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Primer acto » Capítulo 2. Serendipity

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Imagina una isla entre islas, una nación entre naciones. Y en esa nación piensa en ciudades, pueblos, personas. Sueña con sus historias, las huellas que han dejado sus pasos, las manchas que perduran en la tierra, inmutables al paso de los años; un museo enorme de vida y muerte que pocos se detienen a observar.

Y si has llegado hasta tan lejos imaginando, no te costará ver cómo se alza ante tus ojos un caserón de piedra parda que ocupa las dos terceras partes de una calle cualquiera. Lo tienes justo en frente; si levantas la mirada, puedes ver el nombre tallado en piedra clara justo debajo de los grandes ventanales del segundo piso: Serendipity. Ese viejo teatro que, como yo, también había sido olvidado fue lo que llegó tras el olvido.

Durante el día parecía dormir mansamente; a excepción de los actores, pocos eran los que se atrevían a cruzar sus puertas, como si el lugar estuviera envuelto en una telaraña mágica que se encargara de repeler a los curiosos y de atraer a lo extraordinario. Sin embargo, pasada la puesta de sol el teatro estiraba sus miembros y encendía sus luces de colores; una mezcla de tonos azulados que dotaban de un aire atrayente al lugar. Por su aspecto tenebroso, de cuento antiguo, todo parecía indicar que allí se escondían buenas historias.

Pero el olvido de Serendipity era distinto, meticuloso, cuidado. Una forma de desafiar al tiempo. Allí no avanzaba porque nadie quería que lo hiciera. El único reloj que pude ver en aquel lugar era uno de madera que hacía mucho que había dejado de mover sus manecillas. No dejaba de preguntarme en qué momento se detuvo, si fue un segundo importante o uno carente de sentido.

Hay cosas que es mejor imaginar que saber, aunque eso lo aprendí después.

Fue una época en la que me convertí en un sonámbulo que no podía soñar. Pero, a pesar de no poder, yo soñaba con soñar. Con recorrer ese mundo que había tras la puerta que todos cruzaban.

A veces, en los pocos segundos en los que tardaba en cerrarse la puerta, alcanzaba a ver un edificio gris, un pájaro o un gato callejero; otras, incluso era capaz de ver las prisas, los coches, la noche o el día. Eso era lo más emocionante. Saber que, aunque el tiempo se había detenido en Serendipity, fuera la vida pasaba sin preocuparse de los que estábamos dentro, los olvidados.

Ojalá hubiera sido capaz de moverme para ver algo más de ese mundo o detener el tiempo y contemplar la escena eternamente. Pero no podía, de modo que lo único que me quedaba era observar a la gente que entraba, ver el mundo a través de sus palabras.

Así pasaba los días, acomodado en una vieja estantería entre una corona envejecida que ya había perdido todo su brillo y la figura horripilante de una bailarina, rodeado de palabras y recuerdos.

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