían propiedades y pertenecían a sus padres hasta que contraían matrimonio, después del cual pasaban a ser propiedad de sus maridos. Si el padre de una mujer moría, ésta se convertía en propiedad de su pariente masculino más cercano. Cuando un hombre salía de noche para asistir a los symposia —las elegantes cenas en las que tenían lugar serias conversaciones que hemos mencionado antes a propósito de Aristóteles— su esposa se quedaba en casa: en tales situaciones la compañía femenina estaba a cargo de las hetairai, mujeres cultas traídas expresamente para la ocasión. Aristóteles no fue el único de los antiguos griegos que estaba convencido de que las mujeres eran inferiores a los hombres.[630] Un estudioso ha llegado a sostener que el mundo masculino griego sentía cierto temor hacia las mujeres, a las que consideraban un «elemento perturbador» que, como ocurre en las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, aparece para «subvertir el orden de la sociedad masculina».[631] En los últimos años han aparecido gran cantidad de investigaciones académicas sobre las cuestiones de género en la antigua Grecia. Al parecer, la idea general era que existía una tensión entre la idea de la mujer hogareña que criaba a sus hijos y la mujer salvaje, incapaz de controlar sus emociones (como Medea).

Debemos al escultor Praxíteles (mediados del siglo IV a. C.) la introducción del desnudo femenino en el arte occidental, un motivo destinado a convertirse, probablemente, en el más popular de todos los tiempos. En el proceso, refinó la técnica de la escultura en mármol, consiguiendo superficies suaves para representar la piel, la femenina en particular, con gran realismo y cierta dosis, o mucha, de erotismo. Plinio el Viejo describió la estatua de Afrodita de Cnido, en la costa turca, realizada por Praxíteles, hacia el año 364 o 361 a. C., como «la más excelente estatua hecha jamás en el mundo entero».[632] Y aunque hoy se ha perdido, fue sin duda una de las más influyentes.

Cualquiera que fuera la razón que motivaba la actitud de la Grecia clásica hacia las mujeres, es un hecho que la homosexualidad masculina era muchísimo más común entonces que en nuestros días. No sólo en Atenas sino en todo el país, las parejas formadas por un hombre mayor y su joven amante eran consideradas normales (lo que también contribuye a explicar por qué en la escultura clásica abundan los desnudos masculinos o kouroi). Platón hace que Fedro afirme que «el ejército más formidable del mundo» se compondría de parejas de amantes y, de hecho, hacia el siglo IV a. C., algo similar llegó a hacerse realidad en legión sagrada tebana, el cuerpo de élite que venció en la batalla de Leuctra. «En torno a tales relaciones se construyó toda una filosofía educativa».[633] Al igual que las cuestiones de género, este ámbito también ha sido objeto de gran cantidad de investigaciones en los últimos años.

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