Harmony

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Capítulo 7 » Capítulo 8

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—Mañana haré la última extracción.

Bill asintió desde la oscuridad.

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Viernes Nov./14/2036

Wicca +49

 

Ramón Pomares guardó las bolsas de sangre en la mochila.

—Hasta siempre. —Susurró al oído de un Bill Walsh adormilado.

El argentino cerró la puerta de seguridad e introdujo la contraseña en el panel digital.

Los cerrojos sellaron la estancia con un chasquido.

Cecilia esperaba en el recibidor.

—¿Sales?

—Si. —Respondió Ramón. —Quisiera pasar un momento por el periódico. Luego iré al hospital. Necesitaremos más voluntarios.

La joven asintió.

 

***

 

Cecilia nunca quiso saber dónde encontraba su padre a las personas que pasaban unos días con ellos en el sótano. Habitualmente eran ancianos o vagabundos. Un día, unos operarios vinieron a casa y lo prepararon todo. El sistema de seguridad, la cama articulada, el instrumental, las correas… Dijeron trabajar para el gobierno.

—La escasez en los hospitales nos obliga a recurrir a particulares. —Afirmó el hombre que los dirigía. —Su padre ha sido muy amable al colaborar con esta iniciativa. —Concluyó.

La joven enarcó las cejas.

—El doctor Méndez nos va ayudar con tu medicación. —Afirmó Ramón.

—¿Cómo vamos a pagar todo lo que hay en el sótano? —Preguntó más tarde Cecilia.

—No te preocupes por eso, hija.

—Papá, ¿Quién es ese hombre? ¿Estás seguro de lo que estás haciendo?

Ramón Pomares miró a su hija incómodo.

—Méndez es un hombre con muchos recursos. Le conocí hace unos meses, a raíz de un reportaje sobre sanidad que preparábamos en el periódico. Eso es todo lo que necesitas saber.

—Pero…

—¡Necesitas las pastillas! —Exclamó su padre exasperado.

A partir de aquella noche, no hubo más preguntas.

Los voluntarios sólo pasaban unos días en casa. Luego el sótano se quedaba vacante por un tiempo, hasta la llegada de otra persona.

 

***

 

En el recibidor Cecilia no pudo evitar preguntar.

—¿Cuando se marchará Bill?

Ramón acarició el rostro de su hija.

—Se fue anoche. Me pidió que te despidiese.

—¿Anoche? ¿Tan débil como estaba?

—Ha vuelto donde debe estar, con los americanos.

Cecilia se entristeció.

—¿Podré verle antes de que abandone Buenos Aires?

Ramón Pomares cogió el paraguas y un abrigo. Fuera hacía frío.

—No debes salir.

—¡Llevo semanas encerrada!

—Muy bien, te prometo que iremos a visitarle. —Concluyó Ramón nervioso.

Cecilia se sintió más reconfortada.

Ramón salió de casa y encaminó sus pasos hacia las oficinas de Clarín.

Hacía tiempo que el periódico ya no publicaba. No obstante, Ramón iba de vez en cuando.

—Algún día tendrán que retomarlo. —Se decía.

Encontró la redacción desierta.

 

***

—Es imposible seguir en estas condiciones, Ramón. —Le confesó el director. —Márchate tú también.

—De acuerdo, pero vendré de vez en cuando.

—Como quieras. —Dijo el máximo responsable del periódico mientras recogía sus cosas.

 

***

Ramón deambuló sin rumbo por las oficinas. El edificio estaba vacío y algunas puertas habían sido forzadas.

—Saqueadores. —Pensó con tristeza.

Al doblar una esquina, la luz parpadeante de un terminal llamó su atención.

El monitor estaba agrietado y al teclado le faltaban algunas piezas pero funcionaba.

Ramón Pomares accedió a la plataforma de edición online.

El sistema tardó una eternidad en cargar las plantillas pero finalmente, consiguió acceso.

La portada del periódico llevaba semanas sin actualizar.

—El Presidente Wilkinson anuncia ultimátum desde Luisiana. —Leyó.

Ramón ejecutó los comandos de edición.

Borró todos los contenidos y escribió tan dos palabras:

EL FIN.

 

***

 

En casa, Cecilia intentó distraerse leyendo un libro. No podía dejar de pensar en Bill.

—Estaba tan débil. ¿Cómo ha podido papá dejarle marchar sin más? —Musitó.

El reloj de pared en el salón dio la una de la tarde.

—Tengo que saber más. —Resolvió la joven antes de levantarse para hacer algo de comer.

 

***

Después de dejar atrás las oficinas del periódico, Ramón volvió a subir caminando los catorce pisos hasta llegar al ático del doctor Méndez.

—Pensé que hoy no vendrías. —Dijo el cirujano irritado.

—Ya dije que cada vez resulta más difícil.

—¡Basta de excusas, Pomares!

—Aquí hay dos bolsas más.

El doctor Méndez negó con la cabeza.

—No es suficiente.

—No tengo más.

—Muy bien. Cinco pastillas. —Dijo Méndez.

—¡No puede hacer eso!

—Claro que puedo. Consigue más sangre. —Dijo el cirujano acariciándose el bigote.

—¡Es imposible!

Joaquín Méndez contempló con desprecio al hombre que tenía delante.

—Esta tarde tengo una operación importante. Un militar americano.

—¿Qué militar?

—Lo acuchillaron anoche en el Centro de Contención. Tiene un pulmón en mal estado. Necesito sangre.

—No puedo hacer más. ¡Me importa bien poco quien sea ese americano! —Dijo Ramón desesperado.

—A mí sí que me importa. El teniente Hill pagará lo que sea con tal de salvar la vida. He pedido a sus hombres una fortuna en armas.

Ramón sintió un escalofrío.

—Creo que será mejor que me vaya.

—Estas dos bolsas no son suficientes.

—¡No tengo más sangre!

Méndez hizo un gesto a uno de los gorilas que le acompañaban.

  El matón dio un golpe seco en la nuez de Pomares que cayó desplomado al suelo.

—Claro que la tienes. Llevadle al quirófano. —Sentenció el doctor acariciando el pomo de marfil de su bastón.

 

***

 

Mientras tanto y a varias manzanas de la Avenida Cerviño, Cecilia bajó las escaleras del sótano.

La luz roja de la puerta de seguridad brillaba en la oscuridad.

—Está cerrada. —Murmuró.

Intrigada, marcó su fecha de nacimiento en el panel.

Acceso denegado.

—¿El cumpleaños de Mamá?

Acceso denegado.

La joven no se desanimó.

Subió hasta el despacho de su padre y rebuscó entre los cuadernos amarillos.

—Tiene que estar aquí. Te he visto apuntar las claves, papá. —Musitó.

Un listado de contraseñas apareció en la contraportada de la última libreta.

—La última es 632548.

Cecilia bajó corriendo al sótano.

La puerta se abrió dando paso a la habitación que estaba a oscuras. La joven entró y dio un respingo al escuchar el cierre automático de la puerta tras de sí.

—632548. 632548. 632548. —Repitió varias veces, temerosa de olvidar la combinación.

Su mirada tardó un poco en acostumbrarse a la oscuridad. A la derecha, en la pared, estaba interruptor de las luces.

El blanco de los fluorescentes inundó la estancia.

Al fondo, sobre la cama, había un cuerpo.

Cecilia se acercó lentamente temiendo lo peor.

Para cuando pudo distinguir el rostro inerte de Bill, le costaba respirar.

Cayó de rodillas y tomó el brazo del americano, que colgaba sin vida del borde de la cama.

—Bill… Bill… ¿Qué ha pasado?

A Cecilia le pareció que su corazón se aceleraba.

—Calma. Mantén la calma. – Se dijo.

Un sudor frío le subió por la nuca.

—Respira.

Una terrible angustia se apoderó de ella. 

—¡Sal! ¡Tienes que salir de la habitación! —Pensó histérica.

La joven corrió hacia la puerta cerrada.

—¡632548!

Pero antes de llegar, todo quedó repentinamente a oscuras.

—¡No! ¡No! ¡Dios mío! —Exclamó.

Cecilia golpeó el panel apagado.

—¡No! ¡No!

Sollozando se acurrucó contra la pared.

La oscuridad en la habitación era absoluta.

—Papá vendrá pronto. —Se dijo. —Él me sacará de aquí.

Cuando llegó la madrugada, Cecilia comenzó a gritar.

 

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Sábado Nov./15/2036

Wicca +50

 

El doctor Méndez entró en el despacho de Ramón Pomares.

Había un cuaderno amarillo abierto sobre el escritorio.

El cirujano recitó el código de seis dígitos en voz alta.

—632548. Vete con los muchachos al sótano y empieza a recoger.

—Muy bien, Don Joaquín —Respondió Lucho.

—No quiero cabos sueltos.

—No señor. Descuide, nos ocuparemos de todo.

Un fuerte olor a quemado proveniente de la cocina impregnaba toda la casa. 

El cirujano sacó un pañuelo blanco, impoluto, del bolsillo interior de su chaqueta y se lo acercó a la nariz.

—¿Puede alguien abrir las ventanas?

La balda superior de la estantería junto al escritorio estaba llena de cuadernos. Méndez fue leyendo nombres.

—Félix Lozano, Silvia Márquez, Julio Quevedo… ¿Qué es todo esto? —Se preguntó el cirujano.

El último título llamó su atención.

—Ramón Pomares.

Méndez abrió la libreta.

Las páginas estaban repletas de titulares.

—Apuñala en la cara a un compañero por una disputa doméstica.

 

- Detenida una cuidadora por estafar más de un millón de pesos a una anciana de ochenta y seis años.

 

- Muere el niño de tres años atropellado por un conductor que se dio a la fuga.

 

- Más crímenes en la capital: Asesinan a balazos a tres hombres en menos de seis horas.

 

- Le robó la camioneta y lo ejecutó a sangre fría.

 

- El brutal asalto a una mujer por parte de su marido la deja desfigurada.

 

- Mataron a golpes a su hijo de un año y diez meses porque les rompió la TV.

 

- Detienen a cuatro hermanos por torturar y matar a un chico de 17 años.

 

- Secuestran a una adolescente al salir de la escuela y la violan en un baldío.

 

- Estado grave de la joven embarazada acribillada a balazos.

 

- Detienen a un hombre de 62 años acusado de abusar de sus cinco hijas.

 

- Varios alumnos violan a un niño de diez años.

 

- Cortan la cabeza con un machete a un joven de 19 años.

El doctor movió la cabeza extrañado.

—¿A quién se le ocurre llevar un registro así? —Pensó.

Méndez pasó rápido las páginas hasta la última entrada.

—Alerta OMS: Enfermedad mortal se extiende con rapidez desde el norte.

 

Debajo, en rojo y con grandes caracteres Pomares había dejado algo escrito.

—LO MERECEMOS —Musitó Méndez.

 

Lucho entró de nuevo en el despacho.

—Disculpe, señor.

—¿Qué hay? —Respondió el doctor poniendo el cuaderno de nuevo en la estantería.

—Ya hemos terminado. Hay dos cadáveres en el sótano. Una chica y un hombre de ojos vendados.

El cirujano no quiso más complicaciones.

—Deshazte de ellos.

—Muy bien.

—Lucho.

—Diga, Don Joaquín.

—Antes de irte, lleva estos cuadernos a casa. —Ordenó Méndez señalando la estantería.

—No se preocupe. ¿Algo más?

—Te veo luego.

 

***

 

Lucho había trabajado durante un tiempo como celador del Hospital Italiano de Buenos Aires donde sus compañeros le describían como “un tipo desagradable y mal encarado.” Cuando las cosas comenzaron a complicarse recibió una oferta que no pudo rechazar.

—A partir de ahora, trabajarás para mí. – Dijo el doctor Méndez en el aparcamiento.

 

Lucho encendió un cigarrillo y respondió con una mirada burlona.

El cirujano continuó.

—Vivirás en mi casa. Donde yo voy, tú vas. Si aceptas, nunca más tendrás que preocuparte por nada.

El celador aceptó y Méndez cumplió su palabra.

 

Lucho no tenía que preocuparse por nada.

 

***

 

La luz fluorescente del sótano en casa de Pomares comenzó a parpadear.

—Será mejor que me de prisa antes de que llegue otro apagón. – Pensó Lucho.

El sicario extendió las bolsas negras sobre el suelo del sótano y miró el cadáver del hombre. Tenía el gesto torcido.

—Mala suerte, muchacho. —Murmuró mientras abría la cremallera.

En cuanto hubo terminado, Lucho dirigió su atención a la chica.

El cuerpo de Cecilia estaba apoyado contra la pared y tenía los ojos muy abiertos.

—Eres una joven muy bonita. —Dijo. —¿Qué llevas puesto? —Pensó acercándose despacio.

 

Lucho se tomó su tiempo.

Le hubiese gustado hacerlo más despacio pero las luces fluorescentes parpadearon de nuevo.

—Será mejor que nos demos prisa. —Murmuró besando los labios sin vida de la joven.

 

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Domingo Nov./16/2036

Wicca +51

 

El doctor Méndez recibió la llamada de Doña Matilde temprano por la mañana. Durante el transcurso de la conversación ella, por supuesto, se quejó de lo mal que estaba todo. Protestó por los apagones, por la escasez de alimentos y por la creciente inseguridad en las calles de la capital.

—La culpa la tienen todos esos refugiados. —Dijo.

—Estoy completamente de acuerdo. —Respondió Méndez.

La viuda del ministro Carrión no paraba de hablar.

—Todos esos extranjeros. ¡Van a arruinar Argentina!

—Son tiempos complicados, Doña Matilde.

—Precisamente por eso te llamo, Joaquín.

El Doctor Méndez puso cara de circunstancias y se dispuso a escuchar. 

—Necesito que hagas algo por mí.

El cirujano asintió.

—¿De qué se trata?

—Hay un amigo de la familia que necesita que le eches una mano. Padece algunas afecciones.

—¿Algo grave?

—Riñón, arritmias, dolor de huesos…

—¿Qué edad tiene? —Preguntó Méndez.

—Debe rondar los sesenta.

—¿A qué se dedica?

—Augusto es un alto funcionario del ministerio. Le han nombrado director de uno de esos sitios horribles donde el gobierno mete a toda esa gente…

—¿Se refiere a un Centro de Contención?

—¿Podrás ayudarle, Joaquín? Necesita revisiones periódicas y las colas en los hospitales son insoportables.

—No se preocupe Doña Matilde. Déjelo de mi cuenta.

—Sabía que podría contar contigo.

 

***

 

Lejos del ático del doctor Méndez, Lucho descargó los tres fardos negros en la lancha y pilotó con cautela la embarcación entre los pastos altos hasta llegar a mar abierto.

Una ligera brisa acariciaba su rostro.

—Ni un solo barco en el horizonte. —Pensó extrañado.

El sicario paró la motora a una distancia más que respetable de la costa.

Antes de tirar los cuerpos al mar, abrió las cremalleras.

—Adiós, gringo. Triste final te dieron.

Con Ramón Pomares no fue tan amable.

—De haber sido un poco más listo, ahora no estarías aquí.

Por último, el pálido rostro de la muchacha le provocó una extraña sensación.

 

Lucho se estremeció al rememorar la noche que había pasado con ella.

—Adiós, niña hermosa. —Dijo humedeciendo con sus labios la boca fría de Cecilia.

Los cuerpos cayeron con un chapoteo al mar.

El ex celador encendió otro cigarrillo y volteó el timón.

—Volvamos a casa. —Murmuró.

 

***

 

Augusto Zabaleta llegó tarde a su despacho en el Centro de Contención del tercer distrito de Buenos Aires. Estaba contento. Doña Matilde había llamado temprano.

—Ya está arreglado. Se acabaron las colas en el hospital, Augusto. —Dijo. —Alguien irá a verte. Te dirán que debes hacer.

Augusto bendijo su suerte.

—Por fin podré ser atendido como Dios manda. —Pensó.

La puerta del despacho se abrió sin aviso previo.

—¡Por el amor de Dios! —Exclamó sobresaltado.

—Perdone que le moleste, Don Augusto. —Dijo el guardia de seguridad.

—¿Qué pasa ahora?

—Tenemos otro altercado.

Augusto frunció el ceño contrariado. ¿Es que aquella gente no podía comportarse?

—¿Otro más?

—Dos ucranianos. Le han dado una paliza a un interno.

—¿Ucranianos? —Preguntó el director.

El funcionario asintió.

Augusto se levantó contrariado.

—Menuda gentuza.

—Si señor.

—¿Es grave?

—No sabría decirle, señor. Quizás debería comprobarlo usted mismo.

El director refunfuñó, cogió la chaqueta y encaminó sus pasos hacia las puertas que conectaban al edificio administrativo con los módulos de internamiento.

El Centro de Contención no era oficialmente una cárcel aunque se parecía mucho. No había celdas pero todo el complejo estaba rodeado por una extensa valla provista de torres de vigilancia y alambradas.

Augusto avanzó entre los pasillos atestados de refugiados. Iba escoltado por los guardias de seguridad y el hedor era insoportable.

—¿Dónde demonios están? —Preguntó enfadado.

—Por aquí, señor. —Respondió uno de los custodios del primer módulo.

El cuerpo inconsciente de un joven apareció ante los ojos del director en uno de los patios. Junto al muchacho, había dos tipos de aspecto deplorable.

—¿Qué ha pasado aquí? —Preguntó Augusto.

—Ya ne rozumiyu.

 

- ¿Qué ha dicho?

Los guardias se encogieron de hombros.

—No hablamos ucraniano, señor.

—¿Y cómo carajo se entienden con ellos? —Preguntó Augusto asombrado.

—Como podemos, señor.

—Muy bien. —Concluyó Augusto. —Ya me he cansado de esta pantomima.

—¿Qué hacemos, señor?

—Dos semanas de aislamiento.

Las protestas de los dos hombres todavía resonaban en sus oídos cuando Augusto abrió la puerta de su despacho.

Dentro, un hombre de aspecto tosco le esperaba sentado en su sillón.

—¿Quién es usted? —Preguntó el director desconcertado.

Antes de que el extraño pudiese contestar, el conserje apareció de la nada profiriendo un mar de explicaciones.

—Mil disculpas, director. Le dije advertí de que estaba usted ocupado, pero insistió.

—Muy bien, yo me encargo.

—¿Quiere que llame a seguridad, Don Augusto?

—No será necesario, gracias. Por favor, cierre la puerta al salir.

El intruso tuvo el descaro de lanzar un beso volado al conserje antes de que éste se marchase.

—Un tipo encantador. —Dijo sin levantarse.

—¿Me va a explicar quién es usted?

—Me llamo Lucho. Creo que tiene usted un problema pendiente de resolver.

Augusto recordó la llamada de Doña Matilde.

—Si. —Dijo Augusto. —¿Qué tengo que hacer?

—Nosotros le proporcionaremos todo lo necesario.

—Necesito ansiolíticos. Hoy llevo un día horrible.

—Eso se puede arreglar.

Augusto se frotó las manos.

—A cambio, usted se encargará de realizar algunas tareas.

El director miró a su interlocutor extrañado.

—¿Tareas? ¿Qué clase de tareas? —Preguntó extrañado. Doña Matilde no había hablado de contrapartidas.

 

Lucho le miró de arriba a abajo con aire insolente para, a continuación, preguntar con tono despreocupado.

—¿Se marea usted con la sangre?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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