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Segundo acto » Capítulo 42. Lo que no se puede ver

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Hay cosas que se ven a simple vista, basta con prestar atención. Otras, en cambio, solo las ves al cerrar los ojos. Y, por último, están las que solo puedes ver cuando nadie más está mirando.

Pocos son los que suelen tenerme en cuenta tras el primer vistazo. Pero la novedad, tarde o temprano, termina por caer en el pasado por su propio peso. Dejo de importar, incluso dejan de verme. Por eso mismo he visto cosas que jamás podrías imaginar. Siempre he pensado que las personas son verdaderamente libres solo cuando nadie está mirando. O cuando creen que nadie está mirando. La libertad no siempre es dulce ni liberadora ni bonita. En ocasiones es cruel, retorcida y salvaje.

Conocí la libertad de Marianne una mañana en la que se encontraba sentada en la cama de Hope, esperando a que esta regresara de hacer un recado. Yo estaba recostado en el armario, pero la puerta estaba entreabierta. Atisbé a ver sus piernas balancearse sobre el suelo, sus dedos largos acariciando las sábanas y unos mechones de su cabello. Cuando se cansó de esperar, sacó un cuaderno de cuero en el que se puso a garabatear deprisa mientras murmuraba cosas que no llegué a comprender. Y cuando también se cansó de eso, lo dejó a un lado y respiró hondo.

—Cállate ya, no puedo más —dijo.

Me quedé paralizado. ¿Hablaba conmigo? Por mucho que pasaran los años seguía perdiendo el aliento cada vez que creía que alguien podía oírme. Iluso.

—No te estoy escuchando, eres un mentiroso. ¿Por qué iba a querer hacerme daño? —Marianne se inclinó hacia delante y la vi frotarse los tobillos de manera compulsiva.

—¿Marianne? —la llamé.

—¡Cállate! —gritó, llevándose las manos a la cabeza para masajearse las sienes.

—¿Me escuchas? —insistí.

—No voy a hacerlo —gimió ella.

Cogió su bolso con brusquedad, sacó un bote de pastillas que resonó por toda la habitación y se llevó varias a la boca de una sola vez. Luego cerró los ojos y respiró hondo. Comprendí en ese momento que Marianne no hablaba con nadie más que con sus propios demonios.

Pasaron varios minutos hasta que volvió a abrir los ojos y cuando lo hizo, giró la cabeza a un lado y me vio.

No me gustó la mirada que me dedicó. No vi a Marianne en ella y eso me asustó. Echó un vistazo a la puerta de la habitación para comprobar que estábamos solos y se levantó para venir hacia mí con una lentitud que me puso los pelos de punta. Oí cada crujido de la madera del suelo que se quejaba del avance de Marianne. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Fue horrible, porque con cada uno atisbaba sus ojos, la frialdad de su mirada, la oscuridad que anidaba dentro de ella.

El armario chirrió y me quedé al descubierto, indefenso ante la que una vez había sido Marianne.

—Wave —dijo con voz grave.

No sonrió cuando se agachó y me clavó una uña en el pecho, deslizándola por mi camiseta hasta detenerse en la costura de mi chaleco. El crujido de la tela te habría hecho estremecer.

Shhh. —Marianne acercó su rostro a la oscuridad del armario.

—No he dicho nada —contesté muy bajito. Estaba verdaderamente asustado.

El dedo de ella continuó descendiendo por mi pecho unos centímetros más y, como si algo hubiese llamado su atención, me miró a los ojos antes de tirar con fuerza de uno de los botones de mi chaleco. Me lo habría arrancado del todo si no me hubiera caído de bruces al suelo.

—Oh, no. —Marianne se apresuró a levantarme y me colocó de nuevo sobre la colcha en la que Hope me había dejado—. Lo siento. —Intentó que el botón volviera a su sitio, pero no había manera. Necesitaba aguja e hilo si quería arreglarlo—. ¿Me perdonas? No volveré a hacerlo, te lo prometo.

Yo me había quedado mudo. Marianne había vuelto, o eso era lo que sus ojos me decían. Entonces me dio un beso en la mejilla.

—Será nuestro secreto, ¿vale?

Con una sonrisa que no se parecía a ninguna de las que le había visto hasta entonces, se alejó de mí y salió de la habitación.

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