Horror

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En las tinieblas, ángeles

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En las tinieblas, ángeles

ERIC VAN LUSTBADER

El amor es una emoción que ofrece jornadas de gran actividad a los escritores debido a su complejidad, a su simplicidad y al gozo y la angustia que produce en cualquier persona, cualquier día, en cualquier momento… Y en general gozo y angustia llegan al mismo tiempo. Sin embargo, existen aspectos más oscuros de esta emoción, la causa de que cree más temores personales, más terrores nocturnos que cualquier otra emoción.

Eric van Lustbader es autor de novelas de tanto éxito editorial como El Ninja y Sirens (Sirenas), y la más reciente es Black Heart (Corazón negro). Reside en Nueva York.

Si yo hubiera sabido entonces lo que sé ahora…

Cómo resuenan sin cesar esas palabras en mi mente, como una pelota de goma que rebota por una escalera interminable. Como si tuvieran vida propia. Y supongo que así es ahora.

No puedo dormir pero ¿es extraño? Afuera, rayos blanquiazulados se bifurcan cual melladas garras de gigante y el trueno es tan fuerte algunas veces que pienso estar atrapado en una inmensa campana. Los ecos se despliegan como el recuerdo formando una espiral precipitada, un enredo a mis pies.

Si yo hubiera sabido entonces lo que sé ahora. Y, sin embargo…

Y, sin embargo, vuelvo una y otra vez a aquel atardecer ventoso, cuando el ferry me dejó en la punta este de la isla. En tiempos había sido, me informó el bastante parlanchín capitán, una península con un largo y estrecho istmo. Pero con el tiempo el agua carcomió el rocoso suelo hasta que la tierra sucumbió al frío abrazo de las mareas oceánicas, quedando separada casi dos kilómetros de tierra firme.

Naturalmente, el capitán poseía una versión totalmente distinta sobre lo acontecido.

—Son esos tipos de allí arriba —había dicho él, moviendo su afilado y velludo mentón hacia el castillo que coronaba la elevación cercana de la isla—. No querían más intromisiones de la gente de los alrededores.

Lanzó una breve risotada y escupió por la borda.

—Nada que objetar, diría yo —observó mientras escrutaba intensamente, aprovechando la pálida luz del sol moribundo—. Esas rocas eran espantosamente agudas. —Meneó la cabeza como si le abrumara el recuerdo—. Los niños siempre se retaban a hacer allí su numerito de balancín, en aquella alargada lengua de tierra. —Giró con fuerza el timón y el agua espumosa se precipitó por la proa del ferry—. Muchas veces tuvimos que salir con focos, para rescatar a algún jovencito loco que se había perdido.

Durante un momento el capitán nos alejó de la isla que asomaba a estribor, para aprovechar al máximo el viento de costado.

—Pero nunca encontramos a nadie. Ni a uno solo. —Escupió de nuevo—. Si te caes por aquí, nunca volverán a verte.

—La resaca —sugerí.

Se limpió su rudo rostro curtido por el viento y me espetó con sus ojos color gris claro.

—¿La resaca, dice usted? —Su risa fue bronca y desagradable—. Aprenderá mucho aquí en Fuego del Aire, muchacho. ¡Oh, sí!

Me dejó en un lado del muelle sin nadie que reparara en mi llegada. Mientras el amplio ferry viraba para alejarse, impulsado por el fuerte viento del ocaso, creí ver al capitán con un brazo alzado en dirección a mí.

Me aparté del mar. Grandes extensiones de pinos, cerdosos y oscuros con la menguante luz, ascendían en majestuosa disposición hacia el castillo situado en lo alto. Sus copas se agitaban como sierras y emitían un raro y melancólico zumbido.

Me sentí total, irreparablemente solo y por primera vez desde que enviara la carta noté el inquieto fluctuar del recelo. Una extraña oscuridad interna se había posado sobre mis hombros como un cuervo que desciende hacia la carne de los muertos.

Respiré profundamente y sacudí la cabeza para despejarla. Los relatos del capitán eran simples palabras enhiladas una tras otra. Las leyendas eran simples palabras y nada más. Debía preocuparme de mí mismo. Al fin y al cabo, ese precisamente era mi deseo.

El agónico sol poniente encendió cual antorchas las torrecillas más altas, que por un instante parecieron ensangrentadas lanzas. Imaginación, simplemente eso. La imaginación de un escritor. Aferré mi raído maletín y proseguí mi camino, jadeante, porque la pendiente era pronunciada. Pero había llegado en el momento preciso del día, cuando el tórrido sol desaparecía del cielo y el intenso frío nocturno no afectaba todavía al lugar.

El ambiente estaba cargado de los aromas del mar, una aglomeración tan fecunda que me dejó sin aliento. Muy lejos, por encima del agua, grandes gaviotas daban vueltas y más vueltas en ociosos círculos, pasaban rozando la brillante superficie del océano y remolineaban de nuevo hacia lo alto, desapareciendo largo rato entre las lanudas nubes de tonos rosados y amarillos.

Visto desde fuera, el castillo tenía un aspecto maravilloso. Era inmenso, se proyectaba hacia el cielo como si estuviera a punto de echar a volar. Estaba construido (evidentemente hacía muchos años) con enormes bloques de granito adornados con iridiscentes retazos de mica que brillaban igual que diamantes, rubíes y zafiros a la luz del atardecer.

Ciertamente su apariencia era la de un castillo de cuento de hadas, con sus imponentes almenas y empinadas torrecillas, cornudo y tremebundo. Sin embargo, tras examinarlo con más detalle, comprobé que los bloques estaban unidos con un material tan fantástico como el cemento.

Por debajo empezaba a condensarse la niebla, trepaba con rapidez por la ruta que yo había tomado momentos antes, como si me siguiera. La vista del muelle había desaparecido con un soplido y los gritos de las gaviotas, que se filtraban a través del vapor, eran espectrales y vagamente alarmantes.

Subí los escalones de basalto que llevaban a la puerta principal del castillo. La anchura de la entrada habría permitido el paso de un semirremolque. Estaba formada por una sustancia que no parecía ser ni piedra ni metal. Precavidamente, pasé la mano por la fina superficie. Era madera petrificada. En el centro había una aldaba ornamentada con volutas y la usé para llamar.

Sorprendentemente apenas hubo ruido, pero la puerta se deslizó hacia adentro casi al momento. Al principio no vi nada. La serpenteante bruma se había enroscado en torno a la luz crepuscular, sumiéndome en una húmeda e incómoda noche.

—¿Sí?

Era una voz melodiosa, suave y etérea. Una voz femenina.

Dije mi nombre.

—Lo siento —repuso ella—. En Fuego del Aire solemos perder el sentido del tiempo. Me llamo Marissa. Le esperábamos, desde luego. Mi hermano se enfadará muchísimo cuando sepa que nadie fue a recibirlo al muelle.

—No tiene importancia —dije—. El paseo me ha encantado.

—¿Quiere pasar?

Cogí el maletín y atravesé el umbral. Noté que la fina mano femenina se deslizaba en la mía. El vestíbulo estaba tan oscuro como la noche. No oí el ruido de la puerta al cerrarse, pero cuando volví la cabeza el cielo y los remolinos de niebla habían desaparecido.

Escuché el susurro de la ropa de la mujer justo delante de mí y olí el aroma de una ladera llena de flores al atardecer. La piel de la mujer era suave como terciopelo, aunque la carne que se ocultaba bajo ella era firme y flexible, y de pronto sentí la curiosidad de averiguar qué aspecto tenía. ¿Se parecería a la imagen de mis pensamientos? ¿Una criatura delgada, pálida, abandonada, con tracerías azul claro como venas visibles en la fina y delicada piel, con un cabello largo y tan negro como las alas de un cuervo?

Después de lo que me parecieron interminables horas, salimos a una sala débilmente iluminada de la que al parecer se ramificaban las demás habitaciones de aquella planta. Delante mismo de nosotros, una enorme escalera ascendía en espiral. Su amplitud era suficiente para permitir el ascenso de veinte personas en una sola línea.

Varias antorchas titilaban, y el fumoso y perfumado ambiente estaba cargado de olores a sebo y aceite de ballena quemados. Muebles de apariencia incómoda bordeaban las paredes: pelados bancos de madera de respaldo rígido y sillas como las que se encuentran en una iglesia metodista. Grandes y pesados estandartes pendían fláccidamente, pero se hallaban a tanta altura sobre mi cabeza y la luz era tan débil que me fue imposible distinguir los dibujos.

Marissa se volvió para mirarme y comprobé que no era como yo la había imaginado.

Sí, era muy hermosa. Pero sus mejillas eran rosadas, sus ojos azules como las flores del aciano y su cabello del color de la miel deslumbrada por el sol. El pelo le caía en gruesos y suaves mechones de una fina cinta de carey que lo mantenía apartado de su cara, descendía por sus hombros y era igual que una cascada que llegaba hasta la región lumbar.

Sus labios coralinos se contrajeron como si no pudieran reprimir la sonrisa que iluminaba en ese momento su cara.

—Sí —dijo en voz baja, en tono musical—, está usted muy sorprendido.

—Perdone —dije—. ¿La estoy mirando con demasiada fijeza?

Me eché a reír afectadamente. Por supuesto que la estaba mirando. No había podido evitarlo.

—Tal vez esté fatigado después de la caminata. ¿Le gustaría comer algo ahora mismo? ¿Una bebida fría que le refresque?

—Me gustaría ver a Morodor —repuse, tras apartar los ojos de su mirada con enorme esfuerzo. Marissa parecía poseer la facultad de hacer brotar mi emoción, como si fuera la dueña de la llave que abría canales de mi interior cuya existencia ni yo mismo conocía.

—A su debido tiempo —dijo ella—. Debe tener paciencia. Hay muchos problemas urgentes que precisan atención. Sólo él puede resolverlos. Estoy segura de que lo entenderá.

En realidad yo no entendía nada. Haber llegado desde tan lejos, haber aguardado tanto tiempo… Lo único que sentía era frustración. Igual que un niño herido, deseaba que Morodor me hubiera recibido en la entrada a modo de excusa por la descortesía de haberme dejado completamente solo en el muelle cuando llegué. Pero no. Para él había asuntos más importantes.

—Cuando escribí a su hermano…

Marissa había alzado su larga y blanca palma.

—Por favor —dijo, risueña—. Tenga la seguridad de que mi hermano desea ayudarlo. Sospecho que ello se debe a que también él es escritor. En Fuego del Aire queda mucho tiempo libre, y últimamente mi hermano ha descubierto este desfogue en cierto sentido más físico.

Pensé en las espeluznantes historias con las que el capitán del ferry me había colmado, y en otras historias que, con el transcurso del tiempo, habían llegado hasta mí procedentes de diversas bocas locuaces…, y noté un escalofrío recorriendo mis huesos al imaginar los desfogues físicos de Morodor.

—Debe de ser fascinante escribir novelas —dijo Marissa—. He de confesar que me alegré egoístamente al saber que usted iba a venir. Sus obras me han proporcionado gran deleite. —Tocó el dorso de mi mano como si hubiera sido una escultura de gran valor—. Su extraordinario talento debe hacerle muy deseable en… su mundo.

—Se refiere a círculos literarios…, agasajos…

—Círculos, sí. Es usted muy especial. Indudablemente mi hermano lo dedujo de su carta. —Apartó sus dedos de mí—. Pero ahora es tarde y estoy segura de que se encuentra cansado. ¿Me permite acompañarle a su habitación? Comida y bebida le aguardan allí.

Esa noche no hubo luna. O al menos no podía verse. Ni las estrellas, ni tan sólo el cielo. Al mirar por la ventana de mi habitación, en una de las torretas, no vi nada aparte de la blancura de la niebla. Fue igual que si el resto del mundo se hubiera esfumado.

Aferrado al borde del antepecho con los dedos, me asomé tanto como me atreví, escruté la noche para tratar de captar un perfil, una forma. Pero ni siquiera las copas de los enormes pinos podían abrirse entre aquel manto.

Agucé el oído para escuchar el siseo tranquilizador, la succión del océano que rompía en la costa rocosa, a gran distancia. Pero no oí nada de eso, sólo el extraño e intermitente silbido del viento al topar con los rígidos dedos que eran las torrecillas del castillo.

Finalmente volví a la cama, pero no concilié el sueño durante larguísimo rato. Había esperado tanto la réplica de Morodor a mi carta, había viajado tantos días para estar allí que me parecía imposible tranquilizarme lo suficiente para que el sueño se apoderara de mí.

Sentí el picor de la ansiedad. Oh, más que eso. Estaba ardiendo… En los días posteriores al recibo de la carta afirmativa de Morodor, la idea de ir a la isla, de hablar con él, de conocer sus secretos había acabado siendo, cada vez más, mi única salvación.

Para cualquier autor debe de ser arduo quedar bloqueado en su trabajo. Pero para mí… Yo sólo vivía para escribir. Sin esa tarea no había razón para continuar viviendo, porque había averiguado en aquellas jornadas de inactividad que los días y las noches pasan como meses, años, siglos, con la pesadez de viejos elefantes. El tiempo era una carga para mí.

Yo había sido igual que una máquina, entregaba febrilmente libro tras libro, uno por año durante… ¿cuántos años? ¿Quince? ¿Veinte? Ya ven, el enfant terrible ha perdido la cuenta. Misericordiosamente.

Hasta que llegó ese año y no hubo nada, un desierto de papel, y mi desesperación fue aumentando. Permanecí encerrado en mi casa igual que un ermitaño, viajaba sin cesar, traía risueñas chicas a mi hogar, me privaba de ese gusto, pasaba de un extremo al otro como un péndulo humano a fin de que las entrañas volvieran a funcionar.

Nada.

Y luego, una noche de borrachera, oí la primera historia sobre Fuego del Aire y, a pesar de los vapores de mi estupor, algo caló en mí. Una idea, quizás, o más exactamente, en aquel punto, el fantasma de una idea. De amor perdido, traición y extremo horror. Tan simple como eso. Y tan complejo. Pero comprendí que la imaginación no bastaba ya, que tendría que localizar el lugar personalmente. Tenía que encontrar a Morodor y convencerle como fuese que me recibiera…

Sueño. Les juro que por fin llegó el sueño, aunque curiosamente jamás había dormido así, porque soñé que estaba despierto y hacía desesperados esfuerzos para dormirme. Sabía que iba a ver a Morodor por la mañana, que tendría que estar despejado y que, sin sueño, distaría mucho de estarlo.

En mi sueño yo estaba despierto, aferrado a la colcha que cubría mi pecho, mirando fijamente el techo, con tanta intensidad que, sospechaba yo, en cualquier momento podría ver a través de él.

Abrí los ojos. O los cerré y los abrí para ver la luz del amanecer que penetraba como un torrente por la estrecha y alta ventana. Había olvidado correr las cortinas antes de acostarme.

Durante un instante experimenté una extrañísima sensación en mi cuerpo. Como si mis piernas estuvieran paralizadas, como si toda mi fuerza fluyera por mis músculos y se deslizara hacia el piso de madera de la habitación. Pero la parálisis había dejado libre la parte superior de mi torso, de tal modo que yo sentía un enorme derrame de energía.

Una fugaz punzada de miedo cruzó susurrante mi pecho, y mi corazón palpitó con fuerza. Pero en cuanto me incorporé, la sensación desapareció. Me levanté, me aseé, me vestí y bajé a desayunar.

El desayuno aguardaba humeantemente dispuesto cubriendo de un extremo a otro una inmensa mesa de madera. De hecho, al poder ver bien por vez primera en Fuego del Aire a la luz del día, comprobé que todo era de madera: las empaneladas paredes, el piso en los puntos donde era visible entre las alfombras de dibujos oscuros, los techos de catedral, los pomos de las puertas, los antepechos de las ventanas, incluso los accesorios de las luces. De no haber visto el castillo desde fuera, habría jurado que todo el lugar estaba construido con madera.

Había dispuestos dos servicios, uno en la cabecera de la mesa y el otro a la izquierda del anterior. Suponiendo que el primero era para Morodor, me acomodé en la silla lateral y empecé a servirme.

Pero no fue Morodor el que bajó por la amplia escalera. Fue Marissa. Era, esa mañana, una vista que aceleraba el corazón. Como si el sol se hubiera desviado de la ruta prescrita por los cielos y descendido a la tierra. Vestía una túnica azul celeste, atada en cruz entre sus pechos y en torno a su estrecha cintura con una cinta de satén color verde oscuro. En sus pies calzaba sandalias de cuerda; vi que uno de los dedos estaba circundado por un minúsculo arete de oro.

Cuando se acercó, su sonrisa irradiaba el calor del mismo verano. ¡Y su cabello! Imposible describir correctamente el brillo de su pelo a la luz diurna, chispeante y rutilante como si todas las hebras fueran misteriosas fuentes de luminosidad. Aquellas olas de dorada miel se comportaban exactamente igual que si poseyeran vida propia.

—Buenos días —dijo con naturalidad—. ¿Ha dormido bien?

—Sí —mentí—. Perfectamente. —Alcé un plato de higos verdes—. ¿Fruta?

—Sí, por favor. Sólo un poco.

Pero a pesar de eso dejó en el plato más de lo que comió.

—Esperaba encontrar despierto a su hermano —dije mientras terminaba mi desayuno.

Marissa sonrió dulcemente.

—Por desgracia mi hermano no es muy madrugador. Tenga paciencia. Todo irá bien. —Se levantó—. Si ha terminado, imagino que sentirá curiosidad por Fuego del Aire. Hay mucho que ver.

Salimos del salón, recorrimos corredores y cámaras en número interminable, todo tan atestado, tan desigual que pronto me mareó el asombro. El lugar parecía prolongarse eternamente.

Al fin salimos a una habitación que, a juzgar por su atavío, debió de haber sido una trascocina en otro tiempo. La atravesamos con rapidez y pasamos por una puertecilla que no vi hasta que Marissa la abrió.

La niebla de la pasada noche se había disipado por completo y en lo alto sólo había un cielo enorme y cerúleo despejado de nubes y pájaros. Oí el distante mar que se lanzaba con abandono incesable sobre la irregular base de la montaña. Pero al bajar la vista sólo vi follaje.

—El jardín —dijo en voz muy baja Marissa mientras deslizaba su mano en la mía—. Vamos.

Me condujo junto a un cuadro de azucenas atigradas, hileras de madreselvas en flor, un rosal de humillante perfección que me dejó sin aliento.

Más allá, topamos con un largo y esculpido seto vivo vez y media tan alto como yo. Había una alargada y estrecha abertura por la que Marissa me condujo y al instante nos encontramos rodeados por elevados muros de setos vivos. Estaban frondosamente verdes e inmaculadamente aseados, hasta tal punto que resultaba imposible afirmar dónde acababa uno y empezaba el siguiente, dada su inconsútil continuidad…

—¿Qué lugar es éste? —pregunté.

Pero Marissa no contestó hasta que, tras numerosas vueltas y recovecos, nos hallamos en el interior. En ese momento me miró.

—Es el laberinto —explicó—. Mi hermano ordenó que lo construyeran para mí cuando yo era una niña. Tal vez pensó que así no haría travesuras.

—Hay una salida —dije inquieto, mientras miraba alrededor, a las pantallas de color verde oscuro que asomaban por todas partes.

—Oh, sí. —Se echó a reír, con el tono argentino de una campana—. Está aquí. —Se tocó la sien con un fino dedo—. Aquí vengo a meditar, cuando estoy triste o aturdida. Es un sitio pacífico y silencioso y nadie puede encontrarme si decido ocultarme, ni siquiera Morodor. Es mi dominio.

Siguió conduciéndome por zigzags, callejones sin salida, avanzando con la infalibilidad de un imán atraído por el polo Norte. Y yo la seguí en silencio. Ya estaba perdido.

—Mi hermano solía decirme: «Marissa, este laberinto es único en el mundo porque lo he construido como una copia de tu mente. Todas estas intrincadas circunvoluciones…, el trazado corresponde a los remolinos y espirales de tu cerebro».

Me miró con sus burlones ojazos, tan azules que el cielo del mediodía parecía reflejado allí. Un esbozo de sonrisa asomaba en las comisuras de sus labios.

—Pero naturalmente yo sólo era una niña entonces y siempre me esforzaba en hacer las cosas que él hacía…, quería ser igual que él. —Hizo un gesto de indiferencia—. Seguramente él intentaba que me sintiera especial… ¿No le parece?

—No necesitaba este lugar para lograr eso —dije—. ¿Cómo demonios se las arregla para salir de aquí?

Nada de lo dicho por ella había calmado mi inquietud.

—Los años se han ocupado de eso —repuso ella muy seria.

Tiró de mí y nos sentamos, con los torsos a la intensa sombra de los setos y nuestras estiradas piernas bajo el zalamero calorcillo del sol. En alguna parte, muy cerca, un abejorro zumbaba abundante y felizmente.

Recosté la cabeza y observé los reflejos de luz y sombra en el seto situado ante nosotros. Diez mil minúsculas hojas se movían a intervalos con la brisa tenue y pensé estar contemplando un gentío distante que agitaba los pañuelos alzados con ocasión de la visita de un emperador. Una calidez somnolienta me cautivó y al momento desapareció mi nerviosismo.

—Sí —dije—. Es un lugar muy pacífico.

—Me alegra —replicó ella—. También usted lo percibe. Tal vez porque es escritor. Un escritor siente las cosas con más profundidad, ¿no es cierto?

Sonreí.

—Tal vez en parte, sí. Siempre estamos creando personajes para nuestros relatos, y precisamos experiencia para poner a un lado a las personas. Debemos ser capaces de ir más allá del mundo y, como cirujanos, dejar al descubierto sus entrañas.

—¿Y nunca le ha asustado hacer eso?

—¿Asustarme? ¿Por qué?

—Por lo que encuentra allí.

—He descubierto muchas cosas con el paso de los años. Imposible que todas sean agradables. ¿Por qué iba a querer que lo fueran? A veces pienso que muchos de mis colegas viven de los rasgos desagradables que hallan bajo la superficie. —Me encogí de hombros—. En cualquier caso, nada parece ir bien sin la oscuridad del conflicto. En la vida tanto como en la literatura.

Sus ojos se abrieron y me miraron de soslayo.

—¿Me equivoco al pensar que ese conocimiento es muy importante para usted?

—¿Qué podría ser más importante para un escritor? Algunas veces pienso que existe una cantidad finita de conocimiento, no para asimilar, sino para utilizar.

—¿Y por eso ha venido aquí?

—Sí.

Marissa desvió la mirada.

—Nunca ha estado casado. ¿Por qué?

Me alcé de hombros mientras pensaba en ello un momento.

—Supongo que porque nunca me he enamorado.

Ella acogió la respuesta con una sonrisa.

—Nunca. Ni una sola vez en tantos años…

Me eché a reír.

—¡Aguarde un momento! No soy tan viejo. Treinta y siete años no es precisamente ser un anciano.

—Treinta y siete —murmuró, como si repitiera palabras extrañas para ella—. Treinta y siete. ¿De verdad?

—Sí. —Estaba desconcertado—. ¿Cuántos años tiene usted?

—Tantos como aparento. —Agitó su cabello—. Se lo dije ayer por la noche. El tiempo tiene escasa importancia aquí.

—Oh, sí, de día en día. Pero usted debe…

—No más charla ahora —dijo ella. Se levantó y tiró de mi mano—.

Hay mucho que ver.

Salimos del laberinto por una senda bastante sencilla, aunque yo, de haber estado solo, habría vagado por allí hasta que alguien hubiera tenido el decoro de venir a buscarme.

Nos hallábamos ante un parapeto de piedra. Al otro lado el pico descendía de modo tan escarpado que pensé encontrarme al borde de una hendidura del mundo.

Estábamos en el lado oeste de la isla, una zona que yo no había visto en mi viaje. Muy por debajo de nosotros, a más de trescientos metros sin duda, el mar cubría de espuma y libaba las irregulares rocas, rodeadas en su base por brillantes bálanos grisáceos. Tres o cuatro grandes gaviotas de color blanco y de lavándula descendieron bruscamente y revolotearon entre la rociada de espuma mientras buscaban comida.

—Maravilloso, ¿no? —dijo Marissa.

Pero yo había apartado mis ojos de la oscura faz del mar para observar los llanos y huecos de la brillante faz femenina, iluminada por la luz del suave verano, toda ella sonrosada y dorada, irradiando calor…

Tardé cierto tiempo en comprender la auténtica naturaleza de ese calor. Emanaba del mismo punto de mi interior del que había brotado mi repentina y fugaz cólera.

—Marissa —dije en un susurro, pronunciando su nombre como si fuera una plegaria.

Y ella me miró, dirigió hacia mí el azul de flor de aciano de sus ojos, con sus carnosos labios ligeramente abiertos, brillantes. Me incliné sobre ella, me acerqué milímetro a milímetro hasta que o cerraba mis ojos o bizqueaba. Noté el roce de sus labios contra los míos, unos labios increíblemente blandos, al principio fríos y fragantes, luego adquiriendo con rapidez el calor de la sangre.

—No —dijo ella, su voz apagada por nuestra carne—. Oh, no lo haga.

Pero sus labios se abrieron bajo los míos y noté que su ardiente lengua sondeaba mi boca.

Mis brazos la rodearon, la atrajeron hacia mí con la misma suavidad que a un tallo de trigo. Percibí la dura presión de sus pechos, la redondeada blandura de su vientre, y el calor. El calor que aumentaba…

Y con el relámpago llega la lluvia. Esa frase procede de un viejo poema que mi madre solía cantarme en plena noche, cuando las tormentas me despertaban. No recuerdo más versos. En este momento es tan sólo un fragmento de verdad, un artefacto no desenterrado en el cenagoso lecho fluvial de mi mente. Y yo, el arqueólogo de esta región, me asombro como el que más de lo que a veces descubro. Pero eso, al fin y al cabo, es lo que me mantuvo escribiendo, año tras año. Un motor de creación.

La noche es invisible a causa de las nubes y el sibilante aguacero. Pero a pesar de ello permanezco ante la ventana abierta, a gran altura sobre la ciudad, al mismo borde del cielo.

No veo las calles, ni las escasas personas que se apresuran bajo sus paraguas temblorosos, ni los faros de los coches, si en realidad hay alguno circulando en hora tan nefanda. Sólo veo los espectrales dibujos geométricos, gris carbón sobre negro, de las partes superiores de los edificios más próximos al mío. Pero no son tan altos. Ninguno de ellos es tan alto como el mío.

Nada existe ahora aparte de la tempestad y su furia. La noche ha cobrado vida con la tormenta, tiembla y crepita. ¿O me equivoco? ¿Está animada la noche por algo distinto? Lo sé. Lo sé.

Ahora escucho el sonido…

Los días transcurrieron como el más intenso de los sueños. Esa clase de sueños de los que puedes recordar cualquier detalle cuando lo deseas, reproduciendo sus emociones una y otra vez con la facilidad de un prestidigitador.

Estando con Marissa, olvidé mi obsesivo deseo de localizar a Morodor. Dejé de preguntar dónde estaba o cuándo podría hablar con él. De hecho, confiaba en no verle nunca, porque si había algo de verdad en las leyendas de Fuego del Aire, seguramente tales leyendas debían de brotar de su alma oscura, no de una criatura de aire y de luz que jamás se apartaba de mí.

Por las tardes paseábamos por los interminables jardines (ella se sentía incómoda entre cuatro paredes) y cogerla de la mano parecía infinitamente más gozoso que contemplar las ilimitadas maravillas del castillo. Estoy plenamente convencido de que si por casualidad hubiéramos topado con un grifo mitológico durante uno de tales paseos yo no le habría dedicado más atención que a un gato callejero.

Sin embargo, ninguna criatura de fábula como ésa hizo su aparición, y con el paso del tiempo fui convenciéndome cada vez más de que carecían de fundamento las historias narradas y vueltas a narrar a lo largo de los años. El único poder mágico que Marissa poseía era el que le permitía emocionarme profundamente con una simple palabra, con el mero roce de su carne contra la mía.

—Te mentí —le dije un día.

Era el atardecer. Densos y oscuros rayos de sol resbalaban en nuestros hombros, en nuestra espalda, con la misma lentitud que la miel. Las cigarras gemían cual bronce golpeado y las mariposas danzaban como joyas vivientes mientras recorrían arbustos bajos y flores, igual que un grupo de niños jugando al escondite.

—¿Cuándo?

—Cuando dije que nunca había estado enamorado. —Me volví de espaldas y alcé la vista hacia una nube lanuda de gran altura, un castillo en el cielo—. Lo estuve. Una vez.

La cogí de la mano, pasé mi pulgar por los delicados huesos que acanalaban el dorso.

—Fue cuando estaba en la universidad. Nos conocimos en una clase de psicología y nos enamoramos sin darnos cuenta.

Hubo un silencio momentáneo entre los dos y pensé que tal vez había cometido un error al sacar a colación ese tema.

—Pero no te casaste con ella.

—No.

—¿Por qué no?

—Procedíamos de distintos… ambientes sociales. —Me volví y vi la cara de Marissa ante mí, tan enorme como el sol en el cielo—. Creo que sería difícil explicártelo, Marissa. Era un problema relacionado con la religión.

—Religión. —De nuevo dio vueltas a una palabra en su paladar, como si tratara de averiguar el sabor de un alimento nuevo y exótico—. No estoy segura de entenderte.

—Creíamos en cosas diferentes… o para ser más exactos, ella creía y yo no.

—¿Y no había posibilidad de… compromiso?

—En esto, no. Pero el detalle más irónico de este asunto es que ahora he comenzado a creer, aunque sólo sea un poco. Y ella, creo, ha empezado a dudar de lo que siempre había considerado sagrado.

—Qué triste —dijo Marissa—. ¿Piensas volver con ella?

—Nuestra oportunidad pasó hace mucho tiempo.

Un curioso rasgo había aparecido en los ojos de Marissa.

—De modo que opinas que el amor tiene principio y fin, siempre.

No pude soportar por más tiempo que aquellos fantásticos ojos estuvieran clavados en mí.

—Eso pensaba hace tiempo.

—¿Por qué desvías la mirada?

—Yo… —Contemplé el cielo. La nube-castillo había sufrido una metamorfosis, era un gran pájaro encorvado—. No lo sé.

Sus ojos eran muy claros, penetrantes pese a que la luz natural era oscura.

—Somos exploradores —dijo ella— en el mismo precipicio del tiempo. —Cierto rasgo de su voz me atrajo—. ¿Puede existir realmente un amor sin fin?

En ese momento Marissa estaba escrutando mi rostro detalladamente, como si estuviera confiándolo a su memoria, como si no fuera a verme más. Y ese pensamiento me arrancó de mi pacífico adormecimiento.

—¿Me amas?

—Sí —musité con la voz de otra persona.

Igual que un seco viento entre cañas marchitas. Y atraje su cuerpo hacia mí.

Por la noche parecíamos estar más unidos todavía. Era igual que si yo hubiera robado un fragmento de sol para acostarlo junto a mí: Marissa era tan radiante por la noche como durante el día, ligera y flexible y ansiosa de que la abrazaran, de que la acariciaran. De que la amaran.

—Siente lo que yo siento —musitó, temblorosa— cuando estoy cerca de ti. —Se tendió encima de mi cuerpo—. La boca puede mentir con palabras, pero el cuerpo no. Este calor es real. Todo el amor fluye a través del cuerpo, ¿lo sabías?

Yo distaba mucho de poder responder verbalmente.

Marissa deslizó sus uñas por mi piel, luego la suavidad de pétalos de sus palmas.

—Noto tu cuerpo. Noto cómo respondes al mío. Noto su profundidad. Como si yo fuera la luna y tú el mar. —Sus labios estaban en mi oreja, sus eses sonaban sibilantes—. Es importante. Más importante que lo que tú piensas.

—¿Por qué? —dije en un suspiro.

—Porque sólo el amor puede curar mi corazón.

Me extrañó la cicatriz que vi allí. Me apreté contra ella, le separé las piernas.

—¡Amada mía!

Conocí a Morodor el primer día de mi segunda semana en Fuego del Aire. Y además pareció ser una casualidad.

Fue poco después del desayuno, y Marissa había vuelto a su habitación para cambiarse. Yo estaba paseando por la balaustrada del segundo piso cuando descubrí un nicho en la pared que no había visto hasta entonces.

Me introduje en él y me encontré en un parapeto que recorría la sobresaliente ala norte del castillo. Era como estar suspendido en el aire, y me habría aturdido en extremo la visión de no haber topado al instante con una forma oscura e imponente.

Me apresuré a apoyarme en el pétreo muro del castillo, creyendo haber tropezado por casualidad con otro saliente de su extraña estructura.

Luego, literalmente, fue como si una sombra cobrara vida. La sombra se desprendió del borde del parapeto y en ese momento vi que se trataba de la silueta de un hombre.

Su estatura debía de superar los dos metros, y se cubría con una gran capa negra como el ébano, gruesa y remolineante, que caía sobre su esbelta figura y arrancó un susurró de la piedra del suelo cuando el desconocido se movió.

Se volvió para verme y me quedé boquiabierto. Su cara era alargada y estrecha, tan huesuda como la de un cadáver, y su piel igualmente tan pálida. Sus ojos, bajo cejas oscuramente pobladas, eran fragmentos de materia bituminosa, como puestos allí para taponar un par de agujeros que conducían al interior de su cuerpo. Su nariz era larga y severamente delgada, pero sus labios eran carnosos y rubicundos, proporcionaban el único retazo de color a una cara por lo demás mortalmente pálida.

Sus labios se abrieron infinitesimalmente y pronunciaron mi nombre. De forma involuntaria, me estremecí y de inmediato vi algo que cruzaba los ojos del otro hombre: ni enojo ni pena, más bien fatigada resignación.

—Cómo está usted.

El saludo fue tan formal que me sobresaltó y me dejó la lengua paralizada. Después de tanto tiempo, Morodor se había esfumado de mi mente y yo sólo ansiaba estar con Marissa. De pronto me sentí irritado con él por haberse interpuesto entre mi amada y yo.

—Morodor —dije. Me sentí impulsado a comentarle que él necesitaba sobre todo una buena dosis de sol. La idea casi me hizo reír. Casi—. Perdóneme por esta observación pero yo creía que…, me refiero a que verle por aquí tan tranquilo a plena luz del día…

Me interrumpí, con las mejillas ardiendo, incapaz de proseguir. De todos modos lo había dicho. Me maldije por mi estupidez.

Pero Morodor no se ofendió. Se limitó a sonreír (la visión fue sumamente desagradable) e inclinar levemente la cabeza.

—Un concepto erróneo bastante extendido —dijo con su inquietante voz grave—. De hecho es la luz solar directa la que perjudica mi salud. Soy como un magnífico grabado antiguo. —Su oscuro cabello rozó su alta frente—. Por lo demás me encanta mucho el día.

—Pero tendrá que dormir a alguna hora…

Morodor sacudió su enorme cabeza.

—Dormir es algo desconocido para mí. Si durmiera, soñaría, y eso no me está permitido. —Dio una larga y sibilante zancada junto al parapeto—. Vamos, demos un paseo.

Volví la cabeza hacia la ruta que había seguido yo para llegar allí.

—Marissa sabe que estamos juntos —dijo él—. No tema. Estará aguardándole cuando terminemos.

Caminamos juntos a lo largo del angosto parapeto. Al parecer circundaba el castillo entero, porque no vi ni su principio ni su final.

—Tal vez se pregunte —dijo Morodor con su retumbante y vibratoria voz— por qué le concedí esta entrevista.

Su enorme capa le envolvía con la turbulencia de un mar nocturno, de tal modo que conservaba la noche alrededor de él estuviera donde estuviese.

—Capté en su carta cierta desesperación —prosiguió. Me miró—. Y la desesperación es una emoción con la que puedo identificarme.

—Fue muy amable al acceder a recibirme.

—Amable, sí.

—Pero debo confesar que las cosas… han cambiado desde que le escribí aquella carta.

—Ciertamente.

¿Se trataba de una advertencia vibratoria?

—Sí —repuse precipitadamente—. De hecho, desde mi llegada aquí… —Hice una pausa, sin saber cómo continuar—. El cambio se produjo en cuanto llegué a Fuego del Aire.

Morodor no respondió, y ambos proseguimos el paseo alrededor del castillo. Pude juzgar con precisión la altura a que nos encontrábamos. La niebla que vi la primera noche pudo ser tan sólo una nube que pasaba ante el castillo, como una de esas nubes que tapan la luna. ¿Y por qué no? Allí todo era posible. Consideré ridículo que a sólo ochenta kilómetros de la isla hubiera barcos cisternas y trenes expresos, aviones particulares y pavimentadas calles flanqueadas por tiendas que ofrecían productos envasados pulcramente de empresas internacionales. Con toda seguridad esos modernos artefactos formaban parte del sueño casi desvanecido que yo había tenido anteriormente.

El mar no albergaba embarcación alguna hasta el horizonte. Era un liso y brillante estanque para el deleite de un solo hombre, Morodor.

—Estoy enamorado de su hermana —acababa de balbucear yo, y me hallaba perplejo, esperando, supongo, el impacto de la cólera de mi anfitrión.

Pero en lugar de eso, Morodor se detuvo y me miró fijamente. Después echó atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas, con el grave y resonante sonido del trueno. Muy lejos, una gaviota chilló, quizás alarmada.

—Mi querido señor —dijo—. ¡Sois el colmo, realmente!

—Y ella está enamorada de mí.

—Oh, oh, oh. De eso no me cabe duda.

—Yo no…

Sus cejas se juntaron oscuramente cual nubes de tormenta.

—Piensa que vale la pena seguir ese curso. —Se alejó—. Pero el miedo, no el amor, señala el fin.

Se introdujo en el castillo por otro nicho. Fue igual que si hubiera atravesado el muro.

—De haber sabido que hoy era el día —dijo Marissa—, te habría preparado.

—¿Para qué?

Nos hallábamos en un cenador, sentados en una mecedora. Sobre nuestras cabezas había arcos de brillantes jacintos y buganvillas, enrollados interminablemente en torno a un enrejado de madera blanca. Faltaba poco para la puesta de sol y el jardín estaba inundado por una intensa luz zafirina casi luminiscente. El viento del oeste nos traía el rico aroma del mar.

—Para conocerle. Él y yo no somos… muy parecidos. Superficialmente, por lo menos.

—Marissa —dije mientras le cogía la mano—, ¿estás segura de ser hermana de Morodor?

—Naturalmente. ¿Qué quieres decir?

—Bien, es obvio, ¿no? —Pero su inexpresiva mirada me obligó a proseguir—. Me refiero a que él es precisamente… lo que se supone que es. Al menos así describen las leyendas a… lo que es él.

Sus ojos se oscurecieron y su mano se separó bruscamente. Me lanzó una mirada de basilisco.

—Debí imaginármelo. —Su voz reflejaba amargo desprecio—. Eres igual que los demás. ¿Y por qué tenías que ser distinto? —Se levantó—. Piensas que él es un monstruo. Sí, admítelo. ¡Un monstruo!

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Y eso me convierte en otro monstruo, ¿no es cierto? Pues bien, ¡vete al infierno!

Y se fue airadamente.

—¡Marissa! —exclamé, angustiado—. ¡No pretendía decir eso!

Y eché a correr tras ella sabiendo que había mentido, que mi intención había sido precisamente ésa. Morodor era tal como las leyendas lo describían. Y peor. Dios mío, era espantoso. Pálido y frío como la muerte. Un motor de energía negativa, incapaz de experimentar emociones reales, incapaz de llorar, incapaz de alegrarse sinceramente. Incapaz de amar.

Sólo el amor puede curar mi corazón.

Yo había dicho lo que pretendía decir. ¿Cómo era posible que una dorada mujer de aire y sol tuviera vínculos de sangre con aquel impresionante y amenazador símbolo de las tinieblas? ¿Qué lógica había en ello? ¿Qué racionalidad? Marissa tenía sentimientos. Reía y lloraba, experimentaba placer y dolor. Y amaba. Amaba.

—¡Marissa! —repetí mientras corría—. ¡Marissa, vuelve!

Pero ella se había esfumado en el laberinto y yo me detuve ante la entrada, percibiendo el intenso aroma de las rosas, y asomé la cabeza. La llamé a gritos una y otra vez, pero Marissa no salió y yo, sin nadie que me guiara, no podía aventurarme a entrar.

Irrumpí colérico en el castillo, decidido a encontrar a Morodor. Y era de noche y las luces estaban encendidas. Como por arte de magia. Del mismo modo que la comida estaba siempre dispuesta y las botellas de vino descorchadas, del mismo modo que mi cama aparecía deshecha por la mañana y hecha por la noche y mi ropa sucia lavada, planchada y recogida con precisión profesional. Y todo ello ocurría sin que yo viera un alma.

Encontré a Morodor en la biblioteca. Era una sala tan espaciosa como una galería artística: tres pisos de libros como mínimo, ascendieron hasta que las ordenadas hileras se perdían en la neblina de la distancia. Estrechas pasarelas de madera circundaban la biblioteca a diversas alturas, unidas por una compleja cadena de escalerillas igualmente de madera.

Morodor se hallaba acuclillado en una de las escalerillas, a tres o cuatro peldaños del suelo. Era una extraña posición para un hombre de su tamaño.

Estaba examinando un libro cuando yo entré, pero lo cerró tranquilamente al escuchar mis pasos.

—Vaya —dije, en tono bastante desagradable—, ¿ninguna encuadernación de cuero?

—El cuero —repuso él en voz baja— requeriría matar animales innecesariamente.

—Ah, entiendo. —Mi tono había cobrado acidez—. Sólo los seres humanos deben tener miedo de usted.

Se irguió y yo retrocedí, de pronto temeroso al ver cómo su cuerpo se estiraba y estiraba hasta empequeñecerme con su monstruosa estatura.

—Los seres humanos —dijo— tienen miedo de mí únicamente porque deciden temerme.

—¿Pretende decir que no les ha dado motivo para que le teman?

—No sea absurdo. —No le había visto tan al borde de la irritación como en ese momento—. No puedo evitar ser lo que soy. Igual que usted. Ambos somos carnívoros.

Cerré los ojos y me estremecí.

—¡Pero hay una diferencia!

—Para ciertas personas he sido un dios.

—Un dios muy siniestro.

Mis ojos se abrieron bruscamente.

—También es preciso que haya dioses siniestros. —Dejó el libro—. Pero a pesar de todo soy un hombre.

—Un hombre que no duerme, que no sueña.

—Que no puede morir.

—¿Aunque le clavara una estaca en el corazón?

Ni yo mismo sabía si mis palabras eran o no serias.

Cruzó la sala hacia una franja de paneles de madera que separaba dos estanterías. Su mano brotó de entre los pliegues de la voluminosa capa y vi al descubierto por primera vez las largas uñas que parecían garras. Temblé al verlas hundirse en la madera con feroz fuerza. Pero no a la manera de un animal enfurecido. El movimiento fue tan preciso como el de un cirujano al seccionar un peritoneo.

Morodor regresó con una astilla de madera de casi medio metro de longitud. Estaba ligeramente ahusada en un extremo, no tan afilada como una aguja pero sí lo bastante puntiaguda para cumplir su cometido. Me la echó a las manos.

—Tenga —dijo roncamente—. Hágalo ahora.

Durante un instante estuve decidido a obedecer. Pero algo se enfrió en mi interior. Me desembaracé de la estaca.

—No pienso hacer tal cosa.

Morodor reflejaba franca desilusión.

—No importa. Esa parte de la leyenda, igual que otras, es incorrecta.

Ocupó de nuevo su elevada posición en la escalerilla, con sus largas piernas muy tensas bajo la capa. El perfil de sus huesudas rodillas era una violenta serie de puntos suspensivos en una página en blanco.

—Las leyendas —dijo— son como los funerales. Cumplen el mismo objetivo. Ofrecen un alivio sin el cual la intrusión de la terrorífica entropía extinguiría el ansia de vida del hombre.

Alzó la vista de sus largas uñas para mirarme.

—Las leyendas se crean para desarrollar su variedad particular de terror. Pero se trata de un terror cuidadosamente constreñido a determinadas limitaciones: es posible matar al hombre lobo con una bala de plata, y la medusa muere al ver su reflejo en un espejo.

»¿Lo entiende? Siempre hay una salida para el intrépido. Es una válvula de escape necesaria para dar salida al terror que acecha a los seres humanos… Ignorancia atávica, el inconsciente. Y la muerte.

Los largos brazos de Morodor cayeron sobre su regazo.

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