Horror

Horror


Petey

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—Cariño, vamos, déjalo en paz. Está echando una cabezada. —Frances rodeó con el brazo la cintura de Harold—. Vamos abajo. Quiero otro refresco.

—¿Es tan bonito el desván? —preguntó Cissy.

—¡Es fabuloso! —dijo Harold mientras se soltaba del brazo de su esposa—. Hay montones de revistas, algunos almanaques extravagantes, cartas estelares, cuchillos antiguos, un sillón de barbero, juguetes… Casi todo está muy oxidado, pero deberíais ver las revistas. Un siglo de antigüedad, algunas.

Phyllis arrugó la frente.

—Casi me olvido de eso. Cuando limpiamos la casa, dejamos el desván para otro día. Metimos todos los trastos allí, todo lo que no nos servía. Algún día lo repasaremos de punta a punta…, en cuanto haga más calor. Tal como está, un incendio sería terrible, con tanto papel…

—Eh, no tiréis esas revistas —dijo Harold—. Podrían valer algo. Unos cuantos dólares, por lo menos.

Phyllis meneó la cabeza.

—Es un nido de ratas ese desván. Como algo ideado por los hermanos Collier.

—¡De eso no hay duda! —exclamó Harold.

Fred Weingast entró en la habitación, con el vaso vacío ya.

—Eh, vaya jungla tienes ahí, Phyl. Un montón de juguetes antiguos, cosas en jarros, viejos uniformes… Dios, no creía volver a ver una de esas chaquetas del ejército, las que llevan broches en los bolsillos… Hay hasta un maniquí de unos grandes almacenes, escondido en un rincón, bastante destrozado, pero infernalmente espantoso. —Se echó a reír—. ¡Estaba sin ropa! ¡Herb pensó que habíamos encontrado un cadáver!

—Vamos, Frannie, subamos. —Harold tiró del brazo de su esposa—. Quiero enseñarte esas revistas antiguas. Hay anuncios de ropa femenina, y algunos son muy cómicos.

—Oh, cariño, estoy muy cansada, y esos escalones parecen tan empinados… ¿No podrías bajar algunas revistas?

Miró a Phyllis en busca de ayuda.

—En realidad no vale la pena subir —convino Phyllis—. El desván no está aislado, y se pone francamente helado en esta época del año. En especial de noche.

—Ella tiene razón, ¿sabes? —dijo Weingast mientras se pasaba el vacío vaso de una mano a otra—. Puedes ver tu aliento, incluso eso. Creo que yo volveré a bajar para servirme… algo que me caliente. —Se volvió para mirar el pasillo—. De todas formas, creo que mi mujer está abajo.

Harold se mostró desilusionado mientras los demás salían en fila detrás de Weingast. Contempló a su amigo. Walter yacía tumbado de cualquier modo en la cama, roncando con suavidad igual que un enorme animal en plena hibernación. Harold le propinó un par de ineficaces codazos.

—Ah, demonios —dijo, y se fue con los demás a la planta baja.

George estaba sentado en el cuarto de baño, agazapado como un animalillo perseguido. Percibía claramente las apagadas voces que traspasaban la puerta, interrumpidas de vez en cuando por los tonos más estrepitosos de las parejas que pasaban por el pasillo al otro lado del cuarto de aseo. Se inclinó, a la espera de que cesaran los retortijones. Si contenía la respiración y aguzaba el oído podía captar algunas palabras ocasionalmente:

—… puedo hacerme con la opción, pero ellos no…

Ése debía ser Faschman, acompañado casi con toda seguridad por Sid Gerdts.

Silencio durante un rato. Pasos arriba, en el desván. Luego susurros, femeninos.

—No, espera, no entres.

—Sólo…

—No, creo que hay alguien dentro.

Las voces se alejaron.

George suspiró y observó las baldosas del suelo, ansiando tener algo que leer. En contra de los deseos de Phyllis siempre dejaba algunas revistas en el cuarto de baño que estaba cerca de la escalera, pero ése estaba ocupado. Y el que ocupaba ahora, delante mismo del cuarto de los huéspedes, continuaba relativamente vacío, aparte de los estantes de plástico negro y la jabonera, todo ello lustroso y afilado, que su esposa había puesto por la mañana. El jabón estaba fundiéndose ya como hielo en un charquito de agua sucia. Y las toallas negras para los invitados, también idea de Phyllis, con rígidos bordes de encaje, yacían empapadas en el suelo o dejadas torpemente en la percha. La casa no era habitable todavía.

Pese a todo, cualquier deficiencia era preferible a la mugre en la que él había encontrado la casa. Naturalmente fue lo esperado, después de ver los lunares de piel seca en los labios del individuo y aquella mancha en sus pantalones. Un ermitaño, así lo llamaban, para usar un término educado. Ojos de mago, decían. Quizá la gente de la localidad lo considerara pintoresco. Pero George aún recordaba los calcetines en el tocador, la porquería acumulada bajo el fregadero y el hedor a carne podrida.

Y las amenazas…

Notó que sus intestinos se revolvían y se encogió. ¿Cuándo acabaría eso? Las baldosas parecían formar un dibujo, pero el dolor impacientaba a George. Un rectángulo rojo en la parte superior izquierda de todos los cuadrados, no, uno sí y otro no, y en la siguiente hilera el dibujo se invertía, de modo que… Pero cerca de la puerta la norma variaba. Automáticamente maldijo a los antiguos y anónimos constructores de la casa, antes de recordar que él mismo había ordenado cambiar las baldosas con anterioridad al traslado.

Sin embargo, habían conservado los accesorios originales. Reforzaba el ambiente. La bañera incluso tenía patas, como en las viejas películas, que a George le recordaban gruesas, rechonchas garras. Uno, dos, tres… Perdió la cuenta y empezó otra vez. Sí, había cinco dedos en cada zarpa. Ya no construían bañeras como ésa. Con el tamaño suficiente para toda una familia, además, y no porque el primer propietario hubiera necesitado tanto espacio. Olía como si no se hubiera bañado desde hacía años.

Una risa femenina resonó en el pasillo, y después la voz baja y ansiosa de un hombre, quizá explicando un chiste. ¡Maldición, se había perdido toda la fiesta de esa guisa! Buscó algo para pasar el tiempo, sacó el billetero y lo revisó. Las tarjetas de identidad le indicaron que él era George W. Kurtz, las tarjetas de crédito explicaban las limitaciones en menudas letras azules… Qué aburrimiento. Contó dinero.

—¿George? —Phyllis llamó a la puerta—. ¿Estás ahí?

—Sí —gruñó él—. Ahora mismo salgo.

—¿Estás bien, cielo?

—Sí, estoy perfectamente. Ahora mismo salgo.

—¿Quieres que te traiga algo?

—He dicho que estoy perfectamente.

Phyllis pareció alejarse y retroceder un momento después. Su voz sonó muy cerca de la puerta.

—Todos vamos a ir abajo. Pero Walt está dormido en la cama. No lo despiertes.

—Mmm.

—¿Has dicho algo, cielo?

Tras contener la respiración, George oyó el aliento de su esposa al otro lado de la puerta. Phyllis se detuvo como si quisiera añadir algo, y finalmente se marchó.

En el silencio que siguió George se preguntó qué le pasaba. Algo que había comido, quizá. ¿Las gambas de la noche pasada? Pero no, eso había sido dos noches antes, y apenas había probado bocado en todo el día. Tal vez no aguantaba el alcohol.

No obstante, el dolor parecía miedo. ¿Qué temía?

Siempre le pasaba lo mismo: notaba tensión en la boca del estómago, y sólo después se esforzaba en diferenciar los pensamientos que la habían causado. Primero el efecto, luego la causa…, como si su mente albergara muchos niveles inexplorados, misterios y más misterios, de tal modo que él no conocía el contenido hasta que su estómago se lo indicaba.

Nervios, era obvio, por el éxito de la fiesta. La ruina de todos los anfitriones, en particular de una celebración tan impresionante como ésta. Sin embargo, George no había creído estar tan preocupado…

Una explicación insatisfactoria…, pero de pronto el dolor desapareció. Se arregló y salió al pasillo, y observó a Walter al pasar junto al dormitorio. El rostro apoyado en la colcha tenía un aspecto rojizo e hinchado, igual que el de un niño que ha ido a la cama berreando. George ajustó la puerta del desván, para impedir el paso del frío, y se dirigió a la planta baja.

—Supongo que papel y lápiz es inaceptable…

—Sí, claro, si es que no lo entiendo mal. Suéltele una mano y agarrará las vendas. Déle un lápiz y se sacará los ojos. No pongo nada al alcance de esta gente, no después de lo que he visto.

El médico suspiró.

—Es muy frustrante, debe admitirlo. Un caso perfecto de suicida depresivo, listo para terapia, y él no puede hablar. —Contempló al hombre echado en la cama; éste le devolvió la mirada—. Tal vez cuando la garganta esté curada, si lo mantenemos sujeto…

—A veces habla conmigo.

—¿Cómo? ¿Dice que habla…?

—Bueno, no, no exactamente. Me refiero a que golpea la pared con el pie, ¿comprende? Como cuando quiere que yo lo ayude a darse la vuelta.

El otro hombre meneó la cabeza.

—Me temo que eso difícilmente es auténtica comunicación. Una respuesta sí-no, tal vez, pero totalmente inútil para nuestras exigencias. No, creo que tendremos que aguardar uno o dos meses, y entonces…

—Oh, él no dice sí o no solamente. Con los golpes deletrea palabras enteras. Mire, tenemos este código. —Extrajo de su bolsillo un arrugado trozo de papel—. A es un golpe; B, dos… Funciona así.

—Y para decir una palabra como «zoo» haría falta toda la noche. No, gracias. —El médico consultó su reloj de pulsera—. De momento, algún medicamento…

—No, no lo entiende. Mire, Z son dos golpes y otros seis después. Veintiséis, ¿comprende? Y O sería… —Examinó el papel—. Sería uno y luego cinco. Bastante ingenioso, ¿no?

—De todas formas haría falta la noche entera, y debo preocuparme de otros treinta pacientes. —Consultó de nuevo su reloj—. Y visitas antes de acostarme. No, creo que deberá continuar con toracina, y voy a recetar veinticinco miligramos de tofranil. Probaremos con eso durante algún tiempo…

El médico se alejó por el pasillo mientras garabateaba en su libreta de notas.

El enfermero permaneció en la entrada de la habitación, con los ojos fijos en el hombre acostado. Éste le devolvió la mirada.

En el salón, Herb Rosenzweig intentaba organizar un juego. Las caras se volvieron con la entrada de George.

—Te echábamos de menos, George. ¡Creíamos que habías caído en la taza!

George esbozó una tímida sonrisa y se dirigió al bar, tanto halagado como irritado por el hecho de que hubieran reparado en su ausencia. ¿No podía apañarse sola esa gente? No era como si no se conocieran unos a otros.

—¡Herb pensaba que te había devorado un oso!

—Eso les he dicho, George.

George se alzó de hombros.

—Mala suerte. ¡Creo que eso fue lo que comí hoy!

En medio de las risas, Phyllis tuvo que gritar para hacerse oír.

—¡Vaya, no les metas ideas raras en la cabeza o ninguno acabará la tarta rellena! ¡He pasado el día entero haciéndola! —Señaló los platos con canapés que había junto al bar—. ¡Y vosotros, no habéis probado los embutidos! Se estropearán en el frigorífico si nadie los come.

Algunos invitados, avergonzados, se deslizaron hacia los platos.

—¡Vamos a conocer nuestra suerte, George! —gritó Cissy al otro lado del salón—. ¡Estás a tiempo! ¡Herb tiene cartas!

—Una baraja de Tarot —dijo Herb, subrayando la t final—. La he encontrado en vuestro desván, en uno de los baúles. —Mostró una caja de cartas de color verde decorada con dibujos a pluma y las palabras Grand Etteilla—. Quería ver cómo son las cartas —explicó—. Espero que no te importará. No creo que alguien haya abierto la caja anteriormente.

—¿Sabes usarlas?

—Hay un folleto de instrucciones dentro. El único problema es que está en francés.

—Yo estoy un poco oxidado —estaba diciendo George, pero Milton lo interrumpió.

—Ellie es un as del francés. Dios, deberíais haberla visto allí, el verano pasado. Pensaban que era nativa. —Agarró el folleto de las manos de Herb y lo entregó a su esposa—. Adelante, ¿qué dice?

—Oh, esto es fácil —repuso ella—. «Manière de Tirer le Grand Etteilla ou Tarots Egyptiens, Composé de Soixante-dix-huit Cartes Illustrées». Bueno, cualquiera puede entenderlo, ¿no?

—Algo sobre cartas egipcias —dijo Frances.

—¿Dice cómo hay que echarlas? —preguntó Herb.

Ellie hojeó el folleto.

—Hum, no hay dibujos. Muy sencillo. Pero hay algo delante. «Para usar las cartas es preciso en primer lugar que la persona que…». —Hizo una pausa en la lectura—. Ah, ya entiendo. La persona cuya suerte va a saberse debe coger las cartas con la mano izquierda.

—¿De quién vamos a saber la suerte? —preguntó George, sin excesivo interés.

Cualquier cosa, no obstante, con tal de divertir a los invitados…

Herb hizo un gesto de indiferencia.

—Podemos probar con Tammie, si ella quiere. ¿Explica cómo hay que extenderlas?

—Ojalá me acordara de cómo lo hacía Joan Blondell en El callejón de las almas perdidas —dijo Ellie—. Lo único que recuerdo es que ella siempre sacaba la carta de la muerte a Tyrone Power.

—El Ahorcado —dijo Cissy, con una nerviosa risita.

—Hum, es cierto. Bien, veamos. —Ellie se concentró en el folleto—. Oh, chica, es tan complicado… No sé si vale la pena. Tardaremos media hora en empezar.

—Oh, olvídalo, pues —dijo Herb, que ya estaba buscando otros juegos.

Tammie le puso un brazo en los hombros.

—A partir de ahora nos conformaremos con galletitas de la fortuna.

George vio que el grupo se dispersaba alrededor de él, se disolvía en grupitos de conversación, pero Phyllis insistió en jugar.

—¿Por qué no lo hacemos con un método rápido? Todos cogemos una carta, y ésa será nuestra suerte. Venga, dame, yo barajaré.

Por respeto a la tradición dio un golpe al mazo, y las cartas fueron debidamente repartidas entre los invitados hasta que todos tuvieron una.

—¡Me siento como si estuviéramos a punto de jugar al bingo! —dijo Fred Weingast mientras examinaba su carta—. Bueno, ¿qué es esto? Es el tres de algo, lo sé, pero ¿de qué? ¿Platos para comer?

Harold miró por encima del hombro.

—Esa carta es… ¡el Tres de Platos para Comer!

—A mí me parecen monedas —opinó la esposa de Weingast.

Ellie estaba repasando el folleto.

—No —dijo—, son Pentáculos. ¿Entendéis? Estrellas de cinco puntas dentro de los círculos.

—¿Qué se supone que significan?

—Veamos. Ajá, aquí va. —Miró a Weingast y sonrió misteriosamente. Luego continuó con el texto—. «Una persona noble y distinguida…».

—¡Eh, ese soy yo a la perfección! —exclamó Weingast.

Ellie esperó a que cesaran las risas y prosiguió.

—Lo siento, pandilla, pero lo habéis entendido mal. Escuchad. «Una persona noble y distinguida precisa plata… eh, dinero…, y usted tendrá que prestárselo».

De inmediato, y previsiblemente, Harold se acercó y le dio unas palmadas en la espalda.

—Fred, viejo camarada, ¿qué me dices?

Aún quedaban varios párrafos por leer, pero el chiste había obrado efecto. Ellie miró a los demás.

—Bien, chicos, ¿quién va ahora?

Haciendo caso omiso de los vacilantes gritos de «Yo-yo-yo-yo», Ellie cogió la carta de Frances. Una manchada litografía mostraba un niño rubio que sostenía un cáliz de oro; el fondo era pastoral, con montañas color verde oscuro y una cascada.

—Oh, una carta de figura —dijo Ellie—. Tal vez signifique que es importante. —Forzó la vista para leer el texto—. Al parecer es el Paje de Cálices. Algo así como la J de Diamantes, supongo. «Tenga confianza plena», dice, plena confianza, «en el jovencito rubio que vos ofrece…, que le ofrece sus servicios». Vaya, Frannie ¿a quién conoces que sea rubio?

Harold respondió por ella.

—¡Maldición, apuesto a que es aquel repartidor!

Hizo una gran actuación fingiéndose el marido cornudo, broma que todos excepto Frances encontraron divertida.

—Ahora la de Phyllis —sugirió alguien.

—Sí, venga, la de Phyllis.

Los demás repitieron la cantinela.

Phyllis se retorció igual que una niña obligada a decir unas palabras en un cumpleaños.

—No —dijo, sonriendo nerviosamente—, de verdad, no quiero saber mi suerte. Siempre creo en las cartas, y siempre son malas. —Ocultó el naipe a la espalda—. Lee antes la de George.

Ellie se encogió de hombros.

—De acuerdo, pues, déjame verla.

Extendió la mano.

—Pero si yo no tengo carta —dijo George.

—Demasiado atareado con su papel de anfitrión perfecto —observó Milton. Cogió la baraja—. Vamos, quedan más de la mitad de cartas. Coge una.

—Cierra los ojos primero —añadió Herb.

George suspiró.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero lo repito, los invitados deberían tener preferencia. —Cogió las cartas que tendía Milton y las barajó con los ojos cerrados. Cogió una del centro del mazo y la miró—. ¡Dios santo! —Volvió a meterla en la baraja y siguió barajando.

—¡Eh! —exclamó Ellie—. Lo he visto. Muy mal. ¡Has hecho trampa!

—Tiene derecho —dijo Bernie—. Es decir, ésta es su casa, ¿no?

Los otros invitados habían perdido interés por cualquier suerte que no fuera la suya. Algunos habían ido al bar. Pero Ellie no desistió.

—Apuesto a que él tenía el Ahorcado. ¿Me equivoco, George? ¿Igual que en la película?

—Igual que en la película —dijo George, con los ojos cerrados—. Toma, léeme ésta.

Sacó una carta y la entregó a Ellie.

—El Ocho de Varas —dijo ella—. «Aprenda un oficio o profesión. Empleo o misión inminente. Habilidad en asuntos…, en asuntos materiales». Me temo que es una suerte muy general.

—Bien, no está tan desencaminada —observó Milton—. George es un experto en asuntos materiales.

Herb se alzó de hombros.

—Sí, igual que todos. Quiero decir que estas cosas pueden aplicarse a cualquiera de los presentes. En realidad no es mejor que la columna del News. Ya me entendéis, La profecía del astrólogo o algo por el estilo. Mi secretaria vive de eso.

George se había alejado de ellos. Se hallaba ante una de las ventanas, contemplando la noche, intentando ocultar su dolor de estómago. A causa de la iluminación interior era difícil ver bien, pero se oían los ruidos de las hojas muertas al chocar contra el vidrio. George oyó también a algunas invitadas que chillaban al ver la carta de Phyllis, los Amantes, y pensó en el naipe que él había cogido y devuelto precipitadamente al mazo nada más verlo: una amorfa masa gris, igual que el lomo de un animal enorme, como iluminada por la luna. Le había parecido inquietantemente conocida. Entre la confusión de voces el recuerdo estaba perdiéndose ya, pero no la inquietud que había suscitado, una vaga, semioculta sensación de culpa… George vio con sobresalto un reflejo en la ventana, el salvaje sesgo de sus labios. Se alisó el cabello, sonrió, y volvió con los invitados.

La entropía había sobrevenido. Todos los jugadores excepto unos pocos se habían cansado del Tarot y de nuevo habían formado grupos más reducidos. Los más aburridos se deslizaron hacia el bar igual que el sedimento se desliza hacia el fondo del estanque. Sidney Gerdts estaba dando la tabarra a los Goodhue y a los Fitzgerald (la caída del dólar, o quizás el aumento de la delincuencia) y Phyllis se esforzaba en que Paul Strauss dirigiera la palabra a la pobre Cissy Hawkins. Fred Weingast estaba sirviéndose otra copa. Cerca de un rincón Herb y Milton ocupaban el sofá para comparar las hazañas de sus hijos. Otros habían ido a la biblioteca o a la cocina. De momento todos parecían ocupados. George pasó entre ellos sin que lo vieran, camino del cuarto de aseo.

—Nunca lo había visto así —estaba diciendo Herb—. Se ha mostrado muy evasivo. Normalmente se jactará de un buen negocio hasta que te hartes de oírlo, pero esta vez se ha hecho el modesto conmigo. Noté algo raro nada más llegar.

—Te refieres a ese comentario, «pura suerte, supongo», ¿no? ¡Dios, qué estupidez!

Milton meneó la cabeza.

—Sí, lo único que sabe decir es que el tipo estaba cada vez más chiflado y le vendió la casa por cuatro cuartos.

—¿Eso te ha dicho?

—Exacto. Pero, bueno, tú pareces saber algo más sobre lo que pasó realmente.

Milton bajó los ojos hacia el vaso y vio cómo los cubitos encogían y cambiaban de forma.

—Bien, no sé tanto.

—Oh, vamos. Me han dicho que has estado agobiándolo toda la noche.

—Tal vez se me ha pasado un poco la borrachera desde entonces.

—Oh, demonios, sabes que guardaré el secreto.

Milton contempló el rostro de Herb, y vio los interminables cócteles en fiestas cuyo coste iba a la cuenta de gastos generales, las cotidianas traiciones con el disfraz de la buena amistad. Herb podía idear toda una novela con aquello.

—¿Qué me dices?

—Bueno… —Milton vio que George recorría furtivamente el salón y se dirigía a la escalera—. De acuerdo, ¿por qué no?

Arriba, en el dormitorio, Walter dormía irregularmente. Una tabla del piso crujió al otro lado de la puerta (George que recorría el pasillo) y fue imitada por la enorme rama de un olmo más allá de la ventana. Walter dio media vuelta pesadamente, hundió la cara en la almohada y siguió durmiendo, con una mano aferrada a una arruga de la colcha como si empuñara un volante.

Las mujeres del sofá se habían puesto a comentar los precios de los productos alimenticios y Tammie estaba aburrida. Fiestas como ésa le recordaban que prefería la compañía masculina.

—Estoy segura de que son mejores para ti —estaba diciendo Janet Mulholland—, pero los precios que cobran en esas tiendas de alimentos dietéticos son abusivos.

Tammie buscó a su esposo con la mirada; él se hallaba en un rincón, junto a la ventana, hablando con Milt Brackman. Dentro de poco intercambiarían chistes verdes.

Había una mesa de bridge cerca del bar, repleta de platos y tenedores de plástico. El corpulento Mike Carlinsky estaba inclinado sobre la mesa, enseñando algo a su novia…, ¿cómo se llamaba ella?…, Gail.

—¿Quieres conocer tu suerte? —Mike sonrió cuando Tammie se acercó.

Gail la miró con frialdad—. Según esto, voy a tener cinco hijos, pero Gail sólo tendrá dos. —Sonriente, señaló una hoja del abierto folleto, pero Tammie no sabía una palabra de francés—. ¿Todavía tienes tu carta?

La caja verde se encontraba junto a una fuente despojada de canapés, y las cartas de Tarot yacían amontonadas de cualquier modo tal como las habían dejado los invitados. La carta de encima mostraba una torre de piedra que se desmoronaba al ser alcanzada por un rayo. En el fondo, el mar bramaba con furia.

—No, dejé la mía en la caja. Tenía demasiadas personas delante de mí. Pero veamos, creo que podré localizarla.

Separó las cartas, sabedora de que los ojos de Mike estaban fijos en ella. Seguramente Carlinsky debía de estar decidiendo si ella llevaba sostenes o no.

—Eh, mirad esto —dijo Tammie al encontrar la ilustración de una majestuosa mujer—. ¡Esta carta me gusta más que la mía! ¿Qué significa?

—La Reina de Dagas —repuso Gail—. Pero no está permitido elegir. No puedes coger la carta más bonita y decir que la quieres.

Miró cautelosamente a su novio.

Mike estaba ya hojeando el folleto.

—La Reina de Dagas, ¿eh? Parece peligroso. —Se detuvo y leyó en silencio, moviendo los labios—. Algo sobre la vejez, creo.

Tammie se puso rígida.

—Vieja es vielle, ¿no? —Mike vio que Tammie no sonreía, y también su sonrisa desapareció—. Pero al parecer la carta significa una cosa derecha y otra al revés.

—Estaba derecha, ¿verdad? —dijo Gail.

—Al revés —continuó Mike— significa que la mujer tiraniza a su marido. ¡Hum! ¡Pobre Herb! Y yo que siempre había creído que era él el que llevaba los pantalones.

Tammie rió forzadamente.

—¡Oh, hago que se lo crea, eso es todo! —Observó a su esposo, todavía enfrascado en su conversación con Milton—. Ahora quiero encontrar la carta que cogí.

Examinó la baraja. Muchas cartas no tenían nada aparte de grupos de símbolos (siete cálices, cuatro pentagramas, una serie de objetos alargados), cosa que le hizo recordar su baraja para jugar a la canasta. Pero algunas tenían ilustraciones a todo color, incluso arquetipos reconocibles.

—Ésta es bonita. Una carroza, supongo. ¡Uf! Aquí está la Muerte. —El esqueleto se apoyaba con naturalidad en la guadaña—. Creía que el Ahorcado era la carta de la muerte.

—Creo que no —dijo Gail—. ¿Ves? Aquí está. —Puso la carta al revés, de tal modo que la figura mirara a los otros—. Y fijaos, está sonriendo.

—¿Qué es esto? —preguntó Mike—. Parece un símbolo fálico, ¿no?

Miró a Tammie. La carta mostraba una mano enorme de apariencia divina que brotaba entre las nubes, aferrando una erecta vara.

—Es el As de Varas —dijo Gail. Y para explicarse, añadió—: Tengo un libro en casa. Pero todavía no he comprado las cartas. He visto barajas mucho más bonitas que ésta. ¿Recuerdas, Mike? ¿En Greenwich? Pero pienso que es tirar el dinero.

—Hum. —Mike levantó varias cartas dejadas boca abajo—. Tal vez te compre una baraja. Para fiestas aburridas. —Se echó a reír culpablemente—. ¿Qué opinas que es esto?

Gail le cogió la carta y la miró. Era una escena nocturna, con algunas estrellas sobre el horizonte como fondo. En el centro había algo gris en forma de hígado. Un animal, al parecer, aunque la cabeza estaba vuelta.

—Vaya, no creo haberla visto nunca. —Devolvió la carta a Mike, sin mirarla—. Pero, claro, todas las barajas son distintas. Prefiero las modernas. Como la que vimos aquella vez en Greenwich Village.

Tammie contempló la carta un instante y esbozó una incierta sonrisa.

—¡Me recuerda una chuleta de ternera! —Un momento después imitó la risa de Mike y dejó la carta boca abajo en la mesa—. ¿Creéis qué quedará alguna de esas salchichas tan buenas?

—Bueno, la fuente está vacía, pero miraré en la nevera. —Apoyó una mano en el hombro de Gail—. Vuelvo enseguida, preciosa.

El pie golpeó la pared ocho veces seguidas. Sentado al pie de la cama, el enfermero miró el papel.

—Ocho, ésa es la… H.

El pie dio dos golpes, se detuvo, otro más. U. Nueve golpes. I. Un golpe, luego ocho más.

—Me enteré de todo gracias a Bart Cipriano —estaba diciendo Milton—. Trabaja en la oficina del comisionado Brodsky, en el capitolio, y es muy amigo de George. Igual que Brodsky. Al principio me sorprendió que ninguno de los dos estuviera aquí esta noche, pero luego recordé que habían estado en la casa…, y bastantes veces, diría yo. Además, George debe de sentirse un poco avergonzado con ellos.

—¿Por qué? ¿Quién es ese Brodsky?

—Pertenece a la Comisión Estatal de Carreteras.

—Ah, sí, recuerdo haber oído que George tiene cierta influencia en esa comisión. No está mal, un tipo con despacho en Nueva York.

—Pero no olvides que él ha pasado toda su vida en Connecticut. Y hasta hace pocos meses vivió en el mismo bloque de Brodsky. Grandes jugadores de póquer, los dos. —Buscó indicios de interés en el semblante del otro hombre. La mirada de Herb no titubeó un solo instante—. En fin, según Cipriano el estado planeaba construir una autopista en lugar de la carretera 81…

—¡Ya era hora! Las carreteras están tan oscuras que casi tuve un maldito accidente cuando venía hacia aquí.

—… y debía pasar justo por en medio de esta propiedad. —Fingió que partía algo con los dedos—. Sí, así era, todos estos terrenos, esta casa incluso, interrumpían el trazado de la autopista. Iban a tener que desalojar a cierto número de personas. No muchas, por supuesto. Estos parajes están bastante despoblados. Tierra de tabaco, fundamentalmente, y algunas granjas pequeñas. Supongo que por eso eligieron esta zona para la autopista.

—¡Dios mío! ¿Pretendes decir que van a demoler esta casa?

Milton sacudió la cabeza.

—No tan rápido. Poco después de que enviaran las notificaciones…, ya sabes, «Muy señor nuestro: Dispone de seis meses para buscar otra casa», o algo por el estilo, después de eso los estafadores de la oficina del gobernador recortaron los fondos y el plan entero fue anulado. Ninguna autopista finalmente. Pero gracias al acostumbrado papeleo (ya sabes cómo son estos gobiernos estatales) decidieron que el recorte no sería oficial hasta que finalizara el año fiscal. Lo que significaba que Brodsky, durante todo ese tiempo, iba a tener en su despacho la carta de anulación del proyecto, pero se suponía que no debía informar a nadie. —Hizo una pausa teatral—. Bien, adivina a quién se lo dijo.

—¿A George?

—Amigo tuyo y mío. Creo que él debía de saber que George buscaba una vivienda más espaciosa y, ¿quién sabe?, tal vez le debía un favor. No seamos ingenuos, estas cosas pasan todos los días. Y tal vez George tuviera algún asunto pendiente con él, no lo sé. En fin, dio el visto bueno a George. Le dijo, de hecho, escoge la casa que más te apetezca entre Bert Head y Tylersville, y nos preocuparemos de que sea tuya. —Sorbió su bebida—. Supongo que cierta suma de dinero cambió de manos.

—No lo entiendo. ¿Pretendes decir que él podía elegir a su antojo? ¿Cualquier casa que quisiera?

—Exacto. Y quiso ésta. —Milton se encogió de hombros—. ¿Quién no? Echa una ojeada. Aunque no creo que George viera el interior de la casa antes de que los alguaciles echaran abajo la puerta. El tipo que vivía aquí no quería irse. Era un chiflado, decían.

—Y en cuanto George se mudó…

—Exacto. Anunciaron que la autopista no pasaría por allí. Y por entonces ya era demasiado tarde.

—Pero…, ¿y el tipo que echaron a patadas? ¿No podía presentar una denuncia, por el amor de Dios? Quiero decir que tenía el caso ganado y… ¡Demonios! Podía llevarlos a juicio por una jugada como ésa.

—Nanay, no donde está él ahora. ¿No te he dicho que era un lunático?

—¿Quieres decir que…?

—Ajá. Lo encerraron. —Milton sonrió—. Oh, todo eso se hizo sin tapujos, no tiene nada de especial. Por lo que sé, el antiguo propietario era un caso digno de camisa de fuerza. Dio patadas como un salvaje cuando se lo llevaron, mordió, escupió… Y rogó a su hijo que viniera a ayudarle. Gritó muchas veces el nombre de su hijo, «Petey, Petey», o al menos algo que sonaba así. Supongo que creyó que su hijo acudiría a socorrerlo. Pero…

—Pero ¿qué?

—Que no tenía ningún hijo.

—Vaya, vaya, vaya. Pobre tipo.

—Sí, bueno, eso pensé yo. Pero Cipriano dice que el hombre no tenía un carácter muy encantador. Según me contó, los alguaciles tuvieron que taparse la nariz, literalmente, en cuanto derribaron la puerta. Así estaba la casa. Igual que las leoneras del zoo, me dijo Cipriano. Es posible que el tipo tuviera animales domésticos y no se preocupara de limpiar lo que iban dejando en el suelo. George gastó una fortuna para arreglar la casa. —Milton observó el vaso. El hielo se había desecho y flotaba en la superficie igual que una medusa que hubiera seguido una evolución invertida—. A pesar de todo, George hizo su agosto. Compró la casa al estado, y la consiguió prácticamente regalada.

—¿Y las otras personas que desalojaron? ¿También echaron pestes?

—¿Es un juego de palabras?

Herb lanzó una risotada.

—¡No me había dado cuenta!

—No lo entiendes, nunca tuvieron que echar a nadie más. Aguardaron a que George estuviera cómodamente instalado y entonces Brodsky anunció el recorte de fondos. Las notificaciones quedaron anuladas, y todo el mundo quedó contento.

—Ah, ya lo entiendo. —Herb estaba desilusionado—. Ya es demasiado tarde, ¿no?

—Demasiado tarde ¿para qué?

—Para conseguir una casa como ésta para mí.

—H. U. I. R. ¿Huir?

El hombre de la cama asintió. Su pie dio cinco golpes, uno y nueve más, tres, uno, uno y seis, uno, uno y ocho finalmente.

—Escapar.

El hombre de la cama asintió.

Irene Crystal puso su mano en la de Phyllis.

—Perdóname —musitó—, nos vamos ahora, sólo quería despedirme.

Phyllis dejó que Cissy mirara por sí misma.

—¡Oh, qué lástima! —exclamó automáticamente—. ¿No podéis quedaros un poquito más? Aún es temprano.

—Me encantaría, querida, créeme. Pero los padres de Jack vendrán mañana por la mañana, y suponiendo que yo sepa cómo son —puso los ojos en blanco en un cómico gesto—, llamarán al timbre a las nueve.

Phyllis dejó hablar a Irene mientras la acompañaba al armario de los abrigos, nerviosa por temor a que la visión de tan temprana partida creara un éxodo masivo por parte del resto de invitados.

—Bien, espero de verdad que muy pronto tengáis tiempo para visitarnos otra vez. No estamos tan lejos como parece, en realidad, en cuanto se sabe el camino.

—Oh, no, francamente, el viaje no ha ido mal —aseguró Irene. Jack estaba ya junto al armario. Phyllis miró nerviosamente a los otros invitados—. Es porque van a venir sus padres, de lo contrario ni se nos ocurriría marchar tan pronto.

Jack se inclinó hacia Phyllis.

—Quería dar las gracias por todo a George —dijo solemnemente, como un niño que de pronto recuerda cómo ha de comportarse—, pero él estaba en el lavabo. ¿Querrás darle las gracias de mi parte?

—Dios mío, ¿otra vez está en el lavabo? —Phyllis sonrió—. Sí, por supuesto que lo haré.

—Dile que creemos que es la casa más fantástica que hemos visto en toda nuestra vida. Un verdadero hallazgo.

Algunos de los que estaban en el bar habían visto a los Crystal. Fred Weingast consultó su reloj.

—Sí, por supuesto que lo haré.

Phyllis ansiaba que el matrimonio se apresurara y saliera en silencio.

—Todavía estoy asombrada después de lo que dijiste arriba.

—¿Cómo dices?

—Arriba —prosiguió Irene—. En tu dormitorio. Sobre el hombre que vivió aquí antes que vosotros.

Phyllis miró a Weingast por el rabillo del ojo.

—Todo un carácter, ¿no te parece?

—Pero ¿por qué un cuarto para los niños?

—¿Qué? ¡Ah, el cuarto para los niños! Bien, intentamos dejar las cosas tal como las encontramos al principio. Ese cuarto estaba igual cuando llegamos. Tal vez lo transformemos en otra habitación para huéspedes. —Esbozó una amplia sonrisa—. Así podréis venir más a menudo, sin…

—No —insistió Irene—. El cuarto ya estaba aquí cuando hicisteis el traslado, ¿no? Pero has dicho que aquel hombre no tenía hijos.

¡Maldición! Arthur Faschman estaba mirando el reloj.

—Yo no lo sé —contestó precipitadamente Phyllis—. Supongo que el cuarto estaría aquí cuando él se trasladó.

—¿Con todos esos juguetes? Muchos parecen usados.

—Es posible que el hombre jugara con ellos. Ya os he dicho que estaba loco.

—Cariño, nos espera un largo trayecto —dijo Jack—. No quiero volver muy tarde. —Avanzó por el recibidor mientras se abotonaba el abrigo.

Phyllis les abrió la puerta.

—¡Fiu! ¡Estas noches de noviembre son glaciales! Es el campo, dice George, el viento no encuentra resistencia. —Se apartó de las ráfagas de aire frío y, como si recitara, añadió—: Conducid con cuidado para que lleguéis sin problemas.

Irene sonrió.

—Sólo le he permitido tomar dos copas en toda la noche. —Besó a Phyllis en la mejilla—. Adiós, querida, y gracias.

—Acuérdate de dar las gracias a George —dijo Jack mientras se cerraba la puerta.

—Así pues, piensas que vas a escaparte, ¿eh? —El hombre de la cama contestó que no con la cabeza—. ¡No, señor! No vas a ir a ninguna parte, no. La última vez que un paciente se escapó, lo cogimos en menos de doce horas, y eso fue antes de que instaláramos el nuevo sistema de alarma. ¡Ah-ah, olvídalo!

El hombre de la cama sacudió de nuevo la cabeza, en esta ocasión con más violencia. Sus labios se crisparon gruñonamente.

—Ah, ya te entiendo, quieres que me vaya yo.

Más furia todavía. Acto seguido, con gran rapidez, una serie de golpes con el pie: ocho, uno, uno y tres, dos…

H. A. M. B. R. I. E. N. T. O.

Las voces del salón se perdían en los recodos del pasillo, y la biblioteca estaba a oscuras y abandonada. La puerta había quedado abierta, pero Ellie se demoró en el pasillo, reacia a entrar. Pasó la mano junto a la parte interior del marco y, al no encontrar interruptor alguno, avanzó poco a poco hacia una de las pesadas lámparas de pie situadas junto a un escritorio, las dos siluetas perfiladas por la luz de la luna. Notó la alfombra gruesa y silenciosa bajo sus pies, igual que la piel de un animal. La habitación poseía un rasgo que obligaba a recorrerla de puntillas, por temor a molestar a cierta presencia.

El repentino resplandor de la lámpara deslumbró a Ellie, y en el momento anterior a la ceguera vio algo que se alzaba en el escritorio. Hubo dos gritos, pero la persona que lanzó el otro fue la primera en hablar.

—¿Quién…? Ah, oh, ¿qué hora es?

—¡Doris! ¡Dios, qué susto me has dado! ¿De quién te escondes?

—Lo siento, debo haberme quedado dormida. Estaba leyendo esto —señaló el libro que yacía abierto en el escritorio— y he pensado que me iría bien echar una cabezada. Nos espera un largo viaje de vuelta y sé que Sid no estará en condiciones de conducir. —Se frotó los ojos—. ¿Ha estado buscándome él?

—Lamento decir que no has sido echada de menos.

—Bueno, ¿qué hora es?

—Aún no son las once, creo.

—Vaya, qué alivio. Todavía es temprano, pues. Siento haberte asustado. No debería haber apagado la luz.

—¿Qué estabas leyendo?

Doris empujó el libro hacia la otra mujer.

—Es otra versión del que hay en el salón. Me asombra que el hombre comprara dos ejemplares. Un libro infantil, creo.

—Deduzco que lo has usado como almohada.

Doris sonrió.

—Sí, yo… ¡Oh, Dios mío! ¿Me han quedado marcas en la mejilla? —Inclinó la cara hacia la luz para que Ellie pudiera examinarla—. El polvo y el tizne se pegan mucho a este maquillaje, sobre todo en la ciudad.

—Estás perfectamente. Pero es posible que hayas manchado un poco la ilustración. —Señaló un pequeño grabado en boj en el centro de la página izquierda—. ¡Dios santo! ¿Qué es eso?

—Encantador, ¿no? Se llama el Diablillo. —Pasó páginas hacia el principio del cuento—. Mira, el campesino planta esta semilla, la riega todos los días —fue señalando las ilustraciones— y cuando llega el otoño y el tiempo de la siega, ahí está él, brotando de la tierra. Ellie arrugó la nariz.

—Precioso.

George apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y caminó por el pasillo hacia la puerta del otro extremo. Al abrirla, una ráfaga de aire helado fustigó su cuerpo. Mientras subía los escalones de madera anotó mentalmente, por décima vez, que debía preocuparse de aislar el desván. De lo contrario tendrían que mantener cerrada la puerta todo el invierno.

Ya arriba su aliento se convirtió en bruma, pero el frío le serenó; era un agradable contraste con el ambiente sofocado de la planta baja. De todas formas sólo pensaba estar allí un par de minutos, el tiempo suficiente para comprobar si los recuerdos se correspondían.

Se abrió paso entre los montones de revistas, unas pulcramente atadas con cordel, resultado de la limpieza de la casa, otras esparcidas por el suelo. Los trastos se habían acumulado en la parte alta de la casa como restos tras una inundación. Una sombra en el rincón atrajo la atención de George, un objeto rosa y vulnerable: el maniquí, con la cabeza destrozada, apretado en la grieta donde el inclinado techo se unía a las tablas del piso. Al desviarse hacia los armarios metálicos apoyados en la pared opuesta, George se sintió nervioso sabiendo que el maniquí estaba detrás de él. Alguien había apartado la vieja manta que él había echado encima del muñeco, Herb o alguno de los otros. Pensó brevemente en buscar un trapo, quizás una vieja lona, pero el frío se había filtrado por su fina camisa de algodón y reforzaba su creciente sensación de urgencia. En el exterior, el viento hacía crujir las vigas del techo.

El camino hacia los armarios estaba obstruido por los destrozados restos de una cómoda y, apoyado en ella, un botiquín con la curvada puerta abierta y el espejo milagrosamente intacto. George evitó ver la imagen de su cara al pasar por allí: un antiguo temor, revivido por la tenue iluminación del desván, ver otra cara mirándole. Hizo un esfuerzo, apartó la cómoda y tiró de la puerta más próxima, que cedió quejumbrosamente con el roce de metal contra metal. Dentro, había un colgador con ropa de niño; otras prendas yacían arrugadas en el suelo de metal, cubiertas de polvo. Toda la ropa estaba arrugada, como si la hubieran guardado después de mancharla, y el armario, igual que una taquilla de gimnasio, apestaba a rancio sudor. George dejó la puerta abierta.

El siguiente armario tenía amplios estantes, vacíos aparte de algunas oxidadas herramientas que se habían deslizado hacia la oscuridad. Y la puerta del tercer armario estaba separada de las bisagras, doblada, metida en el interior y con un mellado extremo que sobresalía. La puerta del último armario se abrió con más facilidad, pero era imposible abrirla por completo, obstruida como estaba por la cómoda. George dio un tirón que hizo mover ligeramente el armario, pero nada más que eso. Bordeó la cómoda y contempló el interior.

Estaba tal como lo recordaba. Los potes vibraban al rozar el metal como en respuesta al frío, y los líquidos que contenían se agitaban rítmicamente. En la hilera anterior arrugados cuerpecillos flotaban serenamente en formaldehído: fetos de perros, cerdos y hombres, los bulbosos ojos cerrados como en un gesto de arrobamiento, con sólo las etiquetas para diferenciarlos. George apretó la cadera contra la cómoda. La puerta se abrió varios centímetros más y el tajo de luz se ensanchó.

Al meter la mano en la oscuridad, George volcó uno de los potes. Bajo una etiqueta adhesiva que indicaba «Cerdo» una acurrucada forma subía y bajaba. La abertura continuaba siendo demasiado estrecha, el pote tan grande que era imposible sacarlo, pero en el espacio posterior George distinguió una segunda hilera de recipientes. Movió uno hacia afuera, hacia un aislado rayo de luz que atravesaba una grieta de la puerta, y limpió la fina capa de polvo que oscurecía el contenido. En la etiqueta se leía «PD ≠ 14», escrito con bolígrafo negro. Tras lamentarse de no conocer el significado de aquellos signos, arrancó la etiqueta para observar mejor el contenido.

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