Harmony

Harmony


Capítulo 7 » Capítulo 10

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Capítulo 10

Campamento base. Península Antártica.

Antártida.

Lunes Nov./24/2036

Wicca +59

 

John Harper abrió la cremallera de la tienda.

—¿Qué haces? —Preguntó su compañero alarmado.

—Echar un vistazo.

—¿No te basta con el viento?

La herida en la cabeza de Edward Newman no presentaba buen aspecto.

—¿Cómo ha podido pasar esto? —Se preguntó John.

El canadiense comenzó a murmurar.

—Zoe… Zoe… Zoe…

John estaba preocupado.

El accidente había sido de lo más estúpido. Una mala pisada en una estrecha grieta oculta bajo una fina capa de hielo y una caída que podía haberse evitado si hubiesen estado más atentos.

—Así es este lugar. —Dijo Emilio Parralde. —Te jode cuando menos te los esperas.

Edward estaba con Emilio recogiendo el equipo cuando, de repente, el chileno dio la voz de alarma.

—¡Grieta!

La cuerda de seguridad había evitado que Edward cayese hasta el fondo pero el canadiense había recibido ya el golpe. 

A pesar de todo, Emilio insistió en que debían continuar con el trabajo.

—Las mediciones confirman el peor escenario posible. Si seguimos así, pronto se podrá plantar césped y jugar al golf en la Bahía de Ross pero necesito avanzar más, ver el interior. —Sentenció Parralde con determinación.

 

***

John, Edward, Claudia y Emilio trabajaban juntos en un estudio climático gracias al convenio de colaboración del Gobierno Británico con La Universidad de Santiago.

—Ve y comprueba que demonios está pasando en el Polo, John. —Le había dicho el director Philips en Glasgow antes de partir. —Pero recuerda que ellos están al mando. Los canadienses han confirmado que enviarán también a uno de sus muchachos.

John asintió.

—Haz el trabajo y vuelve pronto a casa. —Concluyó Philips con tono afectuoso.

 

***

Aquellas palabras habían sido pronunciadas a finales de agosto.

—Parece que haya pasado una eternidad. —Murmuró John antes de asomarse de nuevo a la ventisca. La tienda de campaña flameaba sacudida por la nieve que golpeaba la lona con crudeza.

La tormenta iba a tardar en remitir.

—¿Dónde estará Claudia? —Pensó John volviendo dentro.

Emilio Parralde y su esposa llevaban tiempo llevando a cabo para la universidad todo tipo de expediciones. Ambos eran jóvenes y brillantes.

 

***

 

—Emilio es el más listo de nuestra generación. —Aseguró Claudia al referirse a su esposo el primer día en la Base antártica Bernardo O´Higgins.

—Tampoco es para tanto. —Respondió Parralde con modestia.

 

***

 

Edward emitió un quejido desde el saco de dormir.

John le tocó la frente. Su compañero estaba tiritando.

—Espero que no suba más la fiebre. —Musitó el escocés con preocupación.

De repente, la voz de Claudia carraspeó desde la entrada.

—¿Qué tal está? —Preguntó la joven doctora con delicadeza.

John movió la cabeza.

—¡Claudia! No te he oído entrar.

—No es de extrañar con el viento que hace.

Harper miró a Edward.

—Tiene mucha fiebre y la herida en la cabeza no presenta buen aspecto.

Claudia se quitó los guantes y cerró la tienda.

—Deja que eche un vistazo.

John dejó que Claudia examinase al canadiense.

—No creo que aguante mucho más. No en estas condiciones. —Afirmó. —Hay que llevarle a O´Higgins. Cuanto antes.

—Sería una locura con esta tormenta. —Replicó John.

—Sin el tratamiento adecuado, morirá.

Harper negó con la cabeza.

—Muy bien. Los intentaremos mañana.

—Tendrás que hacerlo solo, John. Emilio quiere que vaya con él hacia el interior. —Respondió ella.

John percibió la angustia en su voz. Acto seguido, acarició el rostro de la joven.

—No te preocupes. En cuanto llegue a la base, Pedro y Maritta sabrán qué hacer.

Ella se acercó para darle un beso.

—Vete. —Dijo John apartándola con delicadeza.

Ella asintió pero sus ojos decían otra cosa.

—¿Qué ha cambiado?

John hizo un esfuerzo por no abrazarla.

—Mis hijas…Mi esposa, Carol… No puedo dejarlas.

—¿Carol? —Preguntó Claudia.

John le pasó una mano por el cabello.

—Esto es una locura.

—Será mejor que me vaya.

—Claudia…

John recordó los primeros días, antes de que los cuatro se internasen en la península antártica.

 

***

Emilio parecía un hombre afable, de mente rápida, siempre acompañado por su esposa Claudia. La mujer más atractiva que John hubiese conocido. Todo en ella le pareció fascinante desde el primer momento y el flechazo fue inmediato.

Los primeros encuentros fueron casuales.

Una noche juntos observando el cielo austral mientras Emilio se ocupaba de redactar informes… Una tarde jugando con los perros mientras Emilio comprobaba los pertrechos… Un paseo por la costa mientras Emilio comprobaba la mejor ruta…

En todas las ocasiones, ella se mostraba agitada, casi temblorosa.

—Emilio no puede saber nada. Me mataría. —Afirmó Claudia la noche del primer beso.

John la miró con intensidad.

—Carol también. —Respondió él bromeando.

—Carol está en Glasgow, mi marido; en un almacén, a menos de quinientos metros.

—Touché. —Respondió John.

Claudia le pellizcó un cachete antes de volver a besarle.

—Eres sinvergüenza… —Dijo la joven en español.

 

***

En la frágil caseta y a merced de la tormenta, John no pudo encontrar en su memoria momentos más intensos que aquellos vividos en O´Higgins antes de salir de expedición.

Luego, durante las semanas posteriores y ya en la cordillera, vinieron los días de trabajo. Sin tiempo para otra cosa y con Emilio demasiado cerca.

 

Entonces, ocurrió.

La llamada de Carol, plagada de interferencias, no había podido resultar más inquietante. Incontables muertos, un caos indescriptible, millones de personas huyendo hacia la costa…

—No vuelvas, John. Nosotras estaremos bien. ¡Te quiero! —Exclamó Carol con voz angustiada.

La voz de su esposa sonaba entrecortada y antes de que John pudiese decir nada, la llamada se cortó.

Aquello le trastocó por completo.

En la tienda de campaña, John calentó un poco de agua y acercó el termo a los labios resecos de Edward que, agitado, no cesaba de murmurar.

—Zoe… Zoe… Zoe…

 

 

Península Antártica.

Antártida.

Martes Nov./25/2036

Wicca +60

 

Harper arrojó el cuerpo de Edward Newman al mar desde la cima del acantilado.

Todavía quedaba casi un día de camino para llegar a O´Higgins.

—Adiós Edward. Lamento no haberlo conseguido. —Murmuró el escocés.

 

***

 

John había acomodado a su compañero en un remolque que a duras penas pudo enganchar a la moto de nieve y los dos hombres salieron del campamento en dirección a O´Higgins tan pronto la tormenta hubo amainado.

—Suerte. —Murmuró Claudia al verles partir.

 

***

 

—Si hubiese tenido un día más. —Pensó John reanudando la marcha.

La fiebre y una tos ronca, inacabable, habían terminado con las fuerzas de Edward.

John se lamentó.

—Menuda mierda…

 

—No podemos acompañarte. —Había dicho Emilio tras conocer la decisión de evacuar a Edward. Si esperamos demasiado, será aún más difícil internarnos en el continente.

—¿Cómo puede ser tan egoísta? —Se preguntó John mientras bordeaba a toda velocidad los blancos páramos de la Península Antártica.

 

***

Emilio Parralde quería ser alguien importante. Hacer grandes descubrimientos.

—Está completamente convencido de que aquí se decidirá su futuro. —Le había confesado Claudia los primeros días al hablar de algunas de las obsesiones de su esposo.

—¿Por qué te casaste con él?

—Me pareció un hombre con ambiciones. Emilio, al contrario que yo, siempre ha tenido las cosas claras.

—¿Habéis pensado tener hijos?

Claudia miró a John como si le hubiese formulado la pregunta más extraña del mundo.

—¿Hijos? ¡No por Dios! ¡Emilio no permitiría que nada se interpusiera en su carrera!

John enarcó las cejas escéptico.

—Mis hijas son lo mejor que tengo.

A Claudia le pareció una respuesta llena de ternura.

—Lástima no haberte conocido antes.

—Si. —Dijo John. —Será mejor que aproveches ahora.

 

***

La base antártica Bernardo O´Higgins apareció en el horizonte cuando el depósito de gasolina de la moto de nieve estaba casi vacío con lo que Harper se vio obligado a recorrer un buen trecho a pie antes de llegar.

Entró en el barracón exhausto.

—¿Maritta? ¿Pedro? —Preguntó en la oscuridad.

La base parecía desierta.

John recorrió las cocinas, el comedor, el hangar del hidroavión y la enfermería.

—¿Maritta? ¿Pedro? —Preguntó de nuevo en voz alta al entrar en el almacén de repuestos. —¿Dónde se han metido? —Musitó incrédulo.

Los primeros signos de que algo extraño había pasado aparecieron en la farmacia.

Un montón de estanterías revueltas y todo por los suelos.

John cruzó la calle principal de O´Higgins hasta llegar a los dormitorios.

Encontró los dos cuerpos junto a una pared. Maritta y Pedro yacían inertes en sendos catres. El hedor era insoportable y el escocés tuvo que hacer un esfuerzo por no vomitar.

—¿Qué ha pasado?

John salió del barracón y abrió la puerta de la sala de comunicaciones. La radio estaba apagada pero la pantalla de un ordenador mostraba la portada de un diario digital.

John se fijó en el titular.

—EL FIN. —Leyó en español.

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Miércoles Nov./26/2036

Wicca +61

 

John Harper encontró el sobre cerrado encima de una repisa.

—Para Emilio Parralde. —Musitó.

El escocés se dispuso a leer la carta.

Estaba escrita a mano y en español.

 

Querido Emilio:

 

Si estás ante estas líneas es porque nada ha salido como esperábamos.

 

Las últimas noticias llegadas ayer desde Santiago son escalofriantes.

 

La ciudad se viene abajo. Es la ley de la selva y sólo los más fuertes sobreviven.

 

Ni Maritta ni yo queremos enfrentarnos a algo así.

Harper sintió un escalofrío.

 

¡Viene del norte y nada puede pararlo!

 

Ninguna plaga nos va a arrebatar la libertad para decidir nuestro propio destino.

 

A estas alturas, habréis encontrado los cuerpos. No importa lo que hagáis con ellos.

 

Espero que la cantidad de medicamentos que hemos ingerido hagan el trabajo sin dolor. Será como irnos a dormir para no despertar. 

 

Debes saber que me vi obligado a inutilizar el hidroavión. No quería que a última hora pudiese arrepentirme y se me ocurriera la estupidez de intentar volver a casa.

 

No hay esperanza.

 

John dejó de leer y, asqueado, tiró la carta sobre la mesa para abalanzarse sobre la radio.

Nervioso, la encendió y comenzó a manipular el dial.

—Al habla John Harper desde la base antártica Bernardo O´Higgins. ¡Se trata de una emergencia!

—…

—Por favor, ¡Respondan!

 

Costa de Suiderstrand.

Sudáfrica.

Jueves Nov./27/2036

Wicca +62

 

Carol Harper se sentó en una roca.

Los restos de un naufragio olvidado sobresalían oxidados entre las olas y el viento hacía que algunos mechones de su cabello, largo y descuidado, revolotearan caprichosamente.

Sin prisa, se recogió el pelo y cogió un guijarro de entre las rocas. Húmeda y de textura agradable al tacto, la piedra estaba marcada por pequeñas vetas iridiscentes.

—A Kaisy le hubiese encantado. —Pensó intentando contener las lágrimas.

Las niñas ya no estaban. Murieron como animales, aplastadas por la muchedumbre en las bodegas de un mercante de bandera panameña que recogió a toda la gente que pudo en Falsmouth.

—Las niñas… —Murmuró Carol por enésima vez con la mirada perdida en el mar.

Ella misma había estado a punto de morir asfixiada en las entrañas del monstruo de acero. Los primeros días de travesía transcurrieron sin incidentes y todos a bordo estaban contentos pero la travesía por la costa Africana se convirtió pronto en una pesadilla. Desde lo más profundo de las bodegas, algunos pugnaban por salir.

 

***

—¡Necesito aire! —Exclamó un tipo sudoroso dando empujones a diestro y siniestro.

—Haga el favor de comportarse. El barco está repleto de gente. Si sigue así sólo conseguirá que le arrojen al mar. —Protestó una mujer.

—¡Aparta! —Respondió el hombre fuera de sí.

Cuando varios refugiados decidieron intervenir sobrevino vino el caos.

Algunos más secundaron la idea de salir al exterior y en cuestión de minutos se formó un tumulto. La masa, asustada, se alejó de la pelea empujando a muchos contra la pared. Algunos trastabillaron haciendo caer a los que se mantenían de pie.

En un abrir y cerrar de ojos se generó una espiral de gente intentando pasar por encima de los demás en busca de una salida. Carol perdió a las niñas. Las tenía consigo y un segundo después, ambas habían desaparecido en el torbellino de cuerpos y gritos de desesperación.

La tripulación intentó poner orden pero resultó inútil.

Más de doscientas personas murieron aquella mañana en las bodegas.

Por la noche, tiraron los cuerpos al mar.

 

***

En la playa las olas seguían rompiendo contra las rocas.

—Yo también tenía que haber muerto en aquel barco. – Pensó.

Una silueta oscura se dibujó tras ella.

Carol giró la cabeza.

Un soldado armado la miraba con curiosidad.

—¿Vas a hacerme daño?

—No. —Contestó el desconocido. —Pero me gustaría sentarme.

Carol asintió. Cogió otro guijarro y lo lanzó al mar.

El hombre se acomodó a su lado y fijó sus ojos grises en el horizonte.

Hacía un poco de frío y el aire sabía a mar.

—No se puede ir más al sur. —Dijo él.

—No. —Respondió Carol sin dejar de mirar el horizonte.

—Tampoco querría. —Afirmó el hombre con tono cansado.

El acento del soldado le delataba.

—¿Americano? —Preguntó.

—De Texas.

Carol asintió.

—Estamos los dos muy lejos de casa.

El hombre le dio la razón.

—Estaba destinado en Bitburg, Alemania, cuando empezó todo.

—Mi marido está más lejos aún. Todavía no sabe que he perdido a sus pequeñas. —Respondió ella ausente.

Él le dedicó una mirada comprensiva.

—Lo siento mucho.

Carol sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Por favor… No me pidas que hable de ello…

El soldado abrazó a Carol que se hizo un ovillo en su regazo.

—No pensaba hacerlo. —Dijo.

El viento seguía soplando, humedeciendo la ropa de los dos.

—¿Por qué? —Dijo él.

—No lo sé.

—¿Tienes frio?

—Sí.

—Yo también.

—Estoy cansada. —Dijo Carol con la vista puesta en el fusil del soldado.

El hombre acarició su cabello.

—¿Quieres?

—¿Lo harías? —Preguntó Carol.

—Si.

Un suspiro profundo salió del pecho de la mujer.

—¿Cómo te llamas? —Preguntó Carol.

—¿Qué más da?

—Tienes razón.

El soldado se levantó.

Carol cogió tres guijarros y los apretó fuertemente entre las manos.

—John… Linda… Kaisy…

 

 

***

El eco del disparo resonó por toda la playa.

El soldado miró con tristeza el cuerpo de la mujer, amartilló el arma y siguió caminando.

 

***

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Viernes Nov./28/2036

Wicca +63

 

John entró con Carol y las niñas en el supermercado del Princess Mall. Tenían pensado comer algo en el Sushi Stop, hacer algunas compras e ir a ver una película. Linda y Kaisy correteaban jugando al tú la llevas.

Linda agarró a su hermana mayor de las coletas.

—¡Ayyy! —Exclamó Kaisy dolorida.

—Hija… —Dijo Carol. —¿Es que no podéis estar quietas?

John miró a su esposa mientras regañaba a las chicas. Tenía el ceño fruncido en un gesto que todos en la familia tenían perfectamente identificado.

—Oh... Oh… —Dijo Kaisy. —Has enfadado a Mamá… ¿Ves lo que has conseguido? —Reprochó dando una colleja a su hermana.

Linda comenzó a llorar.

—Será mejor que nos separemos. —Dijo John cogiendo una cesta para la compra.

Su esposa asintió.

—Yo iré con Linda a por la fruta.

—De acuerdo. Vamos Kaisy. – Ordenó Linda.

—Yo quiero ir con ellos.

—Usted señorita, viene conmigo a por los productos de limpieza.

Kaisy puso cara de enfurruñada.

—Empezó ella… —Dijo alejándose por el pasillo de las conservas.

La cola en la frutería era bastante larga por lo que John tuvo que coger número.

Una señora no paraba de hablar con el dependiente.

—Mi problema es que tengo el intestino perezoso. – Afirmó categórica.

John temió que la espera inquietase a Linda más de la cuenta y ésta empezase a hacer de las suyas así que intentó tenerla entretenida.

—¿Qué estáis haciendo en el colegio? —Preguntó tratando de atraer la atención de la pequeña.

—La profesora nos enseñó un vídeo de terremotos.

—¿Terremotos?

—¿Hay terremotos en Escocia, Papá?

—No. Pero si en otros países y son muy peligrosos.

—¿Qué pasaría si hubiera un terremoto ahora, Papá?

—En Edimburgo no hay terremotos.

Linda se quedó pensativa antes de preguntar.

—¿Nos quedaríamos aquí encerrados?

—Nadie va a quedarse encerrado en ningún sitio.

—Tengo miedo… —Murmuró Linda echando los brazos a su padre.

—Ven aquí. —Respondió John cogiendo a la niña en brazos.

Linda se abrazó al cuello de John.

Mientras apretaba con fuerza, la niña le susurró algo al oído.

- Tendríamos que matarlos a todos.

 

***

 

Claudia y Emilio Parralde cruzaron el pasillo en dirección a la sección de congelados antes de que John pudiese responder.

Ella tenía la piel muy blanca y los labios pintados de un rojo extrañamente intenso.

John dejó a Linda en el suelo y corrió tras la pareja.

—¿Papá?… Por favor… No me dejes aquí…

John giró la cabeza.

Claudia y Emilio ya no estaban pero el supermercado estaba lleno de gente.

—¿Linda? —Llamó John. —¡Linda!

Un mar de carros y de señoras parloteando le aturdieron.

No veía a su hija, pero podía escuchar su voz.

—¡Papá! ¡No me dejes!

Claudia pasó a su lado empujando un trineo del que sobresalía la mano del cadáver de su marido.

—Pobre Emilio. —Dijo apenada.

Su tez blanquísima contrastaba con el colorido de un montón de frutas apiladas por las paredes. Hileras de manzanas, plátanos y melocotones.

—¿Claudia? —Preguntó John extrañado. —¿Qué haces aquí?…

—He visto a tu esposa. —Respondió la joven.

John la miró confundido.

—Está muerta. —Dijo Claudia con indiferencia. —Igual que él… —Concluyó señalando el cuerpo de Emilio en el trineo.

—No digas tonterías… —Respondió John sonriendo.

—Lo sabe. Creo que lo sabe, John.

El escocés levantó la mano para acariciar, una vez más, aquel cabello negro pero en cuanto la tocó, Claudia se quebró en mil pedazos de hielo que quedaron esparcidos por el suelo de la frutería.

—¡Papá! ¡No me dejes!

  ¡Papá! ¡No me dejes!

  ¡Papá! ¡No me dejes!

 

***

John se despertó sobresaltado.

La voz de la radio volvió a taladrar su cerebro.

—Ocho… Tres… Dos… Uno… Dos… Ocho… Seis… Siete… Cero… Cuatro… Tres… Seis… Cinco… Cinco… Uno…

 

 

Refugio 17.

Argentina.

Sábado Nov./29/2036

Wicca +64

 

El eco del bastón del Doctor Méndez resonó por el largo pasillo.

 

Toc… Toc… Toc… Toc…

El policía militar que le acompañaba abrió la puerta de una pequeña oficina donde le esperaba un hombre mayor, delgado y con gafas de cristales ahumados.

Méndez aguardó en la entrada.

—¡Doctor! —Exclamó el vicepresidente. —¡Bienvenido a Refugio 17!

Joaquín esbozó una sonrisa.

—¡Querido Jacobo! ¿Qué tal estás? ¿Y Julia? ¿Y los niños?

El vicepresidente hizo un gesto de tranquilidad.

—Estamos todos bien. Las familias residen un piso más abajo. Ahora estás en el área administrativa.

Méndez asintió.

—Nadie mejor que tú para gestionar todo esto.

Jacobo Rivas quiso quitar importancia a las palabras de su amigo.

—Todos aquí nos sentimos afortunados al contar con la presencia de un cirujano de tu categoría, Joaquín. Tu experiencia nos será de mucha ayuda.

—Me tienes a tu entera disposición.

—¡Espléndido! Acompáñame. Deja que te enseñe las instalaciones.

Los dos hombres abordaron el ascensor que los condujo hasta las profundidades del refugio.

—Aquí se encuentran los huertos artificiales y los almacenes. Comida procesada y agua.

—¿Cuántas personas viven aquí?

—Unos doscientos. Incluyendo personal administrativo, seguridad y familiares. Has sido el último en llegar. —Dijo el vicepresidente. —Las puertas están selladas.

Méndez respiró aliviado. El cirujano había pasado por un auténtico infierno para conseguir salir de Buenos Aires.

—¿Qué hay del aire? —Pregunto Joaquín mientras subían a la siguiente planta.

—Fabricamos nuestro propio oxígeno. ¡Este lugar es inexpugnable! —Respondió Rivas orgulloso de las instalaciones.

Méndez estaba impresionado.

—¡Y aquí tienes tu lugar de trabajo!

El quirófano del refugio estaba perfectamente dotado.

Joaquín asintió satisfecho.

—Espero no tener que utilizarlo demasiado a menudo.

—Aunque no lo creas, ya hay más de uno deseando estrenarlo. —Respondió Rivas. —Al fondo, está la farmacia.

La inspección de las instalaciones estaba causando en Méndez una muy grata impresión y el refugio estaba lleno de gente que iba y venía, cada cual con sus quehaceres.

—Aquí nadie permanece ocioso. Es importante tener algo que hacer.

En el comedor fueron abordados por un hombre de barba blanca, piel pálida y aspecto aseado.

—¡Vicepresidente!

—Profesor Huber. —Respondió Rivas. —Le presento al Doctor Méndez. Nuestra última y más valiosa incorporación.

Joaquín estrechó la mano de su nuevo interlocutor.

—Jacobo exagera. Es un placer conocerle.

—El profesor Ernesto Huber es un buen amigo de la república. ¡Sus estudios demográficos han resultado ser una auténtica revolución con múltiples aplicaciones en numerosos campos!

La conversación fue interrumpida por un militar que entró en el comedor con cara de preocupación.

—Señor vicepresidente. El presidente Mesa quiere verle.

Jacobo puso cara de circunstancias.

—Tendrán que disculparme. Joaquín, te dejo en la mejor de las compañías.

El vicepresidente se marchó apresuradamente y los dos hombres se quedaron sin saber que decir.

—¿Tiene hambre? —Preguntó el profesor.

Méndez asintió.

—¿Qué tenemos por aquí? —Preguntó cogiendo una bandeja, cubiertos y un vaso de agua.

—Le recomiendo las ensaladas. —Dijo Huber.

—Prefiero esto. —Respondió Joaquín cogiendo una lata de estofado.

—Puede calentarlo ahí. —Dijo el profesor señalando el microondas.

El doctor Méndez calentó la comida, se sirvió un vaso de agua y se sentó junto a Ernesto Huber en una de las mesas del comedor.

—Así que se dedica usted a la demografía.

El profesor asintió mientras masticaba lentamente una hoja de lechuga.

—Me gusta contar personas.

—Que tipo tan raro. —Pensó Joaquín sin dejar de observar a su acompañante.

—¿Y usted? ¿Cuál es su especialidad? —Preguntó Huber sin dejar de masticar.

—Cirugía Cardiaca.

—Muy interesante. —Afirmó Huber. —En otras circunstancias, me hubiese visto obligado a ubicarle en el otro bando. —Afirmó el profesor.

—Me temo que no entiendo. —Afirmó Méndez extrañado.

El hombre le miró fijamente antes de responder.

—Pertenece usted al bando de los que salvan vidas.

Joaquín, recordando sus últimos días en Buenos Aires, dibujó una sonrisa forzada.

—Hacemos lo que podemos. ¿Quiere usted probar el estofado? Está mejor de lo que pensaba.

—Prefiero la ensalada. Es más sana.

—Menudo imbécil. —Pensó Joaquín antes de sonreír.

—¿Conoce usted el trabajo del profesor Willem Van Meijer? —preguntó Huber.

—No. —Respondió Joaquín sin interés.

—Van Meijer fue un demógrafo holandés que vivió la mayor parte de su vida en Londres. En 1.971 publicó una tesis en la que sostenía que los índices de población de la Tierra serían inasumibles mucho antes de lo que todo el mundo pensaba. Nadie le hizo caso.

El doctor Méndez asintió aburrido.

—Nadie, excepto la organización para la que trabajo. O quizás sería mejor decir, trabajaba. Disculpe, no acabo de acostumbrarme.

—Nos ocurre a todos. —Dijo Joaquín.

—Mis superiores se tomaban muy en serio a Van Meijer.

Joaquín frunció el ceño. No entendía por donde quería Huber llevar la conversación.

—¿A qué se refiere? —Preguntó.

El profesor Huber le miró muy serio.

—¡Envenenábamos la comida! ¡Especialmente la procesada!

Joaquín dejó caer la cuchara.

—¿Me toma usted el pelo?

El profesor Huber estalló en una sonora carcajada.

—¡Menuda cara ha puesto! —Exclamó divertido.

Joaquín apartó el plato de estofado.

De repente, había perdido el apetito.

—¿Quiere un poco? —Preguntó el profesor ofreciendo una rodaja de tomate al cirujano.

—No gracias. —Dijo el Doctor Méndez.

—¡Creo que usted y yo vamos a ser buenos amigos!

Joaquín asintió sonriendo pero algo en su interior andaba mal.

Un fuerte sabor a hierro irrumpió con fuerza en la boca.

De repente, el profesor Huber abrió mucho los ojos y comenzó a sangrar copiosamente por la nariz.

—No puede ser. —Pensó Joaquín Méndez mientras todos en el comedor comenzaban a retorcerse.

—No puede ser…

 

 

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Domingo Nov./30/2036

Wicca +65

 

Matt Slender llegó a la Quinta Avenida atormentado por la sed.

La ciudad estaba vacía pero la acuciante necesidad nublaba su juicio de manera que un intento sucedía a otro, portal tras portal, casa por casa.

La llamada tiraba de él por todo Manhattan.

Hablaba a través del viento en las interminables hileras de vehículos amontonados, en las tiendas vacías y en los vagones varados del metro.

—¡MATT! ¡MATT!

El joven se llevó las manos a la cabeza, desquiciado.

Matt forzó la entrada de un apartamento junto a Central Park. Unos ojos blancos le recibieron inexpresivos en un sofá. Las pupilas de la mujer parecían querer rivalizar con las perlas del collar que descansaba sobre su cuello y el satinado de su elegante vestido de noche dibujaba pliegues imposibles en su figura, extrañamente torcida.

Matt siguió buscando.

Necesitaba beber pero la vivienda estaba vacía.

—Sólo hay muertos. —Pensó desesperado.

De vuelta en la calle, el joven continuó deambulando. La estatua de Atlas, en el Rockefeller Center le vio llegar medio borracho por la ansiedad.

Se acercó dando tumbos.

Justo enfrente, la catedral, desde donde Él le llamaba.

La iglesia negra alzaba sus torres oscuras entre un mar de nubes preñadas de sangre bajo la luz crepuscular. El joven levantó la mirada. Las agujas de los campanarios se estiraban hasta perderse en la lejanía.

El cielo ardía y Matt no pudo resistir más.

Subió despacio los escalones.

La basílica estaba vacía, fría y oscura.

Matt caminó lentamente hasta llegar al transepto donde estaban los ataúdes.

Uno de ónice, el otro, de cristal.

—¡Lucille…! —Gimió.

La voz de Nikolai llegó desde la oscuridad.

—¿Te alegras de verla?

Los músculos de Matt se tensaron inmediatamente.

Sus sentidos se agudizaron al máximo y su lengua acarició, despacio, el interior de sus colmillos.

—Nikolai… ¿Qué le has hecho?

El viejo vampiro salió de entre las sombras.

Ni uno solo de los cabellos de su larga melena blanca se movió cuando el antiguo Amo de Kiev se materializó justo entre los dos féretros.

—¿Tienes sed? —Preguntó Nikolai con tono burlón retirando la cubierta del ataúd de cristal. —¡Tómala! —Exclamó.

Matt sintió la punzada del deseo en cada partícula de su ser.

Todo su organismo le impelía a beber.

El cuello de Lucille, los labios carnosos, llenos de vida.

—No me alimentaré de ella. —Respondió con fiera determinación.

Nikolai bufó.

—Claro que lo harás Matt. ¡Mírala! ¡Tan bella! ¡Tan inocente!

Matt contempló a su prometida.

Lucille respiraba de manera calmada envuelta en un sueño tan profundo como antinatural. 

—No queda nadie vivo en la ciudad, Matt. Tienes que alimentarte. Luego, podrás descansar. —Dijo Nikolai señalando el ataúd negro.

Matt se arañó la cara para caer de rodillas gimiendo.

Lloró, se arrastró y se retorció por el suelo pero, al final, tras emitir un horrible quejido de desesperación, se abalanzó sobre su amada.

Los colmillos rasgaron fácilmente la carne y la sangre inundó, presurosa, toda su boca.

Matt bebió.

Nikolai se acercó para acariciar los cabellos del joven.

—Despacio… Despacio…

Los ojos de Lucille se abrieron de golpe.

Tenía las pupilas blancas.

 

***

 

John Harper cerró el libro y se quedó mirando la portada.

Estaba demasiado cansado para seguir leyendo novelas de vampiros.

—Desde la Oscuridad. Décima Edición. —Murmuró. —Por Tricia Wells.

El escocés había encontrado la colección completa en la taquilla de Maritta y, por el momento, constituían la mejor forma de pasar el tiempo.

John se levantó. Quería comprobar la radio una vez más.

Continuaba buscando signos de actividad en todas las frecuencias. Sin resultados.

—¿Cuánto tiempo antes de que se agote el combustible de los generadores? —Se preguntó.

Harper abrió una lata de judías con tomate que comió con desgana antes de lavarse los dientes y meterse en el saco de dormir.

Se acostaba pronto por las noches.

El sueño era la única manera de salir de allí.

—Desde la Oscuridad. —Musitó antes de que llegasen de nuevo las pesadillas.

 

 

 

 

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Lunes Dic./1/2036

Wicca +66

 

John estaba a punto de averiguar la manera en la que Matt Slender finalmente conseguiría hacer que la bella Lucille volviese a la vida a través de un oscuro ritual que implicaba la sangre de Nikolai cuando una sombra cruzó la entrada de la Sala de Comunicaciones.

—¡Tú la llevas!

Harper se levantó intrigado.

Fuera, el viento aullaba en lo que venía a ser la enésima tormenta que sufría O´Higgins desde su llegada.

—¡Tú la llevas!

John caminó por los pasillos cada vez más inquieto.

La voz infantil llegaba a sus oídos cada vez más cerca.

El escocés comprobó los cierres de puertas y ventanas.

—Los golpes de aire juegan malas pasadas. —Pensó.

La sombra se deslizó de nuevo entre las mesas del comedor en dirección a las cocinas.

John sintió un escalofrío.

—¿Quién anda ahí? —Preguntó buscando algo que le permitiera defenderse.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Ayúdame! ¡Papá!

—¡Linda! ¡Kaisy! —Gritó John aterrado.

En la cocina, los calderos comenzaron a vibrar y a caer de los estantes. El ruido era ensordecedor.

John cogió el cuchillo más grande que encontró y se cubrió la cabeza con las manos.

—¡Para! Dios, por favor… ¡Haz que pare! —Exclamó fuera de sí.

Las cacerolas cayeron al suelo y todo quedó en silencio.

John suspiró aliviado.

Su corazón iba a mil pulsaciones por segundo y le dolía la cabeza.

—Señor… —Musitó. —No permitas que me vuelva loco.

La radio comenzó a aullar otra vez desde la sala de comunicaciones.

Esta vez, los números de las emisoras fantasmas intercalaban frases sueltas en medio de la estática.

—Ocho… Tres… Dos… Uno… Dos… ¿Por qué?… Ocho… Seis… Siete… ¡No te vayas!… Cero… Cuatro… Tres… ¿Dónde estás?… Seis… Cinco… Tengo… Cinco… Uno…

John apagó la radio sobrecogido.

—Estoy perdiendo la cabeza. Tengo que salir de aquí.

La farmacia de la estación estaba en el módulo B.

Para llegar hasta ella, Harper tendría que salir a la tempestad y una vez en la nave, atravesar los dormitorios.

La última vez que había estado allí había sido para coger los libros de la taquilla de Maritta. John odió la idea de tener que volver a encontrar los cadáveres.

—Mantén la calma. Sal ahí fuera. Cruza los dormitorios. Busca los calmantes y vuelve.

No es difícil.

No es difícil.

Pequeñas esquirlas de hielo le azotaron el rostro nada más salir.

John caminó pesadamente entre la nieve hasta llegar al portón del módulo B.

Dentro, todo estaba a oscuras.

El olor del pasillo que conducía a los dormitorios ya era un presagio de los que le esperaba. John se cubrió la nariz lo mejor que pudo. ¿Cuánto tiempo llevaban Maritta y Pedro allí?

—A estas alturas los cuerpos ya deben de haberse hinchado por los gases. —Pensó asqueado.

John atravesó el pasillo corriendo. Aunque no quiso mirar, el rabillo del ojo identificó los dos bultos sobre los catres junto a la pared.

La farmacia estaba abierta.

Bajo la luz de un fluorescente, Harper registró las estanterías en busca de los medicamentos.

—Aquí está. Benzodiacepinas. —Se dijo satisfecho.

—¡Papá! ¡Papá!

La voz de su hija Linda sonó con fuerza en el dormitorio.

—¡Tú la llevas! ¡Vamos Papá! 

John no quiso esperar ni un segundo más. Entró en el pequeño aseo de la farmacia, dejó correr el agua helada y engulló dos pastillas.

Sudoroso y con la respiración entrecortada se miró al espejo.

La imagen reflejada casi le paró el corazón.

Desde la puerta, la cara hinchada de Maritta le observaba.

Estaba sonriendo.

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Martes Dic./2/2036

Wicca +67

 

John Harper encontró las claves de acceso al sistema informático en la última página de la novela protagonizada por Matt Slender y su bella prometida.

Intrigado, encendió el ordenador portátil de Maritta y, sin pensarlo dos veces, escudriñó todo el correo electrónico de la joven.

Amigos y familiares, preocupados, preguntaban por ella.

No iban a obtener respuesta. Su cuerpo se estaba pudriendo en un camastro arrimado contra una pared pero eso, nadie podía imaginarlo.

Todos los mensajes describían la angustia y el caos reinante por todas partes.

John leyó alarmado lo ocurrido con la guerra norteamericana, el atentado contra el presidente Wilkinson, los acontecimientos en el Eurotúnel y la dramática situación del Reino Unido entre otra gran cantidad de sucesos.

Angustiado, abrió el último email.

—Hola Maritta. Estamos muy preocupados por ti. En Santiago la situación es muy complicada. Internet no va bien y no paran de llegar a la capital cada vez más refugiados. Vienen de todas partes y Papá dice que todo esto es culpa de los evangélicos, que llevan toda la vida conspirando.

 

Sin embargo, en la calle cobra cada vez más fuerza el rumor de que Wicca es un invento macabro de los americanos. Hay grupos que salen a cazarlos por las noches.

 

Por favor, si puedes, responde y dime si estás bien. Ya sé que dejaste Santiago enfadada pero Mamá y Papá te extrañan muchísimo.

 

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