Honor

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Capítulo 1

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—NO quiero esta misión.

—No tiene elección.

—Ni siquiera pertenece a mi campo. —La voz de la mujer era profunda y enérgica y, en ese momento, estaba a punto de perder el control. Tenía los ojos de color gris invernal, terriblemente fríos. Soy una investigadora, no una maldita niñera.

—La ha seleccionado el consejo de seguridad. Piensan que es usted la mejor para dirigir el trabajo. —El director adjunto, Stewart Carlisle, la contempló impasible. Esperaba aquella reacción. Se trataba de una veterana agente de campo con más de una década de experiencia y de una persona muy eficiente, a pesar de los últimos acontecimientos.

Podría haber optado a un puesto de directora adjunta si hubiese aprendido a seguir el juego. Esa idea casi lo hizo sonreír. No parecía muy probable.

—Con el debido respeto, señor, soy una agente veterana. Tengo derecho a decir algo con respecto a mis misiones.

Tenía razón; los dos lo sabían. Observó en silencio a la agente, alta, esbelta y de cabello oscuro. Estaba más delgada que la última vez que la había visto y había más dureza en sus ojos oscuros. Ella lo miró con un desafío apenas disimulado y una oleada de furia a punto de estallar. La carpeta que se hallaba sobre la mesa contenía el informe de servicios de la agente, y él se lo sabía de memoria. Era impecable y ejemplar en todos los sentidos. Relataba los hechos cruciales, pero no contaba nada sobre la historia. Nadie llegó a saber la historia completa y no se sabría nunca, porque ella no iba a hablar y tampoco querían que lo hiciera.

Todos deseaban que las cosas siguieran como siempre, y su trabajo consistía en procurar que así fuera.

—La orden ha sido clara —dijo Carlisle en tono cansino—. La decisión no es negociable.

—Cualquier novato podría hacerlo.

—Repuso, con los dientes apretados.

«Te equivocas, y supongo que lo descubrirás bastante pronto.»

—¿Es una especie de castigo? — Rozaba con la insubordinación. Lo sabía y no le importaba. Ya nadie podía causarle más daño, a no ser que la enterraran en una gilipollez de trabajo como aquél. Necesitaba una misión sobre el terreno, algo que consumiera sus energías, que absorbiese su mente y borrara sus recuerdos. Un poco tarde para eso, ¿no cree?

—La mayoría de la gente lo consideraría un puesto de primera.

—No la gente como yo. —Se rió con crispación. ¿Es la herida? ¿Creen que no estoy preparada para el servicio real?

—¿Lo está?

—Claro que sí. Me han dado de alta en la rehabilitación. He superado la evaluación psicológica obligatoria. —Su pierna no estaba completamente bien, no podía dormir y la dominaba una sensación de vacío, pero él no tenía por qué saberlos.

—Estoy lista.

—Estupendo. Me alegra oírlo. Empieza mañana. Le sugiero que eche un vistazo a los informes del oficial al cargo antes de ir a Nueva York.

—Maldita sea, Stewart. ¡Sabe muy bien que no merezco esto!

—No depende de usted, agente. Eso es todo.

Cuando ella se volvió para marcharse, rígida de rabia, él sintió una oleada de compasión. Verdaderamente merecía algo más que una misión que parecía un descenso. No dudaba de que la agente lo hiciera muy bien, como siempre. Pero se preguntaba dónde descargaría ella su furia.

—La cabina siete está libre — informó el supervisor de armas de fuego.

Ella asintió, cogió unos protectores de oídos y recorrió la pequeña oficina hasta el largo pasillo al que daban los puestos individuales para disparar. Vestía una camiseta gris y los pantalones de chándal azul marino con los que había hecho dos horas de ejercicio en el gimnasio, y el sudor humedecía la espalda de la camiseta. Llevaba una bolsita con su automática de servicio y las municiones. Sin mirar a los lados, se dirigió rápidamente hacia el estrecho recinto acristalado.

Había una hilera de botones para escoger el tipo de blanco y la distancia.

Empezó con una figura humana normal a media distancia y disparó un cargador a buen ritmo, alternando los disparos en la mitad del pecho y en la cabeza. A medida que apretaba el gatillo, su mente se iba vaciando de emociones, hasta que lo único que sintió fue el retroceso del arma y los latidos acompasados de su corazón. Cuando lentamente se fue calmando la rabia producida por una misión que no quería desempeñar y no podía evitar, alejó el blanco quince metros. La precisión exigía una concentración mayor y, cuando comenzó a disparar ráfagas más rápidas y cerradas, los omnipresentes vestigios de la añoranza y la pérdida se extinguieron poco a poco.

Cuando alejó el blanco más pequeño, ya no sentía absolutamente nada.

Recién duchada, atravesó desnuda el alfombrado salón hasta el bar. Su apartamento ocupaba el piso más alto, y las ventanas que llegaban hasta el techo no tenían cortinas, de forma que se divisaba el horizonte nocturno de Washington. La vista era impresionante. Vertió un dedo de whisky escocés de malta en un pesado vaso de cristal de roca y se apoyó en la barra, contemplando cómo las luces de la ciudad se mezclaban con las estrellas. En otro tiempo la honda belleza de aquella perspectiva la había conmovido. Muchas noches había dejado que las tensiones del día se diluyesen en la gran extensión de luces parpadeantes, mientras sentía que el mundo recuperaba cierto orden. Solía ser lo último que veía antes de irse a la cama, pero entonces no estaba sola.

En aquel momento, al mirar por la ventana, vio el reflejo del pasado que volvía: inalterable, inmutable e intransigente. No deseaba contemplar lo que no podía reparar.

No quería pensar en nada. Aquella noche no. Miró el reloj. Pronto tendría que hacerlo.

Iba a ponerse la bata de seda gris que se hallaba colocada en el respaldo de una silla cuando alguien llamó a la puerta. Tenía que volar a Nueva York cinco horas después y tenía una reunión con su nuevo equipo a las ocho, y aún le quedaba por revisar el informe que le había llevado un mensajero esa noche. No tenía mucho tiempo y sabía que no podría dormir.

Volvió a mirar el reloj al ir hacia la puerta; la una de la madrugada. Su invitada era puntual, como siempre. Abrió la puerta y entró una mujer de treinta y tantos años, vestida con un costoso traje de lino beige, una camisa de seda abierta, que dejaba ver el nacimiento de los pechos, y unas botas curtidas y suaves de tacón bajo. Elegante, pero informal. La mujer la saludó con una sonrisa familiar mientras se retiraba el cabello rubio con una mano larga y fina.

—Hola.

—Hola. —Cuando cerró la puerta, preguntó: ¿Puedo ofrecerte algo de beber?

—Depende —respondió la rubia. Se quitó la chaqueta y la colocó con cuidado sobre el respaldo del sillón de piel que miraba hacia las ventanas. ¿Te apetece hablar esta noche?

—No dispongo de mucho tiempo.

—Entonces tomaré esa copa otra noche —replicó dulcemente la invitada. Con una mirada experta, se fijó en los débiles círculos que se habían formado debajo de los ojos, normalmente de color gris claro, de su interlocutora y en la rigidez de la mandíbula esculpida. Siéntate delante de las ventanas.

Sin decir palabra, la mujer de gris apagó las luces antes de rodear el sofá y sentarse donde la otra le había dicho. La habitación estaba casi a oscuras, salvo por las sombras que proyectaba la luz de la luna. Podría haber sido una de ellas mientras bebía su whisky y contemplaba la evolución de las estrellas en lo alto. Había estado allí antes, en la tranquilidad de la noche, pero no de aquella forma. Nunca tan desprendida, tan singularmente aislada, a pesar del calor del cuerpo apenas visible entre sus muslos.

En su distanciamiento fue consciente del suave movimiento que aflojó su cinturón y de la abertura de la seda que la cubría. Al primer leve contacto de los dedos sobre su piel, se estremeció involuntariamente.

Las excitantes caricias sobre su terso abdomen y sobre la parte interior de los muslos se volvieron más firmes, más insistentes, y reclamaron su atención. Cuando la presión de las palmas entre sus piernas la obligó a abrirse, se arqueó hacia la mujer arrodillada delante de ella en la oscuridad, tensándose casi con dolor cuando los labios se apoderaron de ella. Las caricias lentas y expertas de una suave lengua de terciopelo barrieron todas las imágenes de su conciencia, eclipsándolas con un placer casi agonizante. Soltó un gemido y dejó caer la cabeza sobre el sillón, mientras permitía que la creciente presión le hiciese olvidar sus problemas, no pensar, arrinconar los recuerdos. Los latidos de su corazón se volvieron más fuertes a medida que el aliento salía en jadeos breves que casi parecían sollozos. Con los ojos cerrados, se esforzó en reprimir aquella punzada, exquisita y penetrante, centrada en el clítoris y no lo logró. Cuando comenzó la explosión que arrastró su control, deslizó una mano entre los suaves cabellos rubios y de su garganta salieron gemidos profundos. Temblorosa, indefensa, durante unos momentos se abandonó felizmente a la inconsciencia.

Acompañó a la rubia hasta la puerta y recogió un sobre cerrado que estaba en la mesa del vestíbulo. Se lo dio a la invitada, que lo tomó en silencio y lo guardó en su bolso.

—Voy a estar fuera un tiempo. No sé cuánto.

—¿Volveré a verte?

—No lo sé.

La rubia observó a aquella extraña, alta y guapa, con la que había estado tantas veces en medio de la oscuridad de la noche —en aquella habitación, en elegantes suites de hotel—, en habitaciones que podían estar en cualquier lugar o en ninguna parte.

Prácticamente no sabía nada de la vida de la otra mujer, salvo lo que deducía de las confesiones de su cuerpo. Conocía los músculos duros y enjutos, y la terrible cicatriz del muslo, que, al curar, se había ido borrando en aquellos meses. Conocía los lugares tiernos y sensibles que la dejaban sin habla cuando la tocaba. Se preguntaba a quién llamaba aquella mujer cuando se sumía en el silencio. Nunca había intentado averiguarlo y ya no quería saberlo. Curiosamente, deseaba otra cosa. Si iba a ser su última reunión, prefería dejar algo de sí misma.

Rompiendo todas las normas, la rubia anunció con ternura:

—Me llamo Claire.

—Claire— susurró la desconocida de ojos oscuros. Había una expresión indescifrable en su intensa mirada cuando se inclinó para besarla por primera vez. Fue una unión de labios breve y tierna, que significaba un saludo o, tal vez, una despedida.

Entonces, rompiendo también todas las normas, repuso: Me llamo Cameron.

Cuando la puerta se cerró, separando sus vidas y callando sus secretos, el añorado recuerdo de aquel beso fue lo único que permaneció para las dos.

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