Hitler

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Origen y partida

«La pretensión de engrandecerse, incluso de querer hacer algo, es propio de ilegítimos».

JACOB BURCKHARDT

UNO de los empeños fundamentales de su vida consistió en ocultar su personalidad y, al mismo tiempo, en glorificarla. Difícilmente se hallará una figura en la historia que con tan consecuente pedantería haya intentado violentarse para ofrecer un estilo propio y, al mismo tiempo, imposible de encontrarlo en su misma persona. La imagen que él mismo forjó de sí mismo se asemejaba más a un monumento que a un ser humano. Durante toda su vida se esforzó por ocultarse detrás de ella. Adoptó una expresión facial pétrea, con plena conciencia de sentirse elegido, cuando apenas contaba treinta y cinco años de edad, para esconder la concentración, la gélida intocabilidad de un gran Führer. El claroscuro en el que nacen las leyendas, así como la aureola de ser un predestinado, pesa sobre la prehistoria de su vida. Sin embargo, marcó al mismo tiempo su existencia con los temores, los secretos y el extraordinario carácter del papel que iba a desempeñar.

Como Führer del NSDAP en constante ascenso, ya consideraba una ofensa el interés por su vida privada. Como canciller del Reich prohibió, terminantemente, toda posible publicidad sobre la misma[21]. Los testimonios de todas aquellas personas que, de una u otra forma, estuvieron cerca de él, desde el amigo de la juventud hasta los participantes en las íntimas sobremesas de la cena, afirman con unanimidad su constante preocupación por mantener las distancias y rodear su persona de un halo misterioso: «Durante toda su vida poseyó un sentido indescriptible de la distancia»[22]. Varios años de su juventud los pasó en un asilo de hombres; sin embargo, de las muchas personas que allí encontró, casi nadie era capaz de recordarle. Siempre supo deslizarse entre aquellas como un extraño, sin llamar la atención. Todas las investigaciones finalizaron, casi siempre, en un vacío. Al iniciar su carrera política, vigiló celosamente para que no se publicase una sola fotografía suya, de forma que, en repetidas ocasiones, se ha considerado esta actitud como una faceta muy bien pensada del publicitario seguro de producir efectos seguros: el hombre, cuya cara permanecía desconocida, se convertía, por primera vez, en un objeto rodeado de un secreto interés.

Pero sus constantes esfuerzos por oscurecer su personalidad no los motivaba el deseo de aplicar una «antigua receta de profetas», ni tampoco, única y exclusivamente, la intención de aportar a su vida un elemento de magia carismática. Mucha más importancia revestían sus preocupaciones por ocultar una naturaleza cargada de ocultas dudas, incertidumbres y forzadas esclavitudes. En todo momento procuró hacer desaparecer posibles huellas, convirtiendo en irreconocibles las identidades y enturbiando sus orígenes y circunstancias familiares. Al informársele, en el año 1942, de que en el pueblo de Spital existía una placa en su memoria, sufrió un ataque de incontenible rabia. A sus antepasados los convertía en «pobres y pequeños braceros», y la profesión del padre —funcionario de aduanas— la trocó por la de «oficial de correos». A los parientes que intentaban acercársele los apartaba de sí de forma constante, y a su hermana más joven, Paula, que durante algún tiempo regentó la casa en el Obersalzberg, la obligó a que se hiciese llamar por otro nombre[23]. Resulta sumamente curioso que apenas escribiera correspondencia particular. Prohibió al extravagante y embrollado fundador de una filosofía racial, Jorg Lanz von Liebenfels, al que debía algunas vagas y antiguas ideas, que siguiese escribiendo, tras la anexión de Austria. Mandó matar a su antiguo compañero del asilo de hombres, Reinhold Hanisch. Y no queriendo ser alumno de nadie, sino debérselo todo a la propia inspiración, al estado de gracia y a su conversación con el espíritu del talento, tampoco quiso ser hijo de nadie. La imagen de los padres aparece, sumamente borrosa, en los capítulos autobiográficos de su libro

Mi lucha, pero únicamente en la medida que precisaba la leyenda de su vida.

Esta preocupación constante por oscurecer su vida viose favorecida por su origen extranjero. Como otros muchos revolucionarios y conquistadores de la historia, desde Alejandro a Napoleón y a Stalin, se mantuvo como un extraño entre sus propios semejantes. La coherencia psicológica que existe entre sentirse un extraño y la predisposición a utilizar a todo un pueblo hasta su completa ruina y destrucción, como material para llevar a cabo salvajes y ambiciosos proyectos, también resulta aplicable en este caso. Durante la guerra, cuando la situación se hallaba en el fiel de la balanza, al indicársele que durante una de las sangrientas batallas defensivas los jóvenes oficiales recién incorporados sufrían pérdidas gravísimas, contestó con sequedad: «¡Para eso está la gente joven!»[24].

Así y todo, no ocultó suficientemente su forma extraña de ser. De manera constante, su sentido del orden, de lo exacto y de lo burgués estuvieron en contradicción con la historia familiar, más bien oscura. No le abandonó jamás, al parecer, un sentido de la distancia entre sus orígenes y la reivindicación; el temor ante su propio pasado. Al correrse en 1930 el rumor de que existían intenciones de aclarar esos orígenes familiares, Hitler mostró una gran intranquilidad: «Toda esa gente no debe saber quién soy yo. No deben saber de dónde provengo y cuál es mi familia»[25].

Tanto por línea paterna como materna, la familia procedía de una pobre región muy apartada de la monarquía dual, la zona boscosa situada entre el Danubio y la frontera bohemia. Una población absolutamente campesina, emparentada a través de generaciones consanguíneas entre sí y con la triste fama de una gran estrechez económica habitaba, olvidada, las localidades que siempre aparecen en los textos de prehistoria: Döllersheim, Strones, Weitra, Spital, Walterschlag, casi todas muy pequeñas, muy diseminadas en una zona de tierra pobremente poblada de bosques. El nombre de Hitler, Hiedler o Hüttler, que hace pensar en su origen checo (Hidlar, Hidlarcek), apareció en esta región boscosa, con una de sus múltiples variantes, durante la década de los años treinta del siglo XV[26]. Sin embargo, permanece íntimamente ligado, a través de las varias generaciones, a los portadores del mismo, modestos campesinos que nunca rompieron los moldes sociales establecidos.

La criada Maria Anna Schicklgruber, de estado soltera, da a luz el 7 de junio de 1837, en casa del bracero Johann Trummelschlager, en la calle Strones, número 13, una criatura bautizada el mismo día con el nombre de Alois. En el registro civil de la población de Döllersheim quedó sin cumplimiento la rúbrica que correspondía al padre del niño. Nada altera dicha situación cuando la madre, cinco años más tarde, contrae matrimonio con el oficial molinero Johann Georg Hiedler, en aquellos momentos sin trabajo. Es más; durante el mismo año entrega el niño al hermano de su esposo, el campesino Johann Nepomuk Hüttler, de Spital, porque teme no poder criarlo de forma conveniente. En todo caso, según lo que luego se ha sabido, los Hiedler eran tan pobres que «al final no poseían ni una sola cama, y debían dormir en el pesebre de los animales»[27].

Con los dos hermanos, el oficial molinero Johann Georg Hiedler y el campesino Johann Nepomuk Hüttler, se cita a dos de los posibles padres de Alois Schicklgruber. El tercero podría haber sido un judío de Graz llamado Frankenberger, en cuya casa había prestado sus servicios Maria Anna al quedar embarazada, según parecen pretender personas allegadas a Hitler. En todo caso, Hans Frank, abogado personal del Führer durante muchos años y, posteriormente, gobernador general de Polonia, así lo testificó durante sus declaraciones formuladas en Núremberg, haciendo referencia a que Hitler recibió en el año 1930 una carta del hijo de su hermanastro Alois. En ella pretendía someterle a un chantaje, apoyándose en «una situación muy especial» de su historia familiar. Frank recibió instrucciones de perseguir dicha pista con todo sigilo, y así dio con algunos puntos de referencia que reforzaban la suposición de que Frankenberger fuese el abuelo de Hitler. Sin embargo, la falta de documentación comprobada hace que esta tesis aparezca como algo en extremo dudoso, y ello sin pretender analizar los motivos que impulsaron a Frank a atribuir a Hitler, en Núremberg, un antepasado judío. Investigaciones más recientes han acabado por invalidar tales aseveraciones, que, de este modo, caen por su propia base. Su auténtica importancia radica menos en su exactitud objetiva que en sus efectos psicológicos, mucho más importantes y decisivos, pues Hitler vio su origen puesto en tela de juicio, en virtud de los resultados obtenidos por Frank. Una nueva acción investigadora, realizada en el mes de agosto de 1942 por la Gestapo, siguiendo instrucciones de Heinrich Himmler, finalizó con un resultado negativo, aunque tampoco basado en una certeza absoluta, como todas las restantes teorías relativas a sus abuelos, si bien, y demostrando un afán de interpretación, se haya dicho que Johann Nepomuk Hüttler, «con una posibilidad rayana en la certeza», fue el padre de Alois Schicklgruber[28]. Tanto una teoría como otra finalizan en la más absoluta oscuridad creada por la miseria, la sordidez y la mojigatería del medio pueblerino: Hitler desconocía quién era su abuelo.

Transcurridos veintinueve años del fallecimiento de Maria Anna Schicklgruber a consecuencia de la «extenuación producida por una tisis», acaecido en Klein-Motten, cerca de Strones, y diecinueve años después de la muerte de su esposo, se presentó ante el párroco Zahnschirm, en Döllersheim, el hermano de aquel, con tres conocidos, solicitando la legitimación de su «hijo adoptivo», por entonces de casi cuarenta años, el funcionario de aduanas Alois Schicklgruber. Afirmó no ser él el padre sino su fallecido hermano Johann Georg, el cual así lo había confirmado, tal como podían atestiguar sus acompañantes.

En realidad, el párroco se dejó engañar o convencer. En el viejo registro civil sustituyó, de un plumazo, la antigua rúbrica de «ilegítimo» por la de «legítimo», rellenando la misma, como se deseaba, con el nombre del padre y anotando falsamente al margen: «Que el registrado como padre Georg Hitler, bien conocido de los testigos, se ha declarado padre legítimo del niño Alois habido de su madre Anna Schicklgruber, solicitando se registre su nombre en el libro de bautizos, todo lo cual queda corroborado por el firmante + + + Josef Romeder, testigo; + + + Johann Breitneder, testigo; + + + Engelbert Paukh». Considerando que los tres testigos no sabían escribir, firmaron con tres cruces, añadiendo el párroco su nombre, pero omitiendo anotar la correspondiente fecha, así como su propia firma y las de los padres (fallecidos hacía mucho tiempo). Si bien ilegal a todas luces, la legitimación fue efectiva: desde enero de 1877, Alois Schicklgruber se llamó Alois Hitler.

Es indiscutible que esta intriga pueblerina partió de Johann Nepomuk Hüttler, el cual había criado a Alois y, lógicamente, estaba orgulloso de él. Alois había sido nuevamente ascendido, había contraído matrimonio y alcanzado una posición como jamás lograron los Hüttler o Hiedler: era comprensible, pues, que Johann Nepomuk sintiera la necesidad de que perdurase su nombre en la persona de su hijo adoptivo. Pero también Alois, por su parte, mostraba interés en el cambio de apellido. Como hombre enérgico y cumplidor de su deber, había realizado una buena carrera, de forma que deseó cimentarla sobre un nombre «honrado» que irradiase garantías y una buena base para el futuro. A los trece años de edad se había trasladado a Viena, con el fin de realizar el aprendizaje de zapatero. Posteriormente decidió abandonarlo para ingresar en el servicio de Hacienda austríaco. Ascendió con rapidez el escalafón y llegó a oficial del Cuerpo de Aduanas, máxima categoría a que por su nivel de estudios podía aspirar. Le agradaba mostrarse como representante de la superioridad, sobre todo por motivos oficiales, y concedía gran importancia a que se le nombrase con su título correcto. Uno de sus colegas de aduanas le definió como «severo, exacto, incluso pedante», y él mismo declaró a sus parientes, al ser consultado acerca de la profesión de uno de los hijos, que el servicio de Hacienda exigía obediencia absoluta y sentido del deber, por lo cual no era apto para «bebedores, entrampados, tahúres y otras personas que llevasen una vida inmoral»[29]. Las fotografías para las que accedió a posar, por regla general después de cada ascenso, muestran constantemente a un hombre bien parecido que deja traslucir, detrás de unas facciones de funcionario severo y desconfiado, un deseo burgués de representación y una vitalidad no menos burguesa. Se ofrece al que contempla la fotografía con mucho empaque y satisfecho de sí mismo. Luce un uniforme de brillante botonadura.

Sin embargo, la severidad y la honradez ocultaban un temperamento al parecer desigual con clara tendencia a las decisiones impulsivas. Esta intranquilidad queda demostrada, en parte, por el constante cambio de viviendas, no fundamentado en las exigencias del servicio aduanero. Se han podido comprobar, como mínimo, once traslados de residencia en apenas veinticinco años, solo en algunas ocasiones justificadas. Alois Hitler contrajo matrimonio tres veces. Mientras aún vivía su primera esposa ya esperaba un hijo de la que más tarde fue la segunda, y en vida de esta dejó encinta a la que había de convertirse en la tercera. Mientras que la primera, Anna Glassl, tenía catorce años más que su marido, la última, Klara Pölzl, era veintitrés años más joven. Había trabajado primero en su casa como interina y procedía, al igual que los Hiedler o Hüttler, de Spital. Allí procedió a cambiarse el nombre, con objeto de pasar por sobrina de la familia, de forma que para celebrar el matrimonio se precisó el necesario permiso eclesiástico. No puede contestarse a la pregunta de si existía consanguinidad, como también queda sin respuesta quién era el padre de Alois Hitler. Klara Pölzl realizaba correcta y silenciosamente los trabajos caseros y frecuentaba con regularidad la iglesia, cumpliendo los deseos de su esposo, pero no pudo superar nunca su condición de criada y de amante, papeles que desempeñó al ingresar en aquella casa. Durante largos años le fue difícil considerarse la esposa del oficial de aduanas, al que se dirigía siempre como «tío Alois»[30]. Las fotografías que de ella se han conservado nos muestran a una sencilla muchacha pueblerina, seria, que no deja traslucir emociones ni pesar.

Adolf Hitler, nacido el 20 de abril de 1889 en Braunau del Inn, Vorstadt n.º 219, fue el cuarto fruto de este matrimonio. Con anterioridad habían nacido otros tres hermanos, en los años 1885, 1886 y 1887, pero fallecieron en plena infancia. De las dos hermanas más jóvenes, solo Paula sobrevivió. A la familia pertenecían asimismo los hijos del segundo matrimonio, Alois y Ángela. En la evolución de Hitler, la pequeña ciudad fronteriza no desempeñó el menor papel. Y al año siguiente, el padre fue trasladado a Gross-Schönau, en Austria inferior. Adolf tenía tres años de edad cuando la familia se trasladó a Passau, y cinco cuando se estableció en Linz. En las cercanías del pueblo de Lambach, el padre adquirió, en 1895, una pequeña finca de unas cuatro hectáreas de extensión que revendió al poco tiempo. En el antiguo y célebre convento benedictino de la localidad, aquel niño de seis años interviene como cantor de coro y monaguillo y, de acuerdo con sus posteriores manifestaciones, tuvo ocasión de «embriagarse una y otra vez con el solemne lujo de las brillantes fiestas religiosas»[31]. Dos años más tarde, el padre, jubilado antes de la edad reglamentaria, adquirió una casa en Leonding, pequeña población situada a las puertas de Linz, y se retiró a la vida privada.

En contradicción con esta imagen, en la que, a pesar de todos los elementos de nerviosismo, imperaban la solidez burguesa, el sentido de la responsabilidad y la seguridad, el ser consecuente y caviloso, la obra legendaria creada por el propio Hitler nos habla de condiciones de suma pobreza, de estrechez económica e indigencia, sobre las que triunfa la voluntad férrea del muchacho predestinado. También nos habla de las exigencias tiránicas de un padre que nunca mostró comprensión alguna. El hijo, con la finalidad de incorporar a la imagen del padre algunas oscuras y efectistas pinceladas, lo tildó de bebedor empedernido, al que debía sacar, con ruegos y a rastras, de las tabernas y fondas malolientes y saturadas de humo, originándose escenas de una vergüenza inusitada. Como corresponde a una genial juventud precoz, no solo vencía en las luchas juveniles que se originaban en las praderas del pueblo y cerca de la antigua torre del castillo, sino que se erigía en indiscutible Führer, con sus aventuras caballerescas y osados planes exploratorios. Este interés por las acciones guerreras y por la milicia, inspirado en aquellos juegos inocentes, condicionó, en cierto modo, el futuro, de forma que el autor de

Mi lucha descubría en el niño de apenas once años de edad dos sobresalientes cualidades que consideraba de suma importancia: que se había convertido en nacionalista y que «había aprendido a interpretar y comprender» la historia[32]. El efectista y sentimentaloide final de esta fábula lo señalaban el inesperado fallecimiento del padre, las privaciones, la enfermedad y muerte de la madre querida y la marcha del pobre huérfano, que «con solo diecisiete años ya se vio obligado a emigrar a tierras extrañas y ganarse el pan».

En realidad, Adolf Hitler era un alumno despierto, vivaz y con talento, aun cuando tan buenas predisposiciones se viesen mermadas por su incapacidad, acusada prematuramente, para ejecutar el trabajo de forma ordenada y metódica. Una ostensible inclinación por la comodidad, apoyada en un temperamento arisco, le llevó a dejarse arrastrar casi siempre por sus caprichos y por la necesidad, sentida imperiosamente, de perseguir a la belleza. Es innegable que los diversos certificados de estudios de las escuelas primarias a las que asistió le consideran un buen alumno, y en la fotografía de curso correspondiente a 1899 posa en la fila superior, adoptando un gesto de superioridad. Sin embargo, al enviarle sus padres a la escuela superior de Linz, fracasó de forma sorprendente y total. Por dos veces consecutivas no pudo ser trasladado de clase y a la tercera solo consiguió pasar a la clase superior después de repetir un examen. Los certificados escolares calificaban su aplicación medianamente, por regla general con la nota cuatro (irregular). Solo en comportamiento, dibujo y gimnasia obtenía calificaciones más tranquilizadoras e, incluso, superiores. En todas las demás asignaturas iba aprobando con dificultades. El certificado extendido en septiembre de 1905 registra en alemán, matemáticas y taquigrafía un «suspenso»; incluso en las asignaturas que, según él indicaba, eran sus favoritas —la geografía y la historia— la nota alcanzada era un cuatro, aun cuando él aseguraba que en las mismas adelantaba a todos sus compañeros[33]. La totalidad de sus calificaciones fue tan insatisfactoria que abandonó la escuela.

Este llamativo fracaso se debió, indiscutiblemente, a una compleja serie de motivos y causas u orígenes. Algunos de ellos parecen indicar que no fue ajena al mismo la experiencia adquirida por el hijo del funcionario, el cual, en el pueblerino Leonding, consiguió afianzar su convicción de haberse convertido en el cabecilla indiscutible de sus compañeros de juego, mientras que en la ciudad de Linz, entre los hijos de académicos, comerciantes y personas de elevado nivel social, fue objeto de desdén, y se le consideró siempre como un extraño. No significa ello que la ciudad de Linz, en los albores del siglo XX, aun ostentando unos símbolos de gran ciudad, como eran el teatro de la ópera y el tranvía, no presentase aún rasgos de pueblerino abandono y somnolencia. Ahora bien; esta ciudad aportó a Hitler la conciencia de que existían diversas capas sociales. En todo caso, en la escuela superior no halló «amigos ni camaradas», y permaneció asimismo aislado en la pensión que regentaba la vieja y fea señora Sekira, donde, durante cierto tiempo, convivió con otros cinco compañeros de su misma edad, manteniendo siempre su altivez y preocupado por observar las distancias: «Ninguno de sus cinco compañeros de pensión pudo conocerle de cerca. Mientras que los demás, naturalmente, nos tuteábamos, él siempre se dirigió a nosotros utilizando el usted, y nosotros, a nuestra vez, le correspondíamos, lo que acabó por parecemos muy natural»[34]. Este es el testimonio de un compañero de pensión. Resulta curioso señalar que, precisamente en aquella época, Hitler aseguraba proceder de una buena familia. Estas afirmaciones definen tanto su estilo como su forma de producirse, y son las que moldean en el elegante adolescente de Linz, así como en el proletario de Viena, la voluntad de resistencia a ultranza y la «conciencia de clase».

El fracaso en la escuela superior lo atribuyó Hitler, posteriormente, a una reacción de terquedad contra del propósito de su padre de obligarle a seguir la carrera de funcionario estatal, que él mismo había concluido de forma tan segura y brillante. Pero el relato de esta polémica, que al parecer duró bastante tiempo entre padre e hijo y que este último dramatizó, convirtiéndola en una lucha sin cuartel entre dos personas dotadas de voluntades incapaces de ceder, fue, en términos generales, inventado, a pesar de lo bien que sabía explicar, incluso después de muchos años, la visita que efectuó al edificio de aduanas, de Linz, y con la cual el padre intentó entusiasmarle por su carrera. Pero él, lleno de «asco y odio», solo veía en aquel edificio una «jaula del Estado» en la que «los viejos señores se sentaban apelmazados, tan estrechamente como si fuesen monos»[35].

En realidad, debe partirse de la base de que el padre no se ocupó del futuro profesional de su hijo con la violencia que Hitler pretendía atribuirle, con la finalidad de justificar sus fracasos en la escuela y de presentar su primera juventud como dominada ya por la más resuelta fuerza de voluntad. Indiscutiblemente al padre le hubiese gustado que su hijo alcanzara los más altos peldaños del escalafón de funcionarios, que a él le habían sido vedados por su modesta formación escolar. Sí es cierta, sin embargo, la existencia de aquella atmósfera tensa, descrita por Hitler, que debía atribuirse a unos temperamentos muy distintos, así como al sueño, tanto tiempo alimentado por el padre, pero más tarde también compartido por el hijo, de dedicarse con plena libertad a su vocación e inclinaciones, una vez tomada la decisión de jubilarse prematuramente, en el verano de 1895, escapando así a las presiones que ejercía sobre él su sentido del deber. Para el hijo, aquello significó una reducción considerable e inesperada de su libertad de movimientos. De repente tropezó, en todas partes, con la poderosa figura del padre, al cual se debía respeto y sumisión, que trocaba el orgullo de lo conseguido por unas inexorables exigencias de disciplina y obediencia. Es en este punto concreto donde, quizá, radiquen las bases del conflicto más que en las diferencias de opinión que afectaban al futuro profesional del hijo.

Por lo demás, el padre solo vivió los inicios de la época en la escuela superior, porque, al comenzar el año 1903, hallándose en la fonda Wiesinger, en Leonding, después de beber un sorbo de una copa de vino cayó hacia un lado e, inmediatamente después, en una habitación contigua, falleció mucho antes de que pudiesen atenderle el médico y el capellán. El periódico liberal

Tagespost le dedicó un extenso artículo necrológico, alabando sus ideas avanzadas y liberales, su robusto buen humor y su enérgico sentido de la ciudadanía, denominándole «amigo del canto», autoridad indiscutible como apicultor y también hombre sencillo, casero y modesto. Cuando su hijo abandonó la escuela a causa de la repugnancia que hacia ella sentía y por sus caprichos de joven malcriado, Alois Hitler ya había fallecido más de dos años y medio antes, y no se mantenía la amenaza de la obligación impuesta por la enfermiza madre de seguir la carrera de funcionario. Aun cuando parece que ella resistió bastante tiempo los deseos de su hijo de abandonar la escuela, pronto tuvo que doblegarse ante aquel temperamento egoísta y ergotista, por no disponer de medio alguno con que enfrentársele. Después de haber perdido a tantos hijos, la preocupación por los dos que le restaban se convirtió en una debilidad que la llevó a ceder en todo, de lo cual supo aprovecharse muy pronto Adolf. Cuando abandonó la escuela en septiembre de 1904, bajo la condición de que sería trasladado de clase, la madre realizó un último intento y le envió a la escuela superior de Steyr. Los resultados allí obtenidos fueron, asimismo, muy mediocres. El primer certificado de estudio fue tan deficiente que Hitler, como él mismo declaró, se emborrachó y utilizó posteriormente el documento como papel higiénico, de forma que tuvo que solicitar un duplicado del mismo. Al no demostrar el certificado extendido en el otoño de 1905 ninguna mejora, la madre acabó por resignarse y le autorizó a abandonar los estudios. Debe reconocerse, sin embargo, que tal decisión no la tomó con entera libertad. Como el propio interesado confiesa en

Mi lucha, «una enfermedad repentina le aportó el socorro deseado»[36], aun cuando no existe documento alguno que certifique dicha dolencia. Lo realmente decisivo es que no fue trasladado de clase.

Fue un triunfo catastrófico, como los que Hitler celebraría en épocas posteriores. Mucho después de la muerte de su padre, demostró a este con una cantidad ingente de malas notas escolares que a él se le habían cerrado para siempre las puertas y el camino para convertirse en funcionario del Estado, tal como hubiese sido el íntimo deseo de Alois. Al mismo tiempo, abandonó la escuela con «un odio elemental»[37], convirtiéndose aquel en uno de los grandes y amargos temas de su vida. Todos los intentos posteriores de apaciguar dicha intranquilidad, producto de sus fracasos, atribuyéndolos a su predestinación artística, no consiguieron anular ni apartar el rencor del fracasado. Habiendo escapado a las exigencias que imponía un aprendizaje objetivo y serio, decidió «dedicar su vida, por completo, al arte». Quería ser pintor. Esta elección se fundamentaba en su facilidad para el dibujo, así como en el brillo deslumbrante que la imaginación del hijo de un funcionario provinciano atribuía a la vida de artista, completamente libre y desenfrenada. Desde muy pronto manifestó la necesidad de estilizarse de forma excéntrica. Una persona que vivió a pensión en casa de su madre informó más tarde que a veces, de forma repentina, en plena comida, empezaba a dibujar como un poseso, plasmando sobre el papel bocetos de edificios, portalones o columnas. No cabe la menor duda de que, en este juego, intervenía la legítima necesidad de elevarse a regiones ideales, utilizando para ello el arte y apartándose de las obligaciones y limitaciones que imponía la estrechez de aquel mundo burgués del cual procedía. El afán realmente maniático con que se entregaba a la música y los sueños, olvidándose y tirando por la borda todo lo demás, arroja una luz irritante sobre esta pasión. Rehusaba un trabajo concreto, una «profesión para ganarse el pan», como despectivamente la denominaba[38].

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