Horror

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Nona

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Nona

STEPHEN KING

Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción tiende a perder la perspectiva, el control… O, en vez de eso, entrega el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente: la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo, autocompasión, horror…, y algo peor.

El éxito de Stephen King se basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como si no.

No sé cómo explicarlo, ni siquiera ahora. No sé decir por qué hice aquellas cosas. No supe decirlo en el juicio, tampoco. Y aquí hay mucha gente que se interesa por ello. Hay un psiquiatra. Pero yo guardo silencio. Mis labios están sellados. Excepto aquí, en mi celda. Aquí no guardo silencio. Me despierto dando gritos.

En el sueño la veo andando hacia mí. Viste una túnica blanca, casi transparente, y su expresión es de deseo y triunfo combinados. Llega hasta mí cruzando una oscura habitación con suelo de piedra y yo huelo a secas rosas de octubre. Sus brazos están abiertos y yo voy hacia ella con los míos extendidos para abrazarla.

Siento pavor, repugnancia…, e indecible nostalgia. Pavor y repugnancia porque sé qué clase de lugar es éste, y nostalgia porque amo a esa mujer. Siempre la amaré. A veces deseo que la pena de muerte existiera todavía. Un corto paseo por un oscuro corredor, una silla de recto respaldo provista de un casco de acero, grapas…, luego una rápida sacudida y estaría con ella.

Conforme nos aproximamos en el sueño, mi temor aumenta, pero me es imposible alejarme de ella. Mis manos aprietan el liso plano de su espalda, su piel cercana bajo la seda. Ella sonríe con esos hondos, negros ojos. Su cabeza se inclina hacia la mía y los labios se separan, preparados para el beso.

Ahí es cuando ella cambia, se arruga. Su cabello se vuelve áspero y enmarañado, pasa de negro a un horrible tono pardo que se derrama por la cremosa blancura de sus mejillas. Los ojos menguan y se convierten en cuentas. El blanco de los ojos desaparece y ella me mira con ojos tan minúsculos como dos pulidos fragmentos de azabache. La boca se transforma en unas fauces en las que sobresalen torcidos dientes amarillentos.

Trato de chillar, intento despertarme.

No puedo. Estoy atrapado de nuevo. Siempre estaré atrapado.

Estoy apresado por una inmensa y fétida rata de cementerio. Las luces oscilan ante mis ojos. Rosas de octubre. En alguna parte una campana toca a muerto.

—Mío —musita este ser—. Mió, mío, mío.

El olor a rosas es su aliento mientras se abalanza sobre mí, flores muertas en un osario.

Entonces grito, y despierto.

Creen que lo que hicimos juntos me ha vuelto loco. Pero mi mente sigue funcionando de un modo u otro, y jamás he desistido de buscar las respuestas. Sigo deseando saber cómo fue todo… y qué fue…

Me permiten tener papel y una pluma con punta de fieltro. Y voy a poner todo por escrito. Responderé todas las preguntas y quizás al hacer eso pueda encontrar la respuesta a otras dudas personales. Y cuando haya terminado, hay otra cosa. Algo que no me permitieron tener. Algo que cogí. Está ahí, debajo del colchón, un cuchillo del comedor de la cárcel.

Debo empezar hablándoles de Augusta.

Mientras escribo es de noche, una magnífica noche de agosto perforada por relumbrantes estrellas. Las veo a través de la reja de mi ventana, que da al patio de ejercicios y permite ver un trozo de cielo que puedo tapar con los dos dedos. Hace calor, y estoy desnudo si se exceptúan los calzoncillos. Oigo el suave ruido veraniego de ranas y grillos. Pero no puedo recuperar el invierno simplemente cerrando los ojos. El amargo frío de aquella noche, la desolación, las duras e insociables luces de una ciudad que no era la mía. Era el catorce de febrero. Fíjense, recuerdo todos los detalles.

Miren mis brazos…, cubiertos de sudor, con carne de gallina.

Augusta…

Cuando llegué a Augusta estaba más muerto que vivo, tanto frío hacía. Había elegido un buen día para decir adiós al escenario de la universidad y viajar en autostop al oeste. Pensé que iba a morir congelado antes de salir del estado.

Un policía me había echado a patadas en el enlace interestatal, amenazando con detenerme si me sorprendía con el pulgar extendido otra vez. La lisa extensión de autopista con cuatro carriles había sido como la pista de aterrizaje de un aeropuerto; el viento aullaba y arrastraba membranas de nieve polvo, chirriaba en el pavimento. Y para los anónimos Ellos sentados detrás de las vidrieras de seguridad, todos los que están de pie en el enlace en una noche oscura son violadores o asesinos, y si tienen cabello largo puede añadirse además una acusación de pederastas y maricas.

Lo intenté un rato en la carretera de acceso, pero en vano. Y hacia las ocho menos cuarto comprendí que, si no llegaba pronto a un sitio caliente, acabaría desmayándome.

Anduve dos kilómetros y medio antes de encontrar un bar gasolinera en la 202, justo dentro de los límites de la ciudad. COMILONAS JOE, decía el anuncio luminoso. Había tres grandes camiones estacionados en el aparcamiento de grava, y un sedán nuevo. Había una marchita guirnalda navideña en la puerta que nadie se había molestado en retirar, y junto a ella un termómetro con el mercurio situado bajo la raya del cero. No tenía nada para taparme las orejas aparte del cabello, y mis guantes de cuero estaban rotos. Las puntas de mis dedos parecían objetos de adorno.

Abrí la puerta y entré.

El calor fue lo primero que me sorprendió, acogedor y magnífico. Después, una canción montañesa que sonaba en el tocadiscos automático, con la inconfundible voz de Merle Haggard: «No dejamos que nuestro pelo sea largo y desgreñado, como hacen los hippies en San Francisco».

El tercer detalle que me sorprendió fue La Mirada. Te enteras de lo que es La Mirada cuando dejas que el pelo te caiga por debajo de los lóbulos de las orejas. En ese mismo momento la gente sabe que no eres de los Leones, ni de los Alces, ni de la Asociación de Veteranos de Guerra. Sabes qué es La Mirada, pero nunca te acostumbras a ella.

En ese instante las personas que estaban dedicándome La Mirada eran cuatro camioneros que ocupaban una sola mesa, otros dos en la barra, un par de ancianas con sencillos abrigos de piel y el cabello teñido de azul, el encargado de las comidas rápidas y un torpe muchacho con burbujas de jabón en las manos. Había una mujer sentada en el extremo más alejado de la barra, pero solamente miraba el fondo de su taza de café.

Ella fue el cuarto detalle que me sorprendió.

Todos tenemos edad suficiente para saber que no existe el flechazo. Es algo que inventaron los poetas para poder hablar del influjo erótico de la luna. Algo para chicos que se cogen la mano en el baile de fin de curso, ¿de acuerdo?

Pero ver a esa mujer me hizo sentir algo. Pueden reírse, aunque no lo harían si la hubieran visto. Era casi insoportablemente hermosa. Comprendí que sin duda alguna todos los clientes del establecimiento pensaban lo mismo que yo. Del mismo modo que sabía que ella habría sufrido La Mirada antes de llegar yo. Tenía un cabello negro como el carbón, tan negro que parecía casi azul bajo los fluorescentes. Le caía sueltamente sobre las hombreras del caído abrigo color canela. Su piel era blanca como la leche, con una suavísima pincelada de sangre que subsistía bajo la epidermis…, el frío que había traído consigo. Oscuras, tiznadas pestañas. Ojos solemnes ligeramente rasgados en las comisuras. Una boca carnosa y móvil bajo una nariz recta, aristocrática. No pude averiguar qué aspecto tenía su cuerpo. No me preocupé por ello. Ustedes tampoco lo habrían hecho. Lo único que precisaba ella era aquella cara, aquel cabello, aquella apariencia. Era exquisita. Es la única palabra de mi idioma que conozco para definirla.

Nona.

Me senté a dos taburetes de distancia de ella, y el camarero se acercó y me miró.

—¿Qué?

—Café solo, por favor.

Marchó a prepararlo.

—Es igual que Jesucristo, ¿no? —dijo alguien a mi espalda.

El torpe lavaplatos se echó a reír. Un fugaz sonido, «jiu-jiu». Los camioneros de la barra lo imitaron.

El camarero me trajo el café, lo dejó bruscamente en el mostrador y derramó un poco sobre la casi helada carne de mi mano, que retire al momento.

—Lo siento —dijo en tono indiferente.

—¡Él mismo se la curará! —gritó uno de los camioneros de la mesa.

Las gemelas del pelo azul pagaron la cuenta y salieron apresuradamente. Uno de los caballeros de la carretera anduvo hasta el tocadiscos e introdujo otra moneda. Johnny Cash empezó a cantar «Un chico llamado Susi». Soplé para enfriar mi café.

Alguien me dio un tirón en la manga. Volví la cabeza y allí estaba ella: se había trasladado al taburete vacío. Mirar de cerca aquella cara era casi cegador. Derramé más café.

—Lo lamento.

Su voz era baja, casi atonal.

—Es culpa mía. Todavía no he recuperado el tacto.

—Yo…

Se interrumpió, al parecer falta de palabras. De pronto comprendí que estaba asustada. Noté que la primera reacción que había experimentado al verla por primera vez me abrumaba de nuevo: protegerla, cuidarla, conseguir que no tuviera miedo.

—Necesito que me lleven en coche —concluyó precipitadamente—. No me atrevía a pedírselo a los otros.

Hizo un gesto apenas perceptible en dirección a los camioneros de la mesa.

¿Cómo hacerles entender que yo habría dado cualquier cosa, «cualquier cosa», por poder decirle, «Naturalmente, termina tu café, tengo el coche aparcado aquí mismo»? Parece una locura afirmar que me sentía así después de oír cuatro palabras salidas de su boca, e idéntico número de la mía, pero es cierto. Es cierto. Mirarla era como ver a la «Mona Lisa» o la «Venus de Milo» cobrar palpitante vida. Y había otra emoción: como si una luz repentina y potente se hubiera encendido en la confusa oscuridad de mi mente. Sería más fácil si pudiera decir que ella era una conquista callejera y yo un hombre rápido con las mujeres, rápido, buen actor y con muchísimo palique, pero ni ella ni yo éramos tal cosa. Lo único que comprendía yo es que no tenía lo que ella necesitaba, y eso me torturaba.

—Estoy haciendo autostop —le expliqué—. Un policía me echó a patadas del enlace interestatal y he venido aquí sólo para protegerme del frío. Lo siento.

—¿Eres universitario?

—Ya no. Me fui antes de que me echaran.

—¿Vas a casa?

—No tengo casa donde ir. Estaba bajo tutela del estado. Fui a la universidad gracias a una beca. La desaproveché. Ahora no sé dónde voy a ir.

Mi biografía en cinco frases. Me deprimió.

Ella se echó a reír (ese sonido me provocó calor y frío) y bebió un poco de café.

—Somos gatos escapados del mismo saco, me parece.

Me disponía a adoptar mi mejor talante conservador, decir algo ingenioso como «¡No me digas!», cuando una mano cayó sobre mi hombro.

Volví la cabeza. Era uno de los camioneros de la mesa. Tenía vello rubio en el mentón y una cerilla de cocina asomaba por su boca. Olía a gasolina.

—Creo que ya has terminado tu café —dijo.

Sus labios se abrieron alrededor de la cerilla para esbozar una mueca. Tenía muchísimos dientes muy blancos.

—¿Qué?

—Estás dejando mal olor en el local, chico. Porque eres un chico, ¿no? Es difícil asegurarlo.

—Usted tampoco huele a rosas —repuse—. Huele a cárter.

Me propinó una fuerte palmada en la mejilla. Vi minúsculos puntos negros.

—Nada de peleas aquí —dijo el camarero—. Si quiere pelea con él, hágalo afuera.

—Vamos, maldito comunista —ordenó el camionero.

Es el momento donde se supone que la chica debe decir algo como «Suéltelo» o «Es usted un bruto». Pero ella no dijo nada. Estaba observándonos con febril concentración. Alarmante. Creo que fue la primera vez que reparé en el tamaño real de sus ojazos.

—¿Hace falta que te dé otro guantazo, marica?

—No. Vamos, sinvergüenza de mierda.

No sé cómo brotó eso de mi boca. No me gusta pelear. No soy buen luchador. Incluso soy peor insultando. Pero estaba enfadado, en ese momento. Tuve ese impulso y deseé golpear, matar al camionero.

Quizás él lo presintió. Una breve sombra de duda fluctuó en su semblante, la incertidumbre inconsciente sobre si había elegido el peor hippie posible. Pero la sombra desapareció. El camionero no iba a dar marcha atrás ante un esnob de pelo largo, elitista y afeminado que usaba la bandera para limpiarse el culo… Al menos no delante de sus compañeros. No un fornido camionero hijo de perra como él.

La cólera palpitó de nuevo en mi interior ¿Marica? ¿Marica? Me sentía trastornado, y me alegraba de sentirme así. Mi lengua estaba desbocada. Mi estómago era una losa.

Nos acercamos a la puerta, y los amigos de mi rival casi se partieron la espalda al levantarse para ver la pelea.

¿Nona? Pensé en ella, pero de un modo vago, en las profundidades de mi mente. Sabía que Nona estaría allí, que me protegería. Lo sabía de la misma forma que sabía que haría frío afuera. Era extraño saber eso de una mujer a la que conocía desde hacía cinco minutos. Extraño, pero no pensé en ello hasta más tarde. Mi mente estaba casi dominada… no, casi anulada por la gruesa nube de rabia. Mis impulsos eran homicidas.

El frío era tan notable y tan puro que parecíamos cortarlo con nuestros cuerpos a modo de cuchillos. La helada grava del aparcamiento chirriaba ásperamente bajo las pesadas botas de mi rival y bajo mis zapatos. La Luna, llena e hinchada, nos contemplaba con un insulso ojo tenuemente lloroso a causa de la humedad de la alta atmósfera, en un cielo tan negro como la noche en el infierno. Proyectábamos menudas sombras enanas detrás de nuestros pies bajo el monocromo destello de la solitaria luz de sodio dispuesta en lo alto de un poste más allá de los camiones aparcados. Nuestro aliento humeaba en el aire en forma de breves ráfagas. El camionero se volvió hacia mí, con las enguantadas manos cerradas.

—Muy bien, hijo de puta —dijo.

Yo pensé estar inflándome…, todo mi cuerpo parecía inflarse. No sé cómo, vagamente, comprendí que mi intelecto iba a quedar eclipsado por algo inmenso e invisible que jamás había sospechado estuviera en mi interior. Era terrorífico…, pero al mismo tiempo lo acepté con agrado, lo deseé, lo anhelé. En ese último momento de pensamiento coherente creí que mi cuerpo era una pétrea pirámide de violencia personificada, o un turbulento y asesino ciclón capaz de barrer cualquier cosa que se pusiera por delante. El camionero parecía pequeño, débil, insignificante. Me reí de él. Reí, y el sonido fue tan tétrico y desolado como aquel cielo perforado por la Luna.

Él se acercó agitando los puños. Paré el derecho, noté el izquierdo en mi mejilla y acto seguido le di una patada en el vientre. El aire brotó del hombre con blanca y humeante precipitación. Trató de retroceder, agarrándose la parte golpeada y tosiendo.

Me situé a su espalda, todavía riendo igual que un perro de campo ladra a la Luna, y le golpeé tres veces antes de que él pudiera dar un cuarto de vuelta: en el cuello, en el hombro y en una enrojecida oreja.

El camionero lanzó un alarido, y una de sus chapuceras manos rozó mi nariz. La furia que me dominaba se multiplicó (¡a mí!, ¡ha intentado pegarme!) y le propiné otra patada, levantando mucho el pie, como si pateara una pelota en el aire. El hombre chilló en la noche y oí el crujido de una costilla al partirse. Quedó encogido y salté sobre él.

En el juicio uno de los camioneros declaró que yo actué como un animal salvaje. Y era cierto. No recuerdo muchos detalles, pero sí que yo bufaba y gruñía como un perro rabioso.

Me puse a horcajadas encima de él, le agarré con ambas manos su grasiento cabello y le froté la cara en la grava. Bajo el insulso destello de la lámpara de sodio su sangre parecía negra, como sangre de escarabajo.

—¡Dios mío, basta ya! —exclamó alguien.

Varias manos asieron mis hombros y me apartaron. Vi caras que remolineaban y empecé a repartir golpes.

El camionero estaba intentando alejarse a rastras. Su cara era una fija máscara de sangre y asombrados ojos. Continué dándole patadas mientras esquivaba a los demás, gruñendo de satisfacción siempre que conectaba un golpe.

Él no podía defenderse ya. Sólo pensaba en huir. Tras las patadas sus ojos se entrecerraban como los de una tortuga, y su cuerpo dejaba de moverse. Luego continuaba arrastrándose. Pensé que era un estúpido. Decidí matarlo. Iba a darle patadas hasta matarlo. Después acabaría con todos los demás, con todos excepto con Nona.

Le di otra patada y el camionero quedó tendido de espaldas y me miró confusamente.

—Me rindo —gimió—. Me rindo. Por favor. Por favor…

Me arrodillé junto a él y noté que la grava me mordía las rodillas a través de mis delgados tejanos.

—Aquí voy, bastardo —musité—. Toma rendición.

Aferré su cuello con mis manos.

Tres hombres saltaron sobre mí al momento y me separaron a golpes del camionero. Me levanté, todavía risueño, y corrí hacia ellos. Retrocedieron los tres, varones fornidos, todos blancos de miedo.

Y la furia se apagó.

Así mismo, se apagó y quedé sólo yo, de pie en el aparcamiento de «Comilonas Joe», jadeante, sintiéndome mareado y horrorizado.

Volví la cabeza y miré el bar. La chica estaba allí, con sus hermosas facciones iluminadas por el triunfo. Alzó un puño a la altura del hombro a modo de saludo.

Contemplé al hombre tendido en el suelo. Aún trataba de arrastrarse, y cuando me acerqué a él sus ojos se revolvieron de espanto.

—¡No lo toque! —gritó uno de sus amigos.

Los miré, confuso.

—Lo siento… No pretendía…, hacerle tanto daño. Si me dejan ayudar a…

—Váyase de aquí, eso es lo que ha de hacer —dijo el camarero. Estaba junto a Nona al pie de la escalera, con una espátula llena de grasa en la mano—. Voy a llamar a la policía.

—¿Olvida que fue él el que empezó? Él…

—No me venga con monsergas, asqueroso maricón —repuso él. Se irguió—. Lo único que sé es que usted ha armado un lió y por poco mata a ese tipo. ¡Voy a llamar a la policía!

Dio media vuelta y entró rápidamente en el local.

—Vale —dije, a nadie en especial—. Vale, vale.

Había dejado dentro mis guantes de cuero, pero no era buena idea ir a recogerlos. Metí las manos en los bolsillos y eché a andar hacia el enlace interestatal. Calculé que mis posibilidades de que un coche me recogiera antes de la llegada de la policía eran de una contra diez. Tenía las orejas heladas y el estómago revuelto. Vaya nochecita.

—¡Espera! ¡Eh, espera!

Me volví. Era ella, que corría hacia mí con el cabello al viento.

—¡Has estado estupendo! —dijo—. ¡Estupendo!

—Lo he dejado malherido —dije tristemente—. Nunca había hecho algo parecido.

—¡Ojalá lo hubieras matado!

Parpadeé ante ella bajo la frígida iluminación.

—Oí las cosas que decían de mí antes de que tú llegaras. Lanzaban esas risotadas asquerosas… Ja, ja, mirad, la jovencita ha salido a dar una vuelta en plena noche. ¿Dónde vas, guapa? ¿Te llevo a algún sitio? Puedes montarte si me dejas montarte. ¡Malditos!

Lanzó una furiosa mirada por encima del hombro como si pudiera matarlos con un repentino rayo surgido de sus ojos oscuros. Luego dirigió esos ojos hacia mí, y de nuevo creí que aquel reflector se encendía en mi mente.

—Te acompaño.

—¿Adónde? ¿A la cárcel? —Tiré de mi pelo con ambas manos—. Con esto, el primer tipo que nos deje subir a su coche será un polizonte. Ese granuja hablaba en serio cuando ha dicho que llamaría a la policía.

—Yo pararé un coche. Tú quédate detrás de mí. Siendo yo, algún coche parará.

No podía discutírselo y tampoco quería hacerlo. ¿Un flechazo? Lo dudo. Pero había algo.

—Toma —dijo ella—. Los habías olvidado.

Me dio mis guantes.

Ella no había vuelto a entrar, y eso significaba que los había tenido en la mano desde el principio. Sabía que iba a venir conmigo. Noté una misteriosa sensación. Me puse los guantes y caminamos por la carretera de acceso hasta la entrada de la autopista.

Ella no se había equivocado. Paró el primer coche que venía hacia la autopista. Antes de eso yo le había preguntado cómo se llamaba.

—Nona —fue su escueta respuesta.

No dijo nada más, pero eso bastaba. Me satisfacía.

No hicimos más comentarios mientras aguardábamos, aunque pareció como si habláramos. No voy a amargarles con una charla sobre facultades extrasensoriales y cosas similares. No hubo nada de eso. Pero no nos hacía falta. Lo habrán notado ustedes también en compañía de una persona a la que aprecian mucho, o si han tomado alguna de esas drogas con iniciales en vez de nombre. No es preciso hablar. La comunicación parece desarrollarse en una banda emotiva de alta frecuencia. Un movimiento de la mano y basta. No hacen falta modales sociales. Pero nosotros no nos conocíamos. Yo sólo sabía el nombre de pila de ella y, ahora que lo pienso, creo que no le dije el mío. Pero nos entendíamos. Era amor. Me repugna tener que repetirlo, pero lo considero preciso. No me atrevería a ensuciar esa palabra después de todo lo que pasamos, no después de lo que hicimos, no después de Blainsville, no después de los sueños.

Un agudo y plañidero lamento interrumpió el frío silencio de la noche, un sonido creciente y decreciente.

—Es la ambulancia, creo —dije.

—Sí.

Silencio de nuevo. La luz de la Luna estaba desapareciendo tras una gruesa membrana nubosa. Pensé que nevaría antes del amanecer.

Unos faros brotaron en la colina.

Permanecí detrás de Nona sin necesidad de que ella me lo dijera. La mujer se arregló el cabello y alzó su hermoso rostro. Al ver que el vehículo se dirigía hacia la entrada de la autopista, me abrumó una sensación de irrealidad. Irreal que aquella preciosa chica me hubiera elegido compañero de viaje, irreal que yo hubiera golpeado a un hombre hasta el punto de ser precisa una ambulancia, irreal pensar que podía encontrarme en la cárcel por la mañana. Irreal. Me sentía atrapado en una telaraña. Pero ¿quién era la araña?

Nona alzó el pulgar. El coche, un Chevrolet, pasó junto a nosotros y pensé que iba a continuar su camino. Después las luces traseras se encendieron y Nona me cogió de la mano.

—¡Vamos, ya tenemos coche!

Ella me sonrió con infantil deleite y yo le devolví la sonrisa.

El entusiasmado conductor había extendido el brazo para abrir la puerta a Nona. Cuando la lámpara del techo se encendió pude ver al tipo: un hombre bastante fornido con un elegante abrigo de lana de camello, con canas bajo las alas de su sombrero y prósperas facciones suavizadas por años de buenas comidas. Un hombre de negocios o un viajante. Solo. Al verme tuvo una reacción tardía, pero unos segundos demasiado tarde para arrancar y huir de allí. Y de este modo era mejor para él. Más tarde podría engañarse, creer que nos había visto a los dos, que él era un alma bondadosa dando una oportunidad a una joven pareja.

—Fría noche —dijo mientras Nona se acomodaba junto a él y yo al lado de ella.

—Desde luego —repuso dulcemente Nona—. ¡Gracias!

—Sí —dije yo—. Gracias.

—No hay de qué.

Y arrancamos, dejando atrás sirenas, camioneros frustrados y Comilonas Joe.

Me habían echado del enlace interestatal a las siete y media. Sólo eran las ocho y media. Es asombroso cuántas cosas se pueden hacer en poco tiempo, o cuántas cosas pueden hacer por ti.

Estábamos acercándonos a las luces amarillas intermitentes que señalaban la posición de las cabinas de peaje de Augusta.

—¿Adónde van? —preguntó el conductor.

Una pregunta a bocajarro. Yo esperaba llegar a Kittery y hacer una inesperada visita a un conocido que era maestro allí. Aún parecía una respuesta tan buena como cualquier otra y estaba abriendo la boca cuando Nona se adelantó.

—Vamos a Blainsville. Es un pueblo situado al sur de Lewiston-Auburn.

Blainsville. El nombre me hizo sentir raro. En tiempos yo había estado en buenas relaciones con Blainsville. Pero eso fue antes de que Ace Carmody me metiera en un lío.

El conductor frenó, sacó un ticket de peaje y poco después proseguimos nuestro viaje.

—Yo sólo voy a Gardner —dijo él, mintiendo tranquilamente—. La siguiente salida. Pero habrán recorrido un buen trecho.

—Desde luego —repuso Nona, con la misma dulzura que antes—. Ha sido muy amable parándose en una noche tan fría.

Y mientras hablaba yo captaba su enojo en aquella emotiva longitud de onda, furia pura y llena de veneno. Me asusté, tanto como podía asustarme un tic-tac en un envoltorio.

—Me llamo Blanchette —dijo el conductor—. Norman Blanchette.

Agitó la mano en dirección a nosotros para que la estrecháramos.

—Cheryl Craig —dijo Nona mientras le daba un delicado apretón de manos.

Yo me dejé guiar por ella y dije un nombre falso.

—Mucho gusto —balbuceé.

Su mano era blanda y fofa. Era como una botella de agua caliente en forma de mano. El pensamiento me repugnó. Me repugnaba habernos visto forzados a implorar auxilio a un hombre tan paternalista que había aprovechado la oportunidad de recoger a una guapa autostopista solitaria, una mujer que podía acceder o no a pasar una hora en una habitación de motel a cambio de dinero para comprar un billete de autobús. Me repugnaba saber que él iba a dejarnos en la salida de Gardner para volver a la autopista por la entrada del sur, felicitándose por su tacto para resolver una enojosa situación. Todos los detalles de aquel hombre me repugnaban. Los porcinos bultos de sus carrillos, sus peinadas patillas, su olor a colonia…

¿Y que derecho tenía él? ¿Qué derecho?

La aversión se espesó y las flores de la rabia florecieron de nuevo. Los faros de su magnífico sedán Impala perforaban la noche con suma facilidad, y mi furia ansiaba soltarse y estrangular todo lo que rodeaba a aquel hombre. La clase de música que yo sabía escucharía él cuando se tumbara en su elegante sillón con el periódico de la tarde en las botellas de agua caliente que eran sus manos, el tinte azul del cabello de su mujer, los niños a los que siempre mandaban al cine, a la escuela o de excursión (la cuestión era que no estuvieran en casa molestando), sus esnobistas amigos y las fiestas de borrachos a las que acudiría con ellos…

Pero quizá su colonia fuera lo peor. Llenaba el coche con el dulce y enfermizo hedor de la hipocresía. Olía al desinfectante perfumado que usan en los mataderos al acabar los turnos.

El coche rasgaba la noche con Norman Blanchette sosteniendo el volante en sus hinchadas manos. Sus aseadas uñas brillaban tenuemente con las luces del tablero de mandos. Sentí el deseo de bajar por completo la ventanilla y asomar la cabeza al frío y purificador aire nocturno, revolearme en su frígida frescura… Pero yo estaba paralizado, paralizado en las ateridas fauces de mi mudo e inexplicable odio.

Fue entonces cuando Nona puso la lima de uñas en mi mano.

Cuando tenía tres años padecí un caso grave de gripe y fui al hospital. Estando yo allí, mi padre se durmió con el cigarro encendido en la cama y la casa ardió sin que pudieran salvarse mis padres y mi hermano mayor, Drake. Conservo sus fotos. Parecen actores en una antigua película de terror de 1958, rostros no tan conocidos como los de las grandes estrellas, más parecidos a Elisha Cook, Mara Corday y cierto actor infantil que ustedes tal vez no recuerden, Brandon DeWilde.

No tenía familiares con los que ir, y estuve cinco años en un orfanato de Portland. Luego pasé a ser pupilo del estado. Eso significa que una familia te recoge y el estado paga treinta dólares mensuales por la manutención. No creo que jamás haya existido un pupilo del estado aficionado a la langosta. Normalmente un matrimonio acepta dos o tres pupilos como práctica forma de inversión. Si un niño está bien alimentado puede ganarse su manutención haciendo quehaceres en la localidad y esos escasos treinta dólares se transforman en una ganga.

Mis padres adoptivos se apellidaban Hollis y vivían en Falmouth. No en la zona elegante próxima al club de campo y el muelle deportivo, sino más lejos, hacia el límite de Blainsville. Poseían una casa de campo de tres pisos y catorce habitaciones. En la cocina el carbón proporcionaba calor que ascendía escalera arriba como podía, y en enero te acostabas con tres mantas y a pesar de eso ninguna seguridad tenías de encontrar tus pies al despertar por la mañana, hasta que los apoyabas en el suelo y podías verlos. La señora Hollis era gruesa. El señor Hollis tenía un carácter hosco, raramente hablaba, y durante todo el año llevaba puesto un gorro de caza a cuadros rojos y negros. La casa era una confusión sin orden ni concierto de muebles más voluminosos que útiles, artículos comprados en ventas benéficas, colchones mohosos, perros, gatos y piezas de motor envueltas en papel de periódico. Tenía tres «hermanos», los tres pupilos como yo. Nos conocíamos de vista, como viajeros de autobús abonados.

Obtuve buenas notas en la escuela y abandone los estudios para jugar a béisbol cuando era alumno de segundo año en un centro de enseñanza secundaria. Hollis insistió machaconamente en que olvidara el deporte, pero yo continué hasta el incidente con Ace Carmody. Después perdí los deseos de seguir jugando, no con la cara hinchada y llena de heridas, no con los chismes que Betsy Puisko iba contando por allí. Abandoné el equipo, y Hollis me consiguió un empleo en los almacenes locales.

En febrero de mi penúltimo curso presenté la solicitud de ingreso en la universidad, pagando por ella doce dólares que había escondido en el colchón. Me aceptaron con una pequeña beca y una buena combinación de trabajo y estudio en la biblioteca. La expresión de los Hollis cuando les enseñé los documentos de ayuda económica es el mejor recuerdo de mi vida.

Uno de mis «hermanos», Curt, se fue de casa. Yo era incapaz de hacer lo mismo. Era demasiado pasivo para dar un paso de esa índole. Habría vuelto al cabo de dos horas de caminata por la carretera. La universidad era la única salida para mí, y la aproveché.

Lo último que me dijo la señora Hollis cuando partí fue: «Escribe, ¿me oyes? Y envíanos algo cuando puedas». Nunca volví a ver a ninguno de ellos. Obtuve buenas calificaciones en primer curso y aquel verano conseguí un empleo fijo en la biblioteca. Les envié una felicitación de Navidad el primer año, pero fue la única.

En el primer semestre de segundo curso me enamoré. Era lo más importante que me había sucedido hasta entonces. ¿Guapa? Les habría hecho retroceder dos pasos. Hasta la fecha no tengo la menor idea de qué vio ella en mí. Después fui un simple hábito difícil de abandonar, como fumar o conducir con el codo asomado por la ventanilla. Ella me retuvo algún tiempo, quizá porque no quería abandonar la costumbre. Tal vez me conservó como cosa rara, o quizá simplemente por vanidad. Buen chico, échate, levántate, coge el papel. Toma un beso de buenas noches. No importa. Durante cierto tiempo fue amor, luego algo parecido a amor y finalmente se acabó.

Me había acostado con ella dos veces, en ambas ocasiones después de que otras cosas hubieran ocupado el lugar del amor. Eso fomentó la costumbre durante algún tiempo. Después ella volvió tras la festividad del Día de Acción de Gracias y dijo que se había enamorado de un chico de Delta Tau Delta. Un tipo nacido en su mismo pueblo. Intenté recuperarla y casi lo conseguí una vez, pero ella poseía algo que no había tenido hasta entonces: perspectiva. La cosa no resultó y cuando terminaron las vacaciones de Navidad los dos estaban comprometidos.

Fuera cual fuera mi progreso, todos esos años desde que el incendio borrara del mapa a los actores de películas de la serie B que antaño formaran mi familia, ese detalle lo interrumpió. Aquel alfiler que ella llevaba en la blusa, regalo de su novio.

Y después, volví a las andadas…, impotente otra vez con las tres o cuatro chicas más complacientes. Podría culpar de ello a mi infancia, decir que nunca tuve modelos sexuales, pero no sería cierto. Jamás había tenido un solo problema con aquella chica. Pero ella se había ido.

Empecé a tener miedo a las mujeres, un poco. Y no tanto con las que era impotente como con las que no lo era, con las que podía hacer el amor. Me ponían nervioso. Me preguntaba una y otra vez dónde ocultaban las hachas que les gustaba afilar y cuándo iban a consentirme disfrutar con ellas. No soy tan extraño en ese aspecto. Muéstrenme un hombre casado o un hombre con una mujer fija y les demostraré que están preguntándose (quizás únicamente en las primeras horas de la mañana, o los viernes por la noche, cuando ella ha salido a comprar): ¿Qué hace ella cuando no está conmigo? ¿Qué piensa realmente de mí? Y quizá, sobre todo, se pregunten, ¿cuánto ha conseguido de mí? ¿Cuánto queda? En cuanto empecé a pensar en estas cosas, no pude olvidarlas un momento.

Me consolé con la bebida y mis calificaciones iniciaron una bajada en picado. Al terminar el primer semestre de aquel curso recibí una carta advirtiéndome que, si no había una mejora antes de seis semanas, retendrían el pago de la beca del segundo semestre. Yo y otros habíamos ido por ahí borrachos y continuamos así durante todas las vacaciones. El último día fuimos a un burdel y yo funcioné muy bien. Había tanta oscuridad que no se veían las caras.

Mis notas siguieron prácticamente igual. Llamé por teléfono una vez a la chica y grité. También ella gritó, y de un modo que creo la complació. Ni la odié entonces ni la odio ahora. Pero me asustó mucho.

El 9 de febrero recibí una carta del decano de Artes y Ciencias diciendo que yo había suspendido dos de cada tres asignaturas. El 13 de febrero llegó una vacilante misiva de la chica. Quería que todo se arreglara entre nosotros. Pensaba casarse con el tipo de Delta Tau Delta en julio o agosto, y yo estaba invitado si quería asistir. Eso era casi divertido. ¿Qué regalo de boda podía hacerle? ¿Mi pene con una cinta roja atada al prepucio?

El día 14, san Valentín, decidí que era hora de cambiar de escenario. Nona apareció después, pero ustedes ya conocen los detalles.

Si quieren que todo esto sirva de algo, deben comprender cómo la juzgaba yo. Ella era más guapa que la chica, pero no se trataba de eso. Las caras guapas abundan en una nación próspera. Era su personalidad interna. Había erotismo, pero el erotismo que emanaba de ella era como el de una enredadera…, sexo ciego, algo así como un sexo que se aferra, imposible rechazarlo, que no tiene tanta importancia porque es tan instintivo como la fotosíntesis. No como un animal (eso implica lujuria) sino como una planta. Yo sabía que haríamos el amor, que lo haríamos como lo hacen los hombres y las mujeres, pero que nuestra cópula sería tan insulsa, distante y sin sentido como la hiedra que asciende poco a poco por un enrejado bajo el sol de agosto.

El sexo era importante sólo porque no carecía de importancia.

Creo… no, estoy seguro de que la violencia fue la verdadera fuerza motriz. La violencia fue real y no un simple sueño. La violencia de Comilonas Joe, la violencia de Norman Blanchette. Y hubo un rasgo ciego y vengativo en ello. Quizás ella fuera una trepadora enredadera al fin y al cabo, ya que la dionea de Venus es una especie de enredadera, pero esa planta es carnívora y ejecuta movimientos animales cuando una mosca o un trozo de carne cruda es puesto en sus fauces. Y todo fue real. La esporulante enredadera sólo puede soñar que fornica, pero estoy seguro que la dionea saborea esa mosca, paladea los esfuerzos cada vez más débiles conforme sus fauces se cierran.

La última parte fue mi pasividad. Yo no podía rellenar el agujero que había en mi vida. No el agujero dejado por la chica cuando dijo adiós (no deseo hacerla responsable de ello) sino el agujero que siempre había existido, el remolineo oscuro y confuso que nunca cesaba en mi interior. Nona llenó ese hueco. Hizo de mí su brazo. Me obligó a moverme y actuar.

Me hizo noble.

Ahora ya pueden comprenderlo un poco. Por qué sueño en ella. Por qué la fascinación perdura pese al remordimiento y la aversión. Por qué la odio. Por qué la temo. Y por qué incluso ahora sigo amándola.

Había doce kilómetros desde el peaje de Augusta hasta Gardner y los cubrimos en pocos minutos. Aferré rígidamente la lima de uñas junto a mi costado y contemplé el verde aviso luminoso que se encendía y apagaba en la noche: CONSERVE LA DERECHA PARA SALIDA 14. La Luna había desaparecido y el cielo escupía nieve.

—Ojalá fuera más lejos —dijo Blanchette.

—No se preocupe —repuso Nona cordialmente, y noté que su furia zumbaba y se enterraba en la carne inferior de mi cráneo igual que una taladradora—. Déjenos en lo alto de la rampa.

Blanchette redujo la velocidad al observar el disco de cincuenta kilómetros por hora. Yo sabía qué iba a hacer. Pensé que mis piernas se habían convertido en ardiente plomo.

La parte superior de la rampa estaba iluminada por un elevado foco. A la izquierda vi las luces de Gardner sobre un fondo nuboso cada vez más espeso. A la derecha, nada aparte de negrura. No había tráfico en ningún sentido en la carretera de acceso.

Me apeé. Nona se deslizó en el asiento y ofreció una última sonrisa a Norman Blanchette. Yo no sentía inquietud. Ella estaba colaborando en la comedia.

Blanchette esbozó una irritante sonrisa porcina, aliviado porque casi se había librado de nosotros.

—Bien, buenas no…

—¡Oh, el bolso! ¡No se vaya con mi bolso!

—Yo lo cogeré —le dije.

Me agaché dentro del coche. Blanchette vio el objeto que yo llevaba en la mano y la porcina sonrisa se esfumó.

En ese momento aparecieron luces en la colina, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Nada me habría detenido. Cogí el bolso de Nona con la mano izquierda. Con la derecha introduje la lima de acero en la garganta del conductor, que gimió brevemente.

Salí del automóvil. Nona estaba haciendo señas al coche que se acercaba. No lo vi con claridad debido a la oscuridad y la nieve. Lo único que distinguí fueron los brillantes círculos de los faros. Me agazapé detrás del vehículo de Blanchette y atisbé por las ventanillas traseras.

Las voces casi se perdían en el absorbente cuello del viento.

—¿… problema, señorita?

—… padre —Viento—… ¡Un ataque al corazón! ¿Podría…?

Di la vuelta sigilosamente al Impala de Norman Blanchette, me agaché. Entonces los vi, la esbelta figura de Nona y una silueta más alta. Al parecer se hallaban junto a una camioneta. Se acercaron hacia la ventanilla del conductor del Chevrolet, donde Norman yacía sobre el volante con la lima de Nona en el cuello. El conductor de la camioneta era un jovencito abrigado con lo que parecía un anorak de las Fuerzas Aéreas. Metió la cabeza en el coche. Yo me levanté detrás de él.

—¡Dios mío, señorita! —dijo él—. ¡Este hombre tiene sangre! ¿Qué…?

Pasé el brazo derecho en torno a su cuello y agarré mi muñeca con la mano del otro brazo. Tiré hacia arriba. La cabeza chocó con el borde de la puerta y produjo un hueco ¡chok! Quedó fláccido en mis brazos.

Pude conformarme con eso. Él no había visto bien a Nona, no sabía nada de mí. Pude conformarme con eso. Pero él era un entremetido, un estorbo, alguien que obstruía nuestro camino, que intentaba perjudicarnos. Ya estaba harto de que me fastidiaran. Lo estrangulé.

Después alcé la mirada y vi a Nona iluminada por los opuestos faros del coche y la camioneta. Su expresión era un extravagante rictus de odio, amor, triunfo y alegría. Extendió sus brazos hacia mí y yo corrí hacia ellos. Nos besamos. Sus labios estaban fríos, pero no su lengua. Introduje ambas manos en los secretos huecos de su cabello y el viento bramó alrededor de los dos.

—Ahora arregla esto —dijo ella—. Antes de que venga alguien más.

Lo arreglé. Fue una chapuza, pero no hacía falta más. Precisábamos un poco más de tiempo. Después de eso nada importaría. Estaríamos a salvo.

El cuerpo del jovencito era ligero. Lo cogí con ambos brazos, lo llevé al otro lado de la carretera y lo eché al barranco por encima de las vallas. Su cadáver rebotó fláccidamente hasta llegar al fondo, daba vueltas, como el espantapájaros que el señor Hollis me ordenaba poner en el maizal todos los años en el mes de julio. Volví a por Blanchette.

Éste era más pesado, y para colmo sangraba como un cerdo colgado. Intenté levantarlo, retrocedí tres pasos, me tambalee y el cuerpo se soltó de mis brazos y cayó a la carretera. Le di la vuelta. La nieve recién caída se había pegado a su cara, transformándola en un espeluznante rostro de esquiador.

Me agaché, lo cogí por las axilas y lo arrastré hasta el terraplén. Sus pies dejaron surcos en la nieve. Lo lancé abajo y lo vi deslizarse sobre su espalda por el terraplén, con los brazos por encima de la cabeza. Sus ojos estaban desorbitados, contemplaban embelesados los copos que caían ante ellos. Si seguía nevando, los cadáveres serían dos vagos bultos cuando llegaran los quitanieves.

Volví al otro lado de la carretera. Nona había subido ya a la camioneta sin necesidad de decírselo. Vi la pálida mancha de su cara, los oscuros agujeros de sus ojos, pero nada más. Subí al coche de Blanchette, me senté en las franjas de sangre formadas sobre el nudoso forro de vinilo del asiento y llevé el coche hacia el barranco. Apagué los faros, encendí todos los intermitentes y salí. Para cualquier persona que pasara por allí se trataría de un conductor que había tenido problemas con el motor y se había dirigido a la ciudad para buscar un garaje. Sencillo pero práctico. Me complació mucho mi improvisación. Como si hubiera pasado toda mi vida asesinando. Corrí hacia la solitaria camioneta, me situé ante el volante y lo giré hacia la entrada de la autopista.

Ella se acercó más a mí, sin tocarme pero muy cerca. A veces, cuando se movía, notaba un mechón de su pelo en mi cuello. Como si me tocara un minúsculo electrodo. En otra ocasión tuve que extender la mano y palpar su pierna, para asegurarme de que era real. Ella se rió en silencio. Todo era real. El viento bramaba en torno a las ventanillas, arrojaba nieve en grandes y aleteantes ráfagas.

Nos dirigimos hacia el sur.

Al otro lado del puente de Gretna, al entrar en la 126 en dirección a Freeport, se encuentra una inmensa granja renovada que exhibe el risible nombre de la Liga Juvenil de Blainsville. Tienen doce boleras de bolos ahusados con torcidos recogedores automáticos que normalmente están averiados tres días a la semana, algunos viejos sillones, un tocadiscos con los grandes éxitos de 1957, tres mesas de billar y una barra para tomar Coca Cola y patatas fritas donde también puedes alquilar zapatos para las boleras con la apariencia de haber acabado de quitárselos de los pies algún borrachín muerto. El nombre del lugar es risible porque casi todos los jóvenes de Blainsville van por las noches al autocine de Gretna Hill o a las carreras para turismos de Oxford Plains. Las personas que pasan por aquí suelen ser rufianes de Gretna, Falmouth, Freeport y Yarmouth. Por término medio hay una pelea por noche en el aparcamiento.

Yo empecé a visitar el lugar cuando era alumno de segundo curso en la escuela de enseñanza secundaria. Uno de mis amigos, Chris Kennedy, trabajaba allí tres noches por semana, y si no había nadie esperando mesa me dejaba jugar gratis al billar. No era mucho, pero mejor que volver a la casa de los Hollis.

Allí conocí a Ace Carmody. Era de Gretna, y nadie dudaba que era el tipo más rudo de las tres localidades próximas. Conducía un astillado y estriado Ford y se rumoreaba que era capaz de empujarlo varios kilómetros si tenía que hacerlo. Se presentaba igual que un rey, con el cabello peinado hacia atrás con fijador, brillante y con un copete sobre la frente, jugaba alguna partida de billar (era un experto, por supuesto), compraba a Shelley un refresco cuando ella llegaba y después se iba con la chica. Casi se escuchaba un suspiro de alivio por parte de los presentes cuando la rayada puerta de entrada gruñía antes de cerrarse. Nadie salió nunca a pelear con Ace Carmody en el aparcamiento.

Nadie, es decir, excepto yo.

Shelley Roberson era su chica, la más guapa de Blainsville, supongo. No creo que ella fuera terriblemente inteligente, pero eso no importaba después de mirarla. Tenía la tez más perfecta que yo conocía, y no era debido a mejunjes y cosméticos. Cabello negro como el carbón, ojos oscuros, boca generosa y un cuerpo que no desentonaba…, y que a ella no le importaba exhibir. ¿Quién se atrevía a darle conversación e intentar avivar el fuego de su locomotora mientras Ace se hallaba cerca? Nadie cuerdo, ésa es la respuesta.

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