Honor

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Capítulo 8

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Capítulo 8

EL tono era íntimo y la sugerencia no le pasó inadvertida a Mac. Su jefa no pareció darse por aludida, se levantó y se desperezó. Se había quitado la chaqueta y las tiras de la pistolera le ceñían la camisa sobre el busto. Mac se fijó en la forma en que los ojos de Blair recorrían el cuerpo de Cam. «Dios. Me sorprende que la comandante no arda en llamas.»

Tal vez Cam había oído la observación de Blair o había sentido su mirada sugerente, pero no lo manifestó. En lugar de contestar, se volvió hacia sus agentes.

—¿Por qué no se toman unas horas de descanso? Que venga alguien del turno de noche en torno a la medianoche. Estaré aquí hasta entonces.

Después de que los hombres se fueran, Cam se sentó en una silla de la sala de estar con los informes del día. Blair se sentó frente a ella en un sillón, con un bloc de dibujo.

Las luces de la habitación iluminaban tenuemente y las sombras ocultaban en parte el rostro de Cam.

—¿Le importa? —le preguntó Blair cuando empezó a dibujar.

Cam miró por encima, sonrió ligeramente y volvió a sus lecturas.

—No.

—A la mayoría de la gente sí le importa —comentó Blair sin alzar la vista. Estaba dibujando la nariz fina y recta, los profundos ojos oscuros, los pómulos cincelados y la mandíbula de memoria. Era un rostro que le había llamado la atención desde el primer momento y no cesaba de atraerla: un rostro para dibujar. Por desgracia, cuanto más la veía, más excitante la encontraba. Cam reunía todo lo que a Blair le parecía atractivo en una mujer y aquello le producía un efecto inquietante. La estrecha proximidad en la que habían vivido los últimos días no facilitaba las cosas.

Blair esperaba oír la voz de Cam cuando despertaba por la mañana y la buscaba cuando la veía entrar en la habitación. La presencia de Cam le resultaba inquietante y, a la vez, curiosamente tranquilizadora. Blair intentó aplacar sus sentimientos recordándose a sí misma que resultaba de lo más natural que encontrase deseable a una mujer atractiva, así que optó por no prestar atención a la aceleración del pulso y a la inequívoca excitación que la invadía cuando Cam estaba cerca de ella.

—Estoy acostumbrada —comentó Cam con aire ausente.

—¿En serio? —Blair levantó entonces la vista.

—Mi madre es artista.

Blair la contempló con gesto serio.

—¿La conozco?

—Tal vez —respondió Cam, dejando a un lado los papeles—. Se llama Marcea Casells.

—No me está tomando el pelo, ¿verdad?

Cam negó con la cabeza.

—Vaya. —Blair se quedó sin palabras—. Supongo que debería avergonzarme por haberle enseñado mi trabajo. Ella es... maravillosa.

—Sí, lo es. —Cam pensó en los lienzos del loft de Blair—. Por lo poco que he visto de su trabajo, usted también lo es. Naturalmente, no soy crítica. Sólo conozco lo que he contemplado de la obra de mi madre y de las de sus amigos.

—Entonces se ha codeado con los mejores —comentó Blair alegremente—. ¿Vivió en Italia?

—Sí, hasta los doce años. —Por el rostro de Cam cruzó una sombra, que se desvaneció enseguida—. Después estudié en Estados Unidos.

Blair comentó en voz alta, sin pensar:

—Recuerdo haber oído hablar de su marido...

—Mi padre era el embajador americano en Italia —explicó Cam sin alterarse—.

Murió en un atentado terrorista con un coche bomba cuando yo tenía once años.

—Oh, Dios. Lo siento. Lo había olvidado. —Blair miró a Cam con un gesto de disgusto. Ella tenía casi la misma edad cuando su madre murió. Después de eso, le daba un miedo terrible que le sucediese cualquier cosa a su padre. No había crecido más segura rodeada de guardias armados y nunca le había importado su propia seguridad. Si le preocupara, se hubiera visto obligada a admitir que las restrictivas medidas policiales destinadas a protegerla eran necesarias—. Debió de ser horrible para usted.

—Fue mucho más duro para mi madre. —La mirada de Cam se perdió en la distancia mientras recordaba—. Estaban muy unidos y su muerte casi la destruyó. Si no hubiera existido su trabajo, no creo que hubiera sobrevivido.

—¿Y nunca se volvió a casar? — preguntó Blair, en voz baja. Pensaba en su propio padre, solo durante tantos años. Siempre había supuesto que la ambición hacía que él no necesitase a nadie, ni siquiera a ella. Otra de las muchas razones por las que odiaba ser la hija del Presidente.

—No —respondió Cam, pensativa—. No creo que hubiese nadie comparable.

—¿Usted es como ella? —Se atrevió a profundizar Blair. No podía evitar preguntarse por la muerte de la detective que, según los rumores, había sido amante de Cam. Tal vez la comandante la siguiese queriendo y por eso se mostraba tan inmune a las atenciones de Blair. Por unos instantes, Blair se sintió celosa y, luego, se reprochó su estupidez.

—No, no me parezco a ella en nada. —De nuevo esbozó una sonrisa fugaz—. Mi madre es una artista.

—¿En qué sentido?

—Es una misteriosa combinación de pasión profunda, sensibilidad inestable y visión original.

—¿Así ve a los artistas? —Blair estaba fascinada y le interesaba mucho la respuesta.

—Sí. Me parecen personas de una fragilidad especial y de una complejidad emocional increíble. — Cam miró a Blair a la cara; no pensaba en su madre, sino en el espíritu indomable de la joven—. Es un infierno vivir con ellos, pero vale la pena cada instante que se comparte.

Las palabras de Cam le llegaron a Blair hasta la médula. La intensidad de su expresión y el profundo sentimiento de su voz amenazaron con quebrar los fundamentos del mundo de Blair. Por encima de todo deseaba que Cameron Roberts correspondiese a sus sentimientos. Aunque parecía imposible y sería lo último que sucediese. Aquella necesidad la volvía débil. El deseo amenazaba la poca independencia que aún le quedaba. Desgarrada entre el afán de huir y una atracción físicamente dolorosa, mucho más que sexual, desvió los ojos del absorbente rostro de Cam.

—No puedo dibujarla si habla — advirtió con voz pastosa y se centró en el papel y el carboncillo.

Cam observó cómo la delicada mano de Blair se movía sobre la superficie de buena textura, meditando en su hermosura, en el talento que atesoraba y en que resultaba un polvorín emocional: en un determinado momento era calor y furia, y al siguiente, una brasa que irradiaba una sensualidad sofocante. Luego, de pronto, como en aquel instante, se volvía retraída e incluso frágil. Blair, sentada sobre las piernas, doblaba la parte superior del cuerpo sobre su trabajo en un gesto protector. El cabello rubio caía en rizos rebeldes ante su rostro, lo que le daba un aspecto muy joven. Parecía inocente e increíblemente vulnerable. Cam se acordó del paquete que habían dejado junto a su puerta y su mente se rebeló ante la posibilidad de que alguien pudiese hacerle daño.

Luego se recordó a sí misma que su responsabilidad consistía en procurar que nada ni nadie la dañasen. Cam volvió a sus papeles con la absoluta seguridad de que el deseo repentino de acariciar aquellos rizos con sus manos respondía simplemente a la conversación y no a la cautivadora belleza de aquella mujer.

A las siete de la mañana del día siguiente, Cam salió del segundo dormitorio tras darse una ducha. Al otro lado de la sala Blair y Paula Stark, ensimismadas en la conversación, no repararon en ella. Cam no podía oírlas desde donde se encontraba, pero vio que Blair había puesto una mano sobre el brazo de Paula y la miraba a la cara con interés. Parecía como si Stara intentase dar marcha atrás, pero Blair la había acorralado contra la barra del bar. Cam había presenciado seducciones de ese estilo antes. No sabía qué la enojaba más: si la evidente atención que Blair dedicaba a la mujer o el hecho de que a su agente le pareciese fascinante la hija del Presidente. Estaban estrictamente prohibidas las relaciones entre los agentes y los individuos a los que protegían. Y no sólo por una cuestión política, sino por sentido táctico. No se podía ser objetivo en una situación de peligro cuando existía un compromiso personal y, sobre todo, íntimo con el sujeto.

Stark esquivó a Blair para responder a una llamada a la puerta. Automáticamente, Cam se interpuso ante Blair y la puerta, protegiéndola hasta asegurarse de que se trataba de Taylor. Llevaba cuatro días allí y había llegado la hora de tomar una decisión.

—Tenemos que hablar —le dijo a Blair.

Blair la miró con gesto suspicaz, pues se imaginó que Cam la había visto con Stark.

No había prestado mucha atención a la guapa agente, de oscuros cabellos, antes, aunque era consciente de la presencia de Stara tras ella en los bares durante los últimos meses. Stark resultaba atractiva en conjunto: buen cuerpo, ojos claros y seria. Blair no se había sentido interesada por ella sexualmente, seguramente porque había supuesto que Stark no era lesbiana. Desde muy joven había aprendido a no tontear con mujeres heterosexuales. Sin embargo, después de pasar cuatro días encerrada en una suite de tres habitaciones con Cameron Roberts, una mujer que la excitaba sin el menor esfuerzo y la rechazaba con la misma facilidad, Blair acabó por seducir a la joven agente para no aburrirse.

—Al parecer, una de las limpiadoras del edificio dejó el paquete en su puerta — informó Cam—. Por lo visto, un chico no identificado le pagó diez dólares para que lo hiciera. Y, con toda probabilidad, el acosador utilizó al chico como mensajero, así que ignoramos su descripción. No existe grabación en vídeo de ninguno de ellos y no hay forma de identificar al chico.

—Entonces estamos en un callejón sin salida.

—Pues sí, por desgracia.

—¿Puedo regresar a casa? — preguntó Blair, que albergaba sentimientos encontrados al respecto. Estaba totalmente harta de permanecer encerrada con gente alrededor todo el tiempo y añoraba la libertad de trabajar. Pero, por otro lado, Cam apenas había salido del hotel durante los cuatro días que llevaban allí. Cuando Cam dormía, varios agentes montaban guardia. Blair se había acostumbrado a la presencia de Cam. La jefa de seguridad se encontraba allí cuando Blair se despertaba y cuando se acostaba. Durante las largas horas de intervalo, hablaban, leían y compartían el silencio juntas. Desde la época escolar no había compartido momentos tan íntimos con nadie.

—Preferiría que no volviese a su apartamento inmediatamente — respondió Cam.

—Es preferible que se mantenga algún tiempo alejada. Eso nos dará la oportunidad de acabar los interrogatorios de los vecinos y del personal de reparto que se nos ha escapado en el primer rastreo. No resultaría mala idea hacer un viaje fuera de la ciudad.

—Diane y yo habíamos hablado de ir a esquiar —murmuró Blair—. Sin duda la ocasión perfecta. La llamaré y concertaré algo para este fin de semana.

Cam asintió.

—Eso valdría. Aunque el fin de semana me parece un poco pronto, ya que necesito saberlo de antemano para informar al centro de esquí y planear el desplazamiento.

—Puede hacerlo en el avión —dijo Blair con una leve irritación. No acostumbraba a alterar sus planes ni a demorarse para adaptarse a los equipos de seguridad.

—Permítame recordarle que tenemos un acuerdo —repuso Cam en voz baja.

—Acordé no darle el esquinazo a sus agentes —replicó Blair, a modo de indirecta.

—A decir verdad, recuerdo que se mostró conforme en ofrecernos su cooperación— dijo Cam—, además de no darnos el esquinazo.

—La próxima vez lo pondremos por escrito —murmuró Blair. Ante la rápida sonrisa que iluminó los atractivos rasgos de Cam, se rió a pesar de sí misma—. ¿Y si planeamos los detalles esta noche, durante la cena?

—De acuerdo. —Cam sabía que Blair le había cogido la delantera, pero aceptó la oferta de cooperación. Antes de marcharse, añadió: Para parte de mi equipo se trata del primer destino de este calibre sobre el terreno. No los beneficiaría nada que tuviera que trasladarlos.

—¿Y por qué iba a hacerlo? — preguntó Blair, suspicaz.

—En el caso de que uno de ellos comprometiese su objetividad, por así decirlo, entablando una amistad con usted: sólo a modo de ejemplo.

—¿Amistad o sexo?

—Cualquiera de las dos cosas.

—¿Y no le preocupa su propia situación? —inquirió Blair, enfadada, acusando la implícita restricción. Había prometido cooperación, pero no había hecho votos de celibato—. Si me permite recordárselo, ya hemos establecido una gran amistad.

—No me tome por una novata, señorita Powell —repuso Cam con soltura, mientras se alejaba—. Puedo resistir la tentación.

Blair la miró con furia. Si le apetecía acostarse con Paula Stark en medio del vestíbulo del hotel, lo haría. Cameron Roberts tal vez controlase su tiempo, pero nunca controlaría nada que a ella le importase de verdad.

* * *

Blair pasó el resto del día tranquilamente en su apartamento y no volvió a ver a Cam. Sin embargo, no había olvidado su cita para cenar.

Se vistió con esmero y no prestó atención a su pulso acelerado cuando sonó el timbre de la puerta a las seis y media.

—Vamos —dijo Blair a modo de saludo. Como siempre, su jefa de seguridad estaba guapísima. Llevaba una blazer caqui, una blusa azul y unos vaqueros ceñidos y lavados a la piedra. Blair procuró ignorar el débil rastro de colonia que percibió en el aire... y en otros lugares.

—Muy bien.

Blair dobló el abrigo de lana sobre el brazo y miró a Cam con dudas.

—¿Necesita una chaqueta?

—Estoy bien —respondió Cam—. Soy de sangre caliente.

—Apuesto a que sí.

Cam se rió y, cuando se dirigían al ascensor, se fijó en que la chaqueta de seda y los pantalones embellecían la esbelta figura de Blair. Se había peinado con aquel aire ligeramente abandonado que la hacía tan condenadamente sexy. «Por Dios, recuerda lo que le has advertido sobre las amistades.»

Blair caminaba airosa, con confianza, y Cam comprendió que iba no como Blair Powell, la hija del Presidente, sino como una mujer normal y corriente de veinticinco años que salía a cenar. Por un instante, a Cam le fastidió el trabajo. Ojalá pudiese considerar la noche como una simple cita con una mujer hermosa. Pero no podía. Aunque Blair olvidase o tratase de olvidar quién era e ignorase las verdaderas amenazas que acosaban su vida por su empeño en emprender una interminable serie de conquistas sexuales para demostrar su independencia, Cam no debía olvidarlo. No importaba qué cara eligiese enseñar al mundo Blair, Cam sabía que se trataba de una mujer compleja, inteligente y difícil, a la que había jurado proteger. Y no podía haber nada más.

Sin embargo, cuando Blair se volvió hacia ella en el ascensor y le dedicó una sonrisa, Cam se la devolvió. Y a pesar de sus reservas y responsabilidades, se encontró con que esperaba la cena con unas expectativas que hacía años que no tenía.

Cuando el ascensor se detuvo y las puertas comenzaron a abrirse, Blair puso una mano sobre el brazo de Cam y, con un matiz de urgencia en la voz, dijo:

—No quiero que nos acompañe el resto del equipo.

—Señorita Powell, yo...

—Por favor. Hace días que soporto la vigilancia constante de personas casi desconocidas, que lo supervisan todo continuamente. —Blair la miró a los ojos—. Sólo aspiro a unas horas en paz para cenar con usted.

—Sé lo difícil que ha resultado — respondió Cam en un tono tranquilo—, pero no puedo dejarla desprotegida. Ahora no, cuando ha transcurrido tan poco tiempo desde el asunto del paquete. Les ordenaré que pasen inadvertidos.

—No es lo mismo.

—Ya lo sé. Créame, Blair, si pudiera cambiarlo, lo haría.

Tal vez se debiese a la forma en que Cam pronunció su nombre, su nombre propio. En el Servicio Secreto nadie lo utilizaba. O tal vez se debiese a la sinceridad que desprendía su voz. Fue suficiente. Blair posó los dedos sobre la manga de Cam y rozó el dorso de su mano con las yemas.

—Gracias.

Cam susurró unas palabras al micrófono cuando salió del ascensor y sujetó el brazo de Blair. Dudaba de que su idea fuera acertada, pero presentía que, si no le concedía a Blair aquella pequeña parcela de independencia, perdería todas las oportunidades de contar con su cooperación. En realidad, le faltaba valor para seguir reteniéndola. No se trataba sólo de los últimos cuatro días, sino de los últimos trece años.

Cuando salieron al aire helado del atardecer, Cam comprendió hasta qué punto deseaba proporcionarle aquellos escasos momentos de felicidad. Se quedó sin respiración, sorprendida, cuando Blair le dio la mano, pues sabía que al menos tres agentes las vigilaban.

—Le gusta vivir peligrosamente, señorita Powell.

—No creo que la asusten los rumores, comandante —replicó Blair, con aire provocador.

—No me asustan los rumores — repuso Cam secamente—. Se trata de su padre.

Los agentes que las seguían entre la multitud a tres metros de distancia se miraron, perplejos, preguntándose qué había provocado las incontenibles carcajadas de Blair Powell.

—Muy bien. Creo que lo arreglaremos —dijo Cam y se reclinó en la silla. Tomó su café muy relajada tras una cena lenta y tranquila en un pequeño restaurante de la Calle Cuarta, en el West Village. Compartían una mesa de dos frente a una gran chimenea, en la que ardían unos leños. Blair había solicitado una mesa junto a la amplia ventana frontal, pero Cam se había negado amablemente y prefirió sentarse donde Blair no estuviese tan expuesta.

—Me alegro de que se muestre conforme —afirmó Blair con un asomo de risa en la voz. Por una vez, no le molestaba discutir sus planes con su jefa de seguridad. Aunque admitía que Cam actuaba muy razonablemente.

—Aún tardaré uno o dos días en poner todo en orden —advirtió Cam.

—Me ejercitaré en la paciencia. —

Blair bebió un sorbo de coñac y estudió a su compañera de cena. Durante dos horas habían hablado de arte, de las ciudades de Europa que más les gustaban y del valor comparativo de las diferentes artes marciales. No habían tocado temas como la política, la situación del acosador o sus vidas personales. Parecía una primera cita, llena de expectativas y de la emoción de conocer a alguien nuevo. Casi no se reconocía y no quería que la realidad disipase el mito demasiado pronto—. Agradezco que acelere los planes.

—Como se ha mostrado tan cooperadora, es lo menos que puedo hacer —concedió Cam medio en broma.

La sonrisa que se dibujó en las comisuras de los labios de Cameron Roberts bastó para que a Blair le hirviese la sangre. Sonrió a su vez, sorprendida ante la rápida punzada de un placer no sexual, aunque resultara también muy satisfactorio. Luego, con un sobresalto, pensó que echaba de menos la furia ardiente, su constante compañera.

Aquello la aterraba. Si se acostumbraba a aquel sentimiento, el vacío y la decepción de su vida real se volverían destructivos. Sabía que Cameron Roberts observaba su rostro. Su forma de mirarla transmitía la impresión de que no había nadie más en el lugar; su mirada resultaba palpable como una caricia. Por un momento, Blair casi percibió un cosquilleo donde se posaban los ojos de Cam y se esforzó por recuperar su tono normal.

—He hablado con Diane esta tarde. Está deseando ir.

—Le diré al equipo que planifique las cosas a primera hora de la mañana — repuso Cam.

—Me ha contado que la había visto hoy —añadió Blair con indiferencia. No se sintió así cuando Diane dejó caer, como por casualidad, que había comido con Cameron Roberts.

—Sí. Nos traíamos un pequeño negocio entre manos.

—No lo dudo —dijo Blair en tono sarcástico. Sabía muy bien en qué tipo de negocio pensaba Diane. También conocía exactamente la clase de mujer que Diane encontraba atractiva. Con los años, habían competido muchas veces por las mismas mujeres. Cuando eran más jóvenes, tenía gracia, porque no había sentimientos profundos pasase lo que pasase. Pero, en esa ocasión, le parecía cualquier cosa menos divertido. Enfadada consigo misma por dejar su irritación al descubierto, Blair mantuvo los ojos clavados en los oscuros remolinos de líquido de su copa, temerosa de lo que su compañera notase en su rostro.

Cam se hacía una perfecta idea de lo que Diane había insinuado sobre la comida.

La encantadora marchante de arte había manifestado su interés de manera bien clara. A Cam no la ofendió el descarado intento de seducción, pero no quería que Blair pensase, por razones que aún no comprendía bien, que se la seducía tan fácilmente.

—¿Sabe, señorita Powell? — comentó Cam en tono cortés—. A veces un cigarro sólo es un cigarro.

—¡Me parece increíble que me diga eso! —Blair se rió, pues lo ridículo de la metáfora barrió su ira.

—Sí, claro. —Cam también se rió, mientras se fijaba en los luminosos rasgos de Blair cuando se relajaba—. Pero en este caso procede.

—Prometo no repetírselo —repuso Blair sin dejar de sonreír—. Una mujer menospreciada.

Cam, sonriente, inclinó la cabeza en un gracioso gesto.

—Gracias.

Cam aceptó la cuenta del camarero con cierto pesar. Ver a Blair al resplandor de las velas le produjo un dolor desconocido. Cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, Cam reconoció enseguida el sentimiento. Lo reflejaba su hermoso rostro: soledad y deseo.

—¿Lista para marcharse?

—No —respondió Blair en voz baja—. En absoluto.

Ambas permanecieron en silencio mientras Cam ayudaba a Blair a ponerse el abrigo. Volvieron paseando, en una de las escasas noches de enero en que se divisaban las estrellas sobre Nueva York. Blair llegó a olvidar por un momento que tres agentes del Servicio Secreto acechaban sus pasos. La cena había resultado maravillosa y la compañía aún mejor. Se detuvo a medio camino y, aprovechando la oportunidad, preguntó:

—¿No le interesaría darse una vuelta por el bar?

Cam aspiró una profunda bocanada de aire frío, mientras buscaba una respuesta que no destruyese su frágil tregua. Blair le pedía algo más que una copa de última hora.

Solas, en un bar, dispondrían de muchas más ocasiones para la intimidad casual y las caricias breves. Durante un segundo recordó la forma en que las manos de Blair la habían poseído la última vez que se habían encontrado en la oscuridad. Sacudió la cabeza, sin hacer caso a la rápida punzada de deseo que experimentó y negándose a reconocer sus propias inclinaciones.

—No puedo acompañarla. Pero, si desea salir, procuraré que el equipo se comporte discretamente.

—No le ha importado nada cenar conmigo. —Blair permanecía inmóvil, obstaculizando el paso de los transeúntes. No quería que acabase la noche. La tranquila cena con Cam había sido mucho más excitante que los ansiosos acoplamientos con anónimas desconocidas.

—Cuestión de trabajo —replicó Cam. «Dios, ahora le mientes. Por lo menos te ha pedido salir. Las demás veces, se limitaba a escabullirse.»

—¿En serio?

—No. —Cam admitió que había estirado la definición de «trabajo». Podían haber hablado de la excursión a la estación de esquí por la mañana, pero ya había permitido que la excusa del viaje le ofreciese un motivo para cenar con Blair. Se movía en un terreno peligroso y no consentiría que las cosas avanzasen. No podía ir a un bar gay con Blair como si se tratase de una cita. «Y bien sabe Dios que no soporto custodiarla. Verla escoger desconocidas para practicar el sexo me va a volver loca.»

—Entonces diga que sí, Cam. Venga conmigo.

—No puedo —repuso Cam sin ceder—. Lo siento.

—¿De veras? —inquirió Blair con dulzura, observando su rostro.

Cam evitó sus ojos. Ya había hablado demasiado. Se le tensó un músculo de la mandíbula cuando preguntó:

—¿Quiere que notifique a la unidad que va a permanecer fuera?

—No, gracias —respondió Blair en tono mordaz—. Cuando salgo, no me gusta que me acompañe el Servicio Secreto.

Cam supuso que se lo merecía.

—Entonces, ¿puedo acompañarla a casa?

—Sí —aceptó Blair con un suspiro—. Pero, por el amor de Dios, dígale a su gente que no nos pise los talones. Me encuentro perfectamente a salvo con usted.

Cam asintió y susurró instrucciones a su micrófono. Agradecía que Blair no se hubiese puesto difícil en aquel asunto, así no tendría que preocuparse por el paradero de la chica, al menos durante el resto de la noche. Pero aún agradecía más no tener que preocuparse por la persona con la que Blair pasaría la noche.

Varios días después, tomaron un reactor alquilado para volar a Colorado. Su destino era un pequeño enclave rústico que no gozaba de fama como centro turístico. Lo había elegido Blair y, por suerte, era un lugar sin demasiada gente y con más facilidades para establecer medidas de seguridad. Se trataba de un sitio bastante aislado, muy lejos de ciudades grandes, con muy pocas de las diversiones tan populares en las estaciones de esquí de Colorado. No había atracciones nocturnas ni entretenimientos similares. Sí habría horas de buen esquí y de carreras desafiantes. Para Blair y Diane Bleeker tal vez fuesen unas vacaciones, pero para Cam y sus agentes no. Había que organizar los preparativos para el transporte de emergencia desde aquel remoto escenario, notificar a la policía local el posible cierre de carreteras en caso de evacuación y trazar puntos de vigilancia en un territorio desconocido. El equipo había trabajado muchas horas, casi sin tiempo, en los detalles.

Cam se acomodó en su asiento y se disponía a abrir el Washington Chronicle cuando alguien se acercó con sigilo.

—Este asiento parece vacío — anunció una voz conocida.

—No hay asientos reservados. — Cam le dedicó una sonrisa a Diane Bleeker—. Buenos días.

—Entonces me sentaré, si no le importa la compañía. —Diane sonrió y se retiró el pelo con una mano bien cuidada.

—En absoluto —respondió Cam, doblando el periódico—. Las noticias pueden esperar hasta después.

Diane buscó el cinturón de seguridad y, al hacerlo, pasó la mano sobre el muslo de Cam. Sus dedos notaron una sutil tensión, pero Cameron Roberts, y en eso había que admirarla, no se apartó. Diane aceptaba el rechazo, pero odiaba que ignorasen sus insinuaciones. Dejó que su mano se demorase un poco más, la retiró y sacó el cinturón de seguridad encajado entre ambas.

—¿Esquía, comandante?

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