Horror

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Nunc Dimittis

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Vasyelu fue a la parte baja de la casa, llegó a la limpia y frígida cocina moderna llena de electricidad. Se sentó allí, y recordó el bosque próximo a la ciudad, las antorchas de los vociferantes aristócratas que iban en su busca por el robo de la caja de dulces, los golpes cuando lo cogieron. Recordó, como algo que vuelve a la memoria, sin dolor y sin opresión, qué se sentía al empezar a morir de esa forma, la confusa cólera, el ir y venir de objetos tangibles, largas pulsaciones de existencia que alternaban con profundos valles de inexistencia. Y luego aquel agónico e increíble arrastrarse, con los dedos en la misma tierra, impulsándose, las piernas capaces a veces de ayudarle, otras veces fallándole, cual pasajeros que hay que arrastrar con el resto. En el cementerio, al borde de la finca, Vasyelu dejó de moverse. No podía continuar. El suelo era frío, y las blancas tumbas, curiosa vegetación petrificada sobre su cabeza, parecían succionar el negro cielo, de tal modo que ellas se oscurecían y el cielo palidecía.

Pero conforme el cielo iba quedándose sin sangre, el sabor anticipado del día iba poseyéndolo. En menos de una hora saldría el sol.

Vasyelu había oído hablar de ella, y sabía que acabaría siendo su siervo. Lo había sabido, tanto en su caso como en el del joven llamado Serpiente, gracias a un presagio de muerte violenta.

Durante todo aquel día, mientras buscaba en la ciudad, nadie había tenido ese estigma, esa marca. Hasta que, en el callejón, la cálida mano le agarró por el cuello, hasta que escrutó aquellos ojos leopardinos. En aquel momento Vasyelu vio la marca, olió su aroma como si fuera hueso socarrado.

El anciano no tenía que preguntar (ni asombrarse de ello) cómo Serpiente, disminuido por una herida mortal, desangrándose y apenas consciente, había podido recorrer tanta distancia, arrastrándose por largas calles duras como uñas, por los jardines musgosos de los ricos, a través de los colosales portalones, por la empapada pradera teñida de noche, tanta distancia y agonizante. También él había hecho lo mismo, hacía más de dos siglos. Y allí le había encontrado ella, entre las altas y blancas tumbas. En cuanto los focos de sus ojos se ajustaron de nuevo, alzó la cabeza y la vio, la criatura más hermosa sobre la que se había posado su mirada. Ella le había dado su sangre. Vasyelu había bebido la sangre de Darejan Draculas, una princesa, una vampira. Un elixir extraordinario que le había salvado. Todas las heridas sanaron. La muerte se desprendió de él cual piel desgarrada y todo lo que él había sido (carroñero, ladrón, camorrista, borracho y, por determinado número de monedas, ramera), todo ello se desmoronó. Tras levantarse, Vasyelu había pisado todo ello, lo había dejado atrás. Se había acercado y arrodillado ante ella, del mismo modo que ella, pocos minutos antes, se había arrodillado ante él para abrigarle, para darle la vida de sus plateadas venas.

Y esto, todo esto, iba a ser para el otro. Ni siquiera la sangre de la princesa, al parecer, confería inmortalidad, sólo longevidad, próxima a su fin para Vasyelu Gorin. Y de este modo, muchas, muchísimas noches a partir de entonces, también el otro acabaría llegando al mismo vacío. También Serpiente recordaría el momento de su despertar, sabría que otro iba a soportar la pasmosa emoción, y todo ello se repetiría después.

Por fin, con cierta sensación de culpa, el anciano salió de la higiénica cocina y volvió al resplandor del piso superior para situarse furtivamente en las sombras del borde de la luz.

Sabía que ella percibiría su presencia, que no iba a molestarse por ello… ¿Acaso no había estado dispuesta a que él se quedara?

Todo estaba hecho.

El vestido de la Vampira yacía cual rosa abierta, el joven apoyado en ella, con los ojos muy abiertos, contemplando a la mujer. Y ella sería la criatura más hermosa que jamás había visto. Alrededor de él, invisibles, las desprendidas pieles de su vida, pellejos que él pisaría despreocupadamente. ¿Y ella?

La cabeza de la Vampira se inclinó hacia Serpiente. El oscuro cabello cayó blandamente. Su cara, empolvada por el brillo de la lámpara, era joven, rebosaba de vitalidad, serena vivacidad, encanto. Todo había vuelto a ella. Había renacido.

Quizá fuera sólo una ilusión.

El anciano agachó la cabeza, en las sombras. La envidia, la pesadumbre habían desaparecido. Finalmente, su vida con la princesa se había convertido en otra piel que debía desprenderse. Iba a disfrutar la paz que ella quizá no tendría nunca, y se alegraba de ello. El joven serviría a la Vampira, y ella sería cazadora una vez más, y bailarina, un brillante fantasma que se deslizaría por el salón de baile de la ciudad, de esa ciudad y de otras, y de todos los mundos intermedios de tierra y espíritu.

Vasyelu Gorin se agitó en la plataforma de su existencia. Iba a marcharse ahora, o muy pronto. Ya escuchaba el murmullo del tren que se aproximaba. Sería muy sencillo, esta vez, totalmente al contrario que la otra. Partiría deseosamente, con todo hecho, en orden. Sabiendo que ella estaba segura.

Incluso había tenue color en las mejillas de la princesa, lozanía. O quizá fuera tan sólo una travesura de la lámpara.

El anciano aguardó a que ambos estuvieran de pie y se alejaran tranquilamente hacia el salón antes de salir de las sombras para subir la escalera. Y escuchó el silencio, el silencio de la pareja, el silencio de los nuevos amantes.

Al pie de la escalera, más allá de la lámpara, la oscuridad era apacible, suave como el cabello de la Vampira. Vasyelu se adentró en la negrura sin temor, tiernamente.

Cuánto la había amado.

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