Horror

Horror


La silla

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La silla

DENNIS ETCHISON

No siempre es necesario (ni preciso) ir hasta los límites de la fantasía siniestra para sentir miedo; ciertamente ya se tiene bastante sólo con ir por el llamado mundo real, ése que está ahí, al otro lado de la puerta. Pero la forma más fácil de sentir miedo es pensar en un asesinato múltiple o en un psicópata francotirador, o imaginarse de repente a un veterano de una guerra u otra. Pero resulta mucho más difícil conseguir ese mismo efecto utilizando a una persona normal y corriente… —como tú, por ejemplo—, y estudiar la posibilidad muy real de que nadie, nadie en absoluto, es permanentemente racional. Reflexiona sobre esto: hay cantidad de personas ahí fuera, sonriendo.

Dennis Etchison es el principal autor de fantasía siniestra, y acaba de publicar su primera recopilación de cuentos. Vive en California, y en 1982 fue ganador del British Fantasy Award.

—Marty —dijo ella—. Te necesito.

Él observó sus labios. El aire era opalescente debido al humo de los cigarrillos, y la luz llegaba con dificultad. El aspecto de ella era suave y tenso: unas tenues gotas de sudor le brillaban en la sombra de sus pómulos. Era imposible, por supuesto, y sin embargo…

—¿Christy? —preguntó él, incrédulo.

Quería acercársele y tocarla para estar seguro. Pero, al mismo tiempo, una desconocida fuerza le impelía a levantarse de la silla y salir corriendo: a través de sillas y mesas, incluso de la pista de baile, donde rostros que creía conocer habían sido injertados en cuerpos que le eran desconocidos, cuerpos que ahora giraban frenéticamente al son de una música que él suponía ya perdida en las profundidades de su mente.

—Te he estado buscando toda la noche —dijo ella—. Temía…, tenía miedo de que no vinieses. —Su voz le llegaba apagada por el bullicio, como a través de un túnel de viento—. ¿Podemos ir a cualquier otra parte? Aquí es imposible hablar…

Martin se incorporó, dubitativo, y la siguió. La multitud oscilaba como una ola, y la figura de ella empequeñeció hasta perderse de vista. Él se abrió camino entre un grupo de sillas abandonadas y sus brazos tropezaron con un vaso que había encima de una mesa, desparramando el rojizo líquido. Enderezó el vaso ya vacío y trató de seguir avanzando.

Una mano poderosa le sujetó una muñeca.

—No creerás que vas a largarte tan fácilmente, ¿eh?

Martin elevó la mirada. La ajada copia de un rostro perteneciente a su adolescencia campeaba por encima del suyo. Alrededor de los ojos, unas arrugas grisáceas remarcaban asombro y daban énfasis a unas lentes de contacto de un azul fuera de lo natural.

—Bill Crabbe —dijo el hombre alto.

Martin pestañeó. Era verdad: Crabbe, la estrella del equipo de béisbol escolar… Se estrecharon las manos.

—¿Cómo va, compañero? —Crabbe le bombeó el brazo—. ¡Por todos los demonios, Jerry Marber! ¿Qué ha sido de tu vida en todos estos años?

Martin se dio cuenta de que le había confundido con otra persona.

Pensó en disipar el equívoco del hombre alto, pero en aquel instante la música cesó, y las acaloradas parejas regresaron entre las columnas de madera empujándose hacia sus mesas. Una nube casi tóxica de aromas a laca y colonias flotó hacia él, que elevó su mirada por encima de la multitud, buscando el rostro de Christy.

Se aclaró la garganta.

—Dispensa, Jerry —dijo abruptamente Crabbe—, pero allí está Wayne Fuller. Tengo que saludarle. ¡Por todos los diablos, míralo! ¿A que no ha cambiado nada? ¡Wayne, viejo! ¡Aquí!

Crabbe se adelantó, dirigiéndose al compacto grupo de gente desde el cual la enorme mano del pitcher les estaba saludando.

Martin buscó la salida.

Christy, o alguien que se le parecía mucho, se hallaba apoyada sobre la lacada superficie de la puerta, tratando de encender un cigarrillo. Sus ojos fueron deslumbrados por el resplandor de un globo luminoso.

«Me está esperando —pensó—. A mí, después de tantos años… Debería haberlo pensado. Debería haber mantenido el encanto. Aunque quizás lo he hecho sin darme cuenta… Pronto lo averiguaremos», se dijo a sí mismo.

Las parejas pasaban a su lado con inquieta premura. La sala parecía que iba a inclinarse cuando los cuerpos se acumulaban en uno de sus extremos. Ante la barra, unas seis líneas de espaldas de hombre embutidos en trajes de poliéster y talle indefinido se movían inquietas. Martin inspiró profundamente. Se sentía borracho. Se apoyó en el respaldo de una silla y miró en otra dirección.

—¡Jimmy! —tronó una voz.

Intentó abrirse paso, enredando su cabeza entre las serpentinas que volaban desde el escenario. Un coro de voces parecía formar un muro ante él; rostros grisáceos y melenas con rizos que evidenciaban una permanente se interponían en su camino. Cuando los hubo superado, se dio cuenta de que Christy ya no se hallaba junto a la puerta.

—¡Jimmy Madden! ¡Sabía que eras tú!

El atronador vozarrón del cuello de toro del entrenador del equipo tronó de nuevo. Esta vez fue arrastrado hasta un reservado.

Martin se volvió y se halló ante una camiseta adornada con publicidad: el mismo tipo de anagrama que le recordaba de la época escolar. Escudriñó el rostro que se elevaba ante él y sacudió su cabeza, sonriendo con impaciencia.

¿Cómo se llamaba el entrenador?

Luego se dio cuenta de que, a pesar de todo, aquélla no era la cara del entrenador. Era Warrick. Mark Warrick, el que había sido una figura en la delantera de los Greenworth Buckskins. Había sido el mejor en las finales del campeonato del estado, si no recordaba mal.

—Encantado de verte, Mark —dijo Martin, respirando profundamente—. Pero yo no, no…

Una mujer de sonrisa melosa se separó del grupo y se colgó del brazo de Martin. Su pecho le presionó con firmeza el costado.

—¡Gail! —exclamó Warrick y su prominente mandíbula se quedó abierta, mostrándole una dentadura irregular y húmeda de saliva—. ¿Sigues con Bob? Quiero decir…

—No, desde hace año y medio —anunció Gail, y apretó el antebrazo de Martin, como si se lo estuviera midiendo—. ¿Y cómo estás tú, Joe?

—¿Sabes una cosa, Gail? —dijo el hombre con la camiseta deportiva—. Ahora soy el primer entrenador del GHS. ¿Qué dices a eso? ¡Uau! ¿Estás…, quiero decir si has venido sola?

—¿Aquélla no es tu esposa, Mark? —dijo Gail—. ¿Esa cosita dulce allá en la esquina, esperando que alguien la saque a bailar? ¿Cuál era su nombre?

Martin se percató de cómo le separaba las costillas el armazón metálico de sus sostenes. Gail se volvió de nuevo hacia él, a pocos centímetros, y sus ojos parpadearon sobre la espesa máscara de maquillaje de su rostro.

—Joe Ivy, ¿sabes que mis mejores recuerdos amorosos te pertenecen?

—Sí —dijo Martin, apresuradamente—. No, no lo sabía. No. Ése no soy yo… En realidad no estoy aquí.

Se liberó del abrazo y se alejó, arrugándole el vestido de raso a alguien. La salida parecía como si se hallara al otro extremo de un campo de rugby, como si la contemplase a través de un telescopio invertido.

Se abrió paso a codazos, dejó cubitos de hielo tintineando en vasos de plástico tras él, y emprendió una última carrera hacia la cubierta y la oscura noche de afuera.

Una repentina brisa portuaria acariciándole el cuello le hizo estremecer.

No se detuvo hasta que llegó al otro extremo de la cubierta Promenade. Una vez allí, se apoyó sobre los codos y examinó la imagen de la Windsor Room, con sus ojos de buey enmarcados por rejas recién pintadas.

La puerta de la sala de fiestas permanecía abierta, lanzando un rectángulo de luz amarillenta sobre el suelo que había bajo el mástil principal. A través de la puerta distinguía la pancarta escrita a mano que colgaba en la pared, encima del bar.

BIENVENIDOS A LA REUNIÓN

EX ALUMNOS DE LA ESCUELA SUPERIOR GREENWORTH

CURSO DEL 62

Ella se detuvo ante él, mirándole como antes solía hacer. Detrás de su cabeza, un cálido resplandor atrapó su pelo. Él intentó leer su expresión, pero a contraluz no le fue posible. Estaba buscando la manera más adecuada para empezar de nuevo. Se enderezó, e involuntariamente su cuerpo se aproximó al de ella. El hálito de calor cesó al cerrarse repentinamente la puerta de la sala. Una ola de aplausos creció desde el interior, cuando desde el escenario se hicieron unos brindis; sin embargo, tras la puerta al cerrarse únicamente quedó el ronroneo de un tambor que se unió al murmullo de las oscuras aguas que se agitaban casi imperceptiblemente bajo sus pies.

Quería recuperar tanto tiempo perdido, forzarla a una confrontación tanto tiempo ansiada, lanzar las llamas de su tristeza sobre su cuerpo, por su garganta… y sin embargo dijo:

—Christy…

Ella lanzó su cigarrillo, y el viento desmenuzó la brasa en un estallido de chispas.

—Necesito saber cómo te ha ido —dijo él—. Quiero saberlo todo. O lo que tú quieras contarme. Si es que puedes. Tú sabes que sí puedes, Christy.

Le cogió la mano.

Ella bajó los ojos y encendió otro cigarrillo.

—Estoy contento de que todo os haya salido bien, a ti y a Sherman —mintió él.

Casi se había confundido al ir a pronunciar el nombre. Era la primera vez que lo hacía, incluso la primera vez que se permitía pensarlo en los últimos quince años. Sherman el perdedor, el tipo que nunca tuvo amigos… hasta que apareció Martin y quiso echarle una mano. Al final, Martin había aprendido lo que significa ayudar en exceso…

«Cámbiame los pensamientos, tengo miedo de ir más lejos —le bullían las ideas—. Dime que todo acabó entre vosotros, que nunca hubo nada. Dime que no has cambiado, y que tampoco he cambiado yo. Hazlo. Hazlo ahora, o desaparece por el resto de mi vida».

Pero no habló.

De repente, ella pareció avergonzada, incapaz de mirarle a la cara.

—No sé cómo…

—Empieza por donde quieras.

Él esperó.

Una solitaria embarcación de recreo cruzó la bahía, sus oscilantes lucecitas momentáneamente oscurecidas por el inmenso aparejo de la cubierta donde él y Christy se hallaban.

—Siempre le odiaste, ¿no es cierto? —dijo ella con voz extraña, como si quisiera reafirmarse a través de las palabras, como si la idea le causara algún tipo de satisfacción.

—¿Y eso qué importa?

—Yo creo que sí importa. Por eso he venido.

«¿Ésa es la razón? —pensó él, notando cómo el desconcierto lo dominaba—. Bien, si quiere darme explicaciones se está tomando su tiempo… Como si me importara… Como si algo pudiera tener importancia a estas alturas».

Él nunca había sentido rencor hacia ella. Herido, sí. Y confundido. «Yo me habría casado contigo, ¿lo sabías?». Pero ¿enfadado?

«Yo nunca me lo hubiese permitido, y ahora forma parte de otra vida, que sucedió entonces».

Algo era cierto: ella no podía hablar por él. No pudo entonces y no podía ahora. Él tuvo su oportunidad de dar la cara y no lo hizo. Ahora ya era demasiado tarde.

—Olvídalo —dijo él—. Son cosas que pasan. Incluso entre amigos. Especialmente entre los mejores amigos.

Ella elevó sus ojos, y éstos relucieron; fuegos artificiales en el centro.

—Siempre fuiste lamentablemente olvidadizo. Hazme un favor, Marty: ¡deja ya de ser tan comprensivo! Tú sabes que le odias. ¡Admítelo!

«¿Se estaba aprovechando de él? No podía creerlo. ¿Cuál podía ser la razón?».

—Christy, quise decir lo que he dicho. Necesito saber que estás bien, que eres feliz. Eso es todo. Si no lo crees, es que nunca llegaste a conocerme de verdad.

—Pero yo te conozco. Ahí está el motivo, Marty. Te conozco y por eso te necesito ahora.

Su voz se suavizó y los años se esfumaron como flores silvestres en el campo. Él la recordó o se la imaginó… —no estaba seguro— extendida sobre su regazo, abrazada a su pecho. Tantas noches…

—Marty.

Entonces, inesperadamente, el tono de su voz, otra vez endurecido, le trasladó al presente. En su modo de hablarle había algo de emoción sorprendentemente nítida.

Empezó a dudar de sí mismo. ¿Había sido suya la culpa, entonces? ¿Había habido algún incidente que él se había obligado a olvidar en todo ese tiempo, y que fue la causa de que ella se lanzara a los brazos de Sherman? ¿Había olvidado en cierto modo lo ocurrido aquella noche? ¿Era eso posible?

Marty. Sólo ella le había llamado así, y quizá nunca más nadie lo haría, independientemente de cuántos años tuviese él por delante.

Ella movió su cuerpo hasta que ambos estuvieron lo bastante cerca como para tocarse. Pero aún no se tocaron. Él se percató de la ardiente radiación que desprendía el cuerpo de ella, haciendo vibrar la tela de su vestido. Su aroma le quemó el olfato. Se esforzó en inspirar hondo.

—Marty —dijo ella, y un fino mechón de pelo, invisible como tela de araña, le acarició la mejilla—, ¿tengo que suplicártelo? ¡Te necesito!

Ella le había dicho que estaba a unos cinco minutos. Si fueron más o fueron menos es algo que él no notó.

Detrás de ellos, las chimeneas del Queen Mary, pintadas de rojo y negro, se elevaban cual torres truncadas de una central nuclear, dando al reconvertido navío una sensación de movilidad, como si el barco hubiese sido amarrado allí temporalmente y ahora estuviese levando anclas para, abandonando el amarre de la vieja estación naval, introducirse suavemente en la niebla, a lo largo de la franja costera.

Ella le miró una vez cuando pasaban cerca de una refinería, pero no le vio. El penacho de una llamarada interminable hendía el cielo; el gas natural brotaba a través de las tuberías desde el centro de la Tierra… Ella miraba a través de él: una pantalla de rayos X, situada donde ella había querido, mostraba la translúcida imagen de sus carnes y de sus huesos.

Un letrero con las palabras APARTAMENTOS DE LUJO apareció en su campo visual.

Pasaron ante el edificio y ella enderezó el volante, dirigiendo el vehículo hacia un callejón sin salida que había en la parte trasera del bloque de apartamentos. Aparcó bajo unas tuberías de servicios, dentro de las cuales gorgoteaba el agua.

Era uno de esos bloques de casas que mueren junto al océano, donde las premuras parecen perder todo su sentido, ya que no queda a dónde dirigirse una vez se ha alcanzado el fin del continente.

Las luces del coche se desvanecieron y la niebla dejó de caracolear. Una corona espesa rodeaba una farola de la calle como si se tratara de un halo lunar. El jadeo del motor fue sustituido por la respiración de una marea invisible.

Ella se reclinó en él. En contra de su voluntad, los dedos de Martin se curvaron para acogerla.

—Espera —dijo ella—. Ya casi hemos llegado. ¡Dios mío, no sabes cuánto he estado esperando este momento!

Ella cogió su bolso, que estaba en el asiento trasero, retiró las llaves y salió del coche.

Sus pasos resonaron en el pavimento. El paso de un triciclo iluminó fugazmente un patio sumido en la penumbra. En algún lugar, las voces de un televisor eran suavizadas por las centelleantes sombras azules de las ventanas. Desde un oculto rincón, un gato gimió con la voz de una criatura. Subieron los escalones hasta un segundo piso. La corroída puerta del corredor crujió con un chirrido similar al de una uña sobre la pizarra. Un candado sin fin relució bajo la sacudida de las llaves de ella.

—Por aquí. No hacen falta las luces.

Ella le condujo en la oscuridad, y un blando cojín chocó con el dorso de sus piernas.

La habitación tomaba forma en la oscuridad. Gradualmente, perfiles del mobiliario iban apareciendo ante él, pero se disolvían cuando trataba de fijar la vista en ellos. A través del vano de la puerta, en las profundidades de otra habitación, relucía el frío resplandor de una llama de gas enmarcada por unos apliques de ignotos perfiles.

Los segundos iban pasando.

Haces de luz empezaban a serpentear en el exterior del patio, de modo que los confusos planos que formaban las raídas persianas sugerían la aparición de barras sobre sus manos.

Le llegó el olor de un perfume antiguo, y luego ella se fue deslizando a su lado sobre el mullido asiento. Podía oír el susurro de sus medias, de su cuerpo al rozar con el vestido…

—Christy…

Ella le cerró los labios con dedos fríos, y entonces vio el resplandor de sus ojos mirando más allá de él.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡Chist!

Siguió la mirada de ella a través de la habitación.

Un débil hilo de luz apareció por debajo de la puerta.

¿Había alguien más en la casa?

No podía ser él. Ella no habría…

¿Un niño, entonces? ¿Por qué no?

Era normal que hubiesen tenido un niño. Simplemente, natural. ¿Cómo no lo había previsto?

Aun así, la idea le cogió por sorpresa; incluso le enervó. ¿Cuántos años debía tener?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo después de que ella le dejase…?

Pero no. Se negó a aceptar aquella posibilidad.

La tocó con torpeza, momentáneamente inseguro.

Ella movió su cabeza de un lado a otro, y sus labios rozaron los de él: eran tan fríos y secos como flores del desierto.

—No —dijo ella, con voz ronca—. Luego. Te lo prometo… Pero antes hay algo que debes hacer.

—Aguarda —dijo él, tomando conciencia de dónde estaba y de lo que estaba haciendo—. No me has entendido… Yo no vine aquí para…

—¿Seguro que no?

Ella le miró con los ojos entornados.

¿Se estaba burlando? Sí, decidió: se burlaba de él.

Ella se incorporó, e hizo que él se levantase. A pesar suyo, su cuerpo siguió al de ella.

Un recuerdo de la figura de ella cruzó la habitación.

Se escuchó un ruido.

Ella se hallaba de pie al final del corredor, frente a la puerta cerrada.

Pudo ver cómo una sombra incidía en el hilo de luz.

Algo se movió. Algo muy pesado.

Siguió un sonido de llaves, y luego la puerta se abrió.

Martin quedó cegado momentáneamente por un chorro de luz. Cuando sus ojos lograron ver de nuevo, ante él se hallaba la figura de un hombre.

—Cariño —dijo ella—, yo… He traído a alguien a casa para ti.

La figura permanecía tan quieta que por un momento Martin pensó que se trataba de un maniquí. Por fin detectó movimiento en sus ojos: dos puntos diminutos asomaron en sus profundas cuencas. Luego los hombros se hundieron cansadamente, la pesada mole se apartó a un lado y las ralas púas del pelo sin curvas brillaron bajo el resplandor de unas bombillas de alta intensidad que se hallaban en cada rincón de la pequeña pieza.

Ella declamó, y su tono de voz volvió a ser como el gemido de una cuerda de violín.

—¿Te acuerdas de Jack, no?

Los ojos de ella se trasladaron con nerviosismo hacia los dos hombres. Los iris se habían cerrado sobre los fuegos artificiales. Sin poder evitarlo, él contempló las pequeñas arrugas que rodeaban sus párpados, impresas allí como si durante años hubiese entornado los ojos bajo un sol implacable. Las pupilas se habían desteñido como una fotografía descolorida.

—¿No es así, Sherman? —dijo ella.

Martin la miró fijamente.

¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Qué clase de locura era aquélla?

El hombre se alisó los cabellos, frotó sus blandas manos sobre su cara pálida, y se enderezó.

Martin no tenía escapatoria. Había empezado a moverse hacia el umbral.

Notaba el aire viciado de la habitación como si un incienso dulzón uniese su olor al de ropas viejas en una atmósfera cerrada, donde el aire circulaba una y otra vez, recalentado por el ardor de tantas bombillas. Entonces el hombre hizo un esfuerzo para desplazar su pesado cuerpo. Martin enmudeció, sacudido por la sorpresa.

Recordaba a Sherman varios centímetros más alto, de su misma estatura… De hecho, exactamente la misma. Pero parecía como si su esqueleto se hubiese comprimido con el tiempo, la columna se había encogido. La postura cayendo sobre sí misma a fin de soportar aquellas combadas carnes.

Martin trató de creer lo que sus ojos veían.

En los últimos tiempos se había estado preguntando qué apariencia se suponía que debía tener un hombre de su edad. Como punto de referencia solía tomar algunos de los individuos que se cruzaban con él por las calles. Pero nunca estaba seguro.

Ahora sí lo estaba.

Un estremecimiento le corrió la columna hasta la base del cráneo.

Y entonces, de repente, algo que le había parecido tan importante, le abandonó como un soplo, como un cambio de marea. Una gran molestia tomó forma y se desvaneció en un espasmo fugaz. Los ojos le escocían.

Echó una ojeada a sus espaldas y vio que Christy ya no estaba allí.

—Jack —dijo Sherman con suavidad.

Era Sherman, en efecto.

—Jack Martin… Tenemos mucho de que hablar. Debemos hacerlo. Toma asiento, ¿quieres, Jack?

«¡El muy hijo de perra! —pensó Martin—. El desgraciado, maldito, malnacido, lamentable hijo de perra… Tantos años con ella, los años que se suponía debían ser míos, y mira, mira de qué le han servido…».

Y, con aquellos pensamientos, todo el odio acumulado partió hacia… alguna parte. A cualquier lugar. Retrocediendo entre la blanca luminosidad, yéndose y desapareciendo. Al mismo tiempo se sintió muy viejo, como cualquiera que es víctima de circunstancias imprevistas. Como todos los que estaban en la fiesta, todo el resto de sus condiscípulos. Ya no podían serle desconocidos por más tiempo. Ni siquiera aquel hombre. Aquel antiguo amigo. Era así. ¿O no?

Lo era. Y no podía hacer nada al respecto.

Tomó asiento.

—Supongo que ya te enteraste… Que yo y Chris nos habíamos casado…

—Sí —dijo Martin.

Sherman se dejó caer cautelosamente sobre una silla de respaldo alto.

Martin pudo ver que la habitación se hallaba casi desnuda, sin ninguna concesión a la comodidad. Todo lo que aparecía ante sus ojos había sido pintado en blancos y negros. Había una colección de pasquines con el «Se busca» del FBI, colgados de las paredes, sin enmarcar. Reconoció el rostro de un secuestrador y el de un famoso líder negro radical. Otro más, un hombre joven con mandíbula prominente y lentes, y expresión de desafío en su rostro, le miraba fijamente. En algún lugar, un sencillo reloj eléctrico recorría un círculo sin fin.

—Y bien, ¿qué me cuentas, Jack?

«Ahórramelo —pensó—.

Ahórranoslo a ambos. ¿Qué conseguiremos llevando adelante esta conversación?».

—No me puedo quejar. —Martin trató de eludir con premura las inevitables historias personales—. Dime, ¿a qué tantas luces? —Era una pregunta bastante razonable, aunque en realidad le tenía sin cuidado—. No me digas que a tu edad le tienes miedo a la oscuridad.

Era una media broma, pero la parte graciosa no causó efecto.

Sherman le observó con detenimiento, jugando con un llavero de considerable tamaño. Tras él, en un estante, dos soldaditos de infantería en miniatura, pertenecientes a algún ejército histórico, acumulaban polvo, eternamente condenados a recordar alguna batalla olvidada hacía años.

—Sí, bueno… Digamos que tuve mi ración de oscuridad en el ejército, ya sabes a qué me refiero.

En algún remoto momento de sus años pasados, Martin tenía el recuerdo de haber permitido que cierta información sobre Sherman se introdujera en su conciencia: la de que él había servido en algún cuerpo del ejército. Reenganchados, creía que los llamaban.

—¿Infantería de marina? —preguntó.

—Cuerpo de ingenieros. Me destinaron para realizar unos trabajos de campo en Nuevo México… ¿Sabes lo que es un espeleólogo, Jack? —preguntó con un tono de orgullo en su voz.

—Creo que sí. —Martin forzó su mente—. ¿Te refieres a que hacíais mapas de cuevas y cosas así?

Sherman asintió con la cabeza.

—El sitio era conocido como Carlsbad, donde el diablo tira todos sus desechos…

—Ah. —Eso lo aclaraba, pues; en cierto modo—. Y, desde entonces, ¿qué has estado haciendo? —preguntó.

—Bueno, tenía que pensar en Chris, por supuesto. —«Por supuesto»—. Necesitaba algo, ya sabes, algo que tuviese más futuro.

—Claro.

«¿Y qué puede hacer un ex espeleólogo?», barruntó Martin. Parecía absurdo, pero ¿por qué no? A fin de cuentas, le era imposible pensar en una ocupación para él. Ni siquiera podía imaginar a alguien que se ganara la vida arrastrándose por las cuevas con una lámpara y una libreta.

«Los hay para todo», pensó.

Y, por otro lado, ¿había algo más ridículo que la forma en que habían tenido que volver a coincidir?

«Sí —pensó—, hay tipos para todo. Cualquier forma es válida para cumplimentar eso que la gente llama vida. ¿Quién soy yo para juzgar?».

—Así que me apunté a un cursillo sobre legislación —estaba diciendo Sherman.

«¿Y qué? —pensó Martin—. Aunque ¿por qué no? Para quienes les guste ese tipo de cosas, bueno, tengo que reconocer que es el tipo de cosas que les gustará hacer. ¿No?».

—Después de graduarme en la A & M de Texas, un camarada me consiguió un sitio en el Departamento de Correctivos. Yo lo tenía todo planeado. Iba a tratar de abrirme camino dentro del sistema… Hay que empezar de carcelero, no importa cuál sea tu especialidad. Y fui destinado aquí. Para empezar era un lugar tan bueno como otro cualquiera.

—¿Beats Terminal Island, eh?

No sabía qué más podía decir.

—Sí. Es lo que yo pensé…, hasta que esos bastardos me atraparon.

Martin hizo un gesto de interrogación.

Sherman se acomodó en su silla. Los ojos parecían crecer.

—Tomaron trece rehenes.

—¿Eso hicieron?

—Sí. Cuando todo hubo concluido, sólo dos seguíamos con vida.

Martin meneó la cabeza.

—Lo siento —fue todo cuanto se le ocurrió decir—. No tenía ni idea.

Y seguía sin entenderlo. Algún tipo de motín carcelario. ¿De qué estaba hablando Sherman? Había habido uno en Attica, y otros. Algunos más. Le era imposible recordar el nombre de las instituciones. Y tampoco se atrevía a preguntar.

—¿Sabes lo que hicieron esos bastardos?

Martin elevó ambas manos.

—No, no lo sé, pero…

—Nos hicieron cosas. —Sherman temblaba de rabia—. Cosas que no deberían hacérsele a ningún hombre.

No estaba hablando de aquello: lo estaba reviviendo.

Martin se preguntó si alguna vez podría olvidarlo. Pero la respuesta era obvia. Estaba escrita allí, en el contraído rostro del hombre.

Martin quería ayudarle, pero alguna desconocida razón se lo impedía. Y, por otro lado, se preguntaba qué podía hacer él…

—Jack, ya no soy el hombre que fui. No soy el mismo que se casó con ella. Sencillamente, ya no soy el mismo. ¿Entiendes?

Martin asintió, turbado.

—Desearía regresar y coger a cada uno de ellos. Con mis propias manos. El gobierno juró que lo haría por mí. Pero no supieron hacer bien su trabajo.

Martin se retorció. La maciza silla donde se hallaba sentado empezaba a ceder. Se notaba que no había sido diseñada para un uso muy prolongado.

—Desde entonces, las cosas han cambiado —estaba diciendo Sherman.

Martin empezaba a sentir dolor de cabeza. La pequeña y austera habitación, con toda aquella iluminación, se hacía agobiante. Estaba deseando que Christy regresara pronto y le rescatase de aquella situación. Él ya había cumplido con lo que ella le pidiera. Se había enfrentado a Sherman, o había permitido que él lo hiciese, por algo que valiera la pena.

—Y voy a conseguirlo ahora, Jack. Vamos a tener una nueva revolución en este país. Y empezará justo aquí.

—Déjalo ya, hombre —dijo Martin con suavidad; tenía la garganta seca, y le resultaba difícil tragar saliva—. La vida es demasiado corta.

—Sí. —Sherman elevó su pálida mano para señalar una estantería llena de libros, próximos a los soldaditos de plomo—. Para eso he estado preparándome.

Martin modificó su postura en la silla, ansiando tener un motivo por el cual eludir la tortura de aquel asiento. Frunció el ceño. Los títulos de los volúmenes más próximos a él se hicieron legibles: Crimen y castigo en América. Nuevo manual de la horca. Historia de la guillotina. Ejecuciones en los Estados Unidos.

—Dentro de unos pocos años habrán salido de la cárcel —dijo Sherman—. A no ser que ya estén a punto. Sé que me encontrarán. Siempre lo hacen. Pero esta vez, cuando vengan a por mí, estaré esperándoles.

La bombilla más cercana zumbó con la corriente, electrificando la atmósfera.

Martin empezaba a percatarse de un sentimiento que le había estado inquietando toda la noche. Algo parecido a esa sensación que se siente cuando uno toma conciencia de que algo está saliendo absolutamente mal y, sin embargo, no sabe de qué se trata a ciencia cierta. Estaba allí, no sólo en su interior, sino también en todo cuanto le rodeaba, cosquilleándole en las piernas, como agujas y alfileres. El hecho de que no lograra nombrarlo no le restaba autenticidad. No podía seguir ignorándolo por más tiempo.

Contempló al otro hombre como si fuera la primera vez.

Martin flexionó sus piernas y empezó a levantarse de la silla.

Aquel hombre pálido estaba de pie, y de una rápida zancada se había situado ante Martin.

Alcanzó la silla.

Martin miró hacia abajo.

Un aro metálico brotaba bajo el brazo de la silla y le rodeaba la muñeca, sujetándole. Primero una muñeca y luego la otra. Se quedó mirándola. Tenía la sensación de que todo aquello le estaba ocurriendo a otra persona.

Sherman osciló sobre él, con la respiración sibilante, y la luz filtrándose a través de las púas del cabello. Se curvó sobre sí mismo, tratando de inclinarse, y Martin oyó el chasquido metálico de otro aro: otro que le sujetaba los tobillos.

—¿Qué…? —empezó a decir.

—¿Quieres saber de qué se trata, Jack? Mira ahí.

El rostro del individuo con la mandíbula prominente se destacaba entre los otros pasquines: las gruesas gafas, el aire de desafío, el corte de pelo años cincuenta…

—Ése es el mismísimo Bantam el Pelirrojo. Uno de los peores cabrones que jamás hayan existido. Se cargó a once antes de que lo cazaran. Pero al final se lo cepillaron. El 25 de junio de 1959, en el sótano de la penitenciaria del estado en Nebraska. Lo pintaron de blanco, para él solo. Charlie Starkweather. ¿Habías oído ese nombre?

Martin escuchaba la inexpresiva voz de Sherman, mientras el pulso le batía en los oídos.

—Y ésta es la que utilizaron. Para mi suerte, me lo dijeron cuando la estaban retirando. La empacaron, pieza a pieza, para mí.

Sherman palmeó con orgullo el alto respaldo.

—Charlie Starkweather. Su silla. La misma, por Dios. Y ahora es mía.

Martin se sentía atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar.

—¿Por qué?

La cara de Sherman se contrajo en una sonrisa torturada.

—Dos mil doscientos voltios. Por eso. Tuve que acondicionar esta habitación especialmente. Aun así, si no apagara estas luces saltarían todos los plomos del edificio.

Sacudió la cabeza con satisfacción.

—He leído todo lo que hay que saber sobre su funcionamiento. Al principio el cuerpo enrojece, luego se vuelve negro… si le dejas el tiempo suficiente. El cerebro se cuece como un huevo duro y la sangre se quema hasta quedar convertida en carbón. Nunca falla. Nunca ha fallado, y la utilizaron doce veces. Rápida y limpia. Hace bien su trabajo… Devuelve con creces lo que costó. Todo en menos de sesenta segundos…

Como si de un gesto casual se tratase, Sherman apagó la primera bombilla.

—Pero ¿por qué? —inquirió Martin—. ¿Por qué estás haciendo esto?

Sherman apagó la siguiente.

—¿Y quién sabe por qué las cosas acaban de la forma en que lo hacen, Jack? Si nunca te hubiese conocido, si nunca hubiese conocido a Chris… De no haber ido nunca a trabajar donde tuve que ir… Muchos síes. Si no la hubieses tratado como lo hiciste…

Apagó una lámpara más.

—Si no hubieras permitido que me casara con ella…

Clic.

Martin se retorció entre las ataduras. Las argollas le hirieron sus muñecas.

Clic.

—Podemos decir que ésos son los complementos misteriosos, supongo. Pero una cosa sí sé: voy a empezar a vivir en mi propia casa de justicia. Y eso es un hecho.

Clic.

Una creciente oscuridad le rodeó mientras Sherman hablaba desde el otro extremo de la habitación. Martin estaba casi ciego, las huellas de las bombillas seguían en el fondo de sus ojos… Arqueó el cuerpo y empujó con la cabeza en el respaldo. Pero los aros le mantenían sujeto.

Sherman dudó ante la última bombilla. La sombra de su figura se extendía sobre el suelo.

Luego se acercó a una caja de fusibles que había cerca de la puerta.

El corazón de Martin estaba a punto de salírsele del pecho.

Sherman elevó su mano. Se relajó, apoyándose en la blanca pared, y sus ojos centellearon en la oscuridad.

—De todos modos, te habrás hecho una idea. Así es como sucederá… cuando suceda.

Y jadeó. Todo su cuerpo fue sacudido por una risa compulsiva.

—¿Ves qué fácil es? No importa a qué hora del día o de la noche vengan a por mí. No tendré que preocuparme de nada.

Se aproximó penosamente hacia Martin y… con un gesto de sus dedos liberó sus brazos. Luego se arrodilló ante la silla, le soltó los aros de las piernas, y elevó hacia él su pálido rostro.

—Bien —preguntó—, ¿qué piensas de mi pequeña demostración?

Lenta, muy lentamente, Martin se incorporó. Aunque sus piernas se negaban a sostenerle, se encaminó hacia la salida. No dijo nada. No había nada que decir.

Una a una, Sherman fue encendiendo las luces. Las bombillas revivieron con un débil zumbido.

Martin introdujo un pie oscilante en el umbral, en la oscuridad que aguardaba en el pasillo.

Sherman se dejó caer pesadamente en la enorme silla. Era más grande de lo que Martin hubiese creído, y estaba hecha de piezas pesadas, ensambladas entre sí de una manera grotesca, con inhumano diseño. Su volumen, los filos y los ángulos sin pulir, le daban la apariencia de un trono malévolo.

Sherman descansaba sosegadamente en ella, como si su cuerpo hubiese adquirido la forma de los rígidos contornos, de los ásperos ángulos mediante años de práctica. Como si formara parte de ella.

—De todos modos —dijo—, encantado de haberte visto, Jack.

Su voz se desvanecía, difuminándose allá en la habitación.

—Pásate por aquí otro día. Cuando quieras. Trae algún amigo. Últimamente no salgo mucho. Dentro, fuera. ¿Cuál es la diferencia? Todo es igual.

Suspiró. Su voz, desprovista de modulación, era casi inaudible.

—Debían haber acabado conmigo cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo —añadió.

En la pared, junto al marco de la puerta, había el cuadro de mandos. La tapa estaba abierta. Dentro, un conmutador estaba dispuesto para ser manipulado. Martin calculó la distancia que lo separaba de su mano.

«Quizá le haría un favor —pensó—. Quizás haría un favor a todos nosotros. Pero no puedo saberlo hasta que lo vea. Por un instante he tenido el pensamiento de que podría perdonarlo, que así todo se arreglaría. Pero eso es pedir demasiado. ¿Cómo se puede perdonar lo imperdonable? Debe ser juzgado por alguien más capacitado que yo».

Hubo un movimiento a sus espaldas.

—Tú puedes hacerlo.

Las palabras habían sido derramadas en su oído por una voz al menos tan vacía e impersonal como la de Sherman.

—¡Sabes que puedes! —siseó ella—. Siempre le has odiado. ¡Admítelo! Hazlo y te liberarás. Nos liberarás a los dos. Ya lo verás. Hazlo…

El tono de su voz era seductor, excesivamente razonable. Pero su sonido era cruel. Las palabras casi eran amables.

Martin la miró a los ojos.

El rostro de ella se encontraba tan sólo a dos dedos del de Martin. Lo vislumbraba allí, medio en la oscuridad y medio bañado por la luz artificial. La excitación que la dominaba le confería una fragancia irreal. Su respiración era ardiente, pasional. El pulso le batía en la gruesa vena que sobresalía de su cuello.

Aquella cara, decidió, ya no le era familiar.

—Yo… no puedo hacerlo. No soy lo bastante fuerte. Pero tú…, ¡tú puedes hacerlo! Sabes que puedes. Entonces…

Martin pasó ante ella dando tumbos y se zambulló en la oscuridad.

Cuando Martin salió del taxi, una rampa parapetada le indicaba el camino hacia la cubierta de popa del Queen Mary Hilton, e hileras de camarotes igual que un túnel le guiaron de vuelta a las entrañas de un monstruo dormido.

A pesar de la hora, el parking estaba repleto con varios cientos de coches, repartidos en hileras irregulares bajo las luces de seguridad. Seguramente algunos de los vehículos debían de pertenecer a los miembros de su curso que seguían en la fiesta.

Ascendió por la rampa y se dirigió hacia la escalera mecánica.

La Windsor Room estaba desierta, las serpentinas y los adornos de la fiesta oscilaban mortecinamente al impulso del invisible aire acondicionado. El salón de entrada seguía decorado con las indicaciones enmarcadas en unas herraduras de papel blanco y las flechas que indicaban la dirección a seguir. En la mesa de registro marcada con «J a N», un montoncito de insignias que no habían sido reclamadas acumulaban polvo entre lápices y alfileres.

Los reflejos que lanzaban las aguas de la bahía incidían en el techo de la sala, creando la irreal sensación de que todo el buque se hallaba sumergido bajo las aguas del puerto. Al fondo de uno de los corredores laterales, un pulidor de suelos vibraba ruidosamente sobre el silencio de la noche; el sonido parecía que viniese desde varias direcciones al mismo tiempo.

Martin cruzó la sala en dirección a la cubierta Promenade, pero allí tampoco había nadie a la vista.

Giró sobre sus pasos y abandonó aquella zona.

Buscó a través de largos pasillos de camarotes con todas sus puertas cerradas, de las cuales no salía ningún sonido. De vez en cuando una bandeja de servicio abandonada en el suelo le obstaculizaba el paso, semillena con los residuos de una cena fría o de un par de botellas de champaña. Se quedó dudando ante una puerta, de cuyo pomo exterior colgaba un NO MOLESTAR. Dentro no se denotaba ningún movimiento ni iluminación, sólo la débil vibración de unos ronquidos.

Siguió caminando.

A medida que se iba acercando al salón del extremo del barco, empezó a oír el cacofónico sonido de una música «disco», acompañado por un tumulto de voces roncas y de vasos chocando en brindis alocados.

Al dar la vuelta al último recodo, se detuvo a observar. En el salón, hombres con trajes antiarrugas y mujeres con rígidos vestidos y calzadas con incómodos zapatos echaban el último trago bajo la paciente mirada de media docena de camareros fatigados.

Avanzó hasta la alfombrada entrada.

—Lo siento, señor —dijo una mujer joven—, pero ya hemos dado el último aviso. La cafetería sigue abierta si usted desea…

—¡Eh, Macklin!

—Ésta sí que es buena —dijo Martin—. No se preocupe, estoy buscando a una persona.

—¡Jim Macklin!

Un hombre con la corbata desabrochada volcó su vaso de encima de una mesa cercana a la ventana.

—Dispense —dijo Martin a la azafata—, creo que ya he visto a la persona que andaba buscando.

Avanzó esquivando las sillas. Cuando se estaba aproximando a la ventana, una mano emergió de una mesa próxima y le asió de la muñeca.

—¿Adónde vas, Jerry? —Era Crabbe, la estrella de béisbol—. Toma un trago y acércate una silla.

—Gracias, pero…

—Bill, creo que has tomado una copa de más —dijo una mujer con un peinado que parecía una colmena—. Éste es Dave McClay, le reconocería en cualquier parte…

El hombre de la ventana se les acercó.

—¿Tú no eres Jim Macklin? Habría jurado que…

—Pero ¿de qué estás hablando? —intervino un hombre con el cabello lacio—. Puedo reconocer a mi viejo amigo Marston en cualquier lugar. Recuerdo cómo salíamos con el coche por las noches, más allá del cementerio donde…

—Hola —dijo Martin—. No quisiera interrumpir vuestra fiesta.

Se acercó una azafata llevando una factura en la bandeja.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó Crabbe.

—Lo siento muchachos, el bar está cerrado.

—¡Buuu!

—¿Qué hora es? No puede ser tan…

—Vamos a mi habitación —dijo el hombre de la mesa junto a la ventana—. Tengo una suite para todo el fin de semana. Tuve que venir volando de un tirón desde Salt Lake City…

—Muchacho, se te habrán cansado los brazos —dijo la mujer con el peinado de colmena.

Todos rieron la ocurrencia.

Cuando ya salían, Martin se dirigió al jugador de béisbol.

—¿Te acuerdas de un tipo de nuestra clase que se llamaba Sherman?

—Sherman —dijo Crabbe, bajando con dificultad los escalones de la salida del bar—. ¡Ah, sí! Todos en el equipo odiábamos su fanfarronería. ¿Está aquí esta noche?

—No exactamente —dijo Martin.

Habían llegado al ascensor.

—Vamos a hacer una fiesta, pero de verdad —dijo una de las mujeres, tratando de presionar el botón de llamada sin conseguirlo.

—El viejo Sherman —decía Crabbe pensativamente—. Cielos, a la única fiesta que se le invitó una vez fue a la de los Inocentes. ¡Vaya tipo! —dijo, meneando la cabeza.

—¿Dónde? —dijo la mujer.

—No pudo venir esta noche —aclaró Martin.

Las puertas del ascensor se abrieron y los otros se comprimieron tratando de buscar un sitio.

Martin sujetó el brazo de Crabbe y lo retuvo junto a él.

—Quería venir —dijo Martin—, pero tiene muchos problemas. En casa, ¿sabes? Yo estaba pensando… Quizá tú pudieras hacerle un favor. Digamos que sería un bello gesto echarle una mano.

—Ese reptil. —Crabbe escupió en el suelo—. Siempre quise patear el culo de ese hijo de perra.

—Créeme —dijo Martin—, sé lo que quieres decir.

Las puertas del ascensor se cerraron.

—¿Y vosotros? —preguntó la mujer borracha—. ¿Vais a venir o no?

—Iremos luego —dijo Martin—, para celebrarlo.

—No empecéis sin mí —gritó Crabbe.

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