Horror

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Bebés grávidos

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En la encantadora noche de abril, mientras Russell Smithson, Jim Rawley y la numerosa cohorte de machos reúnen sus camionetas de tracción delantera en el almacén de piensos de Sam Kelsall, para cargar las escopetas, comprobar los faros y darse nerviosos ánimos, Mary lleva a Tiffany al hospital para aconsejar a Amadeus Howell y los demás pacientes que huyan. También hace una llamada telefónica al cuartelillo de la patrulla de carreteras de Pueblo (Colorado), a tres horas de distancia en el borde oriental salpicado de artemisas de la región de las grandes praderas. ¿Llegarán a tiempo los miembros de la patrulla para agarrar por la barba a los lugareños varones por su mal organizada vigilancia? No. Pero cuando se produce el ataque hasta el último de los perplejos hebefrénicos ha huido ya. Amadeus, presidente honorario de la Sociedad Fenris que forman los enfermos, los conduce hacia los nevados picos de la cordillera Sangre de Cristo. (Babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna casi llena). Mientras tanto, Russell y sus vengativos secuaces, sin saber que Mary y Tiffany están agazapadas en el interior del edificio, destrozan los muros con postas y meditan los diversos métodos que les permitan arrasar el hospital. Saben perfectamente que en este punto del proceso es obligatoria una conflagración, pero nadie ha resuelto todavía cómo prender fuego a la desolada e impresionante estructura. Cerillas usadas yacen esparcidas al borde del camino, y el aroma de la mezcla de gasolina y alcohol emana en oleadas de los cimientos del edificio. La institución de la señora Hutton no prende. Por fin, entre el aullido de las sirenas, cuatro vehículos de la patrulla estatal irrumpen cual coches de carreras en Carrion City. Casi en el mismo instante Mary aparece en las almenas con Tiffany en los brazos, una Ofelia moderna muy por encima de la vergonzosa anarquía de los lugareños. Avergonzado por tan brava y melancólica exhibición, Russell pide prestado un megáfono y convence a Mary de que baje recitando la primera parte entera de «Aullido» de Allen Ginsberg, extraída de sus tanto tiempo reprimidos recuerdos. Veinte minutos antes de que termine, la policía estatal y los compañeros de armas de Russell regresan a sus hogares. El cerco ha terminado. Los Smithson están unidos de nuevo. Pero ¿a costa de qué?

Sin pacientes, el hospital debe cerrar sus puertas y despedir al personal temporalmente. Mary, más afortunada que casi todos los demás, obtiene un puesto interino en la junta directiva de la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Poco después, Russell se entera de que un agente de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, partiendo de los dos primeros capítulos de su trabajo, ha negociado una cantidad de seis cifras con una famosa editorial de Nueva York como anticipo por la publicación de

La autobiografía de Amadeus Howell, que será comercializada en forma de novela. Russell dispone de dieciocho meses para entregar el manuscrito completo. Mary disimula su disgusto lo mejor que puede. Entusiasmado pero calculador, Russell alquila una avioneta y contrata los servicios de un piloto experto en vuelos sobre selvas para que le ayude a localizar a los fugados enfermos; entre éstos se halla el único ser humano capaz de aportar un final correcto y auténtico a la inconclusa novela. Durante la tercera semana de ausencia de Russell (su búsqueda no va nada bien), Tiffany pare tres minúsculos malamutes con encantadoras cejas color crema. En un esfuerzo para conservar el optimismo, Mary piensa que al menos ella y Russell no tendrán que comprar un perro a la niña. Una semana más tarde las cuatro compañeras de Tiffany de la guardería de la señora Clanahan tienen alumbramientos igualmente asombrosos, y siguiendo la mejor tradición pionera, los vecinos intercambian visitas para ofrecerse sosiego y consuelo. (Hay cierta especulación, discreta pero esperanzada, en cuanto a que esos niños caninos repueblen un día el hospital). Russell regresa por fin al hogar, renqueante, sin haber localizado a nadie, ni a Amadeus ni al resto de miembros de la Sociedad Fenris. Mary sabe que su marido va a ser un malísimo abuelo. Russell se refiere a usar los cachorros como perros de trineo, en cuanto tengan peso y fuerza suficiente para ayudarle en la búsqueda de su ausente progenitor. Tras un gruñido, el más valiente de los cachorros muerde el tobillo de Russell. Mary interviene para salvar el costado de su nieto. Más tarde, por la noche, Mary se acuesta junto a su ingenuo esposo y piensa en Amadeus Howell y en el escondrijo similar a una madriguera que el ex paciente tiene entre los helados precipicios. Ciertos pasajes de

Los lobos de las fuentes de West Elk parecen haber predicho este portentoso momento. Hay una vibración en su estómago. Es terriblemente difícil no dejar escapar una risita…

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