Hitchcock

Hitchcock


Periodo norteamericano » 1952. Yo confieso

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(I CONFESS - 1952)

Producción Warner Brothers, First National, Alfred Hitchcock; Estados Unidos.

Dirección: Alfred Hitchcock.

Guión: George Tabori y William Archibald, basado en la obra teatral

Nos deux consciences, de Paul Anthelme.

Fotografía (en blanco y negro): Robert Burks.

Música: Dimitri Tiomkin.

Edición: Rudi Fehr.

Intérpretes: Montgomery Clift (padre Michael Logan), Anne Baxter (Ruth Grandfort), Karl Malden (inspector Larrue), Brian Aherne (Willy Robertson), Roger Dann (Pierre Grandfort), O. E. Hasse (Otto Keller), Dolly Haas (Alma Keller).

Duración: 95 minutos. // Rodada en 1952 en Quebec y en los estudios Warner Brothers. Estrenada en 1953.

SINOPSIS: En Quebec, Otto Keller, jardinero de la casa parroquial, asesina al corrupto abogado Villete y abandona el lugar del crimen vestido con una sotana tomada del padre Michael Logan, joven sacerdote a quien revela después su asesinato en confesión, obligándolo a guardar el secreto por deber religioso. Al día siguiente, Logan va al lugar del crimen y es interrogado por el inspector Larrue. Sale de la casa e impide entrar en ella a Ruth Grandfort. El inspector toma nota mental de ese hecho. Más tarde, unas niñas testifican haber visto salir de la casa a un hombre vestido de sacerdote. Larrue investiga a Logan, que no puede ofrecer una coartada convincente. Ruth Grandfort intercede afirmando que Logan se encontraba con ella, que estaba preocupada y deseaba confiarle sus temores. Interrogada más a fondo, Ruth revela que ella y Michael fueron amantes de jóvenes y volvieron a encontrarse al regresar él de la guerra. Ella se había casado para entonces sin amor con Pierre Grandfort, pero ocultó su boda a Michael en su reencuentro. Sorprendidos por una tormenta, se refugiaron en un pequeño quiosco, donde pasaron la noche y fueron descubiertos por Villete, quien los insultó y, al reconocer a Ruth, inició una cadena de chantajes que creció con los años. El testimonio de Ruth inculpa más a Logan y las cosas empeoran cuando Otto Keller coloca la sotana con manchas de sangre en el baúl de Logan. La mujer de Keller, Alma, conoce la verdad y se siente culpable, pero guarda silencio. En el juicio se revelan todas las complicaciones del caso y el manejo que el fiscal hace de las declaraciones de la señora Grandfort alimenta el escándalo. El veredicto es «no culpable», pero el padre Logan no es inocente a los ojos de nadie y está a punto de ser linchado por una turba cuando Alma Keller decide confesar. Otto le dispara y corre, pero, alcanzado por la policía y engatusado por Larrue, confiesa su crimen y pide perdón a Logan antes de morir acribillado.

Desde mediados de 1951 hasta principios de 1952, Hitchcock estuvo sumido en una inactividad profesional totalmente voluntaria; se dedicó a preparar la boda de su única hija, Pat, con Joseph E. O’Connell. El proyecto al que

Hitch se aplicó inmediatamente después se basaba en la obra

Nos deux consciences, de Paul Anthelme, escrita en 1902, que la Transatlantic Pictures había adquirido antes de ser disuelta; la obra fue después vendida a la Warner Brothers.

Para el papel del sacerdote se eligió a Montgomery Clift, cuyo carácter neurótico y sus antecedentes de «actor de método» a lo Stanislavsky, Kazan y Strasberg crearon dificultades con el director, que tenía un concepto más ligero del trabajo de intérprete y consideraba indispensable de este oficio la vida ordenada y prudente. Sin embargo, Spoto considera que

Hitch «estaba fascinado por la vida privada de Clift. Consideraba a su actor como un hombre exótico». El actor, consignan Harris y Lasky, se internó «tres semanas en un monasterio, donde aprendió la misa en latín y vistió ropas de sacerdote; más tarde basaría su personal aportación en un cierto modo de caminar». Truffaut dijo que «el andar de Clift en

Yo confieso es un movimiento continuo hacia delante, que da forma a todo el filme, también da concreción al concepto de su integridad».

Hitchcock deseaba que el rol de la aristócrata fuera interpretado por una completa desconocida y ordenó para eso traer a la actriz sueca Anita Björk, desconocida para el gran público norteamericano. Pero Bjórk llegó con un amante y un hijo ilegítimo, y la Warner Brothers, escandalizada y temiendo por su imagen pública, la reemplazó por Anne Baxter. La elección nunca dejó complacido al director, pues, según dice Russell Taylor, «no era desconocida ni tenía el acento europeo» necesario para el personaje. Hitchcock ordenó inmediatamente que Baxter se tiñera más el cabello, quizá para acentuar por medio de este detalle externo una apariencia extranjera que no esperaba obtener de sus habilidades de actriz. Sea de quien sea la culpa, una de las debilidades del filme, igual que en

Extraños en un tren, es la falta de chispa entre el héroe y la heroína, que desvaloriza al segundo conflicto del filme y hace que no nos importe tanto como debería. Pero Clift está impecable, y la «rigidez de palo» que le reprocha Spoto es en realidad parte integral de su personaje.

La cinta arranca, como en

Extraños en un tren, con indicadores de dirección (en aquella pies y vías, aquí flechas de tránsito) que plantean los vericuetos de una ruta más moral que geográfica. Robin Wood resta importancia a la cinta llamándola «seria, distinguida, muy interesante y en general, un fracaso», y después argumenta: «Quien busque en esta película alguna reacción positiva ante la religión católica, buscará en vano». También afirma que «debería ser […] una respuesta suficiente a quienes pretenden presentar a Hitchcock como apologista abierto del catolicismo», y termina por encontrar en la cinta imágenes tan «afectadas» como una en que se ve a Clift «caminando por una calle con el primer plano de la pantalla ocupado por una estatua de Cristo cargando la cruz». Wood parece desorientado. Mis objeciones a esta crítica son varias: aunque el móvil dramático de la cinta es obviamente el secreto de confesión, este parece más un McGuffin, como reconoce André Bazin; «en realidad, Hitchcock no lo trata nunca en sí mismo, sino solo en función de su mecánica dramática», porque, para el sacerdote, «el amor o el deber son solo unos engranajes más en su máquina de producir angustias». El tema de la confesión y su poder de redención se encuentra más cabalmente expresado en

Atormentada que aquí. Robin Wood ha tomado a la cinta desde su aspecto más superfluo. Creo que es Bazin quien acierta a entenderla, y también Rohmer y Chabrol, quienes titulan su crítica de la cinta «Las tentaciones del martirio». Wood no se equivoca al encontrar «afectada» la imagen que vincula la pasión de Cristo con el calvario del sacerdote, pero debería reparar en los detalles subsecuentes que refuerzan el vínculo y hacen más evidente la intención del director: mostrar lo exasperante del silencio confesional para generar un depurado suspense. La opción del martirio es asumida conscientemente por el sacerdote, que desea sufrir, porque, como dicen Rohmer y Chabrol:

Quizá su inocencia es tan solo superficial. Nuestro héroe no es absolutamente puro (su pecado [es] haber cedido a la intimidación, al chantaje, y quiere redimirse a través de su conducta heroica) lo que ya no necesita ser redimido por permitir el paso a la tentación del martirio.

El McGuffin del secreto confesional cede su lugar al verdadero tema: la autodestrucción asumida a través de valores tan patéticos como los de martirio. El «afectado» parangón entre Cristo y el padre Logan está hecho para resultar «afectado», y la misma intención llevan manifestaciones como el desprecio de la turba a la salida del juicio y el golpe con que el sacerdote rompe el cristal de un auto, como parodia de los «sufrimientos de Cristo».

El más grave error de la crítica de Wood es la idea de que alguien habrá de molestarse en buscar «alguna reacción positiva ante la religión católica», porque para la mayoría de los espectadores esa no es una necesidad. Hitchcock nunca defendió la religión católica. Rohmer y Chabrol dicen que «aunque Hitchcock es un católico practicante, no es un místico ni un proselitista de sí mismo. Sus trabajos son de naturaleza profana y, aunque versan frecuentemente sobre asuntos relacionados con Dios, sus protagonistas no se mueven por ansiedades propiamente religiosas». Clift desea inmolarse al menor pretexto y, como dijo Bazin, encuentra el «engrane» para hacerlo. Las culpas de Clift pueden ser muchas (la guerra, el sexo…) y ansia expiarlas en su interior. Basta ver con detenimiento el final para entender que Clift no ha llegado al «final feliz»: ahora pesa sobre su persona la sombra de la duda; su pasado ha sido expuesto y habrá más de un feligrés dispuesto a negar su inocencia. Además, el sacristán lo ha acusado dolosamente de traicionar su supuesta amistad y, aunque el vínculo aludido no haya sido más que una caricatura grotesca de la verdadera amistad, la acusación puede servir de pretexto para el martirio de un ser con las tendencias del sacerdote. Hitchcock no defiende en esta cinta al sacerdote católico: lo expone y nos muestra su martirio como una suerte de fetiche y un pretexto para evadir su conflicto interno (anunciado desde el inicio a través de las flechas).

En lo formal, Spoto destaca «la estructura admirable» de la cinta y la «impresionante labor fotográfica de Robert Burks con el blanco y negro», interesante además porque Hitchcock eligió para esta historia el blanco y negro —en un momento en que el color era novedad y garantizaba en cierto modo la taquilla— porque ese recurso le ayudaría a acentuar el acto moral del conflicto. Años más tarde volvería al blanco y negro (entonces aún más insólito) para filmar

Psicosis. George Perry resalta la «atractiva secuencia en

flashback que explica las relaciones entre M. Clift y A. Baxter».

Spoto concluye que el filme, «como un todo, ciertamente no es un fracaso. Es un ejercicio hitchcockiano menor en el examen de una vida sellada y regida por las fantasías, el análisis del juego de roles y una reflexión sobre el delicado balance necesario para obtener una vida espiritual saludable».

La cinta logró modestas recaudaciones y críticas poco entusiastas.

APARICIÓN DE HITCHCOCK: Camina en lo más alto de la escalera, en dirección contraria a la señalada por una flecha de «tránsito moral».

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