Honor

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XV

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XV

 

Los caballeros del cielo

 

 

 

—Erika, ¿me escuchas?

Por el auricular del teléfono respondió una voz somnolienta:

—Peter, ¿qué hora es?

—¿Te he despertado?

—Me temo que sí. Peter hizo una pausa.

—¿Qué tal te encuentras?

—Yo bien. El niño es quien da patadas sin parar. No es fácil dormir.

Erika, después de unos años, por fin se había quedado embarazada. Ahora estaba en su séptimo mes de gestación. Peter la encontraba adorable: la cara más redonda, las mejillas siempre sonrosadas y le encantaba ver cómo el fruto de sus amores aumentaba de volumen mes a mes.

—Peter —dijo ella—, esto es una locura. Dicen que las tropas aliadas entrarán en unos días en Dachau. Los trabajadores del campo de concentración, el personal de las SS… Todos están tratando de escapar antes de que se descubra esta salvajada. Últimamente han llegado vagones de ganado llenos de prisioneros. Como no hay gente para manejarlos, los han dejado sobre la vía junto a la entrada del campo. El hedor es espantoso. Es muy probable que haya cientos de cadáveres dentro de ellos. —Se hizo un silencio—. Peter, ¿estás ahí?

—Sí. Sí, Erika, esto se derrumba. Nosotros ya no tenemos apenas combustible, sobran aviones pero sin repuestos, sin pilotos. En los combates aéreos la desproporción de número de combatientes es enorme; ellos son siempre muchos más que nosotros.

—Peter —dijo Erika con voz angustiada—, me aterra lo que dices. Por favor, ten cuidado. Se trata de sobrevivir unos días… puede que unos meses más y esta pesadilla habrá acabado. Alemania habrá quedado destruida, peor de lo que ocurrió después de la Primera Guerra Mundial. No sé que haremos para salir adelante, pero estoy segura de que lo conseguiremos.

—¿Cómo está el ambiente en el pueblo de Dachau? —preguntó Peter.

—Todos están tratando de acumular algo de comida. Ha habido incluso asaltos a tiendas. La fábrica de veleros de Egon Sheibe está ya cerrada, nadie va a trabajar. Yo me refugiaré en casa de mi madre. Vamos a esperar a ver lo que pasa.

—¡Los pilotos a la sala de reuniones convocados por el Gruppenkommandeur! —se escuchó de pronto por los pasillos donde estaba instalado el teléfono.

—Cariño, te tengo que dejar —dijo con premura Peter.

—¡Por dios, ten mucho cuidado! —La voz de ella sonaba con un tono bastante angustiado.

—Adiós, Erika. Y no te preocupes, siempre la suerte ha estado a mi favor.

Colgó el teléfono y, a grandes zancadas, entró en la sala donde estaban reunidos los pilotos. Era una habitación con las paredes de madera sobre las que había mapas y dibujos de las siluetas de los aviones enemigos. En una pizarra sobre un atril estaban escritos los nombres de los pilotos que iban a volar ese día y cómo se iba a articular la formación.

El Gruppencommandeur era una persona que no llegaría a los treinta años. Era más joven que Peter pero con cientos y cientos de combates a sus espaldas. Tenía parte de su cara quemada, lo cual afeaba unas facciones regulares y un cuerpo alto y esbelto. En sus manos manejaba un puntero de madera que movía nerviosamente. Cuando todo el mundo estuvo dentro de la sala dijo suavemente apuntando a la gente que estaba en las últimas sillas:

—Por favor, cierren la puerta.

Se hizo el silencio y el Gruppencommadeur, de pie, con las piernas abiertas y apoyándose en el puntero como si fuera un bastón, empezó a hablar.

—Nos han avisado de que un grupo muy numeroso de bombarderos enemigos se aproxima hacia nosotros. No podemos saber exactamente su objetivo… puede ser Múnich o cualquier otra ciudad o complejo industrial.

Hizo una pausa mientras andaba unos pasos de derecha a izquierda sobre la tarima de madera y, por un instante, Peter tuvo el fugaz pensamiento de que podría ser Dachau.

—Sé que todos ustedes están agotados y que ya no tenemos repuestos ni medios para enfrentarnos a esa formidable formación de aviones. Pero nuestra misión y obligación va a ser tratar de derribar el mayor número posible de ellos. —Miró de frente a sus subordinados, otra vez parado y con las piernas ligeramente abiertas—. Piensen en sus compatriotas, en las mujeres y en los alemanes que van a morir. Cada avión de bombardeo que logremos derribar significa salvar vidas de esas personas… significa evitar la muerte y la destrucción de familias, de seres inocentes. —Hizo una pausa en la sala, donde reinaba un silencio absoluto. No cabía duda de que el Gruppencommadeur sabía manejar los tiempos y la entonación de su discurso para darle un tinte más dramático. Volvió a caminar lentamente por el estrado mirando hacia el suelo—. Tenemos pocos aviones disponibles. Los mecánicos trabajan sin descanso día y noche para tratar de poner más cazas en vuelo. Pero el mayor problema es el combustible: apenas nos queda—. Se paró de nuevo mirando de frente a sus pilotos—. Hoy la Luftwaffe va a hacer un esfuerzo supremo: de otras bases van a despegar los modernos cazas a reacción Me.262; ellos atacarán la formación de bombarderos frontalmente… y nosotros lo haremos por la parte trasera. Podríamos poner menos aviones en vuelo y darles más combustible pero el alto mando ha decidido que es más importante poner el mayor número de aviones en el aire aunque sea por poco tiempo.

Se escucharon unos murmullos de desaprobación entre los pilotos.

—¡Silencio por favor! —gritó la persona que estaba sobre el estrado.

—Por tanto, tengan en cuenta de que se trata de subir lo más rápidamente posible y recuperarse en cuanto la munición y el combustible se acabe. Una última cosa y muy importante…

Todos prestaron gran atención

—Lo que tienen que hacer es tratar de derribar el mayor número posible de bombarderos. ¡No se enzarcen en luchas contra los cazas de escolta! —Dijo estas últimas palabras muy lentamente poniendo un gran énfasis para que el pensamiento quedara claro—. Traten de eludir la presión de los cazas enemigos y fijen toda su atención únicamente en atacar a los bombarderos. Ahora Wolfgang les asignará los aviones a cada uno.

El director de operaciones fue leyendo en un papel las matrículas de los cazas y los nombres de sus pilotos.

Cuando acabó la reunión todos se levantaron entre el gran ruido de las sillas que se movían y los comentarios de la gente.

Peter buscó a su piloto de flanco. Se llamaba Heinz y era un crío que no llegaría a los diecinueve años, y encima aparentaba bastantes menos. Se había iniciado en la aviación con las Juventudes Hitlerianas y el vuelo sin motor. Con diecisiete años ya había ingresado en la Luftwaffe.

Aunque parecía tímido y asustadizo, Peter había podido comprobar que era una persona valiente, dispuesto a darlo todo. Quizás nada más que tenía un defecto: se creía demasiado bueno y buscaba con ahínco ser el primero en derribar aviones enemigos.

—Heinz —le dijo—, vuela detrás de mí, a un lado. Cuando iniciemos un ataque yo te diré por la radio si derecha o izquierda; ése será el costado en el cual te tendrás que poner y la dirección de la salida que haré cuando acabemos la pasada de tiro. Por favor, concéntrate en vigilar mi cola cuando yo inicie el ataque. Si me sigues te guío en la pasada de tiro. Cuando yo me vaya, tú en ese momento dispara y ataca. Si me has seguido bien estarás en situación óptima de disparo. No te obsesiones en tratar de derribar tú solo el mayor número de aviones. Ya serás con el tiempo jefe de patrulla y lo podrás hacer. Ahora recuerda que eres mi piloto de flanco y tienes que ser mis ojos para vigilar mi cola cuando yo estoy concentrado en una pasada de tiro y no tengo tiempo en mirar para atrás.

—A sus órdenes.

Ésa fue la escueta contestación de Heinz.

 

***

 

Daba pena ver aquella base militar, en otros tiempos principal escuela de vuelo de la Luftwaffe y ahora con la mitad de los edificios en ruinas, el terreno plagado de pequeños cráteres por las bombas que habían caído y una gran cantidad de aviones abandonados, rotos y esparcidos por todos los costados del aeródromo.

Peter tenía asignado un Messerschmitt 109 G. No era precisamente el avión más moderno, pero prefería volar en él. A gran altura seguía siendo una máquina imbatible en manos de un buen piloto y, sobre todo, le gustaba el armamento que llevaba: dos ametralladoras de trece milímetros y un gran cañón de treinta. Éste último tiraba con una cadencia lenta pero, debido a su enorme calibre su munición, podía destrozar tan sólo con un par de balas un avión entero.

Se fueron hacia donde estaban aparcados los aviones sobre la hierba… Tensa espera hasta que les dieran la orden de despegue.

Recordaba las proféticas palabras del tío de Erika, el general de nombre Kurt Rienhalt cuando, en una reunión en la casa de ella hablando del deseo de Peter de ser un piloto de caza, por ser, según su opinión, el culmen de la carrera de un aviador le dijo: “Tendrán que echar mano de todas las personas que puedan volar, pues ya no habrá ni tiempo ni medios para hacer nuevos pilotos; y lo mismo que en los frentes llegaremos a ver a niños y viejos empuñando fusiles, veremos también a pilotos veteranos, con bastantes años, permítame la expresión, volando en aviones de caza”.

Era exactamente lo que había ocurrido.

Era curioso que, por el contrario, la industria alemana seguía produciendo aviones a un ritmo increíble, aunque no cabía duda de que la calidad era ya mucho más deficiente que al principio de la guerra, pero es que no había posibilidad ni tiempo para formar pilotos.

Hacía un poco más de un año que fue sacado de su labor como instructor de vuelo y destinado en un escuadrón de caza. Para los estándares de los demás pilotos, él era un viejo. Casi todos rondaban los veinte años cuando él ya estaba por encima de la treintena. No obstante, pronto se ganó el respeto de los demás por su habilidad como piloto y experiencia en vuelo, que impresionó al resto del escuadrón.

Ahora había dos tipos de personas destinadas en los aviones de caza: unos con miles de combates a sus espaldas, vencedores de situaciones imposibles, entre los que podía encuadrarse Peter pese a que no tenía demasiados aviones derribados en su historial; y otros, jóvenes imberbes que, por desgracia, caían derribados o sufrían tremendos accidentes debido a su inexperiencia.

Cuando una de estas jóvenes personas lograba sobrevivir, pasaba a formar parte de los veteranos en poco tiempo.

Entre los pilotos aliados, en cuanto habían hecho un número suficiente de misiones eran relevados del frente de combate y llevados a destinos con menos peligro como premio por su labor. En Alemania eso era imposible por la carencia de pilotos. En el escuadrón de Peter había un par de ellos que habían sobrepasado más de mil quinientas misiones de combate y tenían que seguir día tras día jugándose la vida sin parar. No había relevo posible.

No cabía duda de que mientras estuvo en las escuelas de vuelo, la vida, dentro de las penurias de la guerra, había sido un bálsamo de paz en medio de una descontrolada nación sometida a un esfuerzo increíble. Se casó con Erika en Dachau en una ceremonia muy bonita y la vida con ella fue placentera y sin problemas. Desde que era piloto de caza se encontraba como en un circo itinerante, cambiando cada día de lugar, de aeródromo, desde donde operaban. Procuraba llamarla todos los días que podía por teléfono, pero a veces no era tan fácil… Las líneas no funcionaban, e incluso las misiones, los vuelos eran tan seguidos, que no había manera posible de encontrar un momento para conversar.

La espera antes de salir a combatir era siempre lo peor. Prefería estar en el aire volando, luchando contra el enemigo, mucho antes que esta incertidumbre aguardando a que se diera la orden de despegue. Los pilotos leían, jugaban al ajedrez o simplemente descansaban tumbados en sillones; pero esa aparente paz y tranquilidad era irreal, falsa. Se palpaba en el ambiente una tensión enorme contenida en esa mentirosa calma.

 

***

 

Sonó el ruido de un disparo: una bengala salida de una pistola de señales describía una parábola verde en el aire.

Era la señal.

Se levantaron todos corriendo hacia los aviones.

—¡Vamos Heinz, vamos! —gritaba Peter a su piloto de flanco mientra corrían hacia sus monturas.

Por fin se acababa la tranquilidad, era preferible la lucha a la calma… por lo menos para aliviar la tensión.

Se subió por el ala izquierda hacia la cabina. Su mecánico estaba sobre el ala derecha dispuesto a ayudarlo para ponerse el paracaídas y los atalajes. Cuando todo estuvo listo, y después de un escueto “¡suerte!”, su ayudante se bajó del avión.

Con celeridad, pero cuidadosamente, empezó con las comprobaciones para poner todo en marcha: selector de combustible abierto, mando de potencia del motor un tercio hacia delante, pulsó con el primer cuatro veces para inyectar combustible en las cabezas de los cilindros, radiador de refrigeración cerrado, mando de la hélice en automático, ignición de las magnetos en uno más dos… Todo listo.

—¡Ya! —gritó a los dos ayudantes que, sobre el ala derecha y con una manivela, empezaron a dar vueltas para que el volante de inercia cogiese revoluciones.

Se escuchaba un chirrido metálico que iba subiendo de tono a medida que la manivela, movida pesadamente por las dos personas, iba aumentando de velocidad. Cuando ya estaba al máximo que podían conseguir, quitaron la manivela y se bajaron del ala.

—¿Libre? —gritó Peter.

—¡Libre! —dijo el mecánico desde el suelo.

Con la mano izquierda tiró de una empuñadura que conectaba el volante de inercia al motor y, al engranarlo, empezó a girar. Dos tosidos y se puso en marcha sin dificultad.

Conectó la radio y el tubo de oxigeno.

—¿Kayak uno?

—Kayak dos —escuchó por los auriculares: su punto estaba listo.

Despegaron casi todos rápidamente y de dos en dos y, en pocos minutos, estaban formando una formación compacta, cogiendo altura. A lo lejos, por la parte oeste, se veían trazas de las estelas de condensación de una aglomeración de aviones que se dirigían hacia el este. Ése era el objetivo a atacar.

El Gruppencommandeur dirigía a todos los Messerschmitt 109 a un costado de la imponente formación de bombarderos. Quería sobrepasarlos en altura y atacar desde el sur con el sol en sus espaldas para que no pudiesen detectarlos.

Peter veía que la lucha había comenzado, pues, por la parte frontal de los aviones atacantes, se podían ver las estelas que dejaban los aviones de reacción Me 262 al lanzarse en picado hacia los bombarderos que lideraban la formación.

Se pusieron a un lado del objetivo a atacar y el Gruppencommadeur hizo un casi imperceptible movimiento con sus alas: era la señal para ponerse todos en escalón.

Cogieron algo más de altura y se escuchó por la radio:

—¡Horrido!

Era la voz para lanzarse a ametrallar a los aviones de bombardeo. Todos los Messerschmitt 109, uno detrás de otro, iniciaron un descenso en picado hacia los panzudos cuatrimotores. Éstos se mantenían todos muy juntos, pues era la manera de cubrirse entre sí con las ametralladoras que tenían.

Peter eligió uno de los que iban en la parte trasera del grupo y dijo por la radio:

—¡Kayak uno, izquierda!

Dos chasquidos en la radio le confirmaban que Heinz había pulsado el micro para confirmarle que entendía la orden.

Aparentemente podía ver que los aviones de caza aliados que defendían a los bombarderos estaban por el otro flanco de la formación.

Cuando se acercaba, del avión que había elegido como víctima empezaron a surgir balas trazadoras hacia él. Bajó un poco más la trayectoria de vuelo para que le pasasen por encima y, simultáneamente con el dedo índice de su mano derecha, apretó el gatillo que había en la parte frontal de la palanca de mando. El avión tembló al disparar las ametralladoras. Vio que las balas iban directas hacia la cola del cuatrimotor y que ya no salían más disparos contra él. Seguramente había alcanzado al ametrallador que estaba en la parte trasera del avión. Maniobró con la palanca y los pedales para poner en su punto de mira el ala izquierda del bombardero y apuntó hacia el motor que estaba más pegado al fuselaje.

«Tranquilo, espera, espera…», se dijo a si mismo.

La distancia se acortaba y, cuando estaba a unos cien metros, con el dedo pulgar apretó el botón que había sobre la palanca de mando. El cañón de treinta milímetros empezó su canción de “Bum… bum… bum”. Con lenta cadencia las balas mortíferas se incrustaban en el motor de su enemigo. El daño era tremendo: el motor explotó, la rueda del tren de aterrizaje se desprendió hacia el suelo y la hélice salió dando tumbos hacia el fuselaje. Cuando ya no podía aguantar más, tiró de la palanca de mando y pasó sobre el cuatrimotor muy cerca, como una exhalación subiendo hacia la izquierda.

Miró hacia atrás y pudo ver cómo Heinz remataba la faena. El ala del bombardero se desprendió casi desde la raíz y empezó a caer hacia la tierra en una espiral frenética. Al mismo tiempo, pequeños bultos negros salían de sus entrañas por la parte de abajo.

Era la tripulación que se lanzaba al vacío para salvarse en paracaídas.

 

***

 

Cogieron altura otra vez subiendo en un abierto círculo. Cuando estuvo en posición inició el descenso en picado hacia otro de los aviones enemigos.

—¡Kayak uno, izquierda! —trasmitió hacia su compañero.

Otra vez los dos chasquidos en la radio que le confirmaban que había entendido la orden.

Mientras se acercaba ganando velocidad vio que sobre él pasaban muy cerca unas balas trazadoras que venían desde atrás.

—¡Peter, en tu cola, en tu cola! ¡Rompe a la izquierda!

La voz casi histérica de Heinz sonaba fuerte en sus auriculares.

Dio un violento giro mientras subía y pudo ver que muy cerca de él, justo detrás, había un avión de caza enemigo. Inició una espiral ascendente con el motor a fondo. El otro avión le seguía. Subían cabina contra cabina muy cerca uno del otro. Podía ver a su piloto oponente con un casco de cuero negro y un pañuelo rojo al cuello. Mientras ascendían al máximo de lo que daban los aviones, enroscándose uno contra otro, la velocidad iba cayendo. El Messerschmitt 109 era ligeramente superior a esta altura. Al final, los dos oponentes estaban con el morro muy alto al límite de la pérdida de velocidad; el primero que cayera tenía perdido el combate.

Peter trataba por todos los medios de sujetar casi inmóvil y colgado de la hélice a su avión. De un momento a otro se desplomaría. Justo cuando le parecía que ya se iba a caer descontrolado, pudo ver como el otro avión basculaba sobre un ala y se lanzaba verticalmente hacia el suelo.

Maniobró para seguirlo. Lo tenía justo delante de su visor, a poca distancia. Abrió fuego con las ametralladoras una ráfaga y vio que varias balas se incrustaban en el ala izquierda de su avión oponente. No quiso seguir. Era para él ahora muy fácil derribarlo; pero su misión era atacar a los bombarderos, no derribar a ese caza.

Tiró con todas sus fuerzas de la palanca de mando y se dispuso a subir otra vez a la zona de combate. Mientras, el otro caza se perdía hacia el suelo en un picado frenético. Ascendió lentamente hacia la masa de atacantes. Le parecía una eternidad el tiempo que necesitaba para recuperar la altura perdida después de haber perseguido al caza que le había atacado.

—¿Kayak dos? —trasmitió por la radio. Silencio.

—¿Kayak dos? ¿Heinz me recibes? No hubo respuesta.

Quizá se le había estropeado la radio o había tenido algún otro problema técnico. Como un rayo fugaz pasó por su cerebro la idea de que podían haber derribado a Heinz.

Al cabo de unos minutos, que se le hicieron interminables, logró estar otra vez sobre la altura a la que volaba la formación de bombarderos. Pero estaba muy atrás, separado de ellos. Empezó a cerrar distancias. Viraba continuamente el avión, pues, sin su piloto de flanco, tenía que valerse él solo para ver si alguien se ponía detrás de su cola.

Ya empezaba a estar en una buena posición para iniciar el ataque cuando una pequeña luz roja parpadeó en su tablero de instrumentos y poco después se encendió de manera fija: era el aviso de baja cantidad de combustible. Tenía que recuperarse a su base inmediatamente. Miró a derecha e izquierda y vio a otros aviones enzarzados en combates pero estaban bastante más lejos.

Inició un continuo descenso en picado hacia uno de los cuatrimotores que estaba en un costado. Volaba en curva para poder así vigilar mejor su cola. Cuando la distancia estaba disminuyendo se concentró en apuntar bien a su objetivo. Otra vez surgían hacia él multitud de balas trazadoras desde los bombarderos. Como le iba a sobrar munición empezó a disparar desde muy lejos con el cañón. No era fácil alcanzar a su víctima desde tanta distancia, no obstante, afinando su puntería pudo ver una vez más cómo las destructoras balas de treinta milímetros se empezaban a incrustar en el ala izquierda de su enemigo. Saltaban trozos de metal y llamaradas; seguramente le había alcanzado en un depósito de combustible.

Seguía concentrado en la puntería mientras se acercaba más y más al enorme avión ya herido de muerte. Cuando estuviera muy

 

cerca pasaría debajo de él y, disminuyendo la potencia del motor, se lanzaría hacia la tierra para aterrizar en su aeródromo. Con el combustible que le quedaba llegaría muy justo.

Estaba ya terminando la pasada de tiro, observando los terribles destrozos que hacía en el bombardero, cuando una vibración enorme sacudió su avión. Simultáneamente escuchaba el sonido metálico de las balas que daban en la armadura protectora que estaba detrás de la cabina de pilotaje.

¡Le estaban ametrallando por la parte trasera!

Empujó violentamente la palanca de mando hacia el tablero de instrumentos iniciando un descenso en picado casi vertical. Pudo ver que, muy cerca de su cola, había un avión inglés; era el que le disparaba.

Con el motor a fondo la velocidad en pocos segundos fue tremenda. Seguía casi vertical hacia el suelo, pero lo más curioso era que su perseguidor, con una saña enorme, no se despegaba de él y seguía disparando. Notaba, por las vibraciones que sentía, que las balas perforaban su ala derecha y, además, algunas seguían dando en la placa blindada que le protegía detrás de la cabina.

Peter trataba de mover el avión a derecha e izquierda para evitar las trayectorias de las balas. La velocidad era enorme y, en esa condición, los mandos se ponían durísimos y el avión casi iba desbocado hacia el suelo.

¡Pero el otro caza seguía persistentemente lanzándole ráfagas y ráfagas de ametralladora muy pegado a su cola!

La aguja del altímetro giraba a gran velocidad: cinco mil… cuatro mil… tres mil… dos mil metros… Muy cerca del terreno tuvo que tirar con las dos manos de la palanca de mando para recuperar al Messerschmitt 109 del picado mortal en el cual estaba instalado. El avión se niveló bastante cerca del suelo. Pensó que su oponente le habría dejado ya y, por eso, disminuyó la potencia del motor, para así ahorrar algo de combustible. Vio a lo lejos la aguja de un campanario que estaba cerca de su base y se dirigió hacia allí.

En ese momento notó otra vez las vibraciones y los sonidos metálicos de las balas dando en la armadura blindada. ¡El Mustang seguía muy pegado a él, a unos cien metros de su cola!

Otra vez picó con determinación poniendo la máxima potencia a su motor y puso a su avión a volar a tan sólo una docena de metros del suelo. Volar a esa velocidad, tan bajo, era casi suicida, pero era la única solución para evitar las balas de su perseguidor.

Casi tocaba las hierbas de los prados, pero delante tenía una fila de árboles. Tiró de la palanca de mando para saltarlos y, en ese momento, de nuevo ofreció una posibilidad a su oponente para disparar. Escuchó el sonido de las balas que daban en los planos y en el fuselaje. De pronto notó un agudo dolor en su talón izquierdo. Una bala o una esquirla le había dado. Con rabia picó de nuevo poniéndose una vez más a volar a tan baja altura que casi rozaba la vegetación del terreno. Mientras, viraba suavemente a un lado y al otro para dificultar la puntería de su enemigo. Volviendo ligeramente la cabeza, lo podía ver justo detrás de él, a menos de cincuenta metros de su cola volando algo más alto y esperando a que Peter ganase algo de altura para acribillarlo.

Otra fila de árboles que delimitaban un prado… Tiró de la palanca de mando para sobrepasarlos y su Messerschmitt se puso a vibrar al recibir los impactos de su enemigo. Le parecía mentira que su avión pudiera absorber tanto daño y todavía siguiera funcionando bien. Afortunadamente, aunque deberían estar las alas y el fuselaje como un colador lleno de agujeros, no le había tocado ninguna parte vital del motor. No podía entender la tenacidad de ese piloto ingles en derribarle, pues, si seguía así, tendría problemas para recuperarse a su base por todo el combustible que estaban gastando mientras volaban a la máxima velocidad con el motor a fondo a tan baja altura.

De nuevo se pegó al suelo en cuanto pasó la fila de árboles. Había visto en ese pequeño tirón que el campanario de la iglesia, que era su punto de referencia para llegar a su aeródromo, ya estaba cerca. Cuando se aproximase más, la artillería antiaérea de su base le protegería haciendo que el perro soltase a su presa e, incluso con algo de suerte, derribando a este empecinado piloto que tenía detrás.

Peter sudaba por los cuatro costados y respiraba angustiosamente mientras, notaba como un líquido pegajoso se metía en su bota izquierda. Debía de estar sangrando bastante.

El Mustang inglés cada vez se mantenía más cerca de él. Ahora lo podía ver por el espejo retrovisor que había en la parte superior del parabrisas. Estaba a unas decenas de metros detrás volando algo más alto. En la próxima línea de árboles que tuviera que saltar ya no tendría salvación.

En ese momento el avión vibró violentamente y experimentó un frenazo, como si hubiera chocado contra una pared de ladrillos.

¡Se había parado el motor por haber agotado todo el combustible!

No obstante, con la inercia seguía aún volando… aunque disminuyendo la velocidad muy rápidamente.

Una sombra le llamó la atención: ¡Era el Mustang, el avión inglés, que le sobrepasaba por arriba y por la izquierda a unos pocos metros! Seguramente al volar tan pegado a su cola le había sorprendido el frenazo del Messerschmitt de Peter y no había podido evitar pasar por delante de él.

Lo tenía a unos veinte metros por encima ganando altura. Peter tiró con determinación de la palanca de mando y, con la inercia que todavía llevaba, enfocó a su enemigo. Estaba muy cerca, tanto que ocupaba todo su parabrisas por completo. Con una rabia infinita apretó simultáneamente con el índice y el pulgar los botones del cañón y las ametralladoras.

Las balas que salían de su avión se incrustaron en el fuselaje del Mustang. Una llamarada salió de su motor y a la vez el radiador de refrigeración de la parte baja estalló en mil pedazos.

—¡Muere, maldito, muere! —dijo Peter en voz alta histéricamente.

Pero no pudo detenerse a ver más. Su caza se quedaba casi sin velocidad. Tenía que tirarse en paracaídas inmediatamente. Miró afuera. Estaba a menos de doscientos metros del suelo. ¡Imposible! Si abandonaba el avión a esta altura no habría tiempo para que se abriera. Empujó la palanca de mando para recobrar un poco de velocidad. Tenía que aterrizar de panza en lo que encontrase delante. Rozó las ramas superiores de algunos árboles y se desplomó hacia un prado bastante extenso. Tiró de la palanca en el último momento y el Messerschmitt pegó contra el suelo con bastante violencia. El fuselaje daba botes sobre el terreno con un sonido de piedras y tierra que se arrastraban por la parte inferior de su avión.

No podía ver nada por delante, pues la hierba era muy alta y envolvía su máquina. Era imposible tratar de dirigir o frenar.

Peter ya no era un piloto; ahora era un espectador dentro de un amasijo de hierros que se deslizaba sobre la hierba. Soltó la palanca de mando y puso sus dos manos en unas anillas que había junto al parabrisas para protegerse.

—¡Para, para! —decía con desesperación, mientras, con bastante rapidez, todavía su avión continuaba arrastrándose por el suelo.

Cuando ya estuvo casi detenido, salió de las hierbas.

Delante pudo ver un camino y detrás una hilera de árboles frondosos que hacía como de seto para delimitar el terreno.

La hélice, con las palas dobladas, se incrustó en un pequeño talud que había en el borde del sendero.

El Messerschmitt se detuvo pero, al chocar contra el muro de tierra, se levantó de la cola. Iba a dar una vuelta de campana. Peter apretaba con desesperación sus manos a los tubos de hierro que tenía agarrados. El avión se puso vertical con el morro en el suelo pero, en lugar de dar la voltereta, al final cayó otra vez la cola hacia la tierra con gran estrépito.

Se hizo un silencio espeso. Todo había terminado.

«¡Hay que salir de aquí antes de que se incendie!», fue el primer pensamiento de Peter, para reflexionar después y pensar con serenidad: «¿Cómo se va a incendiar si no le queda ni una sola gota de gasolina?».

Suspiró con alivio. ¡Estaba vivo! Nunca había tenido que sufrir una situación tan difícil.

«Menos mal», pensó, «que el Mustang no tiene ametralladoras de gran calibre o cañones como el de treinta milímetros del Messerschmitt».

De lo contrario ahora estaría muerto.

 

***

 

Abrió la cabina y la suave brisa le reconfortó. Se quitó el casco de cuero y la máscara y disfruto por unos instantes del aire fresco mientras inspiraba profundamente. Todo era paz, tranquilidad, algunos trinos de pájaros y el sonido del viento enredándose en las ramas de los árboles. Miro al cielo y vio a lo lejos como, hacia el este, la gran formación de aviones dejando estelas blancas se perdía ya casi en el horizonte.

¡Qué inútil este sacrificio!

Suponiendo que el segundo bombardero que atacó hubiese caído, ¿cuantos aviones podrían haber derribado en total los cazas alemanes? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Y que era eso en un grupo de bombarderos compuesto casi por mil aviones? Nada.

Escuchó una fuerte explosión. Detrás de la fila de árboles subió hacia las alturas una columna de humo negro en forma de hongo. Casi seguro que era un avión que se había estrellado muy cerca. A su derecha, ya muy próximo al suelo, pudo ver como un paracaídas de color blanco, brillante e inmaculado se deslizaba hacia el suelo. Colgando de él se vislumbraba una pequeña figura humana que se balaceaba bajo la seda. Desapareció detrás de los árboles. ¿Sería su piloto perseguidor derribado?

Quería salir de la cabina y abandonar este pecio, un trozo de metal ahora convertido en chatarra inútil.

Cuando se fue a poner de pie no pudo reprimir un grito de dolor al poner la bota izquierda en el suelo. Se había olvidado del tiro que acababa de recibir.

Apoyándose solo en la pierna derecha saltó de su habitáculo y cayó al suelo al no poder mantener el equilibrio.

Andando a la pata coja rodeó el plano izquierdo y se sentó en su parte delantera.

Ahora podía contemplar mejor los daños del combate: había agujeros de bala por todas partes y la cola estaba destrozada pero, milagrosamente, el motor estaba sin ningún impacto.

—¡Erika has estado a punto de quedarte viuda! —gritó en voz alta con alivio.

En el fondo estaba feliz de encontrase vivo. Tan sólo tenía la herida del pie izquierdo. No quería quitarse la bota. Podía ver el cuero en el talón como chamuscado y roto y una mancha rojiza en esa zona.

¿Qué hacer ahora? Lo único era esperar a que alguien pasara por el camino y le ayudase, pues tal como estaba no podía ni andar.

Escuchó un chasquido, como de unas ramas que se tronchan. Venían de la fila de árboles y matojos que delimitaban el prado.

De pronto apareció la figura de una persona entre la vegetación. Cazadora de cuero, chaleco salvavidas amarillo sobre él, todavía el casco sobre la cabeza y la máscara colgando de un lado.

Peter echó mano a su cintura y desenfundó su pistola Luger apuntando al intruso. Éste al verle metió su brazo dentro de la cazadora y sacó un revolver. Se quedaron los dos inmóviles, apuntándose el uno al otro. Estaban separados por unos veinte metros.

Así se mantuvieron durante varios segundos, sin que ninguno disparase ni hiciera el más mínimo movimiento.

—¿Peter? ¿Eres Peter?

La voz salía de la persona que había aparecido entre el ramaje.

A Peter le extrañó que ese piloto, aparentemente inglés, le hablase en un correctísimo alemán.

—¡No se mueva en absoluto o disparo! —dijo a gritos.

La persona que estaba frente a él se llevó lentamente la mano izquierda al casco de cuero quitándoselo.

Mientras hacía esto, Peter gritó con furia:

—¡Un movimiento más y está muerto!

Mientras, movía nerviosamente la pistola apuntándole.

—Peter… Soy Robert, ¿no te acuerdas de mí?

Ésa fue la respuesta que, con voz desmallada, recibió.

En ese momento pudo reconocerlo. Hacía bastantes años que no se habían visto, pero la apariencia física era la misma, con un poco menos de pelo, pero casi igual.

Los dos seguían paralizados.

Robert bajó el revolver apuntando al suelo mientras decía:

—Por Dios, Peter, baja esa arma. ¡No seas ridículo!

Dándose cuenta, dejó la pistola Luger sobre el ala donde estaba sentado.

Robert se acercó andando despacio al plano del Messerschmitt donde Peter se encontraba. Éste preguntó:

—¿Eras el piloto del Mustang?

Asintió con la cabeza sin decir palabra, como con pesadumbre. Peter, mascando las palabras, dijo despacio:

—No me has matado de milagro.

—Y tú has acabado derribando mi avión. Me tuve que lanzar en paracaídas.

Se estableció un silencio tenso entre los dos que fue roto por Peter.

—¿Qué haces luchando contra tu patria? ¿Qué hace un alemán combatiendo contra sus compatriotas?

—¿Mi patria? —contestó Robert con agresividad—. ¿Cuál es mi patria? ¿El lugar donde nací o los que me han acogido? Sí, nací en Alemania, pero tú sabes tan bien como yo que, por ser judíos, nos incendiaron el negocio de mi padre y nos quisieron matar. Tuvimos que huir a Polonia y allí, cuando tus amigos nazis invadieron ese país, mataron a mi padre y una vez más tuve que huir para salvar la vida. No tengo ni idea desde entonces de qué ha sido de mi madre y de mi hermana. Me temo lo peor. Que estén en unos de esos campos de prisioneros que habéis montado para destruir a los que consideráis enemigos. Habéis masacrado a la población de Londres, asesinando sin discriminación a personas inocentes… Yo lucho por liberar mi patria, que ahora es Polonia y además…

—¿Sabes lo que ha ocurrido el 15 de febrero? –gritó Peter acallando la exposición de Robert—. Sí, hace tan solo unas semanas. Los liberales, los “buenos” —dijo esta palabra con sorna— cometisteis un crimen espantoso. Te voy a refrescar la memoria: arrasasteis Dresden. Lanzasteis cientos y cientos de toneladas de bombas incendiarias. Matasteis a casi toda la población y de una manera cruel, terrible… achicharrándola con bombas de fósforo.

En ese momento Peter trató de sentase mejor sobre el ala del avión y, para hacerlo, cogió la pistola que estaba sobre el plano para retirarla.

Viendo esto, Robert le gritó con furia:

—¡Sí! ¡Coge la pistola y pégame un tiro si crees que yo he sido responsable de esa tragedia!

Peter se dio cuenta de que tenía la pistola en su mano y la fue a guardar en su funda. En ese momento se resbalo de donde estaba sentado y al caer al suelo no pudo reprimir un grito de dolor al apoyar su pierna izquierda sobre el terreno.

¿Estas herido? —preguntó Robert.

—Estoy vivo de milagro después de todas las balas que disparaste sobre mí.

—Peter, por favor, no sigamos. Ni tú ni yo tenemos la culpa de esta guerra. No puede ser que, porque unos políticos o militares quieran dirimir sus diferencias a tiros, se acabe con una amistad, con un compañerismo que nos ha unido desde que éramos pequeños, con una ensoñación por volar que absorbió nuestra primera juventud. Déjame ver tu pie.

—Hay un botiquín en la parte…

—Sé dónde está. Aunque no te lo creas he volado el Messerschmitt 109.

—¿Dónde?

—En el Royal Aircraft Establishment, en Farnborough. Me dediqué durante unos años a probar los aviones alemanes que caían en nuestras manos para ver sus características.

—¡Así me podías ganar en el combate! Jugabas con ventaja.

—Como en los antiguos campeonatos de vuelo a vela, pero hoy tú has vencido —le recordó Robert—. Al final quien me ha derribado has sido tú.

Se acercó a la parte trasera izquierda del fuselaje y quitó una pequeña tapa circular con una cruz roja pintada. Era un botiquín con gasas, esparadrapos, algo de alcohol y sulfamidas.

Se fue de nuevo junto a Peter, que estaba apoyado en el suelo, y con mucho cuidado le extrajo la bota izquierda. La herida estaba ensangrentada. Seguramente en lugar de una bala debía ser una esquirla, pues no se apreciaba agujero alguno en el talón.

Con cuidado se la lavó como pudo y le empezó a vendar. Mientras lo hacía Peter preguntó:

—¿Estas casado?

Sin desatender a su tarea, le dijo, mientras continuaba poniéndole la venda:

—Tuve un gran amor con una pianista polaca. Escapamos juntos en un velero, una aventura increíble, pero la mataron unos soldados rumanos.

—Vaya… Lo siento —dijo Peter con pesar.

—Ahora estoy con una mujer viuda de un piloto de la RAF. Tiene dos hijos. Supongo que, si salimos vivos de esta maldita guerra, acabaré casándome con ella. ¿Y tú?

—Me casé con una chica de Múnich.

—¿La conozco?

—No creo. Era una de las secretarias de Egon Scheibe, ¿te acuerdas de él? El que hacía veleros de tubo y tela. Estamos esperando un hijo.

—Me alegro de veras —dijo Robert—. Y a Annette, ¿cómo le va?

—Estuvo casada con Wolgang Emerich, ¿le recuerdas? Vivía al final del pueblo.

Robert asintió mientras seguía con el vendaje de la herida.

 

***

 

—Estuvo destinado en un submarino y desapareció en el Atlántico hace dos años —siguió Peter— ¡Qué locura es la guerra! Es como un duro combate de boxeo: aunque al final uno gane, el otro no sale bien parado. Sé que esto ya no va a durar mucho. Alemania quedará de nuevo arrasada, y todavía peor que después de la Primera Guerra Mundial. Aún así, los vencedores tendrán también que reconstruir sus ciudades, sus fábricas… Pero lo peor es la tragedia humana: familias enteras destrozadas, huérfanos, viudas, tullidos e inválidos por doquier. ¿Quién les restituye a ésos la vida, la existencia que han perdido para siempre?

—Mi ilusión era llegar a ser piloto de caza. Lo consideraba el culmen de la profesión de aviador. Luche y removí lo indecible para conseguirlo pese a que ya era mayor para ese puesto.

—¡A mí me ha pasado lo mismo! —dijo Robert.

Cuando esto acabe, no quiero ser más un piloto de combate. No quiero matar a nadie amparado en ninguna idea o bandera.

—Yo opino igual

—¡Jamás volveremos a pelearnos en el aire! Robert se levantó y abrazó a su amigo.

Se quedaron mirándose y Robert dijo con un deje humorístico:

—Sólo pelearemos en los campeonatos de vuelo a vela.

—¿Para que me ganes como siempre? ¡Me niego! —dijo Peter mientras los dos reían.

 

***

 

Siguieron hablando y recordando su tiempo pasado en la juventud y sus familias.

Al cabo de una hora un camión se acercó por el final del camino.

—Ahora yo seré un prisionero de guerra —dijo Robert.

—Mira, esto no creo que dure ya más de unos meses. El problema será para mí, que me convertiré en un soldado del bando de los vencidos —respondió Peter.

El camión se paró frente a ellos. En la caja abierta, sin lona, había una gran cantidad de pilotos alemanes, americanos e ingleses, que habían sido derribados o se habían lanzado en paracaídas. Todos charlaban entre sí con animación. Algunos estaban algo heridos.

Un piloto americano se bajó para ayudar a Peter a montarse mientras Robert también le empujaba desde el suelo. Se sentaron uno frente a otro hermanados por el resto de los pilotos.

Peter miró al cielo. Era un día luminoso plagado de pequeñas nubes cumuliformes.

—Que día más bueno para volar.

Su amigo entendió al momento que se refería a volar a vela.

—Extraordinario. Pocos se encuentran como hoy.

 

***

 

El camión emprendió su marcha mientras los pilotos trataban de charlar entre ellos y, pese a las diferencias en el idioma, se sabían hacer entender. Comentaban el combate y lo describían con las manos como si volasen uno contra otro.

Todos los que horas antes habían estado intentando matarse entre sí estaban ahora unidos sin rencor por una misma pasión por esa ensoñación de volar, de sentirse pájaros en el aire, de ser aviadores…

 

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