Harmony

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Kate » Capítulo 2

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—¡Por Dios Salomón! ¿Acaso sabéis algo?

—¡Calma, David! Necesito tiempo y, sobre todo, no permitas que esto afecte al trabajo en la estación. ¿Has podido enviar las últimas mediciones?

—Aún no he comprimido los datos. El ambiente aquí se está enrareciendo. —Afirmó Dayan.

—¿Qué puedes decirme del periodista americano? —Quiso saber Rubin.

—¿Paul Sander? Se ha adaptado bien. Sólo hace su trabajo.

—¿Sigues creyendo que Sander no trabaja para la CIA? De ser así, puede convertirse en un problema. —Apuntó Rubin.

—Apostaría a que los americanos no saben nada. De todas formas, Wang vigila a Paul Sander de cerca. Descuida. —Respondió Dayan.

—Recuerda, David. No podemos fracasar. Hay demasiado en juego.

—Es Viktor Zaitsev quien me preocupa. El ruso es ingobernable.

Salomón se quedó un momento pensando. Dio otro sorbo más al batido y continuó.

—Yo me encargo.

—Por favor Salomón, ve con cuidado. No sabemos con quién habla Viktor en Moscú.

—Hay gente que me debe algunos favores. Yo me encargo de que alguien le tranquilice.

—Muy bien.

—Tengo que dejarte, David. ¡Recuerda las mediciones! —Exclamó Rubin.

—¿Algún progreso con la simulación? —Quiso saber Dayan.

—No, pero tu trabajo está siendo muy importante. Nos estás ayudando mucho.

—Me alegra saberlo. —Dijo Dayan sin demasiado entusiasmo.

—Adiós, David. —Concluyó Salomón.

—Averigua lo que está pasando. —Insistió Dayan.

—Lo haré. —Dijo el profesor a modo de despedida.

Salomón Rubin cortó la comunicación.

La charla no había resultado demasiado tranquilizadora.

Su mirada volvió a fijarse en los resultados.

 

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Un terrible pensamiento comenzó a tomar forma en su cabeza.

—Dios mío… —Musitó.

Descompuesto, Salomón sintió un fuerte pinchazo en el estómago.

—Es demasiado tarde… —Se lamentó.

 

 

 

Ciudad de Nueva York. Nueva York.

Estados Unidos.

Viernes Oct./03/2036

Wicca +7

 

—Mamá… Necesito hablar con Papá. – Dijo Kate por teléfono.

—Aún no ha llegado, cielo.

Kate sintió la oleada de frustración creciendo en su interior.

—Me llamó justo antes de… de… bueno ya sabes… El incidente de la oficina.

—¿Incidente? ¿Así es como lo llamas? Perdiste el conocimiento Katherine.

—¿Qué más da, Mamá? —Respondió Kate frustrada. ¿De dónde sacaba su madre aquella habilidad para hablar de lo que no era importante?

—¿Te estás tomando la medicación que te recetó el doctor Park?

Kate suspiró profundamente y dirigió una mirada al techo. Estaba a punto de explotar.

Cornelius I. Franklin se aproximó a la chica pelirroja que llevaba un buen rato con el móvil. La joven no dejaba de dar vueltas por el hall; gesticulando nerviosamente, tratando de contener el tono de voz.

—¿Puedo ayudarla en algo señorita?

Kate se paró en seco ante el conserje.

De repente, en un giro frente a los ascensores, casi se había dado de bruces con él.

Olía a lavanda e iba impecablemente uniformado.

—¡Jesús! —Exclamó Kate sorprendida ante el súbito encontronazo.

—¿Kate? —Preguntó Annette al otro lado del teléfono.

La joven observó la expresión de disgusto del señor Franklin.

—Estoy hablando con mi madre.

—¿Sigues ahí, hija? —Preguntó Annette desconcertada.

—Verá señorita, hay dos cosas que los que viven en este edificio aprecian. Una es la tranquilidad y otra es la discreción.

—Soy Katherine Brennan. —Respondió Kate avergonzada. —Tengo una cita con el señor Bruce McKellen en su apartamento del piso… —Un momento.- Precisó Kate rebuscando en la mochila.

Cornelius Franklin la miró con recelo.

—¡Planta 43! —Exclamó Kate, ufana.

—¿Hija? ¿Estás ahí? —Se oyó preguntar a Annette.

—¡¡Si mamá!! —Gritó Kate retomando el móvil y al borde de un ataque.

El exabrupto provocó un gesto de disgusto por parte del señor Franklin.

—¿Desea que avise al señor McKellen? —Preguntó con tono suspicaz el conserje.

—Voy a tener que dejarte cariño. Papá tiene que estar a punto de llegar y será mejor que prepare la cena.

—No será necesario. —Dijo Kate.

—Me temo que sí, corazón. Ya sabes cómo se pone cuando está hambriento. – Y diciendo esto, Annette Brennan cortó la comunicación.

Kate se quedó mirando el teléfono.

Cornelius Franklin estaba hablando con alguien.

—Disculpe que le moleste señor McKellen. Hay en el hall del edificio una joven que pregunta por usted. A estas horas de la noche.

—¿Estas horas de la noche? —Se dijo Kate. —Pero si son las nueve.

—Si señor. Enseguida señor. Buenas noches señor McKellen.

Cornelius Franklin encaró de nuevo a Kate.

—Puede subir. El señor McKellen está esperando. —Anunció el conserje con solemnidad.

—Ya sé que me está esperando. —Respondió Kate sin dejar de rebuscar en la mochila. —Ya se lo había dicho.

—¿Desea que la acompañe?

—¡No! Puedo coger el maldito ascensor yo sola. —Respondió Kate mostrando a Cornelius su barra de labios.

El espejo del ascensor le devolvió una imagen más destartalada de lo que hubiese deseado. Rápidamente, trató de colocarse el pelo y dar algo de color a sus mejillas. No había visto a Bruce desde que la ingresaran en el hospital.

—Estás horrible… —Se dijo abriendo un poco el escote de la blusa blanca de seda que había decidido ponerse.

Bruce McKellen la recibió en su casa vestido de sport. Llevaba un pantalón celeste, un polo del mismo color y un jersey en pico azul marino.

Kate se fijó en las paredes del enorme ático situado en uno de los edificios más exclusivos de la ciudad. Rebosaban obras de arte.

—No sabía que te gustase la pintura. —Murmuró.

—Hay un montón de cosas de mí que no sabes. —Respondió Bruce con gesto enigmático.

La luna llena se reflejaba en la piscina de la terraza.

—¿Quieres tomar algo? —Preguntó Bruce dirigiéndose al mueble bar. ¿Martini? ¿Champagne?

Kate enarcó las cejas. 

—Martini va bien. —Respondió cohibida.

—¿Seco?

—Si por favor. —Respondió Kate contemplando un Picasso en el salón.

—Supongo que te estarás preguntando por qué te he hecho venir. —Dijo Bruce mientras le obsequiaba con un Dry Martini perfectamente preparado.

—¿Vas a pedirme en matrimonio? —Se le escapó a Kate en medio de una risita nerviosa.

Bruce sonrió enigmático.

—¿Matrimonio?… Vamos Brennan… Hablemos de algo más excitante.

Kate hizo un gesto de coqueteo con los labios y se inclinó sobre la mesa con la esperanza de que el sujetador push up de Women´s Secret hiciera su trabajo.

—¿Qué tienes en mente? —Dijo Kate con aire inocente mientras procuraba dejar una marca de carmín en la copa.

—¡Un montón de trabajo! —Exclamó eufórico Bruce.

Kate quiso que la tierra la tragase en aquel instante. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

—¡Por supuesto! —Respondió reclinándose con brusquedad hacia atrás.

—Es piel ecológica de almendra, forrada con guata de lino.

—¿Qué? —Preguntó la joven descolocada.

—El sofá.

—¡Oh! —Respondió Kate sin saber muy bien dónde meterse.

Bruce sonrió.

—Kate, necesito que trabajes en algo.

—¿De qué se trata esta vez?

—Es un tema delicado. Lo llevarás a cabo sola y me tendrás en todo momento informado de tus progresos.

—Pero… ¿Qué hay de Harmony y Paul Sander?

—Olvídalo. Esto es mucho más importante.

Kate sintió una inmensa oleada de satisfacción. ¿Acaso Bruce McKellen le iba a devolver ChinaKorp?

—Gracias Bruce. No sabes lo que significa volver a retomar mi trabajo. Han sido muchos meses de investigación y estoy cerca de algo grande. Sólo necesito un par de llamadas. —Afirmó Kate pensando en su padre.

Bruce la miró con un gesto extrañado.

—¿A qué te refieres?

Kate se puso tensa. Algo no iba bien en la conversación.

—¿A qué te refieres tú?

—¿Has oído hablar de WICCA?

 

En el hall del edificio, Cornelius I. Franklin miró el reloj.

Las tres y veinte de la mañana. —Se dijo.

Decepcionado, movió de un lado a otro la cabeza. 

—¡Podría ser su padre! —Exclamó escandalizado.

Para el señor Franklin, aquella fue la noche en la que Bruce McKellen dejaría de ser un caballero respetable.

 

Uchami. Siberia.

Rusia.

Sábado Oct./04/2036

Wicca +8

 

—La mina de oro abierta de Uchami fue descubierta a principios de siglo. Tardó veinte años en comenzar a producir. Así van las cosas en Rusia. Nos tomamos nuestro tiempo.

Oleg Ivanov acarició el taco Pool Viking G41 y fijó toda su atención en la bola blanca que se encontraba justo donde debía estar.

—¿Vas a darle de una vez? —Preguntó Alan exasperado.

—Trabajo para una empresa cuyo contrato firmado por el gobierno corrupto de Popov y la Societé Minière du Krasnoyarsk, es ilegal. El parque natural junto al río es un vertedero y nuestros camiones han arrasado el hábitat de, al menos… cincuenta especies. Lo que hacemos aquí ha contaminado decenas de acuíferos y hemos talado miles de árboles sin ningún tipo de autorización. No vas a conseguir que me sienta culpable por darte una paliza jugando al billar.

Alan observó disgustado como Oleg embocaba, por fin, la bola ocho.

Otra victoria para el ruso.

—Me debes una cerveza. —Dijo Oleg ufano.

—No mandé a mis naves a luchar contra los elementos. - Refunfuñó Alan en su particular español.

Oleg, que había pasado unos años en Cuba, sonrió.

—Puedes volver a Manila si no te gusta. Ahora, mi cerveza.

Alan cerró los ojos y, por un momento, su mente volvió al patio colonial de la destartalada casa de sus abuelos en Intramuros.

—De acuerdo. Tendrás tu maldita cerveza. —Contestó de mala gana encaminando sus pasos hacia la ventanilla del economato.

—¿Sabemos algo de Dimitri? —Preguntó Oleg.

Dasha Pavlova maldijo la hora en la que llegó a la mina la mesa de billar.

—¿Es que no tenéis nada que hacer? ¡Esto no es un bar! —Exclamó enfadada.

—Vamos Dasha… Se buena y dame una cerveza. Te cantaré algo bonito… ¿Qué tal Mariposa Bella?

—¡Con los pantalones bajados! —Exclamó Oleg riendo.

—¡Vete al cuerno filipino asqueroso! —Respondió Dasha sacando una Baltika nº 3 de la nevera.

Alan cogió la cerveza, la abrió de un golpe calculado contra el mostrador y dio un largo trago antes de lanzar la botella por el aire en dirección a Oleg.

—Dimitri lleva nueve horas sin llamar.

Oleg frunció el ceño preocupado. No era normal.

—¡Son cincuenta rublos! —Exigió Dasha desde la ventanilla.

—Apúntalos. Ya te los pagaré. —Respondió Alan guiñando un ojo.

—¡Asqueroso filipino!

Alan cogió un taburete y se sentó junto a la mesa de billar.

—Es demasiado tiempo sin saber nada. —Dijo Oleg.

—Se habrá levantado con resaca. —Respondió Alan despreocupado.

—Hay un montón de repuestos pendientes de entrega. Si ese cabrón no responde, algo habrá que hacer.

A Alan no le gustó el giro que estaba tomando la conversación.

Su jefe prosiguió.

—Coge una camioneta.

—Vamos Oleg… ¿En serio me vas a hacer esto? —Protestó el filipino.

—Sólo son cuarenta y siete kilómetros hasta la mina. Cuando llegues, busca a Dimitri y dile que estoy a punto de redactar un informe pormenorizando el número de cajas de vodka que se bebe a cuenta de la Societé Minière du Krasnoyarsk. Si ese bastardo no hace su trabajo, me voy a encargar de meterlo en un contenedor rumbo al desierto del Kalahari. ¿Me he explicado?

Alan asintió en silencio. Cuando Oleg se enfadaba, no había lugar para bromas.

—Terminemos con esto lo antes posible. —Pensó resignado.

—Llama por radio cuando llegues. Estaré en mi despacho. —Sentenció su jefe antes de abandonar la estancia con cara de pocos amigos.

Alan salió por la puerta norte del impresionante hangar que servía de almacén para la ciudad en miniatura que era el centro logístico de la mina Uchami. Ciento veinte mil metros cuadrados robados al bosque que incluían catorce naves, veinte barracones, un edificio de oficinas, dos canchas deportivas, un cine y una pequeña pista de aterrizaje.

El garaje bullía con la actividad de los operarios que se afanaban en concluir cuanto antes con el turno de mañana y Alan entró sin llamar por la puerta roja del despacho del Gordo Vlad. No había nada que se moviera sobre ruedas en la mina sin conocimiento del eslavo.

—Vlad, necesito una cafetera. —Anunció Alan.

—Están ocupadas. Ponte a la cola. —Anunció con disciplencia el responsable del parque móvil.

—Son órdenes del jefe.

Los ojos claros de Vlad Petrovic miraron a Alan por encima de sus espejuelos.

—¿Precisamente hoy?

Alan esbozó un gesto de resignación.

—Con suerte estaré de vuelta para el partido.

—No pienso guardarte un sitio, —Afirmó Petrovic llevándose a la boca un buen puñado de Papas Chips.

—¿Me vas a dar el furgón o llamo a Oleg? —Preguntó Alan impaciente.

—Malditos chinos… —Farfulló Vlad mientras  sus dedos grasientos pasaban las hojas de un listado repleto de matrículas.

—Soy filipino, gordo cabrón.

—¿Qué más da? —Respondió Petrovic lanzando un manojo de llaves. —Coge la 42. Pero te advierto que tiene el radiador averiado. Reza para no quedarte tirado en el camino.

—Malditos serbios…

—¡Croata! —Exclamó ofendido Petrovic.

—¿Qué más da? —Respondió Alan antes de salir del cubil.

Alan encontró el furgón 42 esperando turno para ser reparado en el taller.

—Me lo llevo. —Dijo agitando las llaves ante las narices del mecánico.

—¿Autorización? —Preguntó el operario.

—La de mis cojones. —Respondió Alan en español.

—No puedes retirar ningún vehículo sin autorización.

—Habla con Vlad. ¿Qué es lo que tiene? —Quiso saber Alan señalando el motor.

—Habla con Vlad. —Respondió el mecánico.

—Imbécil… —Murmuró Alan subiendo a la cabina del furgón.

El trayecto a la mina no era demasiado largo. Lo malo era la carretera, de tierra y con cientos de curvas atravesando el bosque de coníferas que bordeaba el recodo sur del río.

El camino era cuesta arriba y Alan rezó para que el radiador aguantara.

 

Para tranquilizarse, cantó con voz trémula.

 

Mariposa bella

de mi tierra inmortal…

 

A medida que se acercaba a la mina, algo llamó inmediatamente su atención.

Aquel extraño silencio.

Alan contempló atónito desde la última curva en lo alto de la colina, la explotación de Uchami.

Todo estaba parado. No había volquetes cargando, ni perforadoras arrancando el mineral de los yacimientos, ni palas amontonando el estéril en las escombreras.

Alan no podía creerlo.

El angustioso descenso hasta el aparcamiento del edificio administrativo no hizo sino confirmar su estupor.

Lo peor eran los cuerpos. Algunos, estaban inclinados sobre el volante de sus vehículos, otros, en el suelo junto a camiones, tractores, coches guía…

Enjambres de moscas grandes y azulonas bullían por los cadáveres.

El hedor era insoportable y Alan tuvo que parar a vomitar.

Un extraño sabor metálico se adueñó de su boca.

Alan subió las escaleras de las oficinas y se dirigió directamente al despacho de Dimitri.

En la entrada, junto a la pequeña centralita, una joven ataviada con el uniforme de la compañía yacía con la boca y los ojos abiertos.

—¡Dios mío! ¿Qué es todo esto?

Alan encontró a Dimitri en la planta superior.

El Director de Operaciones también estaba muerto. Tenía la cara manchada de sangre y los ojos desorbitados. Una botella de vodka yacía derramada sobre la mesa del despacho. Alan tomó un trago.

—Tengo que avisar a Oleg. Si al menos pudiese mitigar este horrible sabor en la boca. —Pensó bebiendo de nuevo.

Encender radio no resultó fácil. Tenía los sentidos abotargados y se sentía muy mareado.

Alan llamó.

Mientras esperaba respuesta, comprobó alarmado que la lengua se le estaba hinchando con rapidez.

—¡No puedo respirar! —Pensó aterrado.

Escuchó la voz de Oleg clara y sin interferencias.

—¡Ayuda! —Gritó Alan.

—¿Alan? —Preguntó Oleg extrañado.

—¡No puedo!

—¿Qué coño está pasando?

Alan supo que no iba a aguantar mucho más.

—Oleg, todos muertos. —Balbuceó.

Le costaba pensar en ruso.

—¡Alan! ¿Donde está Dimitri? —Exclamó Oleg sin dar crédito.

Alan emitió un silbido. Sus pulmones se cerraban, negándose a respirar.

Goterones de sudor rodaron por su barbilla.

—Muertos. —Consiguió articular de nuevo.

—¿Qué?

—Todos… Todos muertos…

Alan bajo la vista.

La sangre comenzó a salir a borbotones por la nariz.

Antes de morir, Alan Reyes pensó por última vez en Manila.

—Madre.

Oleg Ivanov apagó la radio después de varios minutos intentando reanudar la conversación.

Tenía que llamar urgentemente a Moscú.

 

 

 

 

Londres. Inglaterra.

Reino Unido.

Domingo Oct./05/2036

Wicca +9

 

Chester Lewis se sentía orgulloso de ser el segundo primer ministro más joven de la historia de Gran Bretaña.

—William Pitt el Joven accedió al cargo en 1783 con tan sólo 24 años pero esa sí que es una marca realmente difícil de superar… —Solía decir.

Chester ganó las elecciones para el Partido Conservador adquiriendo un compromiso claro y sencillo con los electores.

—Gran Bretaña y sólo Gran Bretaña. —Proclamó.

Parecía más fácil de decir que de hacer. El gobierno laborista de Pamela Baldwin había conseguido reducir considerablemente la presión migratoria mediante innovadores acuerdos, las exportaciones de la isla iban a buen ritmo y los británicos, una vez superada la fiebre aislacionista de principios de siglo, parecían preparados para abrirse de nuevo al mundo.

Una ola de optimismo inundaba Londres en 2.034. Todo el mundo daba por hecho que Baldwin conseguiría con facilidad un segundo mandato.

Chester no estaba de acuerdo.

El joven líder de la oposición dedicó todo sus esfuerzos a una tarea muy sencilla: Salir y hablar con la gente.

—Pamela Baldwin pensó que podría ganar sin hacer nada. Ese fue su mayor error. —Diría más tarde en una entrevista de la BBC.

Chester multiplicó su presencia de tal forma que parecía estar en todas partes. Fueron tiempos agotadores en los que no hubo evento, cena o programa de televisión al que no estuviese invitado. 

-¿Qué significa Gran Bretaña y sólo Gran Bretaña? —Preguntó el periodista Jim Elliot en una célebre entrevista publicada a principio de diciembre.

La respuesta a esta pregunta daría a Chester la victoria en las elecciones.

 

- Es cierto que ahora estamos bien. En gran parte, gracias al legado de los gobiernos conservadores que, con valentía, sacaron al país de la Unión Europea. Un legado que ahora, Baldwin quiere dilapidar volviendo a repetir los mismos errores del pasado. El gobierno laborista piensa que ha llegado el momento de abrir las ventanas y dejar que corra el aire…. Y yo digo que el aire no es lo único que nos va a entrar por las ventanas. Terroristas, inmigración ilegal, las mafias que trafican con seres humanos… Nuestros puestos de trabajo en manos de extranjeros… ¿Es que queremos volver de nuevo a todo eso?

—Pero la situación del país es ahora diferente…

—Gran Bretaña y sólo Gran Bretaña significa que debemos continuar protegiendo lo que somos. El único país del mundo con su propia Commonwealth y su propia forma de hacer las cosas.

 

Los progresistas se aprestaron a acusarle de racista y abiertamente xenófobo lo cual no hizo sino aumentar todavía más su popularidad.

La llama estaba de nuevo, encendida.

En su despacho, unos suaves golpes en la puerta le sacaron de su ensimismamiento.

—Adelante.

Florence Applewood asomó con timidez.

—Buenos días, señor Primer Ministro.

—Buenos días Florence. ¡Un domingo estupendo! —Replicó Chester con familiaridad. —¿Ha descansado usted bien?

—No demasiado. Si le soy sincera señor, llevo algunos días inquieta. —Respondió Florence.

—No me diga que usted también… —Dijo Chester con tono de reproche.

—Es por mi hija Martha. Vive en Boston con los niños.

—No es más que otra falsa alerta de la Organización Mundial de la Salud, Florence. ¿Cuántas hemos vivido ya? En un par de meses nos estaremos riendo con todo este desaguisado.

—Los americanos admiten varias muertes en Alaska.

—No se preocupe. Dígale a Martha que, como Primer Ministro del Reino Unido, yo digo que no hay motivos para la alarma. Pronto todos nos habremos olvidado de este incómodo asunto.

Florence Applewood miró a Chester sin estar del todo convencida.

—Al parecer hay imágenes muy inquietantes en Twitter.

—Vamos Florence… ¿A quién va a creer su hija? —Preguntó Chester sonriendo. —¿Al primer ministro de Gran Bretaña o a lo que publica cualquier chiflado en internet?

—Muy bien señor.

—¡Excelente! Y ahora, ¡a trabajar!

Pero la señora Applewood no quería rendirse con facilidad.

—¿Cree usted que Martha y los niños deberían irse cuanto antes a Florida? 

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