Hope

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Segundo acto » Capítulo 58. Solo mientras duela

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Hay personas que no pertenecen a ningún lugar. Están ahí, puedes verlas, pero en realidad están muy lejos. De ti. De todo. Lejos incluso de sí mismas. Personas que están de paso por la vida.

Si aún nos quedaba alguna duda de que Marianne era una de esas personas, se desvaneció al contemplarla entregada al piano, traspasando sus propios límites. Tocaba con una fuerza desmedida que la hacía parecer frágil. Tal vez Hope pudiera trasladarte a otros mundos a través de sus historias, de sus palabras, pero Marianne lo hacía sin necesidad de ellas. Sus dedos se deslizaban por las teclas, notábamos el tormento que anidaba en su interior a través de las notas desgarradas, de una melodía que parecía nacer de las mismísimas profundidades de la tierra. Ninguno de los dos entendimos todo lo que decía, pero nuestro pecho parecía sangrar por el dolor de Marianne, fuera cual fuese este.

En el momento en el que la pieza finalizó y Marianne detuvo sus manos, aporreando las teclas una última vez, fuimos testigos de cómo se derrumbaba. Primero lloró. Luego rio con la misma fuerza que había empleado en tocar. No fue el llanto lo que nos asustó, sino la risa que se abría paso por los resquicios de aquel teatro. Una risa vacía, insondable.

Armándose de valor, Hope decidió subir al escenario. Ofrecerle su mano fue lo único que se le ocurrió para ayudarla. Quizá no sirviera de nada, pero tenía que intentarlo. Se adelantó hasta donde estaba su amiga y tomó asiento a su lado. Al verla, Marianne dejó de reír y se limpió las lágrimas con fuerza, borrando las huellas de su debilidad.

—¿Quieres aprender a tocar? —le preguntó la Marianne real, la misma que habíamos conocido y que se esforzaba en actuar como un pilar más en la vida de Hope. Ahora sabíamos que no era real; habíamos visto con nuestros propios ojos cómo se hacía añicos, pero ninguno de los dos dijo una sola palabra al respecto. Cada uno se enfrenta a sus demonios de la manera que sabe y eso jamás podríamos quitárselo.

—Me encantaría —contestó Hope, que se dispuso a colocar las manos en el lugar en el que su amiga le pedía.

Aprendió las teclas, siguió al pie de la letra sus indicaciones y, durante un tiempo muy valioso, las risas se llevaron cualquier sentimiento nauseabundo. Me sentí aliviado y contento al verlas juntas, unidas. Hope era capaz de espantar a los demonios de Marianne y Marianne era capaz de sacar a flote lo mejor de Hope, aunque sus formas no fuesen siempre las más adecuadas. En cuanto a mí, no tardé en relajarme, dejando de lado el miedo que había empezado a sentir cada vez que tenía cerca a Marianne.

—Tu música no parece real.

—Eso me decía mi padre —musitó Marianne, sonriendo al recuerdo de su padre.

—Podrías ser pianista.

—No, no podría. —Marianne acarició el

do central con la yema del dedo índice.

—¿Crees que es verdad? —le preguntó Hope mientras contemplaba cómo los dedos de su amiga jugueteaban con las teclas—. ¿Que el amor lo cura todo?

—No.

—¿Y por qué lo parece?

—Por lo mismo que si te duele la cabeza y te doy una patada en el estómago dejará de dolerte la cabeza. El dolor más grande siempre predomina.

Hope se lo pensó durante unos instantes.

—¿Merece la pena?

—Solo mientras duela.

—Creo que a mí me duele.

—Eso es buena señal. En el amor lo que duele no es el dolor.

—¿Y qué es?

Marianne cerró los ojos y sonrió. Cuando los abrió, pudimos ver los sueños que aguardaban en ellos. Sueños de un sinfín de colores y formas que solo la vida podría traducir.

—Las ganas, las ansias, la fuerza, tu cuerpo que parece demasiado pequeño, el tiempo que parece demasiado poco y las palabras que nadie ha inventado. Eso es lo que duele.

—¿A ti también te duele?

—Hasta cuando tengo migrañas —aseveró, riéndose—. Y seguro que a él —agregó, señalándome— también le duele, aunque sea de madera. Duele hasta lo imposible, lo que crees que jamás podría llegar a doler.

—No tiene mucho sentido.

—Nada que valga la pena lo tiene. —Marianne le dedicó una mirada cargada de melancolía. De pronto la joven Marianne se convirtió en una anciana, como si en lugar de haber vivido una veintena de años cargara con el peso de toda una vida—. Me va a doler mucho que no me duelas más.

—¿Qué quieres decir?

—Soy actriz en una compañía ambulante, ¿sabes lo que eso quiere decir?

El rostro de Hope palideció.

—¿Cuándo?

—En unas semanas. Te diría que sigue en pie la oferta de que te vengas conmigo, pero algo me dice que vas a quedarte.

Hope bajó la mirada, confirmando sus palabras.

—Te voy a echar de menos.

—Todavía sigo aquí.

—Ya te estoy echando de menos.

—Y yo a ti, Hope. Y yo a ti —repitió antes de volcarse de nuevo a tocar el piano.

Hope sonrió, aunque su sonrisa no le llegó al rostro. Se aproximaba el momento en el que Marianne desaparecería de nuestras vidas para siempre. Cuánto tiempo iba a doler fue la pregunta que nos acompañó cuando dejamos atrás el teatro y creímos haber silenciado aquella triste melodía.

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