Hotel

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Jueves » 6

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Peter McDermott se enteró de la decisión del Congreso de Odontólogos de continuar la convención, casi tan pronto como terminó la reunión

in camera. En razón de la gran importancia de la reunión para el hotel, había puesto un empleado a la puerta del Salón Dauphine, con instrucciones de informar sin la menor demora de lo que llegara a sus oídos. Un momento antes, el empleado había telefoneado para decir que por las conversaciones mantenidas por los delegados que se retiraban, era obvio que la proposición de cancelar la convención, había sido rechazada.

Peter suponía que, en beneficio del hotel, debía sentirse complacido. En cambio tenía una sensación de depresión. Se preguntaba qué efecto había producido en el doctor Ingram, cuya fuerte motivación y rectitud habían sido repudiados.

Peter reflexionó, con desagrado, que, después de todo, la cínica apreciación de Warren Trent había resultado acertada. Estimó que debía informar al propietario del hotel.

Cuando Peter entró en la

suite del director gerente en el sector de los ejecutivos, Christine levantó los ojos del escritorio y le sonrió con expresión afectuosa, que le hizo recordar cuánto había deseado hablar con ella la noche anterior.

—¿Fue una reunión agradable? —preguntó Christine. Al ver que titubeaba, pareció divertida—. ¿No lo has olvidado ya?

—Todo estuvo muy agradable. Sin embargo, te eché de menos… y todavía no me perdono la confusión de las invitaciones.

—Hemos envejecido veinticuatro horas. Ya puedes olvidarla.

—Si estás libre, tal vez pudiéramos compensarlo esta noche.

—¡Están lloviendo invitaciones! Esta noche voy a cenar con míster Wells.

—¿Se ha recobrado…? —exclamó Peter, levantando las cejas.

—No lo bastante para salir del hotel, motivo por el que cenaremos aquí. Si trabajas hasta tarde, ¿por qué no te reúnes con nosotros después?

—Si puedo, lo haré —indicó las puertas dobles, cerradas, del despacho del propietario del hotel—. ¿Puedo ver a W. T.?

—Puedes entrar. Espero que no haya problemas. Parece estar deprimido esta mañana.

—Tengo noticias que le alegrarán. Los dentistas acaban de votar contra la cancelación del congreso —luego agregó con más seriedad—: Supongo que ha visto los diarios de Nueva York.

—Sí, y pienso que lo hemos merecido.

Peter hizo un gesto de asentimiento.

—También vi los diarios locales —comentó Christine—. No hay ninguna novedad respecto a aquel horrible accidente. No puedo olvidarlo.

—Yo tampoco. —Una vez más la escena de tres noches atrás: el camino atravesado con una cuerda; las linternas; la Policía buscando indicios… todo se presentó a su recuerdo. Se preguntó si la investigación de la Policía descubriría el coche y al conductor culpable. Quizás ambos estuvieran ya a salvo, aun cuando esperaba que no fuera así. El recuerdo de un crimen le trajo el de otro delito. Tenía que acordarse de preguntar a Ogilvie si había alguna novedad en la investigación del robo perpetrado en el hotel. Se sorprendió, al pensar en ello, de no haber sabido ni una palabra del jefe de detectives hasta ahora.

Con una sonrisa a Christine, golpeó la puerta del despacho de Warren Trent, y entró.

La noticia que le traía Peter, pareció causarle poca impresión. El propietario del hotel asintió ausente, como molesto de tener que cambiar sus pensamientos, apartándolos del recuerdo íntimo en que estaba sumergido.

Peter tuvo la sensación de que iba a decirle algo… sobre otro asunto… luego, repentinamente, cambió de idea. Después de una breve conversación, Peter se marchó.

Albert Wells había tenido razón, pensó Christine, al predecir la invitación de Peter McDermott para esa noche. Tuvo un momento de arrepentimiento por haber concertado deliberadamente una cita, para no estar disponible.

Esto le recordó la estratagema que había pensado, a fin de que la noche resultara poco onerosa a Albert Wells. Telefoneó a Max, el

maître del comedor principal.

—Max, los precios de las comidas son vergonzosos —dijo Christine.

—Yo no los fijo, miss Francis. Algunas veces desearía hacerlo.

—¿Has tenido mucha gente, últimamente?

—Algunas noches me siento como Livingstone esperando a Stanley. Saben que los hoteles como éste, tienen una cocina central y que en cualquiera de sus restaurantes pueden tener la misma comida, preparada por los mismos

chefs. Entonces, ¿por qué no concurrir a los salones donde el precio es más bajo, aunque el servicio no sea tan elegante?

—Tengo un amigo a quien le gusta el servicio del comedor principal. Un caballero anciano llamado míster Wells. Comeremos allí esta noche. Quiero que su cuenta sea moderada, aunque no demasiado, para evitar que lo advierta. Cárgueme la diferencia.

—¡Vaya! —rió el jefe de los camareros—. Usted es el tipo de muchacha que me gustaría conocer.

—Con usted no lo haría, Max. Todo el mundo sabe que es una de las dos personas más ricas del hotel.

—¿Y quién es el otro?

—¿No es Herbie Chandler?

—No me hace ningún favor, uniendo mi nombre con el de ése.

—Pero ¿usted se ocupará de míster Wells?

—Miss Francis, cuando le presentemos la cuenta creerá que ha comido en un automático.

Christine colgó el auricular, riendo y sabiendo que Max manejaría la situación con tacto y sentido común.

Con una cólera incrédula y creciente, Peter McDermott leía, con lentitud, por segunda vez el memorándum de Ogilvie, comunicación que estaba esperándolo en su escritorio, cuando volvió de su breve entrevista con Warren Trent.

Con fecha y hora de la noche anterior, había sido dejado, sin duda alguna en la oficina de Ogilvie para que fuera recogido con la correspondencia interna, esta mañana. Era evidente que tanto la hora como el sistema de entrega había sido fijado para que cuando recibiera la comunicación fuera imposible tomar ninguna medida (al menos en el momento) relativa al contenido.

Decía:

Míster P. McDermott.

Tema: Vacaciones.

El suscrito desea informar a usted que se toma cuatro días de licencia de los siete que le corresponden, por razones personales urgentes, comenzándola inmediatamente.

W. Finegan, subjefe de mi departamento, está informado del robo y de las medidas tomadas, etcétera. También puede actuar en otros asuntos.

El suscrito se presentará a trabajar el lunes próximo.

Sinceramente

T. I. Ogilvie

Jefe de Detectives del Hotel

Peter recordó, indignado, que hacía menos de veinticuatro horas Ogilvie había admitido como muy probable que un ladrón profesional de hoteles estuviera operando dentro del «St. Gregory». En tal oportunidad Peter había solicitado al detective que se trasladara al hotel por unos días, sugerencia que el gordo había rechazado. Entonces Ogilvie ya debería de tener intención de partir a las pocas horas, pero la había mantenido secreta. ¿Por qué? Era obvio que había comprendido que Peter se hubiera opuesto, y no había tenido valor para discutirlo y tal vez tener que postergar la licencia.

El memorándum decía: «

… razones personales urgentes…» Bien, teorizaba Peter, quizás eso fuera verdad. Hasta Ogilvie, a pesar de su alardeada intimidad con Warren Trent, comprendería que su ausencia en este momento, sin prevenirlo, precipitaría un conflicto mayor como consecuencia.

¿Qué tipo de razones personales urgentes estaban en juego? Era evidente que no se trataba de nada correcto que se pudiera discutir abiertamente. Porque de ser así, no hubiera procedido de esa manera. No obstante, en el negocio de hoteles, la auténtica dificultad personal de un empleado, hubiera sido tratada con comprensión. Siempre había sido así.

De manera que tenía que ser otra cosa que Ogilvie no podía revelar. Peter pensó que no era asunto suyo, sino en la medida que afectaba al desenvolvimiento del hotel. Puesto que lo afectaba, tenía derecho a ser curioso. Decidió hacer un esfuerzo para saber por qué motivo el detective se había ido y adónde.

Por el timbre llamó a Flora. Tenía el memorándum en la mano cuando entró. Al advertirlo, ella hizo un gesto.

—Lo leí. Pensé que usted no se molestaría.

—Si puede, quisiera que averiguara dónde está. Hable por teléfono a su casa; luego, a todos los otros lugares a que suele ir. Averigüe si alguien lo ha visto hoy o si espera verlo. Deje mensajes. Si localiza a Ogilvie, hablaré yo personalmente.

Flora escribió en su cuaderno.

—Otra cosa… Llame al garaje. Anoche alrededor de la una de la madrugada, cuando volvía caminando hacia el hotel, vi a nuestro hombre que salía conduciendo un «Jaguar». Es posible que haya dicho a alguien a dónde iba.

Cuando Flora se marchó, envió a buscar al subjefe de detectives, Finegan, un hombre delgado, lento para hablar, oriundo de Nueva Inglaterra, que cavilaba antes de responder a las impacientes preguntas de Peter.

No. No tenía idea de adonde había ido míster Ogilvie. Fue sólo a última hora del día anterior cuando su superior había informado a Finegan de que se quedaría a cargo de todo durante los próximos días. Sí. La noche anterior había habido continuas patrullas en el hotel, pero no se observó ninguna actividad sospechosa. Tampoco se informó por la mañana sobre la presencia de ningún intruso en las habitaciones. No. Tampoco habían sabido nada del Departamento de Policía de Nueva Orleáns. Sí. Finegan seguiría trabajando con la Policía, como lo sugería McDermott. Desde luego, si Finegan sabía algo de míster Ogilvie, míster McDermott sería informado en seguida.

Peter despachó a Finegan. Por el momento no había nada más que hacer, a pesar de que la cólera de Peter con Ogilvie era todavía intensa.

No se había suavizado, cuando Flora le anunció por el intercomunicador:

—Miss Marsha Preyscott en la línea dos.

—Dígale que estoy ocupado; llamaré después. —Peter se controló—. No, mejor, le hablaré —tomó el teléfono.

—He oído eso —comentó con viveza—. Lo he oído.

Con irritación, Peter resolvió recordar a Flora que debería bajar la palanca del teléfono, cuando el intercomunicador estaba abierto.

—Lo siento. Es una mañana pésima comparada con una noche como la de ayer.

—Apostaría a que lo primero que aprenden los gerentes del hotel es a recuperarse con rapidez, como acaba de hacerlo —replicó Marsha.

—Algunos podrán. Pero yo soy así.

La sintió vacilar. Luego, preguntó ella:

—¿Fue tan hermosa… la noche?

—Sí, muy hermosa.

—Me alegro. Entonces, estoy dispuesta a cumplir mi promesa.

—Tengo la impresión de que ya lo ha hecho.

—No. Le prometí enseñarle algo de la historia de Nueva Orleáns. Podríamos empezar esta tarde.

Estuvo por decir que no; que le era imposible dejar el hotel. Luego, comprendió que deseaba ir. ¿Por qué no? Rara vez tomaba los dos días libres que le correspondían por semana, y últimamente había trabajado muchas horas extras. Podía concederse una breve ausencia.

—Bien, vamos a ver cuántos siglos pueden cubrirse entre las catorce y las dieciséis horas.

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