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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 36. El Modernismo y el descubrimiento del inconsciente

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Capítulo 36

EL MODERNISMO Y EL DESCUBRIMIENTO DEL INCONSCIENTE

De joven, Sigmund Freud no carecía de ambición. Aunque tenía fama de ser un ratón de biblioteca, sus ojos oscuros y su exuberante cabello negro le daban un aire de seguridad al que se ha calificado de «carismático».[3463] Fantaseaba imaginándose en la piel de Aníbal, Oliver Cromwell, Napoleón, Heinrich Schliemann (el descubridor de Troya) e incluso Cristóbal Colón. Más tarde, cuando ya se había hecho un nombre, se comparaba a sí mismo de forma menos caprichosa con Copérnico, Leonardo da Vinci, Galileo y Darwin. En vida fue encumbrado por figuras como André Breton, Theodore Dreiser y Salvador Dalí. Durante un tiempo Thomas Mann pensaba que era «el oráculo» (luego cambiaría de opinión). En 1938, el presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt se preocupó personalmente por la seguridad de Freud bajo el Tercer Reich, y finalmente consiguió que los nazis le permitieran abandonar Austria.[3464]

En la historia de las ideas, acaso ninguna otra figura haya sido sometida a una revisión tan severa como Freud, ciertamente no ha ocurrido algo semejante con Darwin e incluso tampoco con Marx. Así como en la actualidad los historiadores profesionales tienen una concepción del Renacimiento y lo que, para abreviar, podríamos denominar Prerrenacimiento (el período comprendido entre el año 1050 y 1250 en el que comenzó el mundo moderno) que difiere en gran medida de la visión del público lector en general, existe igualmente un enorme abismo entre lo que el común de la gente piensa de Freud y lo que opinan de él la mayoría de los psiquiatras profesionales.

La primera revisión, en cuanto tal, supone dejar de atribuir a Freud el descubrimiento del inconsciente. Guy Claxton, en su reciente historia de esta idea, rastrea entidades «similares al inconsciente» en los «templos de incubación» de Asia Menor del año 1000 a. C., en los que era común realizar rituales de «liberación del espíritu». Claxton señala que la idea griega del alma implicaba «profundidades desconocidas», que Pascal, Hobbes y Edgar Allan Poe son sólo tres de los autores que concibieron la idea de que el yo tenía un doble misterioso y semioculto, que de algún modo ejercía su influencia sobre el comportamiento y los sentimientos. Poe no era en absoluto un caso aislado. «Es difícil (y acaso imposible) encontrar un psicólogo o psicólogo-médico del siglo XIX que no reconociera la existencia de actividad cerebral inconsciente no sólo como algo real sino también de la mayor importancia». Éstas son las palabras de Mark D. Altschule en su Origins of Concepts in Human Behavior (1977). En Viena, hacia 1833, el barón Ernst von Feuchtersleben (1806-1849) introdujo los términos «psicosis» y «psiquiátrico» en el sentido que hoy los usamos. Entre los novelistas, el siglo XIX se describió como «nuestro siglo de nervios», y George Beard acuñó la palabra «neurastenia» en 1858.[3465] El filósofo británico Lancelot Law Whyte afirma que hacia 1870 el inconsciente era un tema normal de conversación, no sólo entre profesionales, sino entre todas aquellas personas que deseaban demostrar su cultura. El escritor alemán Friedrich Spielhagen coincidía: en una novela publicada en 1890, describe un salón berlinés de la década de 1870 en el que dos temas dominan la conversación, Wagner y la filosofía del inconsciente. Pero incluso esto no nos permite hacernos una idea de hasta qué punto la noción de inconsciente se había desarrollado a lo largo del siglo XIX. Para ello debemos remitirnos a la magistral (y extensa) obra de Henri Ellenberger El descubrimiento del inconsciente.[3466]

Ellenberger explora, por un lado, los precursores médicos del psicoanálisis, tanto lejanos como cercanos, y por otro, el contexto cultural del siglo XIX. Todos estos factores fueron igualmente importantes.

Entre las causas lejanas del psicoanálisis se encuentran predecesores como Franz Anton Mesmer (1734-1815), a quien en algún momento llegó a compararse con Cristóbal Colón, pues se creía que había descubierto «un nuevo mundo», en este caso, un mundo interior. Tras hacerles tragar una preparación que contenía hierro, Mesmer trataba a sus pacientes con imanes. Después de haber advertido que ciertos síntomas psicológicos variaban con las fases de la luna, su objetivo era manipular «mareas artificiales» dentro del cuerpo humano. En algunos casos el método pareció funcionar y los síntomas desaparecieron al menos durante varias horas. Mesmer estaba convencido de que había descubierto un «fluido invisible» del cuerpo humano, que estaba en condiciones de manipular. Esto coincidió con otros fluidos «imponderables» como el flogisto y la electricidad, lo que en parte explica el gran interés por estas innovaciones, que ampliaría luego el marqués de Puységur (1751-1825). Éste desarrolló dos técnicas conocidas como «la crisis perfecta» y el «sonambulismo artificial», que parecen haber sido formas de hipnosis inducidas magnéticamente.[3467]

Jean-Martin Charcot (1835-1893), quizá el precursor más cercano de Freud, fue el neurólogo más destacado de su época y trató pacientes «desde Samarcanda hasta las Indias occidentales». Fue Charcot quien otorgó respetabilidad al hipnotismo al emplearlo para distinguir entre las parálisis histéricas y las parálisis orgánicas. (Demostró su argumento consiguiendo provocar parálisis a pacientes hipnotizados). Luego mostró que las parálisis histéricas con frecuencia ocurrían después de traumas, y también que las pérdidas de memoria de carácter histérico podían recuperarse mediante la hipnosis. Freud pasó cuatro meses en el hospital de Salpêtrière en París, estudiando con Charcot, aunque recientemente se ha puesto en duda el valor del trabajo del francés: al parecer sus pacientes actuaban de la forma en que lo hacían para acomodarse a las expectativas del terapeuta.[3468]

La hipnosis fue una forma de tratamiento muy popular a lo largo del siglo XIX, relacionada también con un estado conocido como automatismo ambulatorio, en el que la gente parece hipnotizarse a sí misma y realiza tareas de las que al recuperar la conciencia no conserva ningún recuerdo. La hipnosis también demostró ser útil en cierto número de casos de lo que hoy denominamos fugas, en los que la gente repentinamente se disocia de su vida, deja su hogar e incluso puede llegar a olvidar quién es.[3469] Sin embargo, a medida que el siglo avanzaba, el interés por la hipnosis empezó a desvanecerse, aunque la histeria continuó teniendo la atención de los psiquiatras. Dado que había aproximadamente veinte casos de histeria femenina por cada caso de histeria masculina, desde el principio se pensó que la histeria era una enfermedad de las mujeres, y aunque originalmente se creyó que su causa tenía alguna misteriosa relación con el movimiento o «deambular» del útero, pronto resultó evidente que se trataba de una enfermedad psicológica. El vínculo con el sexo se consideró posible, e incluso probable, ya que la histeria prácticamente era desconocida entre las monjas y, en cambio, era frecuente entre las prostitutas.[3470]

Podría decirse que la primera aparición del inconsciente en el sentido en que actualmente entendemos el término ocurrió después de que los partidarios del magnetismo animal advirtieran que, cuando inducían el sueño magnético en alguien, «se manifestaba una nueva vida de la que el sujeto no tenía conciencia, y que entonces emergía una personalidad nueva y con frecuencia más brillante».[3471] Estas «dos mentes» fascinaron al siglo XIX, y fue entonces cuando surgió el concepto de «doble ego» o «dipsiquismo».[3472] Se dividió a la gente según si su segunda mente era «cerrada» o «abierta». La teoría del dipsiquismo fue desarrollada por Max Dessoir en su libro El doble ego, publicado en 1890 y que fuera en su momento recibido con grandes elogios. Dessoir dividía la mente en el Oberbewussten y el Unterbewussten, la «conciencia superior» y la «conciencia inferior», la última de las cuales, sostenía, se revela ocasionalmente en los sueños.

Entre los factores de carácter más general que contribuyeron al surgimiento de la idea del inconsciente destaca el romanticismo. El romanticismo tiene un vínculo estrecho con la idea de inconsciente, dice Ellenberger, porque la filosofía romántica adoptó la noción de los Urphänomene, «los fenómenos primordiales», y las metamorfosis que derivaban de ellos.[3473] Entre los Urphänomene se encontraba la Urpflanze, la planta primordial, el All-Sinn, el sentido universal, y el inconsciente. Según Gotthilf Heinrich von Schubert (1780-1860), otro fenómeno primordial era el Ich-Sucht (el amor propio). Von Schubert afirmaba que el hombre era una «estrella doble», dotado de un Selbstbewussten, un segundo centro.[3474] Johann Christian August Heinroth (1773-1843), a quien Ellenberger describe como un «médico romántico», sostenía que la principal causa de las enfermedades mentales era el pecado. De acuerdo con su teoría, la conciencia tenía su origen en otro fenómeno primordial, el Über-Uns (super-nosotros).[3475] El suizo Johann Jakob Bachofen (1815-1887) promulgó la teoría del matriarcado con la publicación en 1861 de El derecho materno.[3476] La historia, creía Bachofen, había atravesado tres fases: «el hetairismo, el matriarcado y el patriarcado». La primera se había caracterizado por la promiscuidad sexual, en un momento en el que los niños no sabían quienes eran sus padres. La segunda sólo se alcanzó tras miles de años de lucha, y las mujeres resultaron vencedoras. Durante esta época, las mujeres dieron origen a la familia y a la agricultura y detentaron todo el poder político y social. La principal virtud de esta etapa era el amor a la madre, habiendo sido las madres creadoras de un sistema social que favorecía la libertad general. La sociedad matriarcal privilegiaba la educación del cuerpo (los valores prácticos) sobre la educación del intelecto. La sociedad patriarcal emergió sólo después de otro largo período de encarnizado conflicto, e implicó una inversión completa de la sociedad matriarcal. La sociedad patriarcal favoreció la independencia y la individualidad y separó a los hombres entre sí. Para Bachofen el amor paterno es un principio más abstracto y menos práctico que el amor materno, por lo que condujo a grandes logros intelectuales. En su opinión, muchos mitos contenían testimonios de la sociedad matriarcal, como el mito de Edipo.[3477]

Varios filósofos también se adelantaron a los conceptos freudianos. El siguiente listado de libros resulta instructivo, aunque está lejos de ser exhaustivo (Unbewussten significa «inconsciente» en alemán): August Winkelmann, Introducción a la psicología dinámica (1802); Eduard von Hartmann, Filosofía del inconsciente (1868); W. B. Carpenter, Unconscious Action of the Brain (1872); J. C. Fischer, Hartmann’s Philosophie des Unbewussten (1872); J. Vokelt, Das Unbewussten und der Pessimismus (1873); C. F. Flemming, Zur Klärung des Vegriffsder Unbewussten Seelen-Thätigkeit (1877); A. Schmidt, Die naturwissenschaftlichen Grundlagen der Philosophie des Unbewussten (1877); E. Colsenet, La Vie Inconsciente de l’Esprit (1880).[3478]

En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer consideraba a la voluntad una «fuerza motriz ciega». El hombre, decía, era un ser irracional guiado por fuerzas interiores, «que le resultan desconocidas y de las que apenas se percata».[3479] La metáfora que proponía Schopenhauer era la de la tierra, de la que conocemos su superficie, pero cuyo interior ignoramos. Esas fuerzas irracionales que dominaban al hombre, decía, eran de dos tipos: el instinto de supervivencia y el instinto sexual. De los dos, el instinto sexual era de lejos el más poderoso, y de hecho, opinaba Schopenhauer, nada podía competir con él. «El hombre se engaña si cree que puede negar el instinto sexual. Es posible que piense que puede, pero en realidad las pulsiones sexuales sobornan al intelecto y en este sentido la voluntad es “el antagonista secreto del intelecto”». Schopenhauer llegó incluso a proponer algo similar a lo que luego se llamaría represión, que en sí misma es una actividad inconsciente: «La oposición de la voluntad a dejar que lo que repele llegue a ser conocido por el intelecto es el punto a través del cual la locura puede abrirse paso en el espíritu».[3480] «La conciencia es apenas la superficie de la mente, y de ésta, como del globo, no conocemos más que la corteza, no el interior».[3481]

Con todo, von Hartmann fue todavía más lejos y argumentó que el inconsciente tenía tres capas, a saber: (1) el inconsciente absoluto, «que constituye la sustancia del universo y es la fuente de las demás formas»; (2) el inconsciente fisiológico, que forma parte del desarrollo evolutivo del hombre; y (3) el inconsciente psicológico, que gobierna nuestra vida mental consciente. Von Hartmann, más que Schopenhauer, recopiló abundantes pruebas (pruebas clínicas, en cierto sentido) para respaldar su razonamiento. Por ejemplo, exploró la asociación de ideas, el ingenio, el lenguaje, la religión, la historia y la vida social, y resulta significativo que todas ellas sean áreas de las que también se ocuparía Freud.

Nietzsche también prefiguró muchas de las ideas de Freud acerca del inconsciente (más adelante examinaremos otras de las cuestiones planteadas por la filosofía de Nietzsche). Lo concebía como una entidad «astuta, oculta e instintiva», con frecuencia marcada por un trauma, que se camuflaba de formas surrealistas pero que conducía a la patología.[3482] Lo mismo puede decirse de Johann Herbart y de G. T. Fechner. Ernest Jones, el primer biógrafo (oficial) de Freud, llama la atención sobre Luise von Karpinska, un psicólogo polaco que advirtió de manera original el parecido entre algunas de las ideas fundamentales del padre del psicoanálisis y las de Herbart (que escribió setenta años antes). Herbart entendía la mente como una entidad dual, en la que los procesos conscientes e inconscientes estaban en constante conflicto; y describía una determinada idea como verdrängt (reprimida) «cuando no logra alcanzar la conciencia debido a alguna otra idea que se le opone».[3483] Fechner, por su parte, desarrolló las ideas de Herbart, y específicamente comparó la mente a un iceberg «del que nueve décimas partes se encuentran bajo el agua y cuyo curso no sólo lo determina el viento en la superficie, sino también las corrientes de las profundidades».[3484]

También es posible considerar «prefreudiano» a Pierre Janet, quien formó parte de una gran generación de intelectuales franceses entre los que destacan Bergson, Émile Durkheim, Lucien Lévy-Bruhl y Alfred Binet. La primera obra importante de Janet fue El automatismo psicológico, que incluía los resultados de experimentos llevados a cabo en Le Havre entre 1882 y 1888. Allí, el científico aseguraba haber refinado una técnica de hipnosis en la que inducía a sus pacientes a realizar ejercicios de escritura automática. Estos escritos, afirmaba, explicaban por qué sus pacientes tenían ataques de «terror» sin ningún motivo aparente.[3485] Janet advirtió asimismo que, en estado de hipnosis, algunos pacientes exhibían en ocasiones una doble personalidad. Mientras una surgía para complacer al médico, la segunda, que aparecía de forma espontánea, se explicaba mejor como un «regreso a la infancia». (Los pacientes, por ejemplo, empezaban súbitamente a referirse a sí mismos por sus apodos de la niñez). Después de trasladarse a París, Janet desarrolló su técnica conocida como «análisis psicológico». Ésta involucraba el uso constante de la hipnosis y la escritura automática, en sesiones durante las cuales la mente del paciente seguía crisis inducidas aclarándolas de forma progresiva. Sin embargo, a medida que se avanzaba las crisis se hacían cada vez más graves y las ideas que emergían evidenciaban que se remontaban a períodos cada vez más lejanos en la vida del paciente. Janet concluía que «en la mente humana, nada se pierde», y que «las ideas fijas del subconsciente son al mismo tiempo consecuencia de una debilidad mental y causa de posteriores empeoramientos de esa debilidad».[3486]

El siglo XIX también se enfrentaba a la cuestión de la sexualidad infantil. Tradicionalmente, los médicos la habían considerado una rara anormalidad, sin embargo, ya en 1846, el padre P. J. C. Debreyne, un teólogo moral que también era médico, publicó un folleto en el que se insistía en la alta frecuencia de la masturbación infantil, de los juegos sexuales entre niños pequeños, de la seducción de niños por parte de nodrizas y sirvientes. El obispo Dupanloup de Orléans fue otro clérigo que repetidas veces hizo hincapié en la frecuencia de los juegos sexuales entre los niños, sosteniendo que la mayoría de ellos adquiría esos «malos hábitos» entre el primer y el segundo año de vida. Más famoso es el caso de Jules Michelet, que en Nuestros hijos (1869) advertía a los padres sobre la realidad de la sexualidad infantil y en particular sobre lo que en la actualidad llamaríamos complejo de Edipo.[3487]

De este breve resumen del pensamiento (principalmente alemán y francés) del siglo XIX se desprenden dos conclusiones importantes. La primera es que debemos olvidar por completo la idea de que Freud «descubrió» el inconsciente. Exista o no como una entidad (una cuestión sobre la que volveremos más adelante), la idea del inconsciente aparece varias décadas antes que él y fue moneda común en el pensamiento europeo durante la mayor parte del ochocientos. La segunda es que muchos de los demás conceptos psicológicos que acostumbramos a vincular a él —la sexualidad infantil, el complejo de Edipo, la represión, la regresión, la transferencia, la libido, el ello y el superyó— tampoco son originalmente freudianos. Estas ideas estaban tan «en el aire» como el inconsciente, al igual que lo estaba la idea de «evolución» cuando Darwin concibió el mecanismo de la selección natural. La cuestión, en cualquier caso, es que Freud no era una mente tan original como por lo general se cree.

Ahora bien, por sorprendente que esto pueda ser para muchas personas, la falta de originalidad no es la principal acusación contra Freud, y tampoco su principal pecado en lo que respecta a sus críticos. Éstos, figuras como Frederick Crews, Frank Cioffi, Allen Esterson, Malcolm Macmillan y Frank Sulloway (la lista es larga y continúa creciendo), sostienen además que Freud era, para no andarnos por las ramas, un charlatán, un «científico» sólo entre comillas, que deliberadamente tergiversó y falsificó sus datos y que consiguió engañarse a sí mismo al mismo tiempo que engañaba a otros. Y esto, señalan dichos autores, vicia por completo sus teorías y las conclusiones basadas en ellas.

La mejor forma de presentar esta nueva visión de Freud es ofrecer primero la versión ortodoxa sobre cómo concibió sus teorías y cuál fue su recepción, y después reseñar las principales acusaciones que se le hacen y mostrar cómo ello nos obliga a modificar hoy la imagen que nos proporciona la ortodoxia (esta modificación, debemos anotarlo una vez más, es drástica: a continuación hablaremos de estudios críticos de carácter académico realizados durante los últimos cuarenta años y, en particular, en los últimos quince). Empecemos, por tanto, por la versión ortodoxa.

Las ideas de Sigmund Freud fueron presentadas por primera vez en su libro Estudios sobre la histeria, publicado en 1895 con Joseph Breuer, y luego, de forma más completa, en La interpretación de los sueños, publicada en las últimas semanas de 1899. (En términos técnicos, el libro fue lanzado en noviembre de 1899, en Leipzig y Viena, pero llevaba fecha de 1900 y la primera reseña aparece en enero de ese año). Freud, un médico judío nacido en Freiberg, Moravia, tenía entonces cuarenta y cuatro años. El mayor de ocho hermanos, y en apariencia una persona convencional. Valoraba muchísimo la puntualidad y vestía trajes de paño inglés cortados a medida (las telas las elegía su esposa). Además era un hombre atlético, aficionado al montañismo, que nunca bebía alcohol, aunque por otro lado era un fumador «infatigable».[3488]

No obstante, aunque de acuerdo con sus hábitos personales Freud pareciera ser un hombre convencional, La interpretación de los sueños resultó enormemente polémica y muchos vieneses encontraron el libro por completo escandaloso. Ésta fue la primera obra en la que se presentaron juntos los cuatro pilares fundamentales de la teoría freudiana de la naturaleza humana: el inconsciente, la represión, la sexualidad infantil (que conduce al complejo de Edipo) y la concepción tripartita de la mente como dividida en el yo, el sentido de ser uno mismo, el superyó, en términos muy amplios lo que llamaríamos la conciencia, y el ello, la expresión primaria, biológica, del inconsciente. Freud había desarrollado sus ideas y refinado su técnica a lo largo de unos quince años, más o menos desde mediados de la década de 1880. Desde su punto de vista, se sentía perteneciente a la tradición de pensamiento biológico iniciada por Darwin. Tras graduarse como médico, Freud obtuvo una beca para estudiar con Charcot, que en esa época dirigía un asilo para mujeres afectadas por desórdenes nerviosos incurables. Como anotamos antes, Charcot había demostrado en su investigación que los síntomas de la histeria podían inducirse durante la hipnosis. Tras pasar algunos meses en París, Freud regresó a Viena y, después de haber escrito varios artículos de neurología (sobre la parálisis cerebral y sobre la afasia, por ejemplo), empezó a colaborar con otro brillante médico vienés, el doctor Josef Breuer (1842-1925). Breuer, que también era judío, había realizado dos hallazgos de gran importancia: el primero sobre la función del nervio vago en la regulación de la respiración, y el segundo sobre el papel de los canales semicirculares del oído interno que, descubrió, controlan el equilibrio corporal. No obstante, la importancia de Breuer para Freud y el psicoanálisis fue su descubrimiento, en 1881, de la que se denominó «cura hablada».[3489]

Desde diciembre de 1880, y durante casi dos años, Breuer trató la histeria de una joven vienesa de origen judío, Bertha Pappenheim (1859-1936), a quien en sus estudios se refería como «Anna O».. El padecimiento de la muchacha se manifestaba a través de diversos síntomas: alucinaciones, desórdenes del habla, embarazos psicológicos, parálisis intermitentes y problemas visuales. Durante el curso de su enfermedad (o enfermedades) la joven había mostrado dos estados de conciencia diferentes, y había sufrido además ataques de sonambulismo. Breuer descubrió que en este último estado «Anna O». podía, si se la animaba, contar historias inventadas por ella, tras lo cual sus síntomas mejoraron durante un tiempo. Sin embargo, después de la muerte de su padre, su condición empeoró gravemente, las alucinaciones se hicieron más intensas y los ataques de ansiedad se multiplicaron. No obstante, Breuer advirtió, una vez más, que si conseguía que la joven hablara sobre sus alucinaciones durante sus episodios de autohipnosis, su condición mejoraba en cierta medida. Fue a este proceso al que la misma joven llamó «cura hablada» o «deshollinar la chimenea». El siguiente paso adelante fue accidental: en una ocasión «Anna O». empezó a hablar sobre el comienzo de un síntoma en particular (la dificultad para tragar), tras lo cual el síntoma desapareció. Desarrollando esto, Breuer descubrió finalmente (después de un considerable lapso de tiempo) que si lograba que su paciente recordara en orden cronológico inverso cada manifestación pasada de un síntoma específico hasta llegar a su primera aparición, la mayoría de ellos también desaparecían. Hacia junio de 1882, la señorita Pappenheim terminó el tratamiento «completamente curada».[3490]

El caso de «Anna O». impresionó profundamente a Freud (a quien, era claro, no habían convencido las ideas de George Beard sobre la neurastenia). Durante un período, él mismo probó la electroterapia, los masajes, la hidroterapia y la hipnosis con pacientes aquejados de histeria, pero al final abandonó este enfoque y lo reemplazó por la «asociación libre», una técnica en la que dejaba a sus pacientes hablar sobre cualquier cosa que les viniera a la cabeza. Fue esta técnica la que le condujo al descubrimiento de que, dadas las circunstancias adecuadas, mucha gente podía recordar sucesos ocurridos al comienzo de su vida y que luego había olvidado por completo. Freud llegó entonces a la conclusión de que, aunque olvidados, estos acontecimientos tempranos seguían determinando la forma en la que las personas se comportaban. Y fue así como nació su concepto del inconsciente y, con él, la idea de represión. Freud también advirtió que muchos de esos recuerdos que se revelaban (con dificultad) durante la asociación libre eran de naturaleza sexual. Y cuando descubrió luego que muchos de los sucesos «recordados» nunca habían ocurrido en realidad, empezó a afinar su idea del complejo de Edipo. En otras palabras, Freud consideró que los falsos traumas y aberraciones sexuales de los que le hablaban sus pacientes eran una especie de mensaje cifrado, que revelaba no lo que de verdad había ocurrido sino lo que la gente, en secreto, deseaba que ocurriera, lo que confirmaba que durante la infancia los niños atraviesan un período muy temprano de conciencia sexual. Durante este período, sostuvo, los hijos se sienten atraídos por la madre y se ven a sí mismos como rival del padre (el complejo de Edipo) o al contrario, en el caso de las hijas (el complejo de Electra). Esta motivación, pensaba Freud, se mantenía a lo largo de toda la vida y contribuía a determinar el carácter de la persona.[3491]

Estas primeras teorías fueron recibidas con indignación, incredulidad y una hostilidad incesante. El instituto neurológico de la Universidad de Viena negó tener alguna relación con Freud, que más tarde anotaría: «No tardó en crearse un vacío alrededor de mi persona».[3492] En respuesta a esta reacción, Freud se concentró aún más en sus investigaciones y se sometió él mismo a análisis. Lo que desencadenó esto fue la muerte de su padre, Jakob, en octubre de 1896. Aunque durante muchos años padre e hijo no habían sido muy cercanos, Freud descubrió con sorpresa que la muerte de su padre lo conmovía de forma inexplicable, y que espontáneamente el acontecimiento había despertado en él recuerdos de sucesos hacía mucho tiempo olvidados. Sus sueños también cambiaron, y Freud reconoció en ellos una hostilidad inconsciente hacia su padre que hasta entonces había reprimido. Esto lo llevó a concebir la idea de que los sueños eran «el camino principal al inconsciente».[3493] El argumento central de La interpretación de los sueños es que mientras soñamos el yo es como una especie de «centinela dormido en su puesto».[3494] La vigilancia normal a la que están sometidas las pulsiones reprimidas del ello es entonces menos eficaz y eso permite que los sueños sean un adecuado disfraz para que el ello se manifieste.

Las ventas iniciales de La interpretación de los sueños son un indicio de la pobre acogida que tuvo la obra. De los seiscientos ejemplares impresos originalmente, sólo se vendieron 228 durante los primeros dos años, y aparentemente la situación no mejoró después: seis años más tarde de su lanzamiento apenas se habían vendido 351 copias.[3495] No obstante, lo que más indignó a Freud fue la absoluta falta de interés que los profesionales de la medicina vieneses mostraron por su obra.[3496] La escena prácticamente se repitió en Berlín. Freud había acordado ofrecer una conferencia sobre los sueños en la universidad, pero al final sólo tres personas acudieron a escucharle. En 1901, poco antes de que se dirigiera a la Sociedad Filosófica se le entregó una nota en la que se le rogaba que indicara «cuándo iba a abordar asuntos ofensivos, e hiciera una pausa para que las damas pudieran abandonar el recinto». Este aislamiento no iba a prolongarse por mucho tiempo, y a pesar de la feroz polémica desatada por sus teorías, el inconsciente terminaría convirtiéndose para muchos en la idea más influyente del siglo XX.

Hasta aquí la versión ortodoxa de la historia. Pasemos ahora a la revisada. Las acusaciones contra Freud son principalmente cuatro, y las consideraremos en orden de importancia creciente. En primer lugar, los críticos señalan que no fue él quien inventó la técnica de la «asociación libre». La técnica fue inventada en 1879 o 1880 por Francis Galton y se informó de ello en la revista Brain, donde se la describió como un método para explorar «oscuras profundidades».[3497] La segunda acusación es que la reacción hostil a las teorías y libros de Freud no es más que un mito, investigaciones recientes han revelado hasta qué punto esto es cierto. En Freud Without Hindsight (1988), Norman Kiell señala que de las cuarenta y cuatro reseñas de La interpretación de los sueños que se publicaron entre 1899 y 1913 (una cifra ya de por sí respetable) sólo ocho podrían calificarse de «desfavorables». Por su parte Hannah Decker, ella misma freudiana, concluye en su libro Freud in Germany: Revolution and Reaction in Science, 1893-1907 (1977) que «una proporción abrumadora de las respuestas laicas [publicadas] a las teorías de Freud sobre los sueños eran entusiastas».[3498] Aunque La interpretación de los sueños no vendió bien, una versión popular sí lo hizo. La historia de la idea de inconsciente, reseñada al comienzo de este capítulo, y la evolución de las nociones de superyó, sexualidad infantil y represión, evidencian que Freud no estaba diciendo nada completamente nuevo. ¿Por qué se iba entonces a tratarlo de forma tan excepcional? Freud nunca tuvo problemas para publicar sus ideas, y mucho menos tuvo que divulgarlas de forma anónima como sí tuvo que hacerlo Robert Chambers cuando presentó la idea de evolución al público en general.

La tercera acusación es que la descripción que Freud mismo ofreció del caso de «Anna O». contenía graves errores y muy posiblemente se basaba en un engaño deliberado. Henri Ellenberger investigó las clínicas en las que Pappenheim fue tratada y desenterró las notas tomadas en su momento por Breuer. Dado que algunas de las frases empleadas en ellas son idénticas a las que aparecieron luego en el artículo publicado, existe la certeza de que se trata en verdad de las notas e informes originales. Ellenberger, y otros después de él, hallaron que no hay ninguna prueba de que Pappenheim hubiera sufrido un embarazo psicológico. Hoy se cree que Freud inventó la historia para contrarrestar la aparente falta de etiología sexual en el caso de Anna O. tal y como lo expuso Breuer, quien estaba absolutamente en desacuerdo con la insistencia del padre del psicoanálisis en que en la raíz de todo síntoma histérico había problemas de índole sexual. En su biografía de Josef Breuer (1989), Albrecht Hirschmüller llega incluso a afirmar que «el relato de Freud-Jones sobre la finalización del tratamiento de Anna O. debe ser considerado como un mito».[3499] Hirschmüller consigue mostrar que muchos de los síntomas de Pappenheim remitieron espontáneamente de forma total o parcial, que la joven no experimentó ningún tipo de catarsis (de hecho las notas terminan de forma abrupta en 1882) y que, en el año que siguió al tratamiento de Breuer, debió de ser hospitalizada no menos de cuatro veces, siendo «histeria» el diagnóstico en cada una de esas ocasiones. Esto significa, en otras palabras, que la afirmación de Freud de que Breuer «había devuelto la salud a Anna O». era falsa y, lo que es aún más importante, que Freud tenía que saber que lo era, pues existe una carta suya en la que resulta claro que Breuer sabía que Anna O. todavía estaba enferma en 1883 y, además, porque la muchacha era amiga de la prometida de Freud, Martha Bernays.[3500]

El caso de Anna O., o al menos la forma en la que Freud dio cuenta de él, resulta relevante por tres razones. En primer lugar, demuestra que Freud exageró los efectos de la «cura hablada». En segundo lugar, demuestra que introdujo un elemento de carácter sexual donde no había ninguno. Y en tercer lugar, demuestra que era muy ligero con los detalles clínicos. Como veremos, esta tendencia se repitió a lo largo de toda su carrera, y de formas muy importantes.

La cuarta acusación contra Freud es, de lejos, la más grave de todas, pero se deriva de lo ocurrido con Anna O: todo el edificio del psicoanálisis está basado en observaciones y pruebas clínicas que, en el mejor de los casos, contienen errores o resultan dudosas, y que, en el peor de los casos, son fraudulentas. Quizá la idea más importante del psicoanálisis sea la conclusión de Freud según la cual los deseos sexuales infantiles persisten en la vida adulta, pero fuera del alcance de nuestra conciencia, y pueden ser la causa de psicopatologías. «En la raíz de cada caso de histeria», escribió en 1896, «hay uno o más sucesos acaecidos en los primeros años de la infancia, pero que, a pesar de las décadas transcurridas, pueden ser recuperados a través del psicoanálisis». Lo que resulta extraño en esta cita es que, si bien hasta 1896 Freud nunca había informado de ningún caso de abusos sexuales en la infancia, al cabo de cuatro meses aseguraba haber «rastreado» recuerdos inconscientes de tales abusos en trece pacientes aquejados de histeria. Estrechamente vinculado a esa idea central, se encuentra el argumento de que el acontecimiento o situación responsable de un síntoma en particular puede revelarse a través de la técnica psicoanalítica, y que esta «abreacción» del suceso (revivirlo en el discurso con las expresiones emocionales asociadas) se traduce en una «catarsis», la remisión del síntoma. Freud estaba convencido de que esto, en sus propias palabras, era «un hallazgo importantísimo, el descubrimiento de un caput Nili [la fuente de Nilo] en la neuropatología».[3501] Sin embargo, Freud continuaba añadiendo que (y es esto lo que ha provocado la mayor revisión de su trabajo) «estos pacientes nunca repiten estas historias de forma espontánea, y tampoco durante el curso del tratamiento le presentan al especialista de forma repentina el recuerdo completo de una escena de este tipo». Tal y como Freud presentaba la cuestión al informar de sus hallazgos, estas memorias eran inconscientes y se encontraban fuera del alcance de la conciencia del paciente, «en la memoria consciente nunca hay huellas, que sólo se manifiestan en los síntomas de la enfermedad». Los pacientes que iban a su terapia no tenían idea de estas escenas, confesaba, que «por regla general les indignaban» cuando se las contaba. «Únicamente el cumplimiento más firme del tratamiento puede inducirlos a embarcarse en recrearlas» (las circunstancias originales del abuso). Como Allen Esterson y otros han mostrado, las técnicas empleadas en un comienzo por Freud no eran las de un analista sensible que se sienta en silencio en un sillón y escucha lo que sus pacientes tienen que decir. Freud, por el contrario, tocaba a sus pacientes en la frente (ésta era su técnica de «presión») y se empeñaba en que algo debía acudir a sus mentes, una idea, una imagen, un recuerdo. Se les pedía que describieran esas imágenes o memorias hasta que, después de un largo recorrido, dieran con el acontecimiento que (se suponía) había causado el síntoma histérico. En otras palabras, los críticos sostienen que Freud tenía ideas bastante fijas acerca de lo que constituía la raíz de diversos síntomas y no se limitaba a escuchar pasivamente lo que sus pacientes decían, por lo que las pruebas clínicas no emergieron de la observación, sino del hecho de que él forzaba a sus pacientes a acomodarse a sus opiniones.

Mediante este inusual enfoque llegó a sus observaciones más famosas, a saber, que los pacientes habían sido seducidos o sufrido abusos sexuales durante la infancia, y que estas experiencias eran la causa profunda de sus posteriores neurosis. Los culpables se dividían en tres categorías: adultos extraños; adultos al cuidado de los niños (doncellas, institutrices, tutores); y «niños inocentes… en su mayoría hermanos que durante años habían mantenido relaciones con hermanas un poco más pequeñas que ellos mismos».[3502] La edad a la que estas experiencias sexuales precoces tenían lugar estaba por lo general entre los tres y los cinco años. En este punto, el principal argumento de los críticos es que las supuestas observaciones «clínicas» de Freud no son tal cosa. Son, en cambio, dudosas «reconstrucciones» basadas en interpretaciones simbólicas de los síntomas. Es importante repetir que una lectura atenta de los distintos informes proporcionados por Freud evidencia que los pacientes nunca llegaron en verdad a ofrecer de forma voluntaria esas historias de abusos sexuales. Todo lo contrario: las negaron con vehemencia. En todos los casos, fue Freud quien «informó», «convenció», «intuyó» o «infirió». Además, en varios lugares reconoció explícitamente estar en realidad «adivinando» cuál era el problema subyacente.

Sin embargo, y éste es otro suceso de cierta relevancia, en septiembre de 1897 Freud confiaba a su colega Wilhelm Fleiss (pero sólo a él) que ya no creía en esta teoría sobre el origen de la neurosis. Pensaba que era improbable que tales perversiones contra los niños estuvieran tan difundidas, y de todos modos sus intentos de llevar sus análisis basados en estos supuestos a una conclusión sólida estaban resultando un fracaso. «Por supuesto, no lo diré en Dan, ni hablaré de ello en Ascalón, en la tierra de los filisteos, pero en tus ojos y los míos…». En otras palabras, no se sentía preparado para hacer lo que era honorable desde un punto de vista científico y reconocer públicamente que se retractaba de lo que el año anterior había calificado con toda confianza como «hallazgos». Fue entonces cuando Freud empezó a considerar la posibilidad de que esos supuestos recuerdos fueran en realidad fantasías inconscientes. Sin embargo, incluso entonces esta nueva versión tardó algún tiempo en consolidarse, pues inicialmente Freud pensó que las fantasías infantiles eran una forma de «ocultar la actividad autoerótica de los primeros años de la niñez». En 1906 y de nuevo en 1914 sostuvo que, alrededor de la pubertad, algunos pacientes evocaban memorias de «seducción» infantil para «eludir» sus recuerdos de masturbación infantil. En 1906 los «culpables» de estas fantasías eran adultos u otros niños, mientras que en 1914 no se especificaba quiénes eran. Aunque entonces sí se retractó de su teoría de la seducción. No obstante, no fue hasta 1925 cuando Freud afirmó públicamente que la mayoría de sus primeras pacientes habían acusado a sus padres de haberlas seducido: 1925, casi treinta años después de haberlas atendido. Es imposible exagerar las dimensiones de este asombroso cambio de opinión. En primer lugar, no hay discusión respecto a que Freud alteró radicalmente el guión de la seducción: primero, cambió la seducción real por la fantaseada; y luego, modificó la identidad de los seductores que de ser extraños o tutores o hermanos pasaron a ser los padres. Pero la cuestión que no debe pasarse por alto aquí es que estos cambios no fueron el resultado de nuevas pruebas clínicas: Freud se limitó simplemente a componer un cuadro diferente usando los mismos ingredientes, la única diferencia era que esta vez había transcurrido más de un cuarto de siglo desde que había recopilado los testimonios en que se basaba su teoría. En segundo lugar, algo no menos importante: desde finales de la década de 1890 hasta 1925, tiempo durante el cual Freud trató a muchas pacientes mujeres, éste nunca señaló que alguna de ellas mencionara haber sido seducida a temprana edad, por su padre o por cualquier otro. En otras palabras, parece ser que una vez Freud dejaba de buscarlo, el síndrome no volvía a manifestarse. Esto, concluyen los críticos, es una prueba adicional de que su teoría de la seducción, y por extensión los complejos de Edipo y de Electra, acaso el aspecto más destacado del freudismo y una de las ideas más influyentes del siglo XX tanto en el campo de la medicina como en el de las artes (para no hablar de la jerga cotidiana), tiene una genealogía muy inusual, tortuosa y francamente improbable. Las incoherencias en lo que respecta a la génesis de la teoría son patentes. Freud no «descubrió» ninguna temprana conciencia sexual en sus pacientes: infirió, intuyó o «adivinó» que existía. No descubrió el complejo de Edipo a partir de un cuidadoso examen de las pruebas clínicas reunidas: tenía una idea preestablecida y forzó las pruebas para que se acomodaran a ella, después de que «imposiciones» hubieran sido incapaces de convencerlo incluso a él mismo. Peor aún, el proceso por el que Freud llegó a sus conclusiones no puede ser reproducido por ningún científico independiente de mentalidad escéptica, y ésta quizá sea la prueba más concluyente de todas, el último clavo en el ataúd en lo que a las aspiraciones científicas de Freud se refiere. ¿Qué clase de ciencia puede ser una disciplina cuyas pruebas experimentales o clínicas no pueden ser reproducidas por otros científicos empleando las mismas técnicas y la misma metodología? Anthony Clare, el célebre psiquiatra británico, describe a Freud como un «charlatán retorcido y marrullero» y concluye que «muchas de las piedras fundacionales del psicoanálisis son una farsa».[3503] Es difícil no coincidir con él. Teniendo en cuenta su técnica de «presión», sus «convencer» y sus «adivinar», estamos autorizados a dudar de la existencia misma del inconsciente. Básicamente, Freud se lo inventó todo.

El concepto del inconsciente, y todo lo que conlleva, puede considerarse como el punto culminante de una tradición predominantemente germana, una constelación de ideas médico-metafísicas, y este vínculo es crucial. Freud siempre pensó en sí mismo como un científico y un biólogo, era un admirador de Copérnico y de Darwin y sentía que su trabajo se enmarcaba en esta misma tradición. Nada está más lejos de la verdad, y es hora de sepultar al psicoanálisis como idea, junto al flogisto, los elixires alquímicos, el purgatorio y otras nociones fallidas que han resultado tan útiles a los charlatanes a lo largo de la historia. En la actualidad es claro que el psicoanálisis no funciona como tratamiento médico, que muchos de los escritos tardíos de Freud, como Tótem y tabú o su análisis de la «imaginería sexual» de las pinturas de Leonardo da Vinci, son vergonzosamente ingenuos y emplean datos pasados de moda cuando no simplemente erróneos. La aventura freudiana en su totalidad es una empresa estrafalaria y obsoleta.

Dicho esto, es importante recordar que los párrafos precedentes describen la versión más reciente de la historia. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, la época en la que Freud vivió, el inconsciente era considerado como una entidad real y se lo tomaba muy en serio. En este sentido, desempeñó un papel seminal ya que apuntaló la última gran idea de carácter general de la que nos ocuparemos en este libro, una transformación que tendría profundos efectos en el pensamiento y, en particular, en el ámbito artístico: el modernismo.

En 1886 el pintor Vincent van Gogh realizó un pequeño cuadro, Afueras de París. Se trata de una imagen desoladora. El cielo gris y amenazador, el horizonte bajo, y senderos fangosos permiten avanzar a izquierda y derecha: la composición carece de dirección. En un lado hay una cerca rota, un soldado sin rostro aparece en primer plano, detrás de él se encuentra una madre con algunos niños, entre uno y otros hay una solitaria lámpara de gas. Sobre el horizonte es posible advertir un molino de viento, entre edificios bajos y desmañados con hileras de ventanas idénticas, son fábricas y almacenes. Los colores son en general apagados. Bien podría tratarse de una escena de una novela de Victor Hugo o de Émile Zola.[3504]

La fecha de composición de esta pintura, que retrata una banlieue en los límites de la capital francesa, es importante. Pues lo que Van Gogh estaba representando de manera tan triste era lo que los parisinos llamaban «las secuelas de la haussmannización».[3505] El mundo, y el mundo francés en particular, había cambiado enormemente desde 1789 y la revolución industrial, pero París había cambiado más que cualquier otra ciudad y la «haussmannización» representaba la brutalidad de ese cambio. A instancias de Napoleón III, y durante diecisiete años, el barón Haussmann había rehecho París en una empresa sin precedentes en el país o en cualquier otro sitio. Hacia 1870 una quinta parte de las calles del centro de París eran creación suya, trescientas cincuenta mil personas habían sido desplazadas, se habían gastado dos mil quinientos millones de francos y uno de cada cinco trabajadores estaba empleado por la industria de la construcción. (Adviértase la pasión del siglo XIX por las estadísticas). Desde entonces, el bulevar se convertiría en el corazón de París.[3506]

El cuadro de Van Gogh registraba en 1886 los lúgubres bordes de este mundo, pero otros pintores, como Manet y los impresionistas que habían seguido su ejemplo, consideraron más apropiado celebrar los nuevos espacios abiertos y las amplias calles de la ciudad, el «ajetreo» del que el nuevo París, la ciudad luz, era emblema. Piénsese en Rue de Paris, temps de pluie (1877) o Le Pont de l’Europe (1876) de Gustave Caillebotte, en Le Boulevard des Capucines (1873) de Monet, en Les Grands Boulevards de Renoir (1875), en Place de la Concorde, Paris de Degas (c. 1873) o en los diversos cuadros que Pissarro dedicó a mostrar las grandes avenidas en primavera u otoño, bajo la lluvia o la nieve.

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