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Jueves » 10

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Un inesperado incidente revivió el espíritu de Keycase Milne.

Durante la mañana, Keycase había devuelto sus estratégicas compras del día anterior a la «Maison Blanche». No hubo dificultad alguna, y recibió su reembolso hecho con rapidez y cortesía. Esto, al mismo tiempo que lo liberaba de un estorbo, le llenó una hora que de otro modo hubiera estado vacía. Aún había que esperar varias horas hasta que la llave especialmente hecha, encargada al cerrajero de Irish Channel, estuviera lista para ser recogida.

Estaba por abandonar la «Maison Blanche», cuando se le presentó una afortunada oportunidad.

En un mostrador del piso principal, a una compradora bien vestida, buscando su carnet de compras, se le cayó un llavero. Al parecer ni ella ni nadie más que Keycase observó la pérdida. Keycase se entretuvo inspeccionando corbatas en el mostrador vecino hasta que la mujer se fue.

Caminó a lo largo del otro mostrador, y luego, como si viera las llaves por primera vez, se detuvo y las recogió. Advirtió en seguida que junto con las llaves del automóvil había otras que parecían ser de puertas de calle. Aún más importante era algo que sus ojos experimentados vieron al instante: una miniatura de chapa-matrícula. Era similar a las de auto, que mandan por correo los veteranos tullidos a los propietarios de coches, prestando así un servicio de devolución de llaves perdidas. La miniatura mostraba el número de una matrícula de Luisiana.

Sosteniendo las llaves bien a la vista, Keycase se apresuró a correr tras la mujer, que estaba abandonando la tienda. Si lo habían observado un momento antes, era obvio que ahora se daba prisa para devolverlas a su propietaria. Pero al llegar al conglomerado de peatones en Canal Street, cerró la mano y se puso las llaves en el bolsillo.

La mujer todavía estaba a la vista. Keycase la siguió a prudente distancia. Después de caminar dos manzanas, cruzó Canal Street y entró en un salón de belleza. Desde fuera, Keycase la vio acercarse a una recepcionista que consultó su cuaderno, después de lo cual, la mujer tomó asiento para esperar. Con una sensación de exaltación Keycase se dirigió a un teléfono.

La llamada telefónica local estableció que la información que buscaba la podía obtener en la capital del Estado, en Baton Rouge. Keycase hizo otra llamada de conferencia, preguntando por la División de Automóviles. El telefonista que respondiera supo en seguida con quién ponerle en comunicación.

Sosteniendo las llaves, Keycase leyó el número de la licencia que había en la matrícula miniatura. Un empleado cansado le informó que el coche estaba registrado a nombre de F. R. Drummond, cuyo domicilio estaba en el distrito de Lakeview de Nueva Orleáns.

En Luisiana, como en otros Estados y territorios de América del Norte, el conocimiento de la propiedad de los vehículos automóviles era un asunto de registro público obtenible, en casi todos los casos, sin más esfuerzo que una llamada telefónica. Era un procedimiento que Keycase había utilizado antes con ventaja.

Hizo otra llamada, marcando el número de F. R. Drummond. Como había esperado, después de sonar prolongadamente, no hubo respuesta.

Era necesario andar ligero. Keycase calculó que tenía una hora, tal vez un poco más. Llamó un taxi, que lo llevó deprisa a donde tenía estacionado su coche. Desde allí, con la ayuda de un mapa de calles, llegó a Lakeview, localizando sin dificultad la dirección que tenía anotada.

Inspeccionó la casa desde media manzana de distancia. Era una residencia bien cuidada de dos pisos con garaje para dos coches y un espacioso jardín. La entrada estaba protegida por un gran ciprés, que ocultaba la vista de las casas vecinas, a ambos lados.

Keycase condujo su coche audazmente debajo del árbol y caminó hasta la puerta. Se abrió con facilidad con la primera llave que probó.

Dentro, la casa estaba en silencio. Llamó en voz alta.

—¿Hay alguien en la casa?

Si hubieran respondido, tenía preparada una excusa diciendo que la puerta estaba entreabierta, y que había equivocado la dirección. No hubo respuesta.

Revisó el piso principal con rapidez, y luego subió las escaleras. Había cuatro dormitorios, todos ocupados. En el armario del más grande encontró dos bolsos de piel. Los sacó. Otro armario tenía maletas. Keycase eligió una grande y metió allí los abrigos. En el cajón de un tocador encontró un joyero que vació en la maleta, y agregó una máquina fotográfica, unos prismáticos y una radio portátil. Cerró la maleta y la llevó abajo; luego la volvió a abrir para agregar una fuente y una bandeja de plata. En una mano llevó el magnetófono que vio en el último momento, y la maleta grande en la otra.

En total, Keycase había estado dentro de la casa sólo diez minutos. Metió la maleta y el magnetófono en el portaequipajes de su coche y partió. Una hora después había ocultado su robo en la habitación del motel de la carretera de Chef Menteur, había estacionado su coche otra vez en un lugar del centro, y caminaba garboso hacia el «St. Gregory Hotel».

De camino, con un destello de humor, echó las llaves en un buzón, como se indicaba en la matrícula en miniatura. Sin duda alguna, la organización de veteranos tullidos cumpliría con su cometido, y las devolvería a su dueña.

Keycase calculaba que el inesperado botín le reportaría cerca de mil dólares.

Tomó café y un sandwich en la cafetería del «St. Gregory»; luego, se fue caminando hasta el cerrajero de Irish Channel. El duplicado de la llave de la Presidential Suite estaba casi listo, y a pesar del precio exorbitante que le cobraron, lo pagó con alegría.

Al volver, vio el sol brillando benévolo, desde un cielo sin nubes. Eso, y el imprevisto botín de la mañana, eran sin duda buenos augurios y presagios de éxito para la misión principal que tenía prevista para pronto. Keycase encontró que había recobrado su vieja seguridad, más una convicción de invencibilidad.

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