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Jueves » 3

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A unos ciento diez kilómetros al norte de Nueva Orleáns, Ogilvie todavía estaba pensando en su encuentro con Peter McDermott. La impresión inicial había sido casi la de un impacto físico. Más de una hora después, Ogilvie había conducido tenso, aunque a veces poco consciente de lo que había adelantado el «Jaguar»; primero, a través de la ciudad, luego cruzando el Pontchartrain Causeway, y después hacia el Norte, por la ruta interestatal 59.

Sus ojos se fijaban sin cesar en el espejo retrovisor. Vigilaba cada par de faros que aparecía detrás, esperando que lo alcanzaran sin dificultad, acompañados del sonido de la sirena. A cada vuelta del camino, se preparaba para frenar ante posibles barreras policiales.

Su inmediata suposición había sido que la única razón posible para justificar la presencia de Peter McDermott, fue presenciar su propia partida acusadora. Ogilvie no tenía la menor idea de cómo McDermott se había enterado del plan. Pues, en apariencia, así era, y el detective del hotel, como el más inexperto novato, había caído en la trampa.

Fue más tarde, a medida que avanzaba por la campiña en la desierta oscuridad del amanecer, cuando comenzó a pensar: «Después de todo, ¿no podría haber sido una coincidencia?»

Era seguro que si McDermott hubiera estado allí con alguna intención, el «Jaguar» ya hubiera sido perseguido o detenido en el camino. La ausencia de tales circunstancias justificaba la suposición de que se trataba de una coincidencia… Era casi seguro que sólo había sido una coincidencia. Con sólo pensarlo, el espíritu de Ogilvie mejoró. Comenzó a pensar con deleite en los veinticinco mil dólares que reuniría al terminar el viaje.

Analizaba: puesto que todo había salido bien hasta ahora, sería más sensato continuar la marcha. Dentro de una hora sería de día. Su plan original había sido apartarse del camino y esperar a que volviera a oscurecer antes de continuar. Pero podía haber peligro en un día de inacción. Estaba a sólo medio camino de Mississippi, todavía relativamente cerca de Nueva Orleáns. Seguir andando, desde luego, sería correr el riesgo de ser descubierto, pero se preguntó cuán grande sería ese riesgo. Contra esa idea, estaba su propio esfuerzo físico del día anterior. Ya estaba cansado, con urgente necesidad de dormir.

Fue entonces cuando sucedió. Detrás de él apareció, como por arte de magia, una luz roja. Sonó imperiosa una sirena.

Era exactamente lo que había esperado que pasara durante las últimas horas. Cuando no había sucedido se había tranquilizado. Ahora la realidad constituía un doble impacto.

En forma instintiva apretó el acelerador. Como una flecha magnífica, el «Jaguar» picó hacia delante. El cuentakilómetros ascendió con rapidez… 110, 120, 130. A los ciento cuarenta kilómetros Ogilvie aminoró la marcha para entrar en una curva. Al hacerlo, la luz roja se acercó por detrás.

La sirena, que se había callado por un momento, sonó otra vez. La luz roja se movió al costado, cuando el conductor trató de pasar.

Era inútil; Ogilvie lo sabía. Aun cuando ahora pudiera ganar distancia, no podría evitar que avisaran a los que estaban delante. Con resignación dejó que menguara la velocidad.

Por un momento tuvo la impresión de que el otro vehículo pasaba por el costado: una larga carrocería

limousine de color claro, con suave luz interior, y una figura inclinada sobre otra. Luego la ambulancia había desaparecido y su luz roja se perdía camino adelante.

El incidente lo dejó tembloroso y convencido de su propio cansancio. Decidió que cualquiera que fuera el riesgo, tenía que detenerse durante el día. Ahora había pasado por Macón, una pequeña ciudad de Mississippi, que había sido el objetivo de la primera noche de viaje. El resplandor de la madrugada comenzaba a iluminar el cielo. Se detuvo para consultar un mapa, y poco después abandonó la carretera hacia un complejo de caminos secundarios.

Pronto la superficie del camino se trocó en una huella trillada y con pasto. Amanecía con rapidez. Bajándose del coche, Ogilvie inspeccionó los alrededores del campo.

Aquí y allá algunos bosquecillos, pero desolado, sin una vivienda a la vista. El camino principal distaba más de kilómetro y medio. No lejos había un grupo de árboles. Hizo a pie una exploración y descubrió que la huella llegaba hasta los árboles y terminaba.

El gordo emitió uno de sus gruñidos de satisfacción. Volviendo al «Jaguar», lo condujo con cuidado hasta ocultarlo entre el follaje. Luego hizo unos cuantos reconocimientos, quedando satisfecho porque el coche no podía ser visto sino de cerca. Cuando terminó, subió al asiento de atrás y se durmió.

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