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Miércoles » 11

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Desde su ventajoso lugar en el escritorio de jefe de botones, Herbie Chandler observó, sin ser visto, a los cuatro jóvenes que entraron en el «St. Gregory» desde la calle. Faltaban unos minutos para las cuatro.

Reconoció a dos del grupo: a Lyle Dumaire y a Stanley Dixon, este último protestando, mientras se dirigían hacia los ascensores. Pocos segundos después habían desaparecido.

El día anterior, Dixon le había asegurado a Herbie, por teléfono, que no se divulgaría la parte que había desempeñado el jefe de botones en el embrollo de la noche anterior. Pero Dixon, pensó Herbie intranquilo, no era más que uno de los cuatro. Era algo imprevisible cómo reaccionarían los otros, y hasta el mismo Dixon ante un interrogatorio con posibles amenazas. Lo mismo que durante las últimas veinticuatro horas, el jefe de botones seguía abrigando creciente aprensión.

En el entresuelo principal, fue otra vez Stanley Dixon quien marchaba delante, cuando salieron del ascensor. Se detuvieron frente a una puerta con paneles de vidrio, y una inscripción suavemente iluminada: Oficinas de los ejecutivos, mientras Dixon, de mal humor, repetía lo que advirtiera anteriormente:

—¡Recordad…, seré yo quien hable!

Flora Yates los hizo entrar en la oficina de McDermott. Éste, mirándolos con frialdad, hizo un ademán para que se sentaran.

—¿Cuál de ustedes es Dixon?

—Soy yo.

—¿Dumaire?

Con menos confianza, Lyle Dumaire asintió.

—No conozco los otros dos nombres.

—¡Vaya… qué lástima! —respondió Dixon—. Si lo hubiéramos sabido, habríamos traído tarjetas de visita.

—Yo soy Gladwin —interrumpió el tercer joven—. Éste es Joe Waloski. Dixon le disparó una mirada iracunda.

—Todos ustedes —declaró Peter— saben, sin duda, que tengo el informe de miss Marsha Preyscott sobre lo ocurrido el lunes por la noche. Si lo desean, estoy dispuesto a oír la versión de ustedes.

Dixon habló en seguida, para que nadie lo hiciera.

—Oiga… el venir aquí, fue idea suya y no de nosotros. No deseamos decirle nada. De manera que si tiene algo que decir, dígalo.

Los músculos del rostro de Peter se endurecieron. Con un esfuerzo se controló:

—Muy bien; sugiero que veamos los asuntos menos importantes primero. —Revisó los papeles; luego se dirigió a Dixon—: La suite 1126-7 fue registrada a su nombre. Cuando usted huyó (puso énfasis en las dos últimas palabras) presumí que había olvidado notificarlo, de manera que lo hice por usted. Hay una cuenta pendiente de setenta y cinco dólares y algunos céntimos. Hay otra cuenta, por daños en la suite, de ciento diez dólares.

El que se había presentado como Gladwin, silbó por lo bajo.

—Pagaremos los setenta y cinco —dijo Dixon—. Nada más.

—Si discute la otra cuenta, es cosa suya —le informó Peter—. Pero le advierto que no pensamos dejar así el asunto. Si es necesario, lo demandaremos.

—Escucha, Stan… —Era el cuarto joven, Joe Waloski. Dixon hizo un ademán, acallándolo.

A su lado, Lyle Dumaire se movió incómodo.

—Stan —le dijo en voz baja—, puede haber mucho alboroto. Si es necesario, lo podemos dividir en cuatro partes. —Se dirigió a Peter—: Si pagamos los ciento diez, podríamos tener dificultades para conseguir toda la suma en seguida. ¿Podríamos pagarla en cuotas?

—Por supuesto. —No había razón, decidió Peter, para no otorgarles las normales gentilezas del hotel—. Uno de ustedes, o todos, pueden ver a nuestro gerente de créditos, y él hará los arreglos necesarios. —Miró al grupo—. ¿Debo considerar este aspecto solucionado?

Uno a uno, el cuarteto asintió.

—Eso deja pendiente el asunto del intento de violación… de cuatro hombres contra una muchacha. —Peter no hizo esfuerzo alguno para ocultar el desprecio en su voz.

Waloski y Gladwin se sonrojaron. Lyle Dumaire evitó los ojos de Peter. Sólo Dixon mantuvo su arrogancia.

—Ésa es su versión. Podría ser que la nuestra fuera diferente.

—Ya les dije que estaba dispuesto a oírla.

—¡Tonterías!

—Entonces, no tengo más alternativa que aceptar lo que dijo miss Preyscott.

—¿Acaso, no hubiera deseado estar allí también, gran hombre? O, tal vez, ¿consiguió su tajada un poco más tarde? —espetó Dixon.

—Cálmate, Stan —susurró Waloski.

Peter apretó con fuerza los brazos del sillón. Tuvo que luchar con el impulso de correr desde detrás del escritorio y golpear el rostro astuto y afectado que tenía frente a él. Pero sabía que si lo hacía, le daría ventaja a Dixon, cosa que probablemente estaba buscando. No dejaría que le hiciera perder el control.

—Presumo —dijo en tono helado—, que todos ustedes saben que se pueden formular cargos criminales.

—Si pensaran hacerlo —argumentó Dixon—, ya alguien lo habría hecho. ¡No nos venga con esas cosas!

—¿Estarían de acuerdo en repetir esas manifestaciones ante míster Mark Preyscott, si se le hace venir de Roma, después de decirle lo que le ha pasado a su hija?

Lyle Dumaire levantó los ojos con rapidez y expresión de alarma. Por primera vez había un atisbo de intranquilidad en los ojos de Dixon.

—¿Se lo han dicho? —preguntó Gladwin, con ansiedad.

—¡Cállate! —interfirió Dixon—, es una treta. ¡No te dejes atrapar! —Pero había un matiz de menor confianza que un momento antes.

—Puede juzgar por usted mismo si es o no una treta. —Peter abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta—. Aquí tengo una declaración firmada, redactada por mí, de lo que me informó miss Preyscott y de lo que yo mismo vi al llegar a la suite 1126-7, el lunes por la noche. No ha sido certificada por miss Preyscott, pero puede serlo, junto con cualquier otro detalle que ella quiera añadir. Hay otro informe redactado y firmado por Aloysius Royce, el empleado del hotel a quien ustedes acometieron, confirmando mi informe y describiendo lo que sucedió en seguida de su llegada.

La idea de obtener un informe de Royce se le había ocurrido a Peter la tarde del día anterior. Respondiendo a su requerimiento telefónico, el negro se lo había entregado por la mañana temprano. El documento, cuidadosamente escrito a máquina, era claro y con frases bien construidas, reflejando los conocimientos legales de Royce. Al mismo tiempo Aloysius había prevenido a Peter: «Aún le digo que ningún tribunal de Luisiana tendrá en cuenta la palabra de un negro, en un caso de violación de una blanca». Aunque irritado por la continua mordacidad de Royce, Peter le había afirmado: «Estoy seguro de que no llegará al tribunal pero necesito armas».

También Sam Jakubiec resultó útil. A solicitud de Peter el gerente de créditos había hecho discretas averiguaciones sobre los dos jóvenes. Stanley Dixon y Lyle Dumaire. Informó: «El padre de Dumaire, como sabe, es el presidente del Banco; el de Dixon es comerciante en automóviles; un buen negocio, una casa grande. Parece que ambos jóvenes tienen mucha libertad, indulgencia paternal y, supongo, una buena cantidad de dinero, aun cuando no ilimitada. Por lo que he oído, ambos padres no estarían en completo desacuerdo en que sus hijos se acostaran con una o dos muchachas; como diciendo: “yo hice lo mismo cuando joven…” Pero una tentativa de violación es otra cosa, en particular si compromete a la muchacha Preyscott. Mark Preyscott tiene tanta influencia como el que más en la ciudad. Él y los otros dos hombres se mueven en el mismo círculo, aunque Preyscott ocupa una situación social más elevada. Es seguro que si Mark Preyscott persiguiera a los viejos Dixon y Dumaire, acusando a sus hijos por violar a su hija, o de intentar hacerlo, se les caería el techo encima y los muchachos Dixon y Dumaire lo saben». Peter le había agradecido a Jakubiec, acumulando los datos para usarlos en caso de necesidad.

—Toda esa información —dijo Dixon—, no tiene el valor que usted quiere darle. Usted no llegó sino después, de manera que no sabe más que lo que le dijeron.

—Eso quizá sea cierto —respondió Peter—. No soy abogado, de manera que no puedo decirlo. Pero tampoco lo descartaría enteramente. Pierdan o ganen no saldrán del tribunal muy airosos, e imagino que sus familias pueden mostrarse severas con ustedes. —Por la mirada que intercambiaron Dixon y Dumaire, vio que había dado en el clavo.

—¡Por Dios! —urgió Gladwin a los otros—, ¡no queremos comparecer ante ningún tribunal!

—¿Qué es lo que va usted a hacer? —preguntó ceñudo Lyle Dumaire.

—Siempre que cooperen, no intento hacer nada más. Por lo menos en cuanto se refiere a ustedes. Por otra parte, si continúan complicando las cosas, pienso telegrafiar hoy mismo a míster Preyscott a Roma y entregar esos papeles a su abogado de Nueva Orleáns.

—¿Qué es lo que significa «cooperar»? —preguntó Dixon con tono desagradable.

—Significa que ahora mismo cada uno de ustedes redactará y firmará una relación completa de lo que sucedió la noche del lunes, incluyendo lo acaecido a primera hora de la noche, y si alguien del hotel está o no complicado.

—¡Al demonio! —dijo Dixon—. No se puede hacer eso…

—¡Sí se puede, Stan! —interrumpió con impaciencia Gladwin, y le preguntó a Peter—: Suponiendo que hagamos esas declaraciones, ¿qué hará usted con ellas?

—Por mucho que desee utilizarlas de otra manera, tienen ustedes mi palabra de que nadie las verá; no saldrán del hotel.

—¿Cómo sabemos que podemos confiar en usted?

—No pueden saberlo. Tendrán que correr el riesgo.

Hubo un silencio en la habitación; no se oía más que el crujir de la silla y el apagado tecleteo de la máquina de escribir en la otra habitación.

—Yo me arriesgo —exclamó de pronto Waloski—. Deme algo con que escribir.

—Creo que yo también lo haré —era Gladwin.

Lyle Dumaire asintió con resignación.

—¿De manera que todo el mundo quiere escribir? —rezongó Dixon. Luego, se encogió de hombros—. ¿Qué puedo hacer? —Y dirigiéndose a Peter, exclamó—: Quiero un lapicero de punta fina… Sienta a mi estilo.

Media hora después Peter McDermott releyó, con mucho cuidado, las varias páginas que había hojeado deprisa, antes de que los dos jóvenes se marcharan.

Las cuatro versiones de los sucesos de la noche del lunes, si bien diferían en algunos detalles, estaban de acuerdo en los hechos esenciales. Todas ellas llenaban algunos claros en la información y las instrucciones de Peter con respecto a identificar a cualquiera del personal del hotel que estuviera comprometido, habían sido seguidas al pie de la letra.

El jefe de botones, Herbie Chandler, estaba firme e inequívocamente implicado.

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