Hope

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Primer acto » Capítulo 24. Nunca regresamos

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Pasaron días, semanas, meses en los que Hope esperó. Seis meses largos, lentos, angustiosos. Una espera vacía, emborronada por la firme realidad de que esa espera solo llevaría a más espera.

Pero sus padres no regresaron.

Ya solo íbamos a la casa para que Hope se aseara o se cambiara de ropa; a veces, ni siquiera dormíamos allí, sino que lo hacíamos encogidos sobre las butacas del teatro.

El día en que Hope cumplió quince años llovía tan fuerte que el impacto de las gotas contra la azotea y las ventanas se parecía al sonido de las pisadas de un ejército corriendo hacia el enemigo. El mar revuelto, furioso, estallaba contra las rocas y estas desaparecían por unos instantes en un manto blanco y burbujeante.

No era un buen día para cumplir años; tampoco lo era para mudarse. Quizá por eso Hope lo eligió. Llenó su mochila con ropa y sus tesoros más preciados —libros, sobre todo, y aquella fotografía llena de polvo que seguía debajo de la cama—, y nos marchamos. Cada vez que recordáramos aquel día oiríamos el bramido de las olas, veríamos el agua bajando en pequeños riachuelos por las calles, la lluvia que nos golpeaba mientras atravesábamos la plaza, pedaleando en la bicicleta cada vez más deprisa. Pero sobre todo el frío. El frío que nos calaba desde la madera de mi cuerpo hasta los huesos de Hope.

En el momento en que atravesamos el umbral de Serendipity para reclamar una promesa, Joseph parecía haber estado esperando ese momento. Lo vi en sus ojos.

Con un gesto nos condujo por una puerta secreta que llevaba al piso superior del teatro, directamente a su despacho, donde dejó que Hope se cambiara de ropa mientras él iba a por un chocolate caliente que ella se bebió muy despacio.

—Ha dejado de llover —murmuró Hope con la nariz pegada a la ventana, empañándola con el vaho de la taza humeante.

Eché un vistazo al cielo, despejado de nubes, y de no ser porque las calles seguían mojadas habría llegado a pensar que no había sucedido nunca.

Joseph se acercó a nosotros para observar el exterior.

—Tenía que parar —dijo él en un susurro que no llegó a oídos de Hope.

Quizá fueran las emociones de ese día o el hecho de que me estaba haciendo viejo, pero me dio por pensar en la posibilidad de que todo estuviese orquestado. La lluvia, las estrellas perdidas en el firmamento, la tristeza en el mundo, las decepciones, las preguntas sin respuesta, los silencios eternos, el amor…, todo eso que los humanos llaman destino.

¿Estaría todo orquestado? ¿Estaría escrito que el hermano de Hope moriría? ¿Que ella dejaría de escuchar? ¿Que sus padres la olvidarían, poco a poco, hasta desaparecer? ¿Habría alguna razón para que decidiera dejar de esperar el día de su cumpleaños?

¿Por qué se había detenido la lluvia?

Decidí que era mejor, y menos agotador, no pensar en nada más por esa noche.

La habitación que Joseph había preparado para Hope estaba lista para ser usada. No se parecía en nada a la habitación antigua de Hope. Esta era austera y muy amplia, lo que le daba un aire todavía más lúgubre, y las paredes estaban desnudas y mal pintadas. No había más muebles que una cama enorme arrinconada en una esquina y una cajonera que se tambaleaba a los lados cuando la tocabas.

—La arreglaremos —murmuró Joseph con un gruñido mientras observaba incómodo cómo ella lo toqueteaba todo, desde las paredes hasta los amplios ventanales donde se veía el cielo infinito.

Las vistas eran magníficas y supe que Hope se había enamorado de su nuevo hogar. Lo supe como si pudiera sentir a través de ella.

—Es perfecta. Muchas gracias.

—Te hice una promesa —le recordó.

—Gracias —volvió a repetir ella con un hilo de voz al tiempo que una lágrima solitaria se deslizaba por su rostro, seguida de muchas otras.

—No me las des. Vas a tener que ganártelo. Este sitio ha estado demasiado tiempo descuidado; yo ya soy viejo y necesitamos a alguien que se encargue de limpiar, de hacer recados, de arreglar el escenario para las funciones…

—Será un placer —lo interrumpió ella, que ahora lloraba con todas sus fuerzas. Tenía las manos aferradas al alféizar de la ventana y miraba al cielo sin verlo.

Yo estaba bien pegado a su cintura y, aunque se podía decir que la abrazaba, sentía que la rigidez de mi cuerpo no era suficiente para ella.

—Es un trabajo duro —musitó él, que no sabía qué hacer para que dejara de llorar.

—Joseph.

—¿Qué?

—¿Me harías otra promesa?

—¿Qué promesa?

—Prométeme que tú nunca desaparecerás.

El silencio reinó en la estancia. Por un momento me pregunté si las palabras de Hope lo habían hecho desaparecer, pero poco después vi que había atravesado la habitación y había colocado sus manos sobre los hombros de Hope.

—Lo que puedo prometerte es que estaré aquí hasta que dejes de necesitarme.

—Siempre voy a necesitarte —replicó ella, sorbiéndose la nariz.

—No, no siempre. —Joseph alzó la mirada hacia el mismo cielo que contemplaba ella y permaneció a su lado hasta que el cuerpo dejó de temblarme, al mismo tiempo que el de Hope, y los sollozos cesaron. Entonces, y solo entonces, levantó el índice y le preguntó—: ¿Cerramos el trato?

Hope se echó a reír, tan fuerte que parecía que llevara horas conteniéndose. A mí también me hizo gracia contemplar al viejo loco levantando el meñique para hacer una promesa de niños. Fue ridículo y también hermoso.

Era una nueva etapa para Hope, para Joseph, y también para mí.

Incluso para Serendipity.

Al antiguo hogar de Hope nunca regresamos.

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