Horror

Horror


Petey

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—Oh, sí, puede oírle perfectamente. Pero pensamos que debe de haberle pasado algo en las cuerdas vocales, ¿sabe? Tal parece que no puede hablar. —Sonrió—. Entre usted y yo, ese detalle no me apena mucho. Quiero decir que tantos chillidos me ponían nervioso. Siempre chillaba a la hora de comer… ¡Bueno, cualquiera pensaría que yo no le daba de comer nunca!

—No es justo. Francamente, no es justo. —Ellie señaló el dormitorio—. Fíjate. Exactamente la clase de cama que Milt y yo hemos estado buscando por todo Nueva York.

—Apostaría a que además es bronce auténtico —dijo Doris—. ¡Eh, Frannie! —gritó por encima del hombro—. ¿Crees que el armazón de esa cama es bronce auténtico?

Frances salió del cuarto de aseo, seguida por Irene Crystal.

—Me temo que sí —dijo—. Dios, estoy totalmente verde de envidia. Y ese edredón… ¿Habíais visto algo parecido? ¡Deben de ser años de trabajo! ¿No es encantador?

—Oh, sí —dijo Doris—. Es bellísimo.

Pasó la mano por uno de los relucientes pilares.

—Esto es criminal, eso pienso yo —dijo Ellie—. Me paso la vida entera soñando en una casa en el campo, con invernadero, despensa, una cocina espaciosa que te permita moverte…

—Y una biblioteca de verdad —intervino Doris.

—Exacto, una biblioteca de verdad, como las que salen en esas películas de Joan Fontaine, ¿recordáis? Con cómodos sillones y mesitas al lado para sentarse y tomar un jerez mientras lees… ¿Y quién ha conseguido todo esto? Los Kurtz. Repito, francamente criminal. ¿Alguien ha visto a uno de los dos abriendo un libro?

—Oh, a George le gusta leer —dijo Frances—. Lo sé.

—¿Cómo?

Frances sonrió con picardía.

—¡Hay un montón de revistas deportivas en el cuarto de baño!

—¿Y qué me dices de ese cuarto de los niños? —dijo Doris.

Disfrutaba provocando a Ellie.

—Sí, ¿te imaginas? Un cuarto especial, y ni siquiera tienen hijos. ¡Estoy tan enfadada que podría chillar!

—Oh, vamos, El —dijo Frances—, no te excites tanto. Tus dos hijos ya no son unos bebés exactamente. ¡El mayor ya está en la universidad, por el amor de Dios!

—De todas formas, no puedo dejar de pensar qué agradable habría sido esta casa cuando Milt y yo empezamos. Maldita sea, volver a Long Island va a ser un chasco.

—Y que lo digas —intervino Irene—. Y el trayecto de vuelta tampoco será muy divertido. Jack ha estado gruñendo toda la noche por eso. Calculamos que, saliendo de aquí a las once…, porque, claro, tendremos que estar hasta esa hora, como mínimo. Saliendo de aquí a las once llegaremos a casa más tarde de la una.

—Bien, mi marido ha tenido una brillante idea —dijo Frances. Se sentó en la cama—. Echó un vistazo al cuarto de huéspedes, el que está al final del pasillo, ése que tiene muchos juguetes antiguos, y decidió pasar la noche aquí. Dice que si nos demoramos mucho, ellos tendrán que rogarnos que pasemos la noche aquí.

—¡Eh, miserables intrigantes, vosotras! —Todas volvieron la cabeza con acusadora sorpresa, pero sólo era Mike Carlinsky que lucía estatura y corpulencia en el umbral, con su novia del brazo—. Lo he oído todo. Podéis tramar cuanto queráis para pasar la noche aquí, pero os advierto, Gail y yo hemos reclamado esta habitación.

Entró, y las amplias tablas del suelo crujieron bajo su peso.

—Lo siento, Mike, me temo que no tienes suerte —dijo Frances—. Estamos en la habitación del señor, ¿no lo ves? Dos tocadores, dos espejos, y mesillas haciendo juego.

Carlinsky sonrió.

—Pero sólo una cama, ¿eh? —Los muelles crujieron cuando se sentó pesadamente en ella—. Espacio para dos, lo admito, pero de todas maneras… no creo que el viejo George sea capaz de muchas hazañas.

Fred Weingast asomó la cabeza por la puerta. Se oían otras voces en el pasillo, detrás de él.

—Michael, puedo afirmarlo, eres tan chismoso como las mujeres. —Se apoyó en el marco, todavía con medio cóctel en la mano—. Vosotros no sé, pero yo no estoy seguro de querer pasar la noche aquí. Soy hombre de ciudad, ¿sabéis? Los sitios como éste me ponen nervioso.

—Bah, ¿cuál es el problema? —dijo Carlinsky—. ¿No puedes dormir sin el ruido del tráfico?

—Echará de menos las cucarachas —comentó Ellie.

—Acércate y siéntate con nosotros.

Carlinsky dio unas palmadas a la cama. Apenas había sitio para otra persona más. Weingast vaciló.

—Bueno, no creo que el viejo George se ponga muy contento si su cama se viene abajo… Creo que iré a echar una mirada al desván, si es que puedo subir esa escalera. He oído decir que vale la pena verlo. En fin, chicos, será mejor que cuidéis vuestros modales. Nuestra estimada anfitriona está subiendo la escalera… —miró hacia atrás por encima del hombro—, acompañada, creo, por su séquito real.

Y ciertamente, el murmullo de voces se hizo más fuerte. Phyllis estaba dirigiendo el prometido recorrido por la casa.

Al principio los invitados habían ido en tropel detrás de ella igual que una columna de obedientes colegiales, todos boquiabiertos al ver las diversas habitaciones que constituían la planta baja: el recibidor y la despensa, la biblioteca con muros de repletas estanterías interrumpidas solamente por una serie de ventanas, la cocina con las originales vigas de roble y ganchos de carnicería de hierro forjado todavía colgados de ellas, el comedor, las bodegas y el fragante cobertizo lleno de macetas que conducía al invernadero…

Pero treinta adultos, embriagados para colmo, eran un grupo difícil de mantener unido. Se diseminaron por los pasillos desviados por viejos mapas, se rezagaron y volvieron al salón para llenar de nuevo los vasos… Finalmente Phyllis se resignó y los animó a vagar por donde quisieran.

—Pero preocuparos de que Walter no se caiga por la escalera —les había dicho, haciendo un guiño al aludido—. ¡Parece tan borracho que puede partirse el cuello! Y, ah, a propósito, sé que casi todo es chatarra, pero no rompáis nada tan pronto, por favor. ¡Esperad a que hayamos vivido aquí un poco más! Por lo demás, podéis divertiros por la casa y, supongo, por el terreno… si es que alguien tiene ganas de salir con este tiempo. —Miró inciertamente hacia la ventana.

—¿Qué pasa? —dijo Herb—. ¿No se puede entrar en los cuartos de baño?

Phyllis se echó a reír.

—Si os vais a marear, preferiría que «lo» hicierais afuera, encima de las hojas muertas, y no en mi bonita alfombra nueva.

Casi todas las mujeres habían vuelto inmediatamente a la cocina para maravillarse de nuevo de la mesa de arce y la vieja cocina de gas de hierro fraguado con un hondo compartimiento para hacer pan. Otras habían subido al piso de arriba, y un reducido grupo de varones fue derecho a la angosta escalera del desván, prometiendo «trabajar desde el principio».

Phyllis avanzaba en ese momento por el pasillo del piso de arriba, acompañada por las invitadas más fieles, entre ellas Cissy Hawkins, que la seguía como una niña temerosa de perderse.

—¡Caramba! —estaba diciendo Cissy—. ¡Los escalones de estas casas antiguas son muy empinados! —Quedó rezagada cerca del final de la escalera, jadeante—. ¿Cómo te va a ti, Phyl?

—Recuerda, ya hace seis semanas que vivo aquí. —Sonrió a las otras que aún se hallaban en la escalera. Janet Mulholland se encontraba en el rellano, respirando con cierta dificultad y agarrada a la barandilla—. Francamente, chicas, esto hace milagros con la silueta.

Janet la miró con una pizca de malicia antes de seguir subiendo.

—No tenía ni idea de que estuviera en tan mala forma —murmuró—. ¡No había estado tan sofocada desde que se estropeó el ascensor!

Pero Phyllis estaba ya en el pasillo camino de su dormitorio, mostrando los tapices de las paredes a Cissy y las demás.

—Éste tuvimos que arreglarlo —estaba diciendo—. ¿Lo veis? Aquí, en la esquina, junto al borde. Encargamos la restauración a una tiendecilla de New Haven. Cobran muy barato.

—¡Santo Dios! ¿Qué es eso? —preguntó Cissy—. Supongo que la parte verde deben de ser hojas, pero… ¿y ese grupo del centro? ¿Caras?

—Caras de animales, sí. Pero están tan descoloridas que casi no las veréis. El hombre de la tienda dijo que era un diseño de Oriente Medio. —Phyllis se volvió y dirigió la palabra al grupo del pasillo—. Escuchad, hay dos clases de tapices: los grutescos y los arabescos. Los arabescos sólo tienen hojas y flores, pero éste es grutesco: hay animales entremezclados.

Ellie se hallaba en la entrada del dormitorio cuando volvió la cabeza hacia Frances.

—Francamente, ¿no es demasiado? —musitó—. Escúchala, haciendo alarde de sus nuevos conocimientos para impresionar a las masas.

—Igual que en el libro, ¿no? —estaba diciendo Cissy—.

Fábulas de lo grotesco y lo arabesco.

—¿Ah, sí? —preguntó Phyllis—. ¿Qué libro? —Se acercó al siguiente tapiz. Estaba torcido, y lo arregló—. Éste se halla en mejor estado. ¿Veis? Un ciervo y un oso, creo. George quiere que lo tasen.

Frances salió del dormitorio.

—A propósito, ¿dónde está él? —preguntó.

—Oh, seguramente abajo.

—Lo he visto entrar en el lavabo que hay al final del pasillo —dijo Weingast. Arrastró los pies hacia la escalera del desván y su bebida chapoteó en el vaso—. El viejo parecía un poco indispuesto. Demasiado de esto. —Alzó el vaso—. ¿Alguien se atreve a acompañarme?

—¿Al ático? —preguntó Carlinsky. Se levantó de la cama con un gruñido (y un ligero empujón de su novia)—. Algunos ya están allí merodeando, creo.

Siguió a Weingast escalera arriba, arrastrando detrás a su acompañante.

—Santo Dios, Phyl, ¿pretendes decir que tienes dos cuartos de baño aquí arriba? —preguntó Cissy.

Phyllis asintió modestamente.

—Y dos abajo.

Detrás de ellas se oyó un jadeo.

—¡Oh, estas cosas son encantadoras! —Janet había conseguido subir la escalera, y estaba examinando las figurillas que había en una repisa junto al cuarto de los huéspedes—. ¡Las expresiones de estas caritas son preciosas! Son de porcelana, ¿verdad?

—Eso creo. ¿Habéis visto las que hay dentro?

La siguieron al cuarto de los huéspedes, una de cuyas paredes estaba llena de repisas ornamentales.

—¡Eh, vaya colección!

Phyllis se limitó a sonreír.

—¡Lo que faltaba! —dijo riendo Ellie—. ¿Cómo nombras estas cosas? ¿Chucherías, fruslerías, como-se-llamen o…, eh…, veamos, qué te parece chismes?

—¡Sencillamente antigüedades, me conformo con eso!

—Jesús, hacía años que no veía uno de éstos.

Ellie cogió un pequeño globo de vidrio con una escena invernal en el interior: al agitarlo, remolineaba la nieve formando una ventisca en miniatura. El globo contiguo al anterior contenía un brillante escarabajo negro, y el siguiente un minúsculo ramillete de flores secas: crisantemos, margaritas amarillas, incluso un diminuto cardo, todos los colores del otoño.

Walter y Joyce Applebaum entraron cogidos del brazo. Mientras ella se reunía con las otras mujeres ante las repisas, él se apoyó en la pared y cerró los ojos, como si quisiera aislarse de la habitación repleta de féminas. Estaba claramente ebrio.

—Estos objetos deben de valer una fortuna —dijo Janet mientras examinaba la figurilla de un duende tallado en caoba—. No se ven cosas como ésta todos los días. Y apuesto a que las de abajo costarán doscientos dólares, al menos en Nueva York —indicó un estante con antiguos bancos de hierro forjado, perros, elefantes, un cazador y un oso, un payaso con un aro…

Phyllis se encogió de hombros.

—Algunas cosas son bastante valiosas, cierto, pero casi todo es pura chatarra. George no ha encontrado tiempo para tirarlo. —Apartó dos pequeñas tallas de piedra (cabezas totémicas de basalto californiano) y cogió un candelero de cerámica gris en forma de gárgola; la velita negra parecía brotar de entre las alas de la criatura—. Esto, por ejemplo. Parece antiguo, ¿no?

—Medieval.

—Sí, pero toca. —Entregó el objeto a Janet—. ¿Lo ves? Ligero como una pluma. Es algún

souvenir barato hecho de yeso. Francés, muy apropiado. Vimos muchos iguales cuando estuvimos en París el año pasado. Los venden en Notre Dame por siete u ocho francos.

Cissy estaba desilusionada.

—Bien, tal vez no sea exactamente inestimable —dijo—, pero no hay duda de que tienes suficiente material para abrir una tienda de antigüedades.

—¡Tres tiendas! —dijo Frances.

Phyllis se echó a reír.

—Esto no es nada. ¡Esperad a ver el desván!

—¿Qué? ¿Más? ¿Dónde habéis comprado todo esto?

—No lo olvides, no lo adquirimos nosotros. Fue el hombre que vendió la casa a George. Aquel lunático.

—Bien, tal vez fuera un lunático, pero ciertamente tenía buen gusto —observó Joyce mientras estudiaba un grupo de grabados situado en la pared, junto a la ventana: una serie de ilustraciones para libros obra de Doré, Rackham y otros. Un bosquejo a pluma de una iglesia escocesa mostraba algo parecido a la gárgola de Notre Dame, aunque con las alas sustituidas por correosos tentáculos—. Ecléctico, por lo menos. ¿Cómo era el hombre?

—Ni idea —dijo Phyllis—. No llegué a conocerlo, gracias a Dios. George no me lo permitió. Sé que era enormemente desagradable.

—¿Cuál era el problema? —preguntó Frances. Estaba sacando el cajón de una mesita rinconera. El interior había sido limpiado recientemente, y estaba vacío—. ¿Desvariaba, veía hombrecillos verdes?

—Tal vez. Es muy posible. Lo único que sé es que tenía hábitos poco aseados. Esta casa apestaba como una cloaca la primera vez que la vi. Y no estaba arreglada así, creedme. Era un revoltijo.

—¿Qué, la casa entera?

—Casi no se podía pasar, debido a los trastos viejos.

—No, me refiero al olor. ¿Estaba por todas partes?

Phyllis hizo una pausa para correr las cortinas e impedir el paso a la noche.

—Por todas las habitaciones. Por eso tardamos tanto tiempo en mudarnos. Primero intentamos airear la casa, pero no dio resultado. Luego llamamos a los expertos para que la fumigaran. Y creedme, esa gente te cobra un ojo de la cara. George casi tuvo un ataque.

—Lo único que sé yo es que ahora huele bien —dijo Cissy con excesiva rapidez—. De verdad, Phyl, has hecho un maravilloso trabajo de limpieza.

—Bien, en realidad el mérito no es mío. Puedes contratar a personas para trabajos como ése. Estas chimeneas fueron la peor parte, lo sé. Estaban llenas de polvo y cenizas. Me alegra no tener que depender de ellas cuando llegue el invierno. ¡Imaginaos, una en cada habitación!

—Hasta en la cocina —dijo suspirando Joyce—. Oh, Waltie, si tan sólo pudiéramos construir una en la cocina…, aunque fuera falsa… ¿No sería bonito?

Su esposo abrió los ojos. Los tenía inyectados de sangre.

—Sí —dijo—, haríamos furor en Scarsdale.

Desvió la mirada.

—¿Por qué no os conformáis con los ganchos? —preguntó Frances.

—¿Te refieres a esos ganchos del techo?

—Claro, no pueden costar mucho. ¡Y Walter podría colgar salami en ellos!

—Pero no tenemos vigas para colgar los ganchos.

—Obviamente, pues —intervino Phyllis—, lo que hay que hacer es que George te busque una casa como ésta, con vigas y todo lo demás.

—Eso es lo que estoy repitiendo a todos —gimió Walter.

Phyllis no le prestó atención.

—Vamos, permitidme que os enseñe nuestro dormitorio. Hay más chatarra allí.

La siguieron por el pasillo, y todas las mujeres que aún no habían visto la cama de bronce padecieron los convenientes y predecibles jadeos de placer.

—Oh, ¿dónde la conseguiste? —quiso saber Janet—. No pretenderás decirme que iba incluida también con la casa.

—¿Dónde, si no? —repuso Phyllis, radiante.

—Chica, el antiguo propietario debía de vivir muy bien aquí. ¿Qué pasó, murió su esposa y él se hundió por completo?

—Naturalmente no lo sé —dijo Phyllis—. Dudo que estuviera casado siquiera.

Los ojos de Janet se abrieron mucho.

—¿Quieres decir que vivía solo aquí? ¿En esta enorme casa?

Phyllis se encogió de hombros.

—Ya os he dicho que estaba loco. Tal vez tuviera un perro o algo así para hacerle compañía, no estoy segura. Creo que George mencionó una mascota.

Los muelles de la cama crujieron en el momento en que Walter se dejó caer pesadamente en el colchón. Se tumbó de espaldas, aunque con el cuidado suficiente para mantener los zapatos fuera del centón.

—Bien, yo diría que ese tipo sabía vivir. —Tras un prolongado bostezo, se echó como si estuviera preparado para dormir—. Quiero decir que esta casa es confortable. Un poco expuesta a corrientes de aire, pero confortable.

Cerró los ojos y pareció dormitar.

Joyce se excusó con una mirada a la anfitriona.

—Siempre se pone así después de una semana dura. ¿Alguien quiere ayudarme a sacarlo de aquí?

—No-no-no, déjalo tranquilo. Que eche una cabezada. Tal como ha dicho él, es una cama confortable. —Phyllis se enorgullecía de su tacto—. Lo extraño es que el hombre que nos vendió la casa ni siquiera usaba esta cama. Dormía en un catre.

—¡Estás de broma!

—¿Solamente un catre?

—Exacto. Francamente, algunos solteros viven de una forma… —Phyllis meneó la cabeza—. George encontró esta cama de bronce en el desván, debajo de un montón de trastos. La abrillantamos y compramos un colchón nuevo. Pero de todas maneras no está tan bien conservada. ¿Veis? —Señaló las patas metálicas; parecían mordisqueadas—. Creo que se estropeó un poco allá arriba.

En el pasillo se oyó el sonido de pesados pies sobre madera, y voces. Herb asomó la cabeza por la puerta y parpadeó, deslumbrado por la luz.

—Perdón, señoras. ¿Está mi esposa aquí?

—Tammie está abajo.

—¡Eh, Walt! ¡Walt! —Harold Lazarus irrumpió en la habitación apartando a empujones a los demás—. Despierta, muchacho, tienes que subir a ver el desván.

Tiró de los tobillos de Walter.

—Cariño, vamos, déjalo en paz. Está echando una cabezada. —Frances rodeó con el brazo la cintura de Harold—. Vamos abajo. Quiero otro refresco.

—¿Es tan bonito el desván? —preguntó Cissy.

—¡Es fabuloso! —dijo Harold mientras se soltaba del brazo de su esposa—. Hay montones de revistas, algunos almanaques extravagantes, cartas estelares, cuchillos antiguos, un sillón de barbero, juguetes… Casi todo está muy oxidado, pero deberíais ver las revistas. Un siglo de antigüedad, algunas.

Phyllis arrugó la frente.

—Casi me olvido de eso. Cuando limpiamos la casa, dejamos el desván para otro día. Metimos todos los trastos allí, todo lo que no nos servía. Algún día lo repasaremos de punta a punta…, en cuanto haga más calor. Tal como está, un incendio sería terrible, con tanto papel…

—Eh, no tiréis esas revistas —dijo Harold—. Podrían valer algo. Unos cuantos dólares, por lo menos.

Phyllis meneó la cabeza.

—Es un nido de ratas ese desván. Como algo ideado por los hermanos Collier.

—¡De eso no hay duda! —exclamó Harold.

Fred Weingast entró en la habitación, con el vaso vacío ya.

—Eh, vaya jungla tienes ahí, Phyl. Un montón de juguetes antiguos, cosas en jarros, viejos uniformes… Dios, no creía volver a ver una de esas chaquetas del ejército, las que llevan broches en los bolsillos… Hay hasta un maniquí de unos grandes almacenes, escondido en un rincón, bastante destrozado, pero infernalmente espantoso. —Se echó a reír—. ¡Estaba sin ropa! ¡Herb pensó que habíamos encontrado un cadáver!

—Vamos, Frannie, subamos. —Harold tiró del brazo de su esposa—. Quiero enseñarte esas revistas antiguas. Hay anuncios de ropa femenina, y algunos son muy cómicos.

—Oh, cariño, estoy muy cansada, y esos escalones parecen tan empinados… ¿No podrías bajar algunas revistas?

Miró a Phyllis en busca de ayuda.

—En realidad no vale la pena subir —convino Phyllis—. El desván no está aislado, y se pone francamente helado en esta época del año. En especial de noche.

—Ella tiene razón, ¿sabes? —dijo Weingast mientras se pasaba el vacío vaso de una mano a otra—. Puedes ver tu aliento, incluso eso. Creo que yo volveré a bajar para servirme… algo que me caliente. —Se volvió para mirar el pasillo—. De todas formas, creo que mi mujer está abajo.

Harold se mostró desilusionado mientras los demás salían en fila detrás de Weingast. Contempló a su amigo. Walter yacía tumbado de cualquier modo en la cama, roncando con suavidad igual que un enorme animal en plena hibernación. Harold le propinó un par de ineficaces codazos.

—Ah, demonios —dijo, y se fue con los demás a la planta baja.

George estaba sentado en el cuarto de baño, agazapado como un animalillo perseguido. Percibía claramente las apagadas voces que traspasaban la puerta, interrumpidas de vez en cuando por los tonos más estrepitosos de las parejas que pasaban por el pasillo al otro lado del cuarto de aseo. Se inclinó, a la espera de que cesaran los retortijones. Si contenía la respiración y aguzaba el oído podía captar algunas palabras ocasionalmente:

—… puedo hacerme con la opción, pero ellos no…

Ése debía ser Faschman, acompañado casi con toda seguridad por Sid Gerdts.

Silencio durante un rato. Pasos arriba, en el desván. Luego susurros, femeninos.

—No, espera, no entres.

—Sólo…

—No, creo que hay alguien dentro.

Las voces se alejaron.

George suspiró y observó las baldosas del suelo, ansiando tener algo que leer. En contra de los deseos de Phyllis siempre dejaba algunas revistas en el cuarto de baño que estaba cerca de la escalera, pero ése estaba ocupado. Y el que ocupaba ahora, delante mismo del cuarto de los huéspedes, continuaba relativamente vacío, aparte de los estantes de plástico negro y la jabonera, todo ello lustroso y afilado, que su esposa había puesto por la mañana. El jabón estaba fundiéndose ya como hielo en un charquito de agua sucia. Y las toallas negras para los invitados, también idea de Phyllis, con rígidos bordes de encaje, yacían empapadas en el suelo o dejadas torpemente en la percha. La casa no era habitable todavía.

Pese a todo, cualquier deficiencia era preferible a la mugre en la que él había encontrado la casa. Naturalmente fue lo esperado, después de ver los lunares de piel seca en los labios del individuo y aquella mancha en sus pantalones. Un ermitaño, así lo llamaban, para usar un término educado. Ojos de mago, decían. Quizá la gente de la localidad lo considerara pintoresco. Pero George aún recordaba los calcetines en el tocador, la porquería acumulada bajo el fregadero y el hedor a carne podrida.

Y las amenazas…

Notó que sus intestinos se revolvían y se encogió. ¿Cuándo acabaría eso? Las baldosas parecían formar un dibujo, pero el dolor impacientaba a George. Un rectángulo rojo en la parte superior izquierda de todos los cuadrados, no, uno sí y otro no, y en la siguiente hilera el dibujo se invertía, de modo que… Pero cerca de la puerta la norma variaba. Automáticamente maldijo a los antiguos y anónimos constructores de la casa, antes de recordar que él mismo había ordenado cambiar las baldosas con anterioridad al traslado.

Sin embargo, habían conservado los accesorios originales. Reforzaba el ambiente. La bañera incluso tenía patas, como en las viejas películas, que a George le recordaban gruesas, rechonchas garras. Uno, dos, tres… Perdió la cuenta y empezó otra vez. Sí, había cinco dedos en cada zarpa. Ya no construían bañeras como ésa. Con el tamaño suficiente para toda una familia, además, y no porque el primer propietario hubiera necesitado tanto espacio. Olía como si no se hubiera bañado desde hacía años.

Una risa femenina resonó en el pasillo, y después la voz baja y ansiosa de un hombre, quizá explicando un chiste. ¡Maldición, se había perdido toda la fiesta de esa guisa! Buscó algo para pasar el tiempo, sacó el billetero y lo revisó. Las tarjetas de identidad le indicaron que él era George W. Kurtz, las tarjetas de crédito explicaban las limitaciones en menudas letras azules… Qué aburrimiento. Contó dinero.

—¿George? —Phyllis llamó a la puerta—. ¿Estás ahí?

—Sí —gruñó él—. Ahora mismo salgo.

—¿Estás bien, cielo?

—Sí, estoy perfectamente. Ahora mismo salgo.

—¿Quieres que te traiga algo?

—He dicho que estoy perfectamente.

Phyllis pareció alejarse y retroceder un momento después. Su voz sonó muy cerca de la puerta.

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