Horror

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Destemple

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Destemple

BERNARD TAYLOR

Hay rasgos sombríos incluso en el más brillante de los días si uno decide buscarlos; y hay cierta brillantez en lo sombrío, para ser justos. Lo que a veces se precisa, por tanto, es una mezcla de ambas cosas, que una parezca ser la otra hasta tal punto que lo que parece ser, no es. Quizás. En un momento dado, jugar a «fingir» nos empuja a algo más que un simple juego.

Bernard Taylor es autor de Sweetheart, Sweetheart (Amor, amor), el mejor relato contemporáneo de fantasmas, sin excepción. Vive en Londres, donde también trabaja como actor y guionista cinematográfico.

—¡Oh, el veintiuno, no! —dijo Paul Gunn—. ¿Por qué has elegido esa fecha?

—No la elegí yo. Es el día normal de la reunión: el tercer viernes del mes. —Sylvia sacudió la cabeza—. No podía hacer nada.

—Podías haber logrado que la maldita reunión se celebrara en otro sitio, ¿no? ¿Tiene que ser aquí?

—Me toca a mí —dijo Sylvia, suspirando—. Además, soy la presidenta… Y, aparte de eso, no lo pensé, supongo. No esperarás que me acuerde de todo.

—No, pero sí espero que recuerdes las cosas importantes. —Emitió un sonido de exasperación—. ¿No puedes cambiarlo? Es malo hasta en el peor de los casos, pero cuando la maldita casa está llena de gente…

—Sólo quedan tres días —dijo Sylvia, intentando que él lo entendiera—. Planeamos la reunión hace semanas y ya es demasiado tarde para cambiarla. —Miró a Paul con aire suplicante—. Oh, por favor, no te enfades. Estarás a gusto. Nadie te molestará.

Pero él se negaba a oír súplicas, no quería calmarse, y Sylvia lo vio recoger el periódico, muy enfadado, abrirlo de modo innecesariamente rudo y sumirse en su contenido. Fin de la conversación, como siempre.

Las morenas manazas de Paul eran muy oscuras sobre el fondo blanco del papel. Era por el vello. Espeso y negro, el pelo conseguía que sus manos parecieran más grandes. Seguramente una atracción para algunas mujeres, pensó Sylvia. Pero no para ella. Ya no…, suponiendo que lo hubiera sido alguna vez.

Pero era un rasgo atractivo para Norma Russell, Sylvia estaba convencida. Norma, con sus medidas de modelo, 88 × 60 × 90, sus pómulos salientes y su terso cabello rubio. El hirsuto cuerpo de Paul era el detalle preciso para atraerla.

Si era cuestión de aspecto físico, reflexionó Sylvia, era evidente que ella no podía compararse con una mujer como Norma. Oh, en tiempos ella había sido bonita, vaga, oscuramente bonita, pero de eso hacía años. Bien, ella no había hecho ningún esfuerzo, ¿no? ¿Y para qué iba a esforzarse ahora, cuando no había motivo?

Y ya no había motivo. Más que eso, para ella sería el colmo de la estupidez aceptar el fastidio de emperejilarse cuando prácticamente el único hombre que la miraba era su esposo…, y cuando él la miraba ni siquiera la veía. Sí, absurdo, por no decir algo peor.

Paul, por otra parte, parecía haber ido mejorando su presencia y su aspecto con el paso de los años, como por un método de sobrealimentación. El éxito se reflejaba con claridad en su persona, en su forma de vestir y en su cuerpo…, y en sus mujeres. Sí, tenía mejor aspecto. Consecuencia, suponía Sylvia, de la satisfacción y la complacencia. Le lanzó una mirada de odio mientras él perdía el tiempo, protegido por el escudo de su periódico. Luego dio media vuelta y fue arriba.

Aquella casa, igualmente, era una muestra del éxito de Paul. Apartada en Tallowford, un pueblecito de Yorkshire, la vivienda era inmensa y de irregular construcción, exquisitamente amueblada; otro testimonio de los años de esfuerzo que él había dedicado a su compañía constructora, en ese momento una de las pequeñas empresas más lucrativas de la cercana Bradford.

Ya en su estudio, Sylvia tomó asiento ante su elegante escritorio estilo Luis XIV, genuino. Abrió su diario y consultó de nuevo la fecha de la reunión. El día 21. No había error. Luego estudió la lista del comité del Círculo Femenino. Iban a ser seis. En las dos últimas reuniones sólo habían sido cinco: ella, Pamela Horley, Jill Marks, Janet True y Mary Drewett. En esta ocasión, sin embargo, volverían a ser seis. Habían encontrado sustituía para Lilly Sloane después de que ésta se mudara…, una sustituta propuesta por la misma Sylvia y aceptada tras votación unánime por las demás mujeres: Norma Russell.

Norma, naturalmente, había aceptado gustosamente el puesto que le ofrecían en el comité. «Bien, si me queréis allí y creéis que puedo ser útil…», había dicho ella. Pero ni por un momento engañó a Sylvia. Ella sabía perfectamente que las ansias de Norma derivaban de un hecho concreto: puesto que una de cada tres reuniones se celebraba en el hogar de los Gunn, estar en el comité sólo podía conducir a más encuentros entre ella y Paul…

Sylvia repasó la lista metódicamente y habló por teléfono con las componentes del comité para comprobar que todas acudirían el día 21. Con todas excepto con Norma. El teléfono de ella comunicaba. Pero Sylvia no tenía motivo de preocupación; si podía contar con alguien con seguridad, ese alguien era Norma.

Tras dejar a un lado los papeles, Sylvia se dio la vuelta en el sillón y miró alrededor. No se había reparado en gastos en aquella habitación. El resto del mobiliario era tan elegante como el escritorio donde se apoyaba su codo, tan elegante como el del dormitorio contiguo, el dormitorio donde ella dormía sola…, excepto las noches en que Paul se presentaba y la usaba para aliviar sus frustraciones…

Así habían ido las cosas. Así continuarían…, a menos que se hiciera algo para impedirlo. Oh, ella estaba a salvo, lo sabía, suficientemente a salvo en el continuo de sus comodidades materiales. Aunque a Paul sólo le gustara verla de espaldas, jamás se divorciaría de ella…, ni tan sólo la abandonaría. Él sabía en qué lado de su pan estaba la mantequilla, perfectamente. De ahí el bienestar en que la mantenía. Y eso, con toda seguridad, era en parte la razón de que estuviera resentido con su esposa: el hecho de saber que estaban irrevocablemente unidos, en la enfermedad y en la muerte, hasta el fin de sus días…, porque él dependía de ella.

¿Por qué, se preguntaba Sylvia de vez en cuando, no lo abandono yo? Pero ¿qué conseguiría con eso? Paul no pagaría su manutención, y ella no poseía conocimientos para desempeñar alguna ocupación particular. Durante los últimos veinticinco años sólo había conocido esa vida: estar casada con un hombre cuya gratitud por la comprensión de su esposa no había mermado en ningún momento…

Pero a pesar de todo, pensó Sylvia, ella habría podido soportar la situación… de no haber sido por las aventuras de Paul. Una tras otra, esas aventuras habían salpicado sus años de vida matrimonial. Y en este punto era ella la resentida, no sólo por la infidelidad de él, no sólo porque la rechazaba, sino porque además Paul ofrecía a las otras lo que jamás le ofrecía, lo que jamás le había ofrecido a ella…, o al menos no después de los primeros meses de noviazgo. Las otras tenían la ventaja de que sólo veían el lado bueno de Paul, la jovialidad, la caballerosidad, la solicitud. Ella, por su casi total aceptación de la persona real, estaba condenada a soportar todo, defectos incluidos.

Sylvia se levantó del escritorio y permaneció inmóvil en la silenciosa habitación. Las cosas no podían continuar así. Y no continuarían así. No, después del día 21 no seguirían igual. A partir del día 21 habría cambios. Norma Russell sería la última, ella se aseguraría de eso. Después de Norma no habría más aventuras.

Al bajar encontró a Paul al teléfono. Él se sobresaltó ligeramente al verla repentinamente delante.

—Bueno, Frank —dijo temblorosamente, con una voz cargada de malicia y no poco sentimiento de culpabilidad—, creo que tendremos que dejarlo hasta la reunión de la semana próxima… Entonces lo discutiremos detalladamente…

Y Sylvia sonrió secretamente al pasar junto a él mientras comprendía por qué el teléfono de Norma estaba comunicando, contenta porque ellos creían que era muy fácil engañarla. A ella, no. A Frank, sí. Ella era mucho más lista de lo que ellos podían soñar. Ciertamente muchísimo más lista que aquella necia de Norma, Norma con su sonrisa tonta, sus zapatos Gucci, su perfume Charlie y sus gafas de sol Dior. Norma Russell, con sus elegantes modales y su carácter presumido y sabelotodo no lo sabía todo ni mucho menos.

Aún no. Se enteraría a su debido tiempo.

Ese viernes, Paul salió temprano de su oficina, llegó a su casa y se desplomó en el sofá diciendo que le dolía la cabeza. Sylvia supuso perfectamente cómo debía sentirse él, pero la poca simpatía que en tiempos había experimentado por su esposo se había esfumado por completo.

Cenaron pronto y en cuanto terminaron Paul subió al desván. Sylvia hizo lo mismo al cabo de un rato, abrió la puerta en silencio y observó el interior. Paul dormía profundamente. Sylvia dio un paso atrás, cerró la puerta con llave y echó los cerrojos. Aguzó el oído un momento pero ningún sonido era audible al otro lado de la gruesa puerta de roble. Dio media vuelta y bajó la escalera a fin de prepararse para la reunión.

Todas las mujeres llegaron con escasos minutos de diferencia hacia las ocho, y con el café ya preparado abordaron con gran rapidez las tareas de la noche. Esas tareas eran la próxima fiesta de verano y la participación en ella del Círculo Femenino. La discusión discurrió sin problemas, y así debía ser, ya que todas ellas, con la excepción de Norma, habían colaborado en la organización de una decena de actos similares en el pasado.

Finalmente, todo estuvo resuelto y Sylvia resumió los resultados de la discusión.

—Bien, pues —dijo—, creo que ya está todo. Tú, Pam, y tú, Janet, actuaréis juntas y organizaréis los refrescos y el concurso de cocina. Y vosotras, Jill y Mary, os ocuparéis de la venta de artículos donados. —Tras sonreír a Norma, que le devolvió la sonrisa, Sylvia prosiguió—. Y sólo quedamos Norma y yo para los artículos de fantasía y el puesto de objetos raros. ¿De acuerdo?

Los siguientes cuarenta minutos los pasaron tomando más café y comentando en general los mejores detalles de sus diversas tareas. Se habló mucho de «personas dispuestas», «colaboradores» y «generosos donantes»; algunos apellidos brotaron en todos los labios, y las mujeres manifestaron interminablemente sus esperanzas de que en el día señalado el tiempo se portara bien con ellas. Sylvia empezó a pensar que la reunión no acabaría nunca; nunca hasta entonces le había parecido tan absurda la conversación de sus amigas. Pero, claro estaba, nunca hasta entonces había tenido asuntos tan graves en su cabeza.

Pero por fin llegó la hora, las diez menos cuarto. La reunión se dio por concluida. Todas se levantaron para marcharse, hubo un coro de «buenas noches» y Sylvia cogió por la manga a Norma.

—Ah, Norma… ¿tienes que irte enseguida?

—No, ¿por qué?

La expresión de ansiedad-por-complacer de Norma no engañó ni un segundo a Sylvia. En ese momento Norma era igual que un gato que ha descubierto la leche; no sólo la habían admitido en el comité sino que además la habían elegido para trabajar en estrecho contacto con Sylvia. A partir de entonces tendría una excusa sólida para telefonear o visitar la casa prácticamente a cualquier hora. Sylvia sonrió con la máxima dulzura y naturalidad que le era posible en aquellas circunstancias.

—Estaba pensando si te importaría quedarte un rato más para repasar, más detalladamente, algunas cosas que tú y yo tendremos que buscar…

—Naturalmente. Con mucho gusto. Cuando quieras, Sylvia, basta con que lo digas.

Había cogido su bolso, pero volvió a dejarlo a un lado del sofá.

En cuanto las otras componentes del comité desaparecieron en la noche, Sylvia regresó a la sala de estar.

—Supongo que a Paul le disgusta estar aquí cuando se celebran estas… estas tertulias femeninas, ¿verdad? —dijo Norma mientras Sylvia tomaba asiento.

—Las aborrece, querida mía. Totalmente.

—Y él…, eh…, eh… ¿vuelve tarde?

Ah, pensó Sylvia, obviamente Norma había comunicado a Paul que estaría presente en la reunión…, y era igualmente obvio que Paul le había dicho que estaría en otra parte. Bien, eso era comprensible.

—¿Cómo? —dijo Sylvia—. ¿Qué me has preguntado?

—Paul… ¿suele volver tarde cuando se celebran estas reuniones?

—Oh, sí, normalmente vuelve tarde. Pero no esta noche…

Y con eso, pensó Sylvia, tendrá que seguirme el juego. Y así fue.

—Ah —repuso Norma—. ¿Tiene algo de especial esta noche?

Lo dijo con enorme naturalidad.

—Sí, el pobrecito no ha salido. No puede. No está en condiciones.

Sylvia observó a la otra, y ocultó el placer que experimentó al ver la preocupación que chispeaba en los verdes ojos de Norma.

—¿Está enfermo?

—No, no, sólo un poco destemplado.

—Ah, qué lástima. Debiste telefonear y anular la reunión. ¿No lo habremos molestado con tanto parloteo?

Sylvia meneó la cabeza.

—No, no habrá oído una sola palabra. Está en el desván. En su guarida, como dice él. Tiene una cama allí…, bien lejos de todo. Es el mejor lugar de la casa para él en momentos como éste, cuando no se encuentra bien. En fin… —Movió su libreta de notas hacia ella como para indicar que era hora de ponerse a trabajar. Luego, de pronto, con turbada expresión, soltó el bolígrafo y se tapó la boca con una mano—. ¡Oh, Dios mío!

—¿Qué sucede?

Norma la miró sorprendida. Su preocupación parecía sincera.

—Creo que estoy perdiendo la memoria —dijo Sylvia—. Se me va, te juro que se me va. La memoria. ¡Oh, Dios mío!

—¿Qué pasa?

—Esta tarde me comprometí a llevar algunas cosas a casa de la señora Harrison. Ella no puede salir, por culpa de su pierna, y su hija viene a comer mañana. Esta tarde le hice todas las compras… y aún están aquí, en la cocina. —Miró el reloj—. Las diez en punto. Seguro que ha estado esperándome todo el día. Qué espantoso. —Se recostó como si meditara y añadió—: Sé que no se acuesta hasta muy tarde… Creo que la llamaré y le llevaré las cosas. No tendré oportunidad por la mañana, lo sé…

Mientras acababa de hablar Sylvia estaba abriendo ya su agenda en busca del número de la señora Harrison. Lo marcó y ésta respondió casi al momento. Le complació mucho oír la voz de Sylvia. No, dijo, no se había acostado. Estaba viendo el campeonato de dardos «por la tele»…, y tras una risita agregó que le gustaban mucho los hombres robustos. No queriendo obtener un no por respuesta, Sylvia dijo que iba a salir inmediatamente con su bicicleta para llevarle la compra. Al fin y al cabo, sólo había tres kilómetros de distancia y en Tallowford no había nadie capaz de causar daño.

Sylvia se había puesto el abrigo y estaba cogiendo la cesta cuando fingió recordar que Norma continuaba allí.

—Oh, Norma, querida mía —dijo—. Después de pedirte que te quedaras tengo que salir corriendo. Te pido excusas. ¿Qué estarás pensando de mí?

—Pienso que eres una persona muy amable —dijo Norma, sonriendo tontamente—. Eso pienso.

Y Sylvia, a pesar de que odiaba a la criatura, no pudo menos que pensar: «Cuán cierto».

Se colocó mejor el asa de la cesta en su brazo.

—Mi bicicleta está aquí al lado —dijo—. ¿Querrías ser mi ángel de la guarda y asegurarte de que he apagado el gas y no hay colillas encendidas por ahí?… Ah, y si por casualidad Paul me llama dile que volveré dentro de una hora, tal vez un poco más. ¿Te importaría? —Se dirigió a la puerta—. Sabrás salir sola, ¿no?

Sin apenas oír la respuesta de Norma, Sylvia abrió la puerta y fue hacia la bicicleta. Luego, tras asegurar bien la cesta, montó e inició el pedaleo. La noche era tan brillante cuando aceleró por la solitaria carretera comarcal que prácticamente no le hacía ninguna falta el faro de la bicicleta.

Desde la ventana, Norma contempló el rojo fulgor de la luz trasera de Sylvia hasta que desapareció. Después hizo una rápida comprobación de las espitas de gas y los ceniceros. Todo estaba bien.

Sí, todo estaba bien. Todo iba a la perfección.

En el pasillo permaneció muy quieta y miró la escalera. Luego, al cabo de unos segundos, empezó a subir. No encendió las luces. No podía arriesgarse a que algún lugareño la viera por una ventana.

Él estaba en el desván, había dicho Sylvia. Norma siguió subiendo, pasó por la segunda planta y se dirigió al siguiente tramo de escalera…, más estrecha y con recodos. Al llegar arriba se detuvo y dudó un momento antes de hablar.

—¿Paul?… —dijo en voz baja.

Silencio. Y entonces oyó un ruido. Procedía de la puerta, dos metros a su derecha. Al avanzar hacia ella vio para su horror que estaba cerrada con llave y cerrojos. ¡Sylvia había encerrado a Paul! ¿Cómo había podido hacer eso?

Pero la llave estaba en la cerradura. La hizo girar, y acto seguido descorrió los cerrojos. Luego agarró el puño, abrió la puerta y entró.

—¿Paul?…

Se hallaba de espaldas a la cerrada puerta mientras musitaba el nombre de él a oscuras.

—¿Paul? Paul, ¿estás ahí? Soy yo, Norma. He venido a hacerte una visita sorpresa…

La habitación estaba sumida en sombras. Norma no veía nada. Pero oía algo. ¿La respiración de Paul?

—Paul, ¿eres tú? —Aquel ruido no parecía brotar de Paul—. Sylvia ha dicho que no te encontrabas muy bien esta noche. Vengo a animarte un poco…, ¡si es que puedo!

Rió nerviosamente en la oscuridad. El sonido de aquella respiración era algo más audible, se acercaba.

—Paul —dijo ella—. ¿Estás ahí?… Vamos, hombre… No hagas el tonto…

De pronto la luna, la luna llena, dejó de estar tapada por nubes. De pronto la habitación quedó inundada de luz. Norma vio los barrotes en la ventana, gruesos barrotes metálicos. También reparó en la ausencia total de muebles. Sólo había paja en el suelo. Percibió igualmente el fuerte hedor animal que impregnaba el aire alrededor de ella.

Y en ese momento vio que Paul avanzaba hacia ella.

A la brillante y plateada luz de la luna llena, Paul se lanzó hacia ella y Norma se notó agarrada por una enorme zarpa e impulsada hacia el descomunal hocico y los largos colmillos que sobresalían vorazmente. Oyó el sonido gutural que brotaba de la garganta de Paul.

El sonido que intentó salir de la garganta de Norma, un flojo y suplicante grito de terror, se apagó antes de que ella tuviera oportunidad de chillar.

En casa de la señora Harrison, Sylvia miró su reloj. Eran casi las once. Dejó su taza en la mesa, se levantó y cogió la cesta vacía. Le había encantado estar allí, dijo, pero debía regresar. Tenía que recoger muchas cosas. Además, Paul podía despertar y se sentiría preocupado por ella. Nunca se despertaba, normalmente, aunque podía ponerse muy raro cuando estaba destemplado.

—La culpa será seguramente de la luna llena —dijo la señora Harrison, riéndose tontamente—. ¿Has visto que hay luna llena esta noche? Te aseguro que eso tiene importancia para ciertas personas. Tal vez no lo creas, pero estoy convencida de que afectaba a mi marido. Solía dejarse toda la comida. No probaba bocado.

Sylvia observó por la ventana la enorme y blanca faz de la luna.

—Oh, bueno —repuso con una sonrisita—. No puedo decir que a Paul le pase lo mismo. A él se le abre un apetito voraz.

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